domingo, 31 de marzo de 2013

UNA BROMA OLÍMPICA

Publicado el 30 de octubre de 2011




La llama olímpica, esa que cada cuatro años levanta tormentas polémicas cuando se desplaza por los distintos continentes, países y ciudades, hasta llegar a su destino, es un símbolo universal que rememora aquel latrocinio mitológico en el que Prometeo arrebata el fuego a Zeus, para entregárselo a los humanos.
Bajo ese símbolo, hace un montón de siglos, empezaron a disputarse en Olimpia, los juegos deportivos más famosos de toda la Historia.
Con la caída de las civilizaciones clásicas, aquellos juegos desaparecieron hasta que Pierre Frèdy, Barón de Coubertin, los volvió a instaurar en el año 1896.
Desde entonces y cada cuatro años, salvo en 1916, 1940 y 1944, se han celebrado con mayor o menor pompa y con mejor o peor recuerdo, como los de Alemania de 1972, acabados en tragedia.
Pero cuando la llama olímpica se enciende y comienzan los juegos verdaderamente, todo parece olvidarse, es en el transcurso del recorrido de la antorcha donde se producen las verdaderas manifestaciones, a favor y en contra, de este evento.
En nuestra memoria está el boicot a los juegos de Moscú de 1980, protagonizado por Estados Unidos y argumentando la intervención rusa en Afganistán (suena de algo), que consiguió que sesenta y cinco países se retiraran de los juegos, cuya presencia fue la más baja de la historia moderna.
El año pasado, la carrera hacia Pekín estuvo salteada de obstáculos por parte de muchas personas, instituciones, y todo tipo de asociaciones que se oponían radicalmente a que se celebraran los juegos de la democracia, como alguien los había calificado, en un país que no tiene respeto en absoluto por los derechos humanos de sus ciudadanos, a los que alguno preferiría llamar sus súbditos.
Pero protestar contra todo es algo casi inherente al ser humano y en cuanto tenemos una oportunidad nos lanzamos a la protesta desaforada, desgañitada, inútil y vacía que casi nunca consigue nada, ni siquiera que se hable de ella después de haberse exteriorizado.
El hombre, con su capacidad para crear algo tan sublime como los Juegos Olímpicos, es merecedor de mejores logros, de genialidades que vayan más allá de colocarse una camiseta con slogan, gritar, romper, encadenarse y, en fin toda la variedad de actuaciones a las que nos tienen acostumbrados las jornadas de protesta. Afortunadamente no siempre es así y de vez en cuando, surge alguien que con finura, con elegancia, con gracia, incluso, logra su propósito más allá de los cinco minutos de la dudosa gloria que supone aparecer en un noticiario.
Y una cosa así ocurrió, hace ya unos años, en los prolegómenos de los Juegos de Melbourne, de 1956 y fue protagonizado por un estudiante australiano de veterinaria, llamado Barry Larkin, al que no hay que confundir con el famoso jugador de béisbol y que estudiaba en la Universidad de Saint John, de Sidney.
Barry, junto con otros siete estudiantes, estaban en contra de que la marcha de la antorcha se realizase por el sistema de relevos entre diversos atletas, y alegaban que aquel sistema no era originario de los juegos modernos, sino que había sido implantado en el año 1936 por los nazis que gobernaban Alemania, en cuya capital, Berlín, se celebraron aquel año los juegos.
Habían pasado veinte años y se había celebrado dos juegos, en Londres y Helsinki, los que suspendió la II Guerra Mundial, pero aquellos estudiantes consideraban que en la moderna y democrática Australia no se debía seguir el modelo iniciado en la Alemania de Hitler.
Así que se pusieron manos a la obra e idearon una broma que aunque no alcanzó en su momento demasiada popularidad, pues fue evidentemente silenciada, en el recuerdo de algunos permanece.
La llama olímpica desembarcó en el puerto de Cairos, al norte de Australia y debía recorrer el camino hasta Melbourne, a lo largo de toda la costa oriental y en su recorrido, llagaría a la ciudad de Sydney, la más grande e importante del país.
Para la ciudad era todo un acontecimiento y más de treinta mil personas se echaron a las calles para ver llegar al atleta portador de la antorcha, el cual debería entregársela al alcalde de la ciudad.
El atleta era un célebre esquiador australiano llamado Harry Dillon, el cual haría entrega de la antorcha a Patrick Hill, alcalde de la ciudad que prenunciaría unas breves palabras y la entregaría a otro famoso atleta australiano, Button Bert, el cual continuaría el recorrido. Centenares de reporteros, fotógrafos y corresponsales periodísticos, testimoniaban con su presencia y sus crónicas el emotivo momento.
Y ese momento fue el elegido por Barry y sus amigos para gastar la mejor broma olímpica.
Antes de que Dillon, el esquiador, llegase a la ciudad, dos estudiantes, con calzón corto y camiseta blanca, echaron a correr tras un motorista vestido de uniforme que pretendía ser un policía que abría camino.
Uno de los corredores llevaba en su mano un remedo de antorcha fabricada con la pata de una silla pintada de purpurina de color plateado, en cuyo extremo se había clavado una lata de compota de ciruela, en cuyo interior, unos calzoncillos usados, impregnados en gasolina, ardían como si de la verdadera antorcha se tratara.
Los estudiantes pensaron que la broma no podría durar mucho tiempo y empezaron a tomárselo a chanza, incluso en los movimientos de la carrera, los calzoncillos ardiendo cayeron al suelo, pero conforme se iban distanciando del punto en el que los habían visto salir, el público, dispuesto en las aceras a lo largo del recorrido, iba aceptando aquella broma como algo real. Tanto es así que el propio Larkin empezó a tomar conciencia de que su broma podía culminarse y realizó él, vestido de calle, el último relevo.
El público aplaudía al paso de los falsos atletas y el cordón policial tuvo que actuar para que no se echasen encima del último de los relevos, el cual corría ya escoltado por la verdadera policía hasta el ayuntamiento de la ciudad, donde subió las escaleras de la entrada, entregando la falsa antorcha al alcalde Patrick Hill, que la aceptó congratulado, iniciando su discurso.

