sábado, 26 de octubre de 2013

LA GUERRA DE LA SANDÍA



No es la primera vez que escribo sobre guerras raras, como la de la Oreja de Jenkins, o la Guerra de los Pasteles, o sobre la más corta que duró cuarenta y cinco minutos, o la más larga, con sus más de trescientos años y sin disparar ni un solo tiro.
En fin, que es un tema divertido y que da mucho juego. El de hoy es una guerra por una tajada de sandía, aunque más que una guerra fue un alboroto callejeroque terminó con una ocupación militar en toda regla y con insospechadas consecuencias, como más adelante se verá.
Aparte de la Guerra de la Independencia, para dejar de ser colonia británica y la de Secesión para establecer un poco lo que sería su perfil como nación, todas las demás guerras en las que Estados Unidos ha intervenido y han sido muchas, en sus doscientos y pico años de historia, las ha celebrado fuera de su solar patrio.
Y eso es una gran ventaja porque su población, si no quiere, no se entera de que están en guerra y así pueden ir repitiendo en uno y otro continente.


Eso y que desde que la incipiente nación de las barras y estrellas empezó a considerarse importante en el panorama mundial, no cejó, ni cejará, en su empeño de controlar exhaustivamente su continente.
Por otro lado, Estados Unidos es un país muy grande que abarca de océano a océano; distancia enorme y que lo era mucho más a mediados del siglo XIX cuando transcurre esta historia. En aquella época el Este estaba muy poblado, mientras que el Oeste empezaba a colonizarse, pero he aquí que en 1848 se descubre oro en California y se desata lo que se dio en llamar la Fiebre del Oro.
Muchas personas, afincadas en la costa Atlántica y centro, se desplazaron a California en busca del preciado metal, en una avalancha tal que produjo un colapso total en la intendencia de la zona. Pero cruzar todo el territorio entre costas, poblado de tribus indias hostiles y con un clima y una orografía poco recomendables, era una empresa ardua y peligrosa.
Mucho material y maquinaria, así como los alimentos que se necesitaban en la costa del Pacífico, había que mandarlo desde el Atlántico en los sistemas de transportes de la época, el tradicional y peliculero sistema de caravanas, porque el primer ferrocarril que uniera las dos costas no llegó hasta 1860, o en barco pasando por la punta sur del continente.
Había que encontrar una ruta más corta y más cómoda que dar la vuelta a América y se encontró en el istmo de Panamá, entre las ciudades de Colón y Panamá capital, las más importante y mejor situadas a ambos lados del istmo y aprovechando la estrechez de la lengua de tierra, solamente setenta y siete kilómetros, trasladar a personas y mercancía de un lado al otro, usando embarcaciones que remontaban ríos y cruzaban lagos, o caravanas como en cualquier otro lugar, no era por demás complicado. De esta forma se daba cumplida satisfacción a las necesidades, pero la ruta era difícil y se tardaba cuatro o cinco días en cubrirla.
Parece como si alguna mente preclara, en el gobierno de Washington, hubiera previsto lo que iba a pasar y así, en 1846, la entonces República de Nueva Granada, que la formaban Colombia, Panamá y durante un tiempo Nicaragua, firmó con los Estados Unidos, un tratado por el que se concedía a la potencia del norte unos derechos comerciales realmente abusivos, si bien las compensaciones, en muchos sentidos, equilibraban la balanza.
Entre estos privilegios, se le concedió el monopolio para construir un ferrocarril que uniera las costas de los dos océanos, a una compañía estadounidense llamada Panamá Railroad Company.
El ferrocarril, el auge del comercio, la boyante economía de la zona, no hizo nada más que atraer más y más inmigrantes que en pocos años pasaron de unos doscientos al año, hasta más de treinta mil en 1855, en su mayoría aventureros estadounidenses, irlandeses y negros de Haití y Jamaica que llegaron a transformar las costumbres de los locales. Incluso aparecieron ciudades con nombres en inglés y el dólar y el oro se convirtieron en las únicas monedas de cambio. Por lo general el idioma que se usaba era el inglés y todos los anuncios solicitando mano de obra o publicitando artículos eran en esa misma lengua. La prensa, mayoritariamente dirigida a los inmigrantes, se escribe en inglés.
Solamente existía un problema para la completa hegemonía norteamericana: el clima y sus consecuencias. A los estadounidenses les costaba adaptarse a la selva, los mosquitos, las enfermedades, las constantes lluvias torrenciales y el calor.
Sin ser una potencia ocupante, en términos de léxico militar, la población nativa empieza a ver a los blancos americanos como unos invasores y los conflictos y altercados empiezan a producirse con asiduidad, hasta llegar al extremo de que los blancos del norte crean una Comisión de Vigilancia, una especie de “patrullas urbanas armadas” que pretende solucionar los problemas de inseguridad por la violencia y al margen de las autoridades de la república. Durante un año, estas patrullas fueron actuando indiscriminadamente y sin control, si bien, al no conseguir apenas logros en el incremento de la seguridad, se autodisolvió, pero el odio en la población nativa se había incrementado de manera notable.
Pero si a la supremacía que los blancos extranjeros ejercían sobre los nativos y los negros, se suma la circunstancia del radical cambio de vida que experimentaba la zona y de la que se culpaba a aquellos, la cosa se ponía mucho peor, empeorando, si cabe, con la terminación del ferrocarril que dejó sin trabajo a infinidad de nativos que vivían de explotar las tradicionales formas de transporte.
Esta situación devino en enfrentamientos en los que se produjeron muertes por parte y parte, aun cuando la lucha era desigual, pues los blancos disparaban con sus rifles, mientras los nativos lo hacían con armas arrojadizas y sables.
El odio, el resquemor, la sed de venganza, se fue acumulando en los indígenas que poco a poco se fueron armando, hasta que en 1856 sucedió la llamada Guerra de la Sandía.
Tuvo lugar en la ciudad de Panamá el día 15 de abril. En aquel momento se encontraban en la ciudad muchos estadounidenses que marchaban a California en busca de oro, otros que volvían descorazonados de la infructuosa búsqueda del preciado metal y bastantes mercenarios que se dirigían a Nicaragua para apoyar la consolidación de su auto nombrado presidente, el filibustero William Walker.
Entre estos últimos se encontraba un estadounidense llamado Jack Oliver, que estando borracho en el Mercado del Marisco, un lugar cenagoso e insalubre, quiso una tajada de sandía que un niño le ofreció por cincuenta centavos, los que se negó a pagar después de comérsela. El pequeño vendedor le reclama su dinero y su madre que estaba muy cerca, amenaza al blanco, el cual le da una patada, derribándola, a la vez que saca su revolver y dispara al pequeño, al que hiere en un muslo.
La madre grita pidiendo auxilio, a la vez que le llama asesino.
De inmediato, desde el campanario de la iglesia de Santa Ana, muy próxima al lugar, se da la alarma y en pocos minutos, más de quinientos nativos, la mayoría negros, armados de cuchillos, palos, piedras y algunos fusiles, avanzan sobre la estación de ferrocarril, donde un grupo de americanos se habían refugiado. Comienza una batalla campal, donde de una parte se combate a tiros de rifle y revólver, mientras de la otra se dispara algún tiro, se lanzan pedradas, palos y cuchilladas.

