sábado, 25 de mayo de 2013

LAS DOS INQUISICIONES DE ESPAÑA





Hace unos días escuché, para mi sorpresa, que mientras las condenas a muerte que la Inquisición impuso en España no pasaban del dos por ciento de los casos que enjuiciaba, en los demás países europeos, incluso de religión protestante, esas penas ascendían al ochenta por ciento. El dato no deja de sorprender, sobre todo cuando siempre hemos creído que España era un país muy intransigente con la herejía y que de ahí se había ganado la dudosa reputación de ser la reserva espiritual de occidente.
Después de contrastar que las cifras eran verídicas, me di a pensar en lo poco que sabemos de nuestra historia, que es lo que repito siempre, y cuán desapercibidos han pasado algunos episodios, siendo este de la inquisición uno de ellos.
A pesar de que somos raudos en tachar a cualquiera de inquisitorial o lo apodamos Torquemada a las primeras de cambio, es muy posible que de la inquisición no sepamos casi nada más que lo superficial: que el primer inquisidor fue el dominico  mencionado y que se le atribuye una ingente cantidad de atrocidades en el nombre de la fe. Pero quizás ignoremos muchos detalles tan curiosos como que en España hubo oficialmente dos tribunales de la Inquisición, el episcopal, que ejercían los obispos en sus diócesis y que obedecía la disciplina de Roma y que se llamaba Tribunal de la Inquisición de España y otro, que se llamaba Inquisición Española y que dependía directamente de la corona.
La primera, la de España, obedece, como todos estos tribunales, a la necesidad de atajar una herejía que en el siglo XII y XIII se había extendido de manera peligrosa para los fines de Roma. Se trataba de herejía albigense o de los cátaros. Cátaro significa puro y albigense, deriva de la ciudad de Albi, en donde se gestó la herejía, y ésta, a su vez, de albo, blanco, que tiene el mismo significado en relación con la pureza.
En el sur de Francia, en una región llamada Occitania o Langedoc, se inició el germen de esta creencia que en sí misma era mucho más antigua que la propia religión cristiana, pues tenía sus raíces en el maniqueísmo, la filosofía que el persa Manes había conjugado con las filosofías orientales, según las cuales todo en el mundo se debate de una lucha permanente entre Ormuz, dios del bien y Ariman, dios del mal.
A punto de crear su propia iglesia, los herejes albigenses se extendieron por el reino de Aragón, limítrofe con Occitania y que en Francia tenía posesiones como el Rosellón Catalán y la Cerdaña.
Para combatir aquella herejía, la Iglesia, por medio de la bula Ad Abolendam del Papa Lucio III, estableció en 1184, la denominada Inquisición Medieval, de la que se desarrollará más tarde el Tribunal de la Santa Inquisición y del Santo Oficio. Por ser el reino de Aragón lugar en donde la herejía estaba muy propagada, la Inquisición se asienta allí, pero en los demás reinos peninsulares no se crean estos tribunales.
En un principio, la Iglesia se había limitado a condenar las herejías con la única fuerza coercitiva que tenía en su mano y que era la excomunión, pero cuando, primero Roma y luego otros países, van aceptando la religión católica como religión oficial, las herejías empiezan a considerarse delitos contra el estado y ya no vale sólo con la excomunión que promueve la iglesia sino que el propio estado aporta su poder para que las penas no sean exclusivamente de sentido y que el daño acompañe a la condena.