Momento en el que Larkin sube las escaleras del Ayuntamiento

Mientras el alcalde hablaba, uno de sus consejeros le deslizó al oído que aquella no era la antorcha olímpica. Entonces el señor Hills miró el objeto que portaba tan orgullosamente y vio que era la pata de una mesa y una lata con unos calzoncillos ya completamente calcinados. Sorprendido buscó a su alrededor a la persona que se la había entregado, pero ya el estudiante Larkin se había diluido entre la multitud de fotógrafos y público que rodeaban al alcalde.
Después de unos momentos de tremenda confusión, alguien agarró la pata de la silla y la ocultó de las cámaras, ante la risa de algunos y el estupor de muchos.
¿Cómo podía haber ocurrido aquello?
Todavía se lo estarán preguntando, pero en aquel momento hizo su aparición el verdadero atleta con la verdadera antorcha y el suceso se quiso disolver en el verdadero acto.
Al día siguiente, Larkin fue ovacionado en la Universidad, pero su verdadera identidad permaneció en el anonimato casi dos años. Es lógico pensar que después de aquella monumental broma, los estudiantes temieran represalias, por lo que se ocultaron y hasta que las cosas no se hubieron olvidado, no salieron de su osera. Fue entonces cuando Larkin confesó que él había sido el primer sorprendido de que la broma llegara a su fin y que tras entregar la pata de la silla al alcalde se dio la vuelta y cogió el primer tranvía para alejarse de aquel lugar.
En el año 2000, fue Sydney la sede de los Juegos, pero desde el alcalde de la ciudad hasta el último de los policías y colaboradores, pusieron todo su empeño en que una broma como aquella no volviera a repetirse.
Hoy, si alguien llegara a realizar una broma tan simpática como la descrita, seguro que no se ocultaría entre la multitud, reclamaría su popularidad y explicaría al mundo entero la razón de su mordaz ironía.
Seguro que obtendría mucha más aclamación popular que encadenándose a la verja de alguna embajada, prendiendo fuego a contenedores o rompiendo cajeros y volcando coches que es lo único que se les ocurre a quienes hacen una protesta.


EL ESTRECHO DE ANIAN


Publicado el 23 de octubre de 2011




Aristóteles habló de la Atlántida lo mismo que los chinos contaron a Marco Polo que al este de Catay, nombre que recibía la China, había otras tierras que se conocían como el Reino de Anian.
Eso ocurría en los siglos XIII-XIV y el ilustre viajero recogió la información en su Libro de las Maravillas, en donde describía sus viajes, entre otras cosas.
El descubrimiento de América, que al principio se creyó que formaba parte de la India, vino a corroborar aquella información que el veneciano recibió de sus amigos chinos.
Pero lo que en principio era un descubrimiento de primera magnitud, vino a poner un obstáculo casi insalvable a la idea que el descubridor llevaba y que no era otra que encontrar una ruta a las Indias que no tuviera necesidad de rodear África.
El Reino de Anian podía ser el continente americano, por eso, cuando con Vespuccio y otros, entendieron que de ninguna manera la tierra recién descubierta formaba parte de las míticas Indias, comprendieron que el escollo que suponía para la navegación directa hacia la tierra de las especias era insalvable y por eso los descubridores no profundizaban mucho en el continente, sino que se esforzaban en recorrerlo arriba y abajo, en busca de un paso que les permitiera llegar a Cipango, Catay o la India.
Cuando además de comprender la magnitud del escollo, averiguaron la longitud aproximada que de norte a sur tenía aquel continente que se extendía ante ellos, es cuando por fin se esforzaron en penetrar en el mismo, en una serie de operaciones propiciadas por el rey Fernando y que se titulaba “La conquista de Tierra Firme”. Así Pizarro y Cortés, entre otros, descubrieron y colonizaron los imperios inca y azteca, y Vasco Núñez de Balboa, descubrió el Océano Pacífico, el 25 de septiembre de 1513.
La existencia del otro océano que se presentaba inmenso conformó ya de manera indiscutible que no habría manera de llegar a las Indias por aquella ruta a menos que se descubriera un paso que comunicara los dos océanos.
Durante los siglos XVI y XVII, a ese supuesto y mítico paso entre océanos, empezó a conocérsele como El Estrecho de Anian y que hasta entonces se le buscaba como el Paso del Norte, pretendiendo que debería buscarse por las latitudes septentrionales, pues ya se había descubierto la ruta del Cabo de Hornos por el sur y la experiencia hacía pensar en que no era la adecuada, tal era el peligro que dicho lugar encerraba. Tampoco lo era rodear África por el Cabo de Buena Esperanza, que además de una ruta muy larga, estaba plagada de piratas, sobre todo al pasar al océano Índico, y así los exploradores marítimos se afanaron en encontrar el legendario Estrecho que conectara con facilidad los océanos.