Grabado del incidente

Alertado por el toque de alarma, el gobernador del estado en compañía de un familiar y del cónsul y el canciller de los Estados Unidos en la ciudad de Panamá, se personan en el lugar con la intención de detener el alboroto.
Más sumisos, los nativos deponen su actitud, pero los blancos del norte no están por acatar ninguna mediación y del interior de la estación sale una descarga hacia el lugar en el que se encuentra el gobernador, cuyo sombrero es atravesado por una bala, su pariente es herido en una pierna, mientras tres proyectiles alcanzan al cónsul y otros cinco a su caballo. Varios de los nativos colocados tras el gobernador, recibieron impactos de bala de distinta consideración, por lo que se recrudece el enfrentamiento. Poco después llega una dotación de soldados republicanos que a la orden del gobernador, abren fuego sobre la estación en donde los atrincherados están preparando un pequeño cañón, cargado con metralla que pretenden disparar sobre sus asaltantes, sin que fuera posible hacer el disparo.
Durante más de seis horas los negros, los soldados y los indígenas que se han unido, realizaron una horrible matanza de blancos, a los que se les había acabado la munición y los que no fueron muertos o heridos, huyeron precipitadamente.
Del lado norteamericano hubo diecisiete muertos, ocho heridos de gravedad y veintiocho de menor consideración. Del lado panameño solamente hubo dos muertos y ocho heridos.
Siendo este hecho de mucha trascendencia, lo ocurrido después fue determinante. La población nativa, enfurecida, atacó a todo lo que representaba intereses de los Estados Unidos, destrozando y saqueando dos hoteles y la estación de ferrocarril, en una operación que duró hasta el día siguiente.
Los norteamericanos solicitan la intervención de la armada de su país, al tiempo que las autoridades de Panamá solicitan ayuda de la república, que no consiguen, por lo que los nativos, negros e indios, deciden armarse temiendo una inminente invasión, la cual es solicitada constantemente, no sólo desde los estadounidenses que están en Panamá sino de los habitantes de las dos costas de los Estados Unidos. El gobierno de los Estados Unidos consideró que las autoridades de Nueva Granada habían actuado a destiempo y mal y que la libre circulación de sus ciudadanos no estaba garantizada en aquel istmo, lo que sirvió de excusa para desplegar sus tropas a lo largo de todo el brazo de tierra, sin considerar para nada las protestas de las autoridades locales.
No queda la cosa ahí, pues a mediados de agosto de aquel mismo año, se firman las negociaciones entre los dos países que obliga a la república a pagar más de cuatrocientos mil dólares-oro como indemnización por los incidentes.
No fue sólo el pago de la indemnización, ni el tener que tragar con las tropas norteamericanas patrullando su territorio, es que además hasta bien pasada la mitad del siglo XX, no se deshicieron los panameños de la bota yankee apretando sobre su pescuezo. Si es que de verdad lo hicieron.
¡Y todo por una tajada de sandía!