Auto de fe

Para eso no se escatiman esfuerzos en arrancar confesiones a base de las torturas más atroces e imposibles de imaginar, hasta conseguir la confesión y terminar considerando al reo culpable de herejía, brujería o cualquier otra barbaridad, condenadolo al fuego purificador.
Pero como decía, en los reinos peninsulares apenas se aplica la disciplina de este tribunal y de hecho la situación está tan relajada que no es hasta el año 1478 que los Reyes Católicos, acuciados por la tremenda situación que se está viviendo en España en relación con los judíos conversos que continúan con sus ritos, entienden la necesidad de solicitar del Papa Sixto IV la creación de un tribunal inquisitorial que persiga a los herejes.
El Papa concede la creación de dicho tribunal mediante la bula Exigit sincerae devotionis, a la vez que da a los Reyes la potestad de nombrar y remover a los inquisidores, lejos del control natural que debería reservarse la Iglesia. Por tanto este nuevo tribunal, que se conoce como Inquisición Española es manejada totalmente por la corona. Así como la herejía albigense da pie a la creación de la primera Inquisición, ahora son los judíos los que provocan la creación de este nuevo tribunal.
Hay que remontarse a los finales del siglo anterior para empezar a comprender el fenómeno que se inicia con los asaltos a las juderías, comenzando por la de Sevilla en 1391. Asustados y arrinconados en sus ghetos, los judíos optan por las conversiones. Pero en su nueva situación, en la que son llamados marranos, perros o más lisonjeramente, cristianos nuevos, frente a los cristianos viejos o lindos, cada vez ven más recortadas sus libertades y las posibilidades de ganarse la vida, pues desde las conversiones masivas, los judíos, mejor preparados para ejercer oficios, más cultos, conocedores del sistema decimal y verdaderos genios de las finanzas, han desplazado a los cristianos viejos, lo que despierta la envidia y los celos y comienzan las intrigas y denuncias contra sus verdaderas creencias.
En España predominaban dos órdenes religiosas, los franciscanos y los dominicos y en esta última, el priorato lo detenta fray Tomás de Torquemada, que, además, era el confesor de la reina.
Hasta él llegan las protestas de los cristianos y el fraile inicia una campaña de predicaciones sobre la conveniencia de establecer la Inquisición en Castilla. Coinciden sus prédicas con el descubrimiento en Sevilla de la conjura judía encabezada por el banquero Diego Susón y que fue delatado por su hija, un acontecimiento sobre el que publiqué un artículo en noviembre del pasado año 2011, que algún lector recordará.
En consecuencia, el papado accede mediante bula a la creación de un nuevo tribunal, cuyos primeros inquisidores son Miguel de Morillo y Juan de San Martín, que llegan a Sevilla en 1480 y cuya primera actuación es llevar al quemadero de Tablada al banquero y a todos los que con él estaban compinchados, los cuales, el seis de febrero de 1481 murieron en la hoguera.
Estos inquisidores son en realidad funcionarios del estado y responden a los criterios políticos del momento y en ellos se extingue el proceso, es decir, contra sus resoluciones no cabe recurso alguno, ni siquiera ante el Papa. Torquemada es nombrado Inquisidor Supremo y en el tribunal se integra el cardenal Mendoza y los dos antes mencionados.
Esta fue la Inquisición que funcionó en España, pues la episcopaliana, es decir, la de los obispos, apenas mostró preocupación por mantener la fe cristiana contra la herejía, los defensores de la Ley de Moisés o los seguidores del Profeta Mahoma.
Es por tanto muy posible que aquella información que mencionaba al principio del artículo, se pueda referir a una comparación entre los diferentes tribunales que bajo la potestad de la Iglesia funcionaron en toda Europa, pero es evidente que las cifras no están comparadas con los procesos que siguiera la llamada Inquisición Española, porque afortunadamente existe mucha documentación sobre los procesos que llevaron a cabo los diferentes tribunales inquisidores que se formaban con la presencia de dos jueces letrados y un teólogo, todos los cuales debían ser eclesiásticos. Un fiscal acusador y un juez de bienes que era el encargado de tasar las posesiones confiscadas a los acusados y, y este es un detalle muy de agradecer, un notario, cuya misión consistía en escribir todas las preguntas y respuestas, lo que para el estudio historiográfico ha constituido un valor documental incalculable, pues hasta en los momentos de las tortura se transcribieron todas las preguntas y las respuestas. De otra manera y tal como estamos viendo en estos momentos, en los que la memoria histórica nos falla en demasía, ya se habría encargado alguien de desmentir las atrocidades que en nombre de la fe se hicieron.
Porque la realidad es que en nombre de la fe se hicieron atrocidades y muchas. Se empleó la tortura como medio eficaz de arrancar confesiones, tras las cuales el reo, de una manera desvergonzada era entregado al brazo secular, que se encargaba de ejecutar la sentencia que normalmente era morir en la hoguera.
La Inquisición española utilizó, fundamentalmente, cuatro tipos de torturas que eran conocidas con los nombres de: Agua, Cuerda, Garrote y Garrucha.
La del agua consistía en verter agua sobre la cara del reo cubierta por un paño, impidiéndole respirar; la de cuerda era estirarle los miembros atados con cuerdas y traccionados por poleas; el garrote consistía en fuertes ataduras que eran apretadas mediante un garrote introducido entre las cuerdas que se iba girando para apretar; y la garrucha se usaba para atar a los reos por las manos y suspenderlos, soltándolos bruscamente sin que llegasen al suelo.
Como se aprecia, cualquiera de los procedimientos debía de resultar insoportable y la confesión era inevitable.