Las diferentes rutas del Paso del Norte en la actualidad. Foto tomada en verano

Pero además, las potencias Europeas tenían otro inconveniente y es que en uno y otro cabo, habían de encontrarse con las armadas española y portuguesa que bloqueaban la ruta. Por eso se afanaban en encontrar el legendario Paso del Norte y los más intrépidos navegantes se lanzaron a la aventura de explorar las frías regiones septentrionales, aunque todos acabaron derrotados por un frío extremos que llegaba incluso a congelar la mar, apresando a los barcos que se atrevían en tan inhóspitas aguas.
Tantos fueron los fracasos, tantas las calamidades y tantas las vidas que se cobró aquella aventura que durante mucho tiempo la búsqueda del paso fue abandonada.
A finales del siglo XVI, el marino español Lorenzo Ferrer Maldonado tras un viaje, afirmó que había encontrado el paso y que lo había cruzado, sin embargo no había confirmación oficial por parte de los fedatarios públicos que se embarcaban en aquellas aventuras, que normalmente solían ser clérigos enviados por el rey.
Años después, con nuevos elementos de medición y navegación, el relato de Ferrer se consideró falso directamente porque en él se citaban latitudes, distancias y otras circunstancias que se consideraban imposibles.
En el año 1817, el gobierno británico, ofreció una recompensa de veinte mil libras esterlinas para quien hallara el citado paso. La oferta de semejante cantidad de dinero, sobre todo en aquella época, espoleó la codicia de muchos navegantes que se lanzaron a organizar numerosas expediciones, convencidos de que aquella ruta del Polo Norte debía existir, porque se tenían noticias de que los vikingos habían navegado por aquellas aguas y las leyendas y tradiciones hablaban de haber llegado mucho más allá de Alaska.
Pero eso había sido antes de la Pequeña Edad de Hielo; luego, toda posibilidad de navegar por aquellas aguas al norte de Canadá, se había hecho imposible.
La Pequeña Edad de Hielo fue un período frío que abarcó casi cinco siglos, desde el XIV al XIX y con el que se puso fin a una temporada extremadamente calurosa denominado Período cálido Medieval, que también duró cinco siglos.
Esa Pequeña Edad de Hielo está perfectamente documentada en España en donde el río Ebro se heló siete veces, se inició un nuevo tipo de negocio consistente en la creación de neveros o pozos de nieve con los que se surtían a las grandes ciudades y se crearon los glaciares de los Pirineos, Picos de Europa y de Sierra Nevada, los últimos de los cuales se fundieron a finales del siglo XIX. La existencia de nieve en las cumbres de dichas cordilleras y de otras de la Península, aún se debe a la reminiscencia de aquel período del que vamos saliendo para entrar en un nuevo período cálido.
Pero volviendo a la historia, aquel período de extrema frialdad, que ciertamente no supuso más que la bajada de la temperatura media anual en grado y medio, trajo como consecuencia que muchos de los canales entre las infinitas islas del norte de Canadá, se helaran, impidiendo el paso de las embarcaciones y, lo que es peor, atrapando a alguna de ellas, como lo sucedido con el marino británico Sir John Franklin, cuya expedición desapareció y el misterio de lo sucedido no fue desvelado hasta catorce años más tarde.
Franklin estaba obsesionado con encontrar el Paso del Norte y en 1845 consiguió del Almirantazgo británico la financiación de una expedición en la que a bordo de los navíos bombarderos propulsados por hélice movida a vapor, el HMS Erebus y el HMS Terror, iban ciento veintiocho hombres de los que se perdió toda pista y se careció de cualquier noticia por espacio de muchos años.
La desaparición misteriosa de aquella expedición desató la sed de aventuras de muchos marinos y, espoleados por la esposa del desaparecido Sir, llegaron a converger en Groenlandia hasta diez expediciones británicas y dos estadounidenses que se dirigían al Ártico, aunque alguna de ellas en realidad iban a la búsqueda del Polo Norte.
Se tardaron cinco años en tener las primeras pistas de la expedición de Franklin, cuando en la Isla Beechey se encontraron los primeros rastros de aquella expedición así como tres tumbas de hombres que habían muerto un año después de iniciada, pero por causas naturales.
En 1854 un explorador irlandés llamado Rae, obtuvo información de unos esquimales que le hablaron de un grupo de hombres blancos que habían muerto de hambre y frío en la Península de Boothia y les mostraron pertenencias y armas procedentes de aquellos expedicionarios.
Cuando la información de Rae fue conocida en el Reino Unido, la esposa de Franklin financió una nueva expedición para investigar a fondo los detalles de aquel informe y en el verano de 1859 aquella expedición encontró una especie de monumento hecho con piedras a la manera que los exploradores solían dejar sus informes. Allí encontraron una carta firmada por los dos capitanes de ambos navíos desaparecidos que estaba fechada el 25 de abril de 1848 y en la que daban noticia de la tragedia que estaban sufriendo. Según aquel documento, los barcos habían quedado atrapados en el hielo desde el mes de septiembre de 1846, fecha en la que ya habían muerto nueve oficiales y quince marineros. El propio Franklin había fallecido el 11 de junio de 1847.
Los supervivientes abandonaron los barcos para dirigirse hacia el sur, con la intención de alcanzar algún lugar menos inhóspito. La expedición de búsqueda encontró varios cuerpos congelados y una gran cantidad de equipo abandonado.
La falta de previsión con respecto al aprovisionamiento, la nula experiencia de la vida en zonas árticas y posiblemente el escorbuto o el saturnismo, como consecuencia de la ingestión de comida en lata que se sellaba con plomo, se señalaron como las causas más razonables y probables de la tragedia en que derivó aquella expedición.
Mientras, toda clase de leyendas y relatos corrían de boca en boca, alimentados por la falta de información fiable en la misma medida que la exacerbada imaginación de los marinos hacían engrosar los numerosos bulos que circularon.
La más escalofriantes de estas leyendas es la del barco fantasma Octavius. A día de hoy aún se desconoce si la historia es real o es fruto de la imaginación, sin embargo, el Octavius entró a formar parte del escalafón de barcos misteriosos.
Los hechos ocurrieron en 1775 cuando el ballenero Herald que al mando del capitán Warren navegaba en la Bahía de Baffin, al oeste de Groenlandia, se encontró con este barco abandonado.
Al avistar el buque, el capitán Warren mandó arriar un bote y con varios marineros se dirigieron hacia él. Lograron subir a bordo en donde todo estaba desierto. Bajo cubierta, encontraron a la tripulación acostados en sus literas, cubiertos por varias mantas y ropajes, muertos y congelados. El cuerpo del capitán se encontró en su camarote, sentado ante una mesa, con una pluma en la mano y el cuaderno de bitácora abierto ante él. En el siguiente camarote había tres cadáveres: una mujer, recostada en una litera, un hombre con una piedra de pedernal y un trozo de metal ante un puñado de serrín y un niño recostado bajo una chaqueta de marino.
En la mar, los barcos a la deriva, con la tripulación fallecida o desaparecida, son considerados malos augurios y los marineros del Herald, forzaron a su capitán a abandonar el buque sin llevarse nada de él, salvo el cuaderno de bitácora que Warren confió a uno de los marineros. Al llegar a su barco el capitán comprobó que todas las hojas del cuaderno, salvo la primera y la última, se habían perdido, quizás por un descuido del marinero al que se lo había confiado que las había dejado caer al mar, aunque es probable que la superstición le hiciese tirarlas intencionadamente.
En la primera página del cuaderno, el capitán del Octavius escribió que partieron de Inglaterra con rumbo a China el día 10 de septiembre de 1761; en la última había escrito el 11 de noviembre de 1762 y narraba que llevaban diecisiete días atrapados entre el hielo y daba las coordenadas de la situación en aquel momento. Refería las muertes que ya se habían producido por el intenso frío, que el fuego de a bordo se había apagado y que el contramaestre trataba de encenderlo nuevamente. En esa operación parece que le llegó la muerte por congelación.
Según la situación aproximada que da el capitán, el barco quedó atrapado en el hielo al norte de Alaska y fue encontrado al otro lado del continente americano lo que supone que, a la deriva, había cruzado el Paso del Norte a lo largo de los trece años que llevaba navegando como barco fantasma.
La historia es poco creíble, pero ahí está, decorando el mundo de leyendas fantásticas que en torno a la mar se han forjado. El Paso del Norte, el legendario Estrecho de Anián, son hoy en día una ruta perfectamente navegable, aunque extremadamente peligrosa. Los bloques de hielo que navegan a la deriva pueden colisionar con un barco e incluso atraparlo entre varios de ellos sin posibilidad de escape.
Sin embargo, hasta el año 1906 el noruego Roald Amundsen no logró encontrar el famoso paso y eso en buena parte debido a que la Pequeña Edad de Hielo ya había dejado de hacer sentir sus afiladas garras y el hielo se había retirado de muchos de los estrechos que unen las numerosas islas que forman el norte del continente americano.