sábado, 19 de octubre de 2013

EL PARTENÓN FUE ESPAÑOL




Después, muchos siglos después de que Atenas, la ciudad-estado capital del territorio conocido como Ática y capital mundial que fuera de la cultura, el arte y la filosofía, las matemáticas y todas las ciencias conocidas, perdiera su esplendor, fue una posesión española.
En realidad sería mejor decir aragonesa, pues todavía España no existía como tal estado, pero de cualquier forma llegó a formar parte de un reino de nuestra península.
Después de las guerras con Esparta, su eterna rival y de la hegemonía de Macedonia sobre toda la península helénica, primero con Filipo II y luego con su hijo, Alejandro el Magno, Atenas comienza su declive que termina cuando Roma conquista Grecia.
Ya no es una poderosa ciudad, aunque quizás nunca lo fue, pero siguió siendo la capital mundial del arte, la filosofía y la cultura.
Su preponderancia cultural continuará durante la dominación romana, sobre todo con los primeros emperadores, pero con la llegada del cristianismo al trono romano, la cosa cambia radicalmente. El pensamiento austero y retrógrado que inicia su período de esplendor, ordena cerrar todas las escuelas paganas de todos los territorios del Imperio y Atenas comienza su verdadero declive.
Siglos más tarde, cuando Teodosio I, el Grande, dividió el imperio romano entre sus hijos Arcadio y Honorio, toda Grecia quedó bajo la dominación del llamado Imperio romano de Occidente o Bizantino, cuya capital era Constantinopla.
Atenas ya había dejado de tener interés militar, estratégico, cultural y artístico y fue declinando hasta convertirse en una ciudad de apenas cuatro mil habitantes de los muchos millares que llegó a tener.
Bizancio ya no se ocupa de la península Helénica, no le interesa y la cede, fragmentada en ducados, a las diferentes casas reinantes en Europa, las cuales le prometen vasallaje y se desentiende así de sus problemas por Occidente, para ocuparse de los verdaderos problemas que son los que les llegan desde Oriente.
Entre las numerosas preocupaciones del imperio bizantino se encontraba la pujante presencia de los otomanos en casi todas sus fronteras y contra cuyo poder las Cruzadas no habían conseguido nada.
Dos siglos de existencia del reino cristiano de Jerusalén, pasados con más pena que gloria, no habían servido para frenar el avance del Islam, que tras la toma de San Juan de Acre, dan al traste con las cristianas aspiraciones de gobernar en Tierra Santa.
Las fronteras de Bizancio se van reduciendo poco a poco ante el imparable avance otomano, para terminar desapareciendo en el momento en el que se fija el paso a la Edad Moderna.
Pero antes de la caída de Constantinopla, el Imperio Bizantino ha pasado por múltiples vicisitudes en las que los emperadores no cesaban de pedir auxilio a la cristiandad para defender sus fronteras del inexorable avance musulmán.
En ese contexto aparece la figura del que había sido un caballero templario expulsado de la orden, Roger de Flor, que se presenta en el reino de Sicilia, dependiente de la Corona de Aragón, para ofrecer sus servicios a Federico II, hijo del rey de Aragón, Pedro III, el Grande, que trata de defenderse de las diferentes casas europeas que pretenden el reino del que dependía una parte importante de la península italiana, conocido como reino de Nápoles.
La experiencia militar de Roger, hace que el rey le entregue el mando de unas tropas mercenarias llamadas los almogávares, compuestas por rudos habitantes de los valles del Pirineo, mandados por oficiales aragoneses y catalanes.
El éxito de esta tropa, al mando de Roger de Flor, es rotundo y consigue frenar las aspiraciones de las monarquías europeas, pero Roger se creía en peligro pues teme que el rey Federico lo entregue a la Santa Sede por los delitos cometidos que causaron su expulsión del Temple, así que convence a su compañía y marchan hacia Constantinopla, como la Gran Compañía Catalana, para ponerse a las órdenes del emperador bizantino Andrónico II.
Tanto prosperaron Roger de Flor y sus almogávares en Bizancio, que el antiguo monje y ahora mercenario llegó a casarse con la hermana del emperador y convertirse en Megaduque del Imperio, un cargo que era de los primeros en importancia en la corte de Bizancio.
Ante el avance implacable de los turcos que vencen a todos los ejércitos imperiales en la península de Anatolia, ya en tierras de Asia, los almogávares cruzan el estrecho del Bósforo y les plantan cara en lo que será la primera batalla seria y que además tendrá  por escenario las ruinas de la ciudad de Cícico, donde ya se habían batido primero espartanos y atenienses y más tarde romanos y griegos.
Un ataque por sorpresa de los aguerridos almogávares masacró a los turcos que se batieron en retirada, dejando infinidad de cadáveres en el camino.
Varias victorias seguidas, dieron a Roger de Flor un prestigio tal que de todas partes le llegaban voluntarios para engrosar su ya poderoso ejército, como ocurrió con Bernat de Rocafort, militar valenciano al servicio del rey de Sicilia que se unió con más de mil hombres a la ya famosa Compañía Catalana.
Pero lo que en principio eran felicitaciones y parabienes, se fue convirtiendo en temor y odio, sobre todo porque la avaricia de los almogávares no tenía fin y cada vez que se retrasaban los pagos de las soldadas, arrasaban ciudades y campos, no importándoles que fuera en territorio amigo o enemigo y llegando a entrar en monasterios y conventos, para apoderarse de sus riquezas, después de exterminar a los monjes.
Como es natural estas acciones no eran bien vistas por la comunidad cristiana y a la larga, supusieron el asesinato de Roger de Flor y de muchos de sus hombres, a manos de otros mercenarios, esta vez bárbaros de las tribus alanas que invadieron Europa muchos siglos antes y que eran financiados por el emperador de Bizancio y su hijo.
Este hecho desató lo que se conoce como Venganza Catalana, en el curso de la cual los almogávares vencieron por dos veces al ejercito bizantino, que quedó pulverizado, muchos de ellos muertos, otros huidos y una parte muy importante desertó enrolándose con los almogávares. A estas victorias siguió el saqueo de inmensos territorios, sobre todo en la zona europea, y más aún en las costas del mar Egeo, áreas que comprenden la actual Grecia.
Convertido en jefe único de la Compañía, Bernat de Rocafort siguió con la tónica de saqueos y crímenes masivos, sin piedad para ninguna persona, lo que los convirtió de héroes en villanos y salteadores, acarreando las iras del rey Jaime II, primero rey de Sicilia y luego de Aragón, que ordenó prenderlo.