Grabados de los cuatro tormentos


sábado, 18 de mayo de 2013

¡A TIERRA, PUTO!






A veces pienso que es casi normal que haya episodios de la historia de España que hayan pasado desapercibidos, incluso ignorados, a pesar de tener mucha importancia y es que siendo nuestra historia tan extraordinariamente rica y extensa, parece lógico que así ocurra.
Durante toda la Edad Media, la existencia de los diferentes reinos peninsulares, amontonó los acontecimientos de tal manera que solamente los más destacados alcanzaron popularidad, mientras que otros han pasado casi inéditos.
En mi afán por sacar a la luz estos episodios, a veces me encuentro con verdaderas perlas conservadas en vetustos arcones. La de hoy es una de ellas, conocida por escasos estudiosos de la historia, algún curioso que haya escudriñado en acontecimientos insólitos y otros, como yo, que lo haya encontrado por pura casualidad.
A mediados del siglo XV, Castilla vivía tiempos convulsos. Reinaba Enrique IV, de la casa de Trastámara, que ha pasado a la historia con el sobrenombre de El Impotente, el cual estaba casado con Blanca de Navarra, pero que tras varios años de matrimonio sin consumar, el Papa le concedió el divorcio.
No era intención del monarca permanecer soltero, pues ya había concertado un nuevo matrimonio con Juana de Portugal, hermana del rey de aquel país, pero para eso había que desmontar el rumor que cada vez tomaba más cuerpo sobre la impotencia de Enrique. Para eso, algunas damas de la corte se prestaron a declarar que ellas habían tenido trato carnal con el rey que se había mostrado totalmente normal.
Así, con la connivencia de la Iglesia, se declaró que el rey estaba bajo los efectos de un maleficio que le había impedido consumar el matrimonio con Blanca, pero que con el resto de mujeres era persona normal.
Un episodio de lo más acomodaticio y a los que la Iglesia, según vemos, se ha prestado desde siempre, que se sustentó en la duda creada sobre la virilidad del rey.
Gregorio Marañón en su Ensayo Biológico sobre Enrique IV de Castilla y su tiempo, ya comenta que no hay certeza sobre las capacidades del rey, puestas en duda por algunos cronistas de la época, tenuemente defendidas por otros y tachada de pura calumnia por alguno.
Pero no quiero aquí hablar de lo que ya han hablado los que verdaderamente entienden de historia, de psiquiatría y del ser humano, no; quería hablar de algunas otras cosas que ocurrieron durante el reinado de ese infortunado rey.
Era hijo primogénito de Juan II y había heredado así el trono de Castilla; tenía dos hermanos, un varón, Alfonso y una mujer, Isabel.
Pero sobre todo tenía, desde muy joven, escasa voluntad y poco carácter. Su padre le había colocado una especie de preceptor, amigo y compañero de andanzas llamado Juan Pacheco que levantaba excesivos recelos en la corte.
No era, ciertamente, la casa Trastámara, una monarquía muy fuerte, mientras que la nobleza si que gozaba de una posición muy poderosa. Y al frente de aquella nobleza, el personaje más poderoso de la época, don Álvaro de Luna, Condestable de Castilla, Maestre de la Orden de Santiago y valido que fue del rey Juan II. A su lado se colocaban los Infantes de Aragón, que a pesar de su nombre, ejercían todo su poder en Castilla.
Las cosas con el rey Enrique no iban a satisfacción de estos nobles que incluso llegaban a ver una relación homosexual entre el rey y su amigo y consejero Pacheco.
Tras la boda con Juana de Portugal, pariente de los Infantes de Aragón, la reina quedó embarazada, pero nadie creyó que Enrique fuera el padre y esa paternidad fue atribuida a otro de los validos del monarca, Beltrán de la Cueva e inmediatamente a la hija, nacida en 1462, se le apodó la Beltraneja.
Este es un episodio muy conocido de nuestra historia y constituye una muestra de los tremendos bandazos que daban las monarquías para asegurarse la sucesión, pues, teniendo una hija, el propio rey propone como sucesora a su hermana Isabel, siempre que esta se case con un príncipe que él elija. Es lo que se conoce como el Tratado de los Toros de Guisando, firmado en 1468.
Pero antes de eso, la nobleza castellana protagonizó un lamentable espectáculo que es el que da lugar al título de este artículo.
Desde que Beltrán de la Cueva ha obtenido el favor del rey y de la reina, el amigo de la infancia, Juan Pacheco, marqués de Villena ha pasado a un segundo plano que no acepta y tras los primeros escarceos y exhibición de armas, sin desenfundar, se ofrece al rey de Francia y luego, se coloca descaradamente contra su antiguo amigo. Liderando a la nobleza castellana, reúne a su alrededor a lo más granado del momento que junto a la iglesia, a la que hace ver el carácter ilegítimo de la infanta Juana, predispone contra el rey.
Pero para que haya conspiración tiene que haber un recambio para el monarca y ese repuesto lo encuentra en Alfonso, hermano del rey que no tiene ninguna posibilidad de reinar.
Pero eso no importa y en un acto que ha pasado a la historia como La Farsa de Ávila, escenifican teatralmente una deposición del rey.
El cinco de junio de 1465, junto a las murallas de la ciudad, colocan un estrado y en él lo que hace parecer un trono, sobre el que colocan un monigote vestido con ropas regias de color negro y todos los atributos del monarca de Castilla. En el curso de la representación que tiene lugar, los nobles castellanos y los obispos y arzobispos asistentes, van detallando las iniquidades del  rey Enrique IV; hacen sus acusaciones de impotente, indolente, homosexual, amigo de los moros y cornudo consentido, tras lo cual dictan un veredicto que se cumple de inmediato.
El arzobispo de Toledo, Alfonso Carrillo, desposee al muñeco de la corona, el conde de Plasencia le quita la espada, el de Benavente lo hace con el cetro y al final, para dar mayor dramatismo a la grotesca escena, el hermano del conde de Plasencia derribó el muñeco a la vez que gritaba: “A tierra, puto”.