Pintura del Octavius navegando entre los hielos



EL REY LOCO


Publicado el 16 de octubre de 2011




Desde unos años a esta parte, se han puesto de moda para las mujeres, unas botas altas que llegan hasta casi la mitad del muslo. Son una botas muy llamativas que confieren a cierto tipo de mujeres, un aspecto un tanto agresivo, pero tremendamente atractivo, o así me lo parece a mí.
Ciertamente por casualidad, mirando algunos cuadros con reyes y personajes de la historia me tropecé con el retrato de un rey bávaro del que no se ha hablado mucho, aunque el personaje merece un poco de atención y el cual, curiosamente, calzaba unas botas altas, como las que ahora están de moda.
En aquella pintura, el rey estaba vestido con uniforme militar, capa de armiño, guerrera con charretera y luciendo el toisón de oro, calzas blancas y botas de cuero negro hasta medio muslo.
Al ver aquellas botas en un personaje de hace siglo y medio, comprendí que esta moda que se ven en chicas, sobre todo jóvenes, altas y de piernas bonitas no era nada original y que sólo se había rescatado del olvido. Me parecía sorprendente que aquel rey hubiese llevado un calzado que ciento cincuenta años después volvía a estar de moda, con un diseño prácticamente igual al actual.
Indagando sobre aquel personaje que ya había despertado mi curiosidad, averigüé que se trataba de Luís II de Baviera, al que se conoció como El Rey Loco.