Detención de Rocafort

Rocafort fue trasladado a Nápoles donde murió de inanición encerrado en las mazmorras del castillo del rey de Nápoles, deudo de Jaime II.
La Compañía quedó sin jefe, desconcertada y en peligro de ser extinguida por los muchos enemigos que se habían creado a lo largo de su etapa sangrienta, por lo que buscaron a alguien que los contratara como ejército y encontraron al Duque de Atenas, Gutierre de Brienne, cuyo ducado estaba amenazado por todos los nobles feudales de sus fronteras, sin posibilidad de defenderse.
Como se comentaba al principio, el esplendor que otrora tuviera la región conocida como Ática, se había perdido totalmente y del emporio cultural y militar quedaban las ruinas de las bellísimas construcciones griegas, algunas estatuas y poco más.
Durante siglos Atenas había ido languideciendo y ya en el siglo XIII, se convierte, por obra de los integrantes de la Cuarta Cruzada, en el Ducado de Atenas gobernado por la casa francesa de Brienne que es la que encontramos cuando el ducado solicita auxilio militar.
Los tres mil quinientos hombres que integran la Gran Compañía Catalana, se dirigen a marchas forzadas hacia Atenas y se ponen a las órdenes del duque, que los manda a preservar sus fronteras, cosa que hacen a la perfección, despejando todos los territorios y volviendo a la capital a cobrar sus estipendios.
Pero ignoran que el ducado tiene las arcas vacías y Gutierre no les puede pagar lo comprometido. Con el invierno a las puertas, los mercenarios deciden retirarse a un refugio seguro, pero Gutierre sabe que llegada la primavera, tendrá encima la amenaza de la Compañía Catalana y sus terribles represalias.
Con esa certeza, que todos los señores feudales de su entorno comparten, deciden formar un ejército que se les oponga y llegan a reunir hasta quince mil hombres, con los que marcharon al encuentro de los tres mil quinientos almogávares que estaban invernando en Tesalia, a unos doscientos kilómetros al norte de Atenas.
El enfrentamiento tuvo lugar en marzo de 1311, a orillas del río Céfis y a pesar de la inferioridad numérica, infligieron una derrota total al ejército de los feudales francos, lo que les dejó libre el camino a Atenas, en la que entraron victoriosos y al mando de su nuevo capitán, Roger Desallur.
Habían pasado muchos años desde que iniciaron su aventura por oriente y aquella oportunidad de asentarse en Atenas les pareció provechosa, por lo que pusieron el territorio bajo el vasallaje del rey de Sicilia y, por tanto, del de Aragón.
Unos años más tarde, conquistaron los territorios de Tesalia, donde habían invernado y crearon un nuevo ducado, que también pusieron a disposición de la Corona de Aragón.