Grabado de la Farsa de Ávila


De inmediato, subieron al estrado a Alfonso y al grito de “Castilla, por el rey don Alfonso”, lo proclamaron rey y lo invitaron a gobernar con el nombre de Alfonso XII.
Pero el nuevo rey, creado por aquellos disidentes, carecía de cualquier crédito entre la inmensa mayoría de los nobles, caballeros y demás habitantes del país que lo consideraron como un muñeco en manos del antiguo valido, ahora preterido y el sabio pueblo, sin hacer causa común con los cismáticos nobles, permaneció leal a Enrique.
Fue esa la causa de una agitación general en toda Castilla que afortunadamente tuvo poca trascendencia y que se acabó dos años más tarde con la muerte del infante Alfonso.
Pero el que está herido en su amor propio, no ceja en su tarea conspirativa y como la infanta Isabel acató la voluntad de su hermano, el rey, de inmediato se pusieron de parte de Juana La Beltraneja y a la muerte del rey, ocurrida en 1474, se opusieron abiertamente a la coronación de Isabel, estallando la que se conoció como Guerra de Sucesión Castellana que se prolongó por cinco años, hasta la victoria final de los partidarios de Isabel.
Aquella farsa dio lugar a una rebelión de la nobleza contra la corona que tuvo consecuencias muy importantes para la posteridad.
Envalentonados, los disidentes se atrevieron incluso a buscar apoyos en Portugal y en Francia y los obtuvieron casando a la Beltraneja con el rey Alfonso V de Portugal.
Tras la decisiva batalla de Toro, en donde no hubo un claro vencedor, pero que provocó la retirada de los portugueses a su país, se consolidó la posición de Isabel que ya sin rival, ofreció a su sobrina la posibilidad de casarse con el infante Juan que acababa de nacer y que aquella declinó, ingresando en un convento.
La consecuencia más destacada que se inició con aquella farsa fue la pérdida de todo el poder militar de la nobleza, lo que permitió la creación de un estado moderno y fortalecido, aunque en el terreno económico los nobles continuaron ejerciendo un gran poder e influencia.
El episodio fue tan intrascendente que el nombre de Alfonso XII no quedó registrado en los anales y su ordinal fue ignorado completamente, debiendo pasar cuatro siglos hasta que otro rey volviera a llevarlo.
Un dato curioso e incluso chocante es que, entre los partidarios de Isabel, se encontraba Beltrán de la Cueva, el supuesto padre de Juana de Trastámara que luchaba por convertirse en reina.