Luís II de Baviera calzando las famosas botas

Había nacido el 25 de agosto de 1845, en el seno de una familia real. Hijo primogénito de Maximiliano II, rey de Baviera y de María de Prusia, nieta del rey Federico Guillermo II de Prusia, era el heredero del trono.
En aquella época, tanto Baviera como Prusia eran dos estados jóvenes, localizados en el centro-norte de Europa y que, además, tuvieron una vida efímera.
Baviera existió desde 1806 hasta 1918, cuando el reino se disolvió tras la Primera Guerra Mundial y Prusia, desde un siglo antes, hasta el mismo momento histórico.
La capital del reino de Baviera era Munich, que sigue siendo la capital del Estado Federado de la República Germana que conserva el mismo nombre.
La inesperada muerte de Maximiliano II en 1864, convirtió al joven Luís en rey a la temprana edad de 18 años, situación para la que, evidentemente, no estaba preparado.
Como todos los jóvenes vástagos de las dinastías europeas, sobre todo los que por su primogenitura recibían el calificativo de herederos, había sido educado rígidamente, sometido a un régimen de estudios y ejercicios muy severo, pero a la vez, tremendamente consentido en otros aspectos, lo que, según sus biógrafos, le acarreó, a la larga, un comportamiento excéntrico, veleidoso, que le valió al final de su vida además del calificativo con el que pasó a la historia y la inhabilitación médica para gobernar.
Su vida se caracterizó por las consolidadas amistades que hizo con jóvenes de su mismo sexo, como con el aristócrata y actor, el príncipe Paul de Thurn y Taxis, que fue nombrado su ayudante de campo y con el que vivió una intensa relación amorosa, según se desprende de la correspondencia que se ha podido conservar y que, comenzó a deteriorarse cuando Paul empezó a demostrar atracción por las mujeres. Y ambos jóvenes, profesaron verdadera adoración por el compositor Richard Wagner, el cual marcaría la vida del rey, a la vez que la suya propia, pues Luís de Baviera se convirtió en su mecenas y protector, financiándole toda su carrera musical.
Quizás para dar celos a su querido amigo Paul, Luís se comprometió en matrimonio con su prima Sofía, a la vez que empezó una amistad muy íntima con Isabel de Baviera, esposa de Francisco José de Austria y más conocida como Sissí, la Emperatriz de cuentos de hadas, que a la vez era la hermana mayor de Sofía.
Cuando accedió al trono, como casi todos los monarcas de aquella época y de épocas precedentes, tenía unas ideas absolutistas, creyéndose capaz de gobernar un reino, por muy pequeño que este fuera, casi en solitario y sin más ayuda que las de unos pocos amigos y validos; poco a poco, su vitalidad gobernante fue perdiendo fuerza, hasta convertirse al final en un rey abúlico, retirado de toda vida política y viviendo en un precioso castillo que se hizo construir y al que obligaba a acudir a sus ministros cuando se requería su firma para sancionar alguna ley u otra importante intervención.
Atormentado interiormente, mantuvo durante toda su vida una lucha interna contra sus emociones, según se desprende de un diario que comenzó a escribir en 1869 y en el que se acusaba de sentimientos contrarios al dogma católico en el que había sido criado.
Sus relaciones sentimentales con hombres, llevadas mucho más allá de lo que pudiera ser una amistad, como la que mantuvo durante años con el caballerizo de la casa real, o con un actor húngaro llamado Kainz, o con el cortesano Alfons Weber, además del ya relatado con el príncipe Thurn y la rotura del compromiso matrimonial, delatan, para los estudiosos de la personalidad de este rey, su condición de homosexual, por eso, aunque se haya generado una cierta leyenda acerca de que mantenía relaciones con su prima Sissi, no parece que éstas tengan ningún viso de realidad.
Su amistad con el músico Richard Wagner, llevada mucho más allá de la mera admiración por su obra, le granjeó el distanciamiento de su pueblo, pues la familia del compositor, aprovechando la tremenda influencia que tenían en la corte, intervenían en la política y en la vida ciudadana y de una manera tal que el pueblo no estaba dispuesto a tolerar. Forzado por las circunstancias hubo de pedir a su amigo que se alejase de su vida y de su entorno, siguiendo las indicaciones de su familia y de sus escasos consejeros de gobierno. El distanciamiento con el músico le produjo una gran melancolía y poco a poco fue desencantándose de la misión de gobernar, alejándose de las responsabilidades inherentes a su condición de rey y de la propia corte y retirándose a su mundo particular, en el que encontraba sumamente a gusto.
Cuando se ha estudiado a este rey se ha llegado a la conclusión clínica de que era una persona que vivía en un permanente “cuento de hadas”. Ya su padre había sido íntimo amigo y admirador de Hans Cristian Andersen, el autor de cuentos como El Patito Feo, el Soldadito de Plomo y muchos más y el famoso escritor danés pasaba largas temporadas conviviendo con la familia real bávara.
Luego, la influencia del músico que si bien es más conocido por sus óperas, casi siempre inspiradas en cuentos y leyendas, fue también un magnífico poeta, ensayista y dramaturgo, coadyuvó a mantenerle en el etéreo espacio de las hadas.
Wagner se dio a conocer tras el estreno de sus óperas El Holandés errante y Tannhäuser, ambas inspiradas en leyendas, como luego lo fueron también El anillo del Nibelungos, Tristán e Isolda, Sigfrido y algunas otras como Las hadas, su primera ópera en la que escribió la letra y la música a la edad de veinte años y que ya lo dice todo en relación al mundo en el que solían desarrollarse.
Esa inmersión en un mundo mágico e irreal fue determinante en la vida de Luís de Baviera, el cual encontraban en su mundo interior la fantasía necesaria para diseñar y construir los castillos por los que, fundamentalmente, ha pasado a la historia.
Por el contrario de lo que se dijo en su momento, la construcción de los palacios no arruinó las arcas del estado, sino las arcas de su propia fortuna personal y familiar que invirtió completamente en la construcción de los tres palacios de los que ahora hablaremos.
Había nacido en el castillo de Nymphemburg, un palacio inmenso, de estilo barroco, construido a las afueras de Munich, residencia de verano de la familia real bávara desde hacía algo más de un siglo.
Su infancia y juventud transcurrió en el castillo de Hohenschwangau, nombre impronunciable para un palacio de ensueño situado en los Alpes Bávaros en una zona boscosa con lagos y árboles cubriendo todo el paisaje que componían una naturaleza idílica. El palacio lo mandó construir su padre, Maximiliano II y allí residió Luís al acceder al trono, compartiéndolo con su madre y su hermano Otto, que luego le sucedería.
En 1866, cuando ya ni los castillos ni las fortalezas tenían una justificación militar ni estratégica, que habían sido las causas de sus edificaciones, mandó construir en un lugar llamado Füssen muy cerca de la frontera con Austria, un castillo de estilo neogótico que originariamente se conoció como Nuevo Hohenschwangau.
Este castillo, tras la muerte del rey, fue vendido al Estado de Baviera que le cambió el nombre por el de Neuschwanstein.
Se trata, sin lugar a dudas de unos de los más bellos castillos jamás construido, con cierta similitud, aunque muy lejana, con el Alcázar de Segovia y que está edificado sobre una mole de piedra que contribuye a darle ese aspecto de lugar encantado.
El castillo participó en el concurso celebrado recientemente y que muchos de los lectores recordarán y en el que se trataba de elegir las Nuevas Siete Maravillas del Mundo, quedando finalista junto con la Alambra de Granada, la Estatua de la Libertad, o la Torre Eiffel. El lugar concita una gran atracción turística y se ha convertido en el monumento más fotografiado de Alemania, más que la Puerta de Brandemburgo, de Berlín.