Dominios de la Corona de Aragón en el siglo XIV

Con esto, consiguieron la mayor expansión de la casa de Aragón que comprendía en aquel momento, además del reino que le era propio, el de Valencia y Mallorca, el de Sicilia, el de Nápoles y los ducados de Atenas y Nuevapatria, nombre que pusieron al de Tesalia.

En consecuencia y durante casi un siglo, el Partenón, joya de la arquitectura griega clásica, fue una propiedad española y en la cumbre del Acrópolis ondeó la bandera de las cuatro barras del reino de Aragón.

viernes, 11 de octubre de 2013

CUANDO NO HABÍA METRO



No me refiero a ese metro que recorre las ciudades por túneles y subterráneos, sino a aquel que aprendimos a definir como la diez millonésima parte del cuadrante del meridiano terrestres que pasa por París, enunciado que se quedó obsoleto cuando se le definió como la distancia que separa dos trazos realizados en una barra de platino e iridio que se encuentra en la Oficina Internacional de Pesas y Medidas, también de París, pero que también se quedó anticuada cuando se sustituyó por la complicadísima fórmula para encontrar la longitud de onda de un gas noble, y terminar definiéndose, parece que ya de manera científica y definitiva que un metro es la distancia que, en el vacío, recorre la luz en la trescientos mil “millonesimoava” parte de un segundo.


Lógico, si la luz recorre casi trescientos mil kilómetros por segundo, en metros, mil veces más y la unidad metro será el resultado de dividir un segundo entre esa cifra astronómica.
Con el kilogramo la cosa estuvo más fácil que con el metro, si bien gracias a la racionalización de alguien que, durante la Revolución Francesa, propuso que un kilo equivaliera al peso de un litro de agua destilada que es el contenido de un decímetro cúbico, a una temperatura de casi cuatro grados y a presión normal de una atmósfera.
Y para sacar los grados de temperatura hubo que recurrir también al agua destilada que, tan humilde ella, fue capaz de marcar el cero y los cien grados de manera distante de cualquier discusión. Cuando se congela, al nivel del mar, como decíamos antes, está a cero grados y cuando hierve, está a cien. Sencillo y eficaz.
Pero para coordinarlo todo hacía falta otra medida, si cabe más importante que todas las demás, que era el tiempo, si bien, en este caso, el reloj de sol, el de arena o la clepsidra, habían ayudado notablemente, sobre todo porque, en la medida de esta magnitud, existía un patrón fijo que era el momento en el que el Sol pasaba por el punto más perpendicular sobre la tierra, momento en el que se fijó el Mediodía. Desde aquí, dividir la esfera en grados y horas, fue cuestión de tiempo, pero lo cierto es que la máquina rudimentaria que dividía en porciones el día, ancestro de lo que hoy conocemos como reloj, se inventó hacia 1326, por un fraile llamado Richard Wasigford, que vivió en Inglaterra.
Con el tiempo los relojes fueron alcanzando grandes perfecciones, hasta llegar a los péndulos, verdaderas obras de arte y de ingeniería que eran capaces de guardar el tiempo para mostrarlo en cualquier momento y con mucha precisión. Porque en definitiva lo que hace un reloj es guardarnos el tiempo a la vez que nos lo muestra.
Con estas cinco magnitudes podemos valernos para casi todo, pero ¿qué ocurría cuando no había ni metro, ni litro, ni kilo, ni grados, ni hora?
Para el hombre actual resulta extremadamente sencillo establecer distancias, pesos, temperatura, tiempo y cualquier otra magnitud que se nos ocurra, como fuerza, potencia, resistencia, etc., pero qué ocurría antes, cuando no había un patrón que regulase las mediciones con la precisión y la universalidad suficientes para que en todo el mundo podamos comprender con una sola cifra la dimensión de cualquier magnitud. En algunos casos la cosa estuvo relativamente sencilla, en otros no; veamos un poco cómo evolucionaron las magnitudes.
Pues que la cosa estaba muy mal regulada y sobre todo, las medidas de longitud, peso y capacidad, se formulaban en función de unas constantes que no eran constantes.