sábado, 11 de mayo de 2013

EL REY DE COCOS







El valor que tenían las especias hace cinco siglos es algo que en el día de hoy nos resulta difícil de comprender, pero lo cierto es que la búsqueda de estos productos impulsaron casi todos los grandes descubrimientos desde el siglo XV.
En algunos yacimientos prehistóricos, los arqueólogos han encontrado vestigios del uso de algunas plantas como el ajo, la cebolla, los rábanos y otras muchas, lo cual quiere significar que desde la más remota antigüedad, el hombre trató de dar a los productos que consumía, un cierto tono de sabor que los desviara de los posiblemente malos sabores que tuvieran aquellos primitivos alimentos. Salvo en la época de las glaciaciones, conservar las carnes, producto de la caza, o las verduras y frutas de la recolección, era tarea muy difícil, por no decir imposible y, por tanto, los hombres primitivos estaban obligados a comer carne semicorrompida o verduras podridas.
Para disimular el mal sabor de algunos alimentos, se empiezan a utilizar unos productos, casi siempre vegetales, pero a veces también animales y minerales, que se conocen con el nombre de “especias”.
Fueron los romanos los primeros en elevar a la categoría de exquisitez, el uso de algunas especias tradicionalmente usadas, o salsas tan preciadas como el Garum que obtenían en nuestras costas gaditanas y que los griegos habían bautizado siglos antes como Garo, que era el nombre que ellos daban a nuestras caballas, base de la fabricación de tan exquisito condimento.
Pero no solamente las especias eran productos para utilizar en la cocina como conservantes o sazonadores, también para fabricar los perfumes, los medicamentos, linimentos y aceite corporales y en algunos casos como eficaces afrodisíacos
Para buscar especias se dobló el Cabo de Buena Esperanza y se cruzó el desconocido Atlántico, con la certeza de que las especias traerían la riqueza a quienes con ellas comerciaran y así fue en muchos casos, pues la humilde nuez moscada llegó a valer más que el oro.
Indudablemente que su comercio produjo importantes ganancias e incluso sustentó la economía de países, pero llegó un momento, en el siglo XIX que el avance de la agricultura permitió lo que hasta entonces estaba vedado y que fue el cultivar aquellas plantas lejos de sus habitats naturales. Con este nuevo sistema se abarató considerablemente el precio de los productos, se acercó éstos al gran consumo y muchas empresas dedicadas a la importación se vinieron a pique.
Pero lo más importante de lo que trajo la búsqueda de las especias, fueron los innumerables descubrimientos de islas, archipiélagos y continentes que durante varios siglos se fueron produciendo.
Una de las zonas en la que se produjeron mayores descubrimientos y colonizaciones fue en el Océano Pacífico, plagado de islas, mientras que su vecino, el Índico era muy ignorado, limitándose la navegación a las rutas ya establecidas.
Si echamos una mirada al mapa de la zona veremos que este océano está inmensamente despoblado y desde la punta de África, o la isla de Madagascar, hasta Indonesia o el Mar de Java, no se encuentra nada más que un archipiélago, de escaso tamaño y apenas habitados. Son las Islas Coco, compuestas por dos atolones con veintisiete islas coralinas.
Estas islas fueron descubiertas en el año 1609 y de manera totalmente accidental. Tres barcos de la Compañía de las Indias Orientales salieron en 1607 de Inglaterra con destino al Océano Índico con intención de descubrir islas y comerciar con las especias. A bordo de uno de ellos navegaba el capitán William Keelling. Su barco se llamaba Dragón Rojo y fue el último de los tres buques en regresar a su base.
Al hacerlo, el capitán Keelling, un apasionado del teatro, en cuyo barco se representaban obras de Shakespeare por parte de la tripulación, puso de manifiesto el descubrimiento de unas islas, a mitad de camino entre Java y África, a las que había bautizado con su nombre.
Las Islas Keelling, como se las conoció desde entonces, estaban deshabitadas, pero a decir de su descubridor, eran de una gran belleza y en ellas había mucha vegetación y abundante agua que en las lagunas interiores de los atolones, formaban unas lentes flotantes sobre el agua muy salina de éstos.
El descubrimiento no pareció tener demasiada importancia, pues Keelling no encontró en las islas otros productos que el coco, en aquel momento no muy demandado y, además, bastante frecuente en muchos lugares del Pacífico.
Tan escasa importancia se le dio que no se tiene noticia de que ningún otro barco arribara a sus costas hasta que en 1825, es decir, más de doscientos años después el Mauritius, un bergantín inglés, encalló en sus arrecifes, viéndose la tripulación en la necesidad de refugiarse en las islas hasta que pudieron reparar el buque muchas semanas después.
Este naufragio demostraba que la supervivencia en las islas Keelling era posible y que abundando el agua y la vegetación, también había animales para completar la cadena alimenticia.