Castillo de Neuschwanstein

Pero no sació aquel castillo ni la imaginación, ni el afán de evadirse que inspiraban al rey y en un viejo coto de caza de su padre, medio ruinoso, mandó construir en 1874, un nuevo palacio. Este es un palacio pequeño, en relación a cómo eran los gustos del rey y resultó ser el único que al final de su vida viera terminado. De estilo rococó, el palacete de Lindehorf, de una gran belleza tiene clara influencia del palacio de Versalles, aunque denota la inspiración y el toque personal del monarca.
Al contrario de lo que se pueda suponer, tampoco aquel palacio satisfizo totalmente al veleidoso soberano que en 1878, cuatro años después, comenzó la construcción del que sería su más bella obra, el palacio de Herrenchiemsse, una maravilla arquitectónica en una de las islas del lago Chiemsse que tiene aún más influencia versallesca que el anterior y, para algunos doctos en Historia del Arte, muy superior al palacio que quiere imitar.
Lamentablemente, el rey, que seguía con verdadera devoción la construcción de aquel castillo, debió de perder la poca cordura que le quedaba en el largo proceso de edificación que duró siete años y a los nueve días de instalarse en su nuevo palacio, fue declarado loco e internado en una clínica mental a orillas del lago Starnberg, con un diagnóstico de esquizofrenia paranoide.
En aquel establecimiento psiquiátrico, atendido por el doctor Gudden, pasó sus últimos días.
La tarde del 13 de junio de 1886, pidió a su médico que le acompañara a pasear por la orilla del lago, a lo que el médico aceptó, ordenando a los guardias que no le siguieran porque el rey, en los últimos tiempos, había dado muestras de una mejoría que se fortalecía con la confianza que el médico depositaba en él. Los dos hombres marcharon a pasear y no regresaron.
Las operaciones de búsqueda se iniciaron de inmediato y a punto de terminar aquel funesto día, fueron encontrados los dos cuerpos flotando en las aguas del lago.
Aquellas muertes levantaron muchas sospechas, pues Luís era un buen nadador y el doctor Gudden carecía de motivaciones para quitarse la vida.
Suicidio, concluyó la investigación realizada, pero muchos se preguntaron ¿de los dos?
La pregunta sigue en el aire. Su familia había actuado y su hermano Otto le sucedió en el trono. Luís, el último Gran Rey de Europa, como a su muerte alguno lo definió, se había convertido en una persona atormentada, misántropo e incapaz de gobernar: un verdadero estorbo en un estado moderno que pretendía formar parte del sueño teutón de unificar todos los reinos fragmentados de Alemania.
Llevaba muchos años refugiado en sus castillos, de los que ya no salía ni para asistir a los estrenos de las obras de su gran amigo Richard Wagner y es que sus castillos constituyeron todo lo que de la vida no pudo extraer.
Hay historiadores que analizando sus construcciones con mucho detenimiento, han llegado a la conclusión de que no son en absoluto obra de una mente distorsionada, sino muy clara y juiciosa quizás excesivamente influenciada por un cierto infantilismo que le hacía refugiarse en su mundo irreal, pero no la de una persona incapaz de tomar decisiones, o, en una palabra, gobernar.