Reloj de sol de bolsillo


Me explicaré. Una milla, palabra que pusieron en uso los romanos y que quiere decir mil, era el resultado de mil pasos con el mismo pie, es decir, dos mil en total. Un palmo no era la medida de la mano extendida desde el pulgar al índice, sino la de la mano plegada sin el pulgar. Luego los codos, los pies, las pulgadas que todos conocemos y que siguen en uso, las fanegas, los celemines, las gruesas y muchísimas más unidades de medición que era necesario inventar para poder fijar las transacciones normales entre los hombre.
Nuestra estimada arroba, imprescindible para el correo electrónico, era y es una medida de peso y capacidad que si era de aceite equivalía a unos once litros, pero si era de vino su equivalencia eran dieciséis y es de las pocas medidas antiguas que, en tonelería, se siguen utilizando.
Con la fanega, que aún se usa en algunas zonas de España como medida de superficie y que antes lo fue también de capacidad, ocurre algo similar que con la arroba y es que si era una fanega de trigo, su capacidad era distinta a si lo era de avena o de centeno, los cereales más comunes.
Pero para todas esas mediciones se partía de elementos tan aleatorios como el paso de un hombre que no es idéntico al de otro, o el palmo o la pulgada.
Muchas personas eran conscientes de estas deficiencias que el sistema presentaba y así, trataron de remediarlo, aunque, careciendo de un patrón común, la cosa no tenía arreglo.
Eduardo I de Inglaterra quiso unificar el valor de una pulgada, entendiendo que era la medida de tres espigas de avena puestas juntas y suponiendo que dichas espigas eran bastante similares en todas las partes del mundo.
De hecho la espiga de avena sirvió para algo más y fue cuando se utilizaron para señalar la longitud de los calzados. Cuando hoy pedimos un cuarenta y dos en la zapatería, no sabemos a qué nos estamos refiriendo, pues ese cuarenta y dos no se corresponde con ninguna medida conocida y es que deriva, precisamente, de las espigas de avena y sería el número de espigas necesarias para completar la longitud del calzado.
Todo muy confuso y poco concreto, muy sometido a la especulación, lo que traía como consecuencia bastante desconcierto en las transacciones mercantiles.


Espigas de avena

La legua era una medida más de itinerancia que de longitud, pues era la distancia que un hombre recorría en una hora, ya fuera a pie a o caballo, siempre que éste fuera al paso. Como todos pensamos, la diferencia de paso de una a otra persona podía variar tanto, que la legua en realidad lo que media eran horas de marcha y no distancias concretas.
Pero si en tierra era difícil medir las distancias, en la mar la cosa se complicaba muchísimo más. No había manera de medir la distancia que recorría un barco, ni la velocidad a la que se desplazaba, hasta que a alguien se le ocurrió una idea singular. En las embarcaciones llevaban un cabo en el que hacían nudos a intervalo de una braza, que es la distancia que hay entre dos brazos extendidos, aproximadamente dos metros, y con ese cabo se medían las profundidades de las aguas, en brazas, lógicamente.
Con el cabo suelto por la borda y el barco navegando, la fuerza de la velocidad, hacía que ese cabo flotara en uno, dos, e incluso en tres o más nudos, que quedaban a la vista y de esa forma se fijó un patrón de velocidad que, dada la imprecisión de los elementos que entraban a formar parte, podía dar resultados mus distantes.
Los cabos no eran exactamente iguales, los nudos tampoco y las brazas dependían de la persona que extendiera los brazos.
En la actualidad se emplea el término nudo para medir la velocidad tanto en mar como en el aire y se corresponde a una milla náutica a la hora.
Aun se mide la velocidad y la dirección del viento en los aeródromos valiéndose de una manga cónica, con sectores de varios colores que según la velocidad del viento, se mantienen horizontales o cuelgan, un sistema muy similar al de los nudos marinos.
Afortunadamente, desde hace ya muchos años, las cosas son de otra manera. La inmensa mayoría de los países han adoptado como sistema de medidas el métrico decimal, aun cuando sigan manteniendo unidades de medidas propias que usan para determinados servicios.
En Estados Unidos y un par de países más, rige el llamado Sistema Anglosajón de Unidades. Eso significa que la gasolina se vende por galones y no por litros, las distancias se miden en pulgadas, pies, yardas o millas. Y el petróleo se compra y se vende en todo el mundo por barriles.
Los británicos también tienen sus unidades, es el llamado Sistema Imperial y básicamente es igual que en Estados Unidos, pero algunas de sus unidades varían en relación al mundialmente aceptado sistema métrico.
El afán de unificar conceptos ha llevado a la creación de una ciencia llamada Metrología que estudia las mediciones y garantiza su normalización, al objeto de que las unidades de medida, cualquier magnitud que midan, sean idénticas en cualquier tiempo y lugar.