Grabado del desembarco en las Cocos

Ese mismo año y de manera accidental, otro navegante escocés, John Clunies-Ross, arribó a las Islas Keelling, quedando prendado de la belleza de las mismas y de la enorme cantidad de cocos que podrían producirse en aquellas privilegiadas islas, hasta el extremo de que decidió volver allí e instalarse allí con su familia
Esa noticia fue conocida por el gobernador de Borneo, Alexander Hare, el cual con doscientos esclavos malayos y todo un harem con cuarenta mujeres que poseía para su propia satisfacción, se trasladó a las islas, anticipándose a los deseos de Clunies-Ross.
Enseguida vio que las condiciones de la isla eran óptimas para producir cocos en gran cantidad y comenzó la producción de copra y aceite de coco que empezaba a demandarse mucho en perfumerías, para fabricar jabones y en repostería, como aderezo de pasteles, galletas y chocolates .
Apenas un año después arribaron a las mismas islas John Clunies-Ross con su familia y cuarenta trabajadores y con planes de recolectar cocos y plantar muchas palmeras más.
Pronto surgieron diferencias entre ambos personajes, en las que Hare llevó la peor parte porque además de la competencia y rivalidad entre ambos, muchas de las mujeres que Hare tenía en su harem se marchaban a vivir con los trabajadores de Clunies y por otro lado las durísimas condiciones que éste imponía a sus esclavos malayos, comenzaban a minar la salud de los braceros, afectando a la producción y terminando por hacerle imposible la vida en aquellas islas, por lo que el año 1831 abandonó las abandonó con el resto de personal que le quedaba.
Con su marcha, John Clunies-Ross quedó como único señor de las islas, convirtiéndose en una especie de reyezuelo que la gobernaba y que incluso llegó a crear su propia moneda: La rupia de las Coco que, como es natural solamente servía en el comercio interno.
El patriarca de la familia falleció en 1854, sucediéndole su hijo John George que se autodenominó Ross II. Tres años después las islas fueron anexionadas al Imperio Británico y el que hasta entonces había sido su “rey”, pasó a ser simplemente el administrador del territorio.
Pero las islas tenían escaso interés para la corona británica, hasta el extremo que, tras mucho insistir y dar la lata, la reina Victoria las concedió a la familia Ross a perpetuidad, aunque en la cesión se estableció una cláusula por la que la corona podría recuperarlas, sin indemnización alguna, en caso de que así lo aconsejara el interés público.
Poco interés público habría en aquellos alejados y semidesérticos atolones, sin embargo la fortuna de la familia Clunies-Ross crecía de manera importante, porque aparte del comercio del coco que mantenían constantemente con puertos de la isla de Java, empezaron a dedicarse al aprovisionamiento de los buques balleneros que cada vez en mayor número surcaban las aguas del Índico y que aquellas islas le venían a medio camino entre sus caladeros y los puntos habituales de suministros.
Y por si fuera poco, el descubrimiento de fosfatos en las vecinas Islas Navidad propició que los Roos creasen una compañía para su explotación, disparándose la producción de abonos, tan importantes para la agricultura del pasado siglo XIX.
Pero no todo era idílico en aquel supuesto paraíso de belleza inigualable. La población no conseguía reproducirse y era constante la traída de mano de obra procedente de China y las islas de Java, Borneo, Ceilán, etc., personas que se adaptaban mal a las condiciones de vida y con mala alimentación sobre todo por la escasa variedad de productos, morían muchos y otros enfermaban y se inutilizan para el trabajo. En un año el beriberi, enfermedad producida por falta de vitamina B, produjo más de cuatrocientas muertes entre los poco más de dos mil trabajadores.
El enclave estratégico de las Coco las hizo apetecible en las dos grandes guerras, pero aparte algunas escaramuzas navales, quedaron totalmente al margen del conflicto.
En 1954, la reina Isabel II visitó las islas en las que la familia Ross seguía reinando. Pocos meses después las islas fueron cedidas a Australia, lo que supuso para las Clunies-Ross la pérdida de su reino que durante ciento cincuenta años les perteneció sin ningún derecho.
Con la llegada del gobierno australiano empezó a derivarse la producción agrícola hacia otros campos y los sindicatos a denunciar las condiciones de esclavitud en que vivían los mil quinientos habitantes que había en ese momento.
Pero tenían los Ross una concesión a perpetuidad que los hacía dueños de aquellos islotes, concesión que les permitía seguir casi en la misma situación, aunque con más problemas cada vez, hasta que en 1978 y por seis millones y cuarto de dólares americanos vendieron las islas al gobierno australiano y en 1984, mediante referéndum, los seiscientos habitantes de las islas decidieron su plena integración en Australia.
El último superviviente de la familia Clunies-Ross que vive aún en el archipiélago es John George que tendría que haber sido Ross IV, al cual la BBC le hizo una entrevista en 2007, en la que se lamentó de la pérdida que sufrió su familia.

sábado, 4 de mayo de 2013

¿IMPORTA DÓNDE NACIÓ?