LA VUELTA AL MUNDO EN 72 DÍAS


Publicado el 9 de octubre de 2011




Se dice como si de un tópico se tratara, pero es la pura verdad y es que la realidad supera a la ficción.
Este que voy a contar es uno de esos casos flagrantes.
En 1872, por “entregas”, que era la forma en que entonces se conocía esa manera de editar y que ahora diríamos por fascículos, publicó el gran escritor francés y maestro de la ficción, Julio Verne, su novela “La vuelta al Mundo en 80 días”.
En ella se relata cómo un flemático caballero inglés llamado Phileas Foog, por una absurda apuesta con unos amigos en el Reform Club de Londres, arriesgando la mitad de su fortuna, se compromete a dar la vuelta al Mundo en ochenta días y usando solamente los medios disponibles por cualquier ciudadano en aquella época.
Así, acompañado por un criado francés y tratando siempre de que sus itinerarios sean a través de territorio británico, sale de Londres el día dos de octubre del mismo año de su publicación.
Teniendo en cuenta que era la época de mayor esplendor del Imperio británico, no resultaba difícil caminar siempre por suelo casi considerado patrio.
La novela que se hizo más famosa aún cuando fue llevada al cine, es fascinante y a todos nos cautivó de pequeños, pero lo que muchos desconocen es que la hazaña ficticia del señor Foog, fue superada en la realidad por la de una joven norteamericana que rebajó el record del británico en 8 días.
Elizabeth Jane Cochran, más conocida por su nombre periodístico de Nellie Bly, nació en Pensilvania el 5 de mayo de 1864. Tenía por tanto ocho años cuando Verne publica su famosa novela.
A la edad de 16 años, leyó un artículo en un periódico neoyorquino que la hizo reaccionar de forma incendiaria, escribiendo una durísima carta al director del periódico que sorprendido por la contestación de aquella señorita, quiso conocerla y a continuación le ofreció un puesto de trabajo en el periódico.