No es muy probable, pero es posible que en un futuro, todo el mundo se rija por el mismo sistema, aunque a veces es muy difícil poner de acuerdo a las personas y buena prueba es que para algo tan simple como es la circulación viaria, no hubo manera y varios países de influencia británica, circulan por la izquierda, cuando el resto del mundo lo hace por la derecha.

sábado, 5 de octubre de 2013

UN ADELANTADO A SU TIEMPO




A lo largo de nuestra historia reconocemos que junto a los auténticos zoquetes que nos gobernaron o que se dejaron gobernar, hemos tenido mentes preclaras que, de haber vivido en otros entornos y si hubieran podido ejecutar sus ideas, nos hubiera ido de manera muy distinta.
Pero en nuestro querido país, en donde la envidia es uno de los pecados capitales más comunes, ni “se come ni se deja comer” y ante la posibilidad de que alguien demuestre su valía, un ejército de mediocres se pone de inmediato en marcha para desacreditar a aquel que parece brillar.
Una de esas mentes privilegiadas, unida a otras muchas cualidades, entre las que la honradez y la lealtad están muy presentes, se conjugaron en un hombre de enorme talla y, lamentablemente, muy olvidado por nuestra historia, aunque su reconocimiento es indudable.
Este hombre era Pedro Pablo Abarca de Bolea, cuyo nombre puede no decir mucho, si no se le asocia con el título nobiliario que ostentaba: X Conde de Aranda.