Si hay un número de interpretaciones de la misma magnitud de las que se han hecho sobre el personaje de ficción de don Quijote, es el que existe acerca del lugar en el que nació el más importante descubridor de todos los tiempos: Cristóbal Colón.
Y es muy natural que todos los países de la Europa de aquella época se quieran disputar el honor de tener como nacido en su tierra a un personaje de semejante talla.
Italiano, portugués, mallorquín, francés… cualquier hipótesis ha servido para dar cuna al personaje, del que, de pequeños, estudiamos y dimos por sentado, que era un navegante genovés, sin más polémica.
Fue más tarde cuando empezó a surgir la discusión y de la Génova italiana, pasamos a la Génova mallorquina, una pequeña localidad muy cercana a Palma que mira a la espalda del castillo de Bellver y que en cierto momento se apuntó al carro de la polémica porque la coincidencia de su nombre con la ciudad italiana le proporcionaba una ventajosa posición de partida.
Si no fue portugués, vivió y se casó con una portuguesa y desde allí nos vino a España para ofrecerse a nuestros Reyes Católicos y es casi seguro que en el vecino país adquirió el conocimiento de lo que años más tarde lo encumbraría.
Es por tanto lícito que Portugal se quiera apuntar un tanto, si no en el nacimiento, si en la formación del descubridor.
Salvador de Madariaga le atribuyó un origen incierto como sefardita converso, razón por la cual él quisiera ocultar su verdadera identidad y que, además, procedería de alguna ciudad del mediterráneo español, huido ante los muchos asaltos a las juderías que se produjeron en aquella época. Eso justificaría su dominio del castellano y su escasa facilidad para expresarse en italiano, teniendo en cuenta que, por tradición, los judíos tendían a conservar las costumbres y la lengua del lugar de su procedencia, razón por la que muchos sefardíes todavía hablan el castellano antiguo.
Pero lo que resulta ya más chocante es que también se lo quiera apropiar Francia y para eso voy a relatar una noticia aparecida en la prensa francesa hace ya muchos años.
El día 17 de agosto de 1841, la Gazeta de Madrid, nombre que tenía lo que hoy conocemos como Boletín Oficial del Estado, publicaba en la primera columna de la página tres, que unos días antes, el nueve de aquel mes, la Revista de París había publicado el descubrimiento de la partida de bautismo de Cristóbal Colón, en un pueblecito al norte de la isla de Córcega llamado Calvi.
Este descubrimiento se debía a un tal monsieur Guibega, prefecto de Córcega que aún no lo había publicado pero lo haría en breve y, en ese momento, Francia podría levantar un monumento a un hijo suyo considerado el más atrevido navegante de todos los tiempos.
No dice la Revista en qué fecha ni en qué parroquia fue bautizado, obvia todo eso para destacar únicamente lo que inspira el chauvinismo tan propio de esa nación: Colón era corso, compatriota de Napoleón y por tanto, francés.
El año de su nacimiento es también una incógnita, pues se han barajado fechas desde 1430 hasta 1441, lo que hace suponer que en el momento del descubrimiento, debiera tener entre cincuenta y sesenta años, que parece edad muy avanzada para aquella época y más aún si consideramos que la fecha de su muerte fue en 1506, es decir, estaba cercana.