Retrato del Conde de Aranda

Nació en 1719 en la provincia de Huesca y en el seno de una ilustre familia aragonesa que le proporcionó una esmerada educación, haciéndole estudiar en diferentes seminarios italianos, así como fomentando su afición a viajar, lo que hizo y mucho, por toda Europa, en donde contactó con los incipientes movimientos enciclopedistas.
Con veinte años y una notable cultura y formación, ingresó en el ejército, en donde su carrera fue meteórica y en el que al poco tiempo se advirtió la claridad de su inteligencia y su valía. Fue enviado a Prusia, en donde conoció a Federico el Grande, en aquella época uno de los más importantes representantes del Despotismo Ilustrado, pero cuyo apelativo, el Grande, obedece precisamente a sus muchos éxitos militares.
Fue embajador en Portugal durante el reinado de Fernando VI y con Carlos III fue nombrado gobernador de Valencia.
Pero su salto a la notoriedad vendría tras el Motín de Esquilache, cuando el rey abandonó la Corte para trasladarse con toda la familia a Aranjuez, asustado como un pajarillo que se cae del nido, por el cariz que tomaban los acontecimientos y por la no demasiado remota posibilidad de que el ejército se uniera a los descontentos, lo que sería extremadamente grave.
Tras el motín de la capa y el chambergo (consultad mi artículo De la trucha a la capa), el rey había accedido a las peticiones del pueblo que se centraban en que se desterrase a Esquilache, que la Guardia Valona saliera de España, que los ejércitos volvieran a sus cuarteles, que se abaratara el precio del pan, así como que desaparecieran las llamadas Juntas de Abasto. En realidad detrás de todo el conflicto estaban estas dos últimas cuestiones y la poca simpatía que los ministros extranjeros, traídos de Italia por el rey, tenían entre el pueblo de Madrid.
Como el rey había accedido a todo, era necesario deshacer el acuerdo y para eso se eligió al Conde de Aranda que aunaba el prestigio militar y el reconocimiento ciudadano, el cual inició un proceso que culminó con notable éxito y por dos vías. La primera entablando un diálogo abierto con el pueblo y con las personas que se habían erigido en portavoces durante el motín, así como sosegando a los mandos militares, al borde del levantamiento; y la segunda abriendo un proceso investigador que trataba de demostrar que tras los acontecimientos se encontraba la Compañía de Jesús, cuya expulsión de todos los territorios del imperio español en 1767, fue uno de los hechos mas discutidos del reinado de Carlos III.
Con este monarca y con su sucesor, su hijo Carlos IV, el conde de Aranda alcanzó la época de máximo esplendor, desempeñando los cargos de Presidente de la Junta de Castilla y Secretario de Estado, hasta que fue sustituido por Manuel Godoy, un guardia de corps zafio e inculto, pero de quien la reina María Luisa estaba enamorada y lo mantenía como amante.
Aranda se retiró a Jaén, desterrado, el mismo día en que Godoy se hizo con el poder.
De entre las muchas ideas, inspiradas en el enciclopedismo que el conde de Aranda aportó a la política española, sin lugar a dudas la más revolucionaria era la que había forjado respecto de las Colonias.
Por supuesto que estas ideas no se pusieron en práctica, pues iban en total contraposición con las del monarca absolutista que era Carlos III, al que servía en aquel momento.
Pensaba Aranda que España debía deshacerse de los territorios de América, conservando solamente Cuba y Puerto Rico, como bases de aproximación al continente, en donde, colocando como reyes a tres infantes, se formarían los reinos de Méjico, Perú y el resto de Tierra Firme, mientras el rey de España conservaría el título de Emperador de todos los territorios.
Se basaba Aranda en dos hechos incontrovertibles: el primero que dada la lejanía de aquellas tierras, era imposible atenderlas desde España, como se estaba haciendo desde su descubrimiento y por tanto era mucho mejor considerarlas como reinos independientes, federados entre sí y con España que pudieran establecer sus propias políticas, tanto económicas, como de defensa.
El segundo punto, quizás más preclaro, era la posición que estaban alcanzando las colonias inglesas al norte de los territorios españoles. Conseguida la independencia de varios estados, con la ayuda de España y Francia, Aranda consideraba y con mucho criterio que aquellas colonias eran unos territorios muy pequeños en medio de un vasto continente y que por tanto su aspiración sería anexionarse mas territorios, para lo que habrían de iniciar descubrimientos hacia el Norte y el Oeste y apropiarse de zonas del Sur, fundamentalmente la Florida, con lo que dominaría el Golfo de Méjico, para después empezar a extenderse hacia nuestros territorios de Méjico que desde España no se podían defender y mucho menos contra una nación que formaba frontera y por añadidura, joven, ambiciosa y poderosa.
Sus conjeturas resultaron verdaderas profecías y un siglo después, entre los Estados Unidos y Méjico, se desencadenó la guerra que todos conocemos incitada por el avance expansionista de los vecinos del norte, aunque en aquel momento Méjico ya se había emancipado de la hegemonía española. (Visitar mi artículo El grito de Dolores)
Los historiadores que han tratado este tema señalan que los infantes disponibles en aquel momento para hacerse cargo de los tres nuevos reinos, podrían haberlo hecho sin demasiada dificultad, pues Carlos III y su esposa María Amalia de Sajonia, tuvieron trece hijos y los infantes podrían haber sido:
Fernando, nacido en 1751 y futuro rey de Sicilia.
Gabriel, nacido en 1752, aunque éste murió en 1788, el mismo año que su padre.
Y Antonio Pascual, nacido en 1757.
Eso, por dejar fuera a las infantas María Josefa Carmela y María Luisa, únicas que sobrevivieron a la infancia, durante la que fallecieron cinco de sus hermanas, aunque según la legislación vigente en aquel momento que estaba recogida en la Ley de Sucesión Fundamental, que promulgó Felipe V, las mujeres podían reinar pero solamente si no había hijos, hermanos o sobrinos del rey fallecido.
Evidentemente no era una familia que gozara de buena salud y en la que, además, hubo que alejar de la línea sucesoria al primer varón, Felipe Antonio, que era deficiente mental.
El rompecabezas de Aranda se completaba con el compromiso de que los nuevos reyes de los tres nuevos países deberían casarse con infantas españolas, juramentándose entre todos para seguir esta norma que a la larga conseguiría una unión muy fuerte entre los cuatro reinos y las familias en el poder.
Pero sobre todo, el conde de Aranda incidía que esta fórmula sería capaz de calmar los alborotados ánimos de los habitantes de las colonias, tanto si eran españoles de nacimiento, como nacidos en el Nuevo Continente, o nativo de aquellas zonas, pues no era casualidad que todos estuvieran muy a disgusto con la situación que se atravesaba y con las condiciones en las que se vivía, sintiéndose permanentemente explotados por la metrópoli, por el gobierno de los virreinatos o por los encomenderos.
Lamentablemente este plan, con el que se hubiera podido atajar la debacle en la que devinieron las Colonias muy poco tiempo después, no fue solamente rechazado por la corona y los malos consejeros que rodeaban al rey Carlos III, sino que a la larga, vino en señalar a Aranda como poco patriota e incluso traidor, lo que provocó su destitución.
No estaba tan descaminado el conde porque años después de su independencia, Méjico llegó a ofrecer la corona del inmenso imperio Mejicano a Fernando VII, rey de España o cualquier príncipe de la casa de Borbón.
Pero de manera incomprensible el rey que de “El Deseado” pasó a ser “El rey Felón”, despreció el ofrecimiento, lo que provocó que en Méjico se coronara, aunque de manera fugaz, a Agustín Itúrbide, artífice de la independencia y presidente del primer gobierno provisional, el cual abdicó meses después dando paso a la República Federal.
Nunca se consideró Aranda ni iluminado ni profético, solamente un hombre sensato, inteligente y muy culto, al que sus contemporáneos envidiaban o admiraban y que junto con grandes amigos, tenía también poderosos enemigos.
De toda esta historia sacamos la conclusión de que el conde se adelantó al futuro porque cien años después, lo que él vaticinaba, había ocurrido sobradamente: perdimos todas las posesiones, los Estados Unidos se convirtieron en una gran potencia que arrebató inmensos territorios a Méjico y no era casualidad que nuestra última posesión fuera la isla de Cuba, que también perdimos en 1898.