Retrato a plumilla de Cristóbal Colón

Que se encuentre una partida de bautismo en cualquier punto del mundo, cuatrocientos años después de haber nacido una persona, es un hecho que podría entrar en lo que suele ser normal. En la búsqueda de unos archivos parroquiales puede aparecer un documento hasta ese momento ignorado, pero cuando existe una larga polémica para atribuirse la ciudadanía de universal personaje, el hecho puede chirriar ya de entrada.
Nadie ha dicho que aquella partida o acta de bautismo estuviese falsificada, lo que es muy probable, porque nadie se molestó en desmentir el origen corso del navegante, por razones que más adelante saldrán a relucir y muchos de los estudiosos y conocedores del tema no hicieron otra cosa que remitirse a las propias declaraciones de Colón, vertidas en un documento que tiene fecha de 22 de febrero de 1498 y que es el acta fundacional del Mayorazgo del navegante, en la que el propio Colón dice: “…de la cual ciudad de Génova he salido y en la cual he nacido.”
En el momento histórico en el que nos encontramos, el concepto de ciudad no es exactamente el que ahora tenemos y mucho menos en la Península Italiana, donde las ciudades–estados proliferaban. Los Estados Pontificios, las repúblicas de Florencia, Venecia y Génova, el Reino de Nápoles o el Ducado de Milán, son buenos ejemplos de pequeños estados independientes entre sí. De hecho Italia no consigue ser un país unificado hasta el siglo XIX en un proceso difícil, pero en el que los italianos manifiestan su deseo de unirse y que se consigue en el reinado de Víctor Manuel II.
Por tanto, mediado el siglo XV, decir que se era genovés, no tiene que significar haber nacido en la ciudad de Génova, sino en cualquiera de los territorios que le pertenecían.
Lo lamentable de todo este afán por ubicar el lugar del nacimiento del insigne Almirante, es que el desconocimiento de la historia que algunos demostraron, les haría posteriormente sonrojar.
El Papa Bonifacio VIII, que gobernó la sede vaticana desde 1294 a 1303, consiguió, por el tratado de Anagni, firmado en 1295 que Jaime II de Aragón, llamado El Justo, que había heredado de su padre el reino de Sicilia, se lo permutase por los derechos sobre las islas de Córcega y Cerdeña que quedaron incorporadas definitivamente a la corona de Aragón en 1325, cuando Jaime II las conquistó militarmente.
Años después y un siglo antes de nacer Colón, reinaba en Aragón Pedro IV, el del Puñalito, o el Ceremonioso, que agradecido a unas compañías de corsos, ciudadanos procedentes de Córcega, que habían  luchado a su lado en la defensa de Cerdeña, sitiada por las fuerzas militares de la familia genovesa Oria, mandó que todos los corsos fuesen tratados como catalano-aragoneses.
Parece necesario recordar también que los reyes de Aragón ejercieron la soberanía sobre Córcega en donde nombraban gobernadores que habían de regir los destinos de la isla, situación que se mantuvo aún cuando de hecho, dejaron de poseer aquella isla, arrebatada por los genoveses, en 1481.
Desde entonces muchas vicisitudes se ciernen sobre la República de Génova y las Islas, las cuales pasan por períodos en los que llegan a ser independientes, pero siempre con una fuerte presencia de los aragoneses que nunca cedieron un ápice en sus derechos sobre ellas y no es hasta 1768 cuando la República de Génova mediante el Tratado de Versalles, cede, mejor dicho, vende, la Isla de Córcega a Francia y por un precio tan ridículo que produce rechazo en la propia población corsa, que trata de resistirse y finalmente es derrotada por las fuerzas francesas, mas poderosas y mejor organizadas.
Por tanto, hasta 1769, en que el territorio fue pacificado y acogido bajo la soberanía francesa, Córcega había sido aragonesa, genovesa e independiente y más concretamente, en la fecha en la que debió nacer Colón, de la que ya se habló más arriba, no cabe ninguna duda de que Córcega pertenecía a la corona de Aragón.
Por tanto, si es cierto que esa partida de bautismo es la auténtica y de hecho podría serlo, de lo que no cabe duda es que en aquel tiempo, aquella tierra era tan aragonesa como el propio Aragón y, por tanto, Cristóbal Colón, sería aragonés, lo que en estos tiempos supondría que era español.
No hay que entenderlo así, porque España aún no existía, dividida como estaba en los reinos de Castilla, Aragón, Murcia, Granada, etc., y cuya unificación es lo que realmente propicia que Colón pudiera hacer su prodigioso descubrimiento.
Pero más allá de dar importancia a una persona por el lugar en que nació, resaltemos que la verdadera importancia no radica en ese lugar sino en el que pone a su disposición las condiciones necesarias para que el individuo desarrolle todo lo que lleva dentro.
Madame Curie nació en Polonia y a nadie se le ocurre decir que no fue en Francia el país en el que alcanzó su prestigio. Einstein, considerado el científico más importante del siglo XX, nació en Alemania y tampoco se le puede desvincular del país en el que desarrolló sus teorías que fue Estados Unidos. Nikola Tesla, importantísimo científico y padre de la corriente alterna, imprescindible en nuestros días para cualquier tipo de funcionamiento eléctrico, era servio, pero fue en Estados Unidos donde desarrolló sus innumerables patentes.
La lista sería interminable y con la globalización aumentará todavía más, pero lo que queda claro es que aunque el Almirante hubiera sido francés, España el país que descubrió América y eso no se puede negar, por muy lejos de nuestras fronteras que Colón hubiese nacido.