Fotografía de la bella Elizabeth J. Cochran

En aquella época casi todas las mujeres que escribían y sobre todo las que lo hacían en periódicos, lo hacían con un pseudónimo y entonces la intrépida joven adoptó el nombre de Nellie Bly, un personaje de una famosa canción de un tal Foster, conciudadano de la joven y que no resulta demasiado conocido si no se dice de él que fue el autor de la famosa canción Oh! Susana, que serviría como himno de los buscadores de oro de California.
Con su nueva identidad, se convirtió en la primera periodista de investigación cuando, antes de que el periódico provinciano para el que trabajaba la relegara a la sección de ecos sociales, buscó trabajo en el periódico sensacionalista New York World propiedad del magnate de las comunicaciones Joseph Pulitzer.
Su primer artículo para su nuevo editor, fue un trabajo sobre los hospitales psiquiátricos, para lo que se internó en uno de esos hospitales destinado a mujeres, en el que haciéndose pasar por una demente, estuvo interna durante diez días, viviendo en las mismas condiciones que todas las enfermas y sin que nadie supiera de su verdadera intención ni su identidad.
Fruto de su experiencia en aquel hospital escribió un reportaje titulado “Diez días en un manicomio” que resultó un trabajo en el que denunciaba los abusos de la Administración sobre las pacientes y que obligó a las autoridades sanitarias a tomar medidas drásticas sobre el trato a los enfermos mentales, abriéndose una investigación oficial y liberándose importantes partidas presupuestarias para transformar la asistencia sanitaria de los enfermos mentales.
Pero la verdadera hazaña vino tiempo después, cuando la novela de Julio Verne se había hecho tremendamente famosa, alguien, posiblemente la propia Nellie, sugirió al director del World que sería un excelente reportaje si por parte del periódico se comprobara que aquella hazaña realizada por el protagonista de la novela, era posible hacerla en la realidad, e incluso mejorarla.
Después de madurar la idea, Pulitzer autorizó a realizar aquel ambicioso reportaje, por lo que se empezó a buscar entre los periodistas más intrépidos, uno que estuviera dispuesto a afrontar aquella dura prueba.
Cierto que no hubo muchos periodistas atrevidos, pero tan pronto como Nellie tuvo conocimiento de lo que se estaba buscando, se presentó voluntaria.
No se había pensado que el reportero fuera una mujer, pues la prueba era considerada muy dura y no desprovista de graves riesgos, pero el tesón de la periodista inclinó la balanza a su favor, haciendo ver que, el hecho de ser ella una mujer y que viajaría sola, daba cierto matiz morboso al tema.
Aun así, el director del World no veía claro el asunto, pero la decisión de la reportera lo dejó atónito, cuando al negarse a que una mujer emprendiera sola aquel viaje, Nellie le contestó: Pues manda a un hombre. Yo saldré el mismo día que él, lo adelantaré y escribiré la historia para otro periódico.
Hechos los preparativos oportunos y programada la ruta muy a conciencia, el 14 de noviembre de 1889, partió del puerto de Nueva York, con un itinerario por delante de 24.889 millas.
Desde Nueva York tardó seis días en llegar a Southampton, en donde tomó un tren para Londres, y sin perder un minuto, pasó al otro lado del Canal de la Mancha, a Calais, con el tiempo justo de tomar otro tren y dirigirse a Paris, con parada en Amiens, en donde se va a permitir el único lujo que aquel disparatado viaje le concede: conocer a Julio Verne y comentar con él las peripecias del viaje.
El escritor es muy reacio a creer que en menos tiempo de lo que él ha imaginado en su novela se pueda hacer un recorrido tan complicado y por eso le dice: “Señorita, si es usted capaz de hacerlo en 79 días, yo la felicitaré públicamente”.
Aquello no sirve sino para espolear la furia de Nellie, la cual ha recibido una noticia, quizás falsa, de que otro importante periódico también ha mandado a una reportera a dar la vuelta al Mundo, posiblemente siguiendo la idea que ante fue suya.
Desde Paris se traslada a Brindisi, al sur de Italia y desde allí toma un vapor con el que cruza el Mediterráneo, con parada en Port Said, antes de atravesar el Canal de Suez; cruza luego el Mar Rojo, el Mar de Arabia y hace escala en Yemen, concretamente en el puerto de Adén, el más importante en aquel momento y desde el que los británicos tratan de controlar la tradicional piratería del Océano Índico.
Cruza luego ese Océano Índico y hace escala en Colombo, la capital de la Isla de Ceilán, actualmente Sri Lanka. Desde allí se dirige a Malasia y luego a Singapur, en la misma Península Malaya. Desde allí a Hong Kong y luego a Yokohama, el único lugar de escala que no está bajo la dominación británica.
Esta ciudad y su puerto se encuentran actualmente en el área metropolitana de Tokio y es el mayor puerto de Japón. Desde allí zarpó para San Francisco, en la costa Oeste.
En tren cruzó los estados Unidos y se presentó en Nueva York a los 72 días, seis horas, 11 minutos y algunos segundos. El experimento había sido todo un éxito y la prensa se hizo eco mundial de la hazaña de la joven periodista.
Pero su popularidad comenzó ahí, cuando empezó a escribir las vivencias de su viaje, los encuentros con las personas que jalonaron sus singladuras, las experiencias vividas, los contrastes de culturas, el trato a las personas en general y a las mujeres en particular que se depara en los distintos países y continentes por los que había pasado y en fin, todas sus vivencias vertidas en el papel, con arte y maestría.
Nellie Bly se convirtió en un mito que todos los periodistas del mundo trataban de imitar y Nellie siguió escribiendo hasta que en 1895 contrajo matrimonio con un millonario llamado Robert Seaman, que le llevaba cuarenta años y que murió poco después, dejándole una inmensa fortuna que ella supo aprovechar, pues de inmediato se puso a la cabeza de todas las empresas de su marido, introduciendo innumerables modificaciones que le acarrearon una popularidad añadida.
Muy preocupada por la parte social de las empresas, consideró que igual que años antes había visto en aquel manicomio, en sus empresas no se trataba a los trabajadores con la consideración debida y así introdujo reformas sanitarias, horarios adecuados, salarios justos, cursos de formación, bibliotecas, gimnasios, y toda suerte de mejoras en las condiciones laborales.
Evidentemente su gestión social fue muy positiva y admirada por los trabajadores, pero ni la gestión empresarial ni la económica estuvieron a la altura de las circunstancias y, completamente arruinada, habiendo perdido todas sus empresas, tuvo que volver a dedicarse a la actividad periodística y empezó a escribir en el Evening Journal, de Nueva York.
Como periodista se decantó a favor del sufragio femenino, cubriendo la información de la Convención sufragista de 1913, sin embargo el voto no se concedió a la mujer hasta siete años después.
Fue la primera mujer corresponsal de guerra, cubriendo la información de la Primera Guerra Mundial en el Frente del Este.
Murió el 27 de enero de 1922 de una neumonía a la edad de cincuenta y siete años.
Ignoro si tuvo descendencia pues es un dato que no he sabido encontrar y casi me hace pensar que no la hubiera, lo que casa muy bien con su carácter. Mujer independiente, valiente, liberada de ataduras sociales, comprometida con la sociedad de su época y con su entorno, no duda en arriesgar su vida ingresando en un manicomio o emprendiendo un viaje de novela en una época en las que las comunicaciones no se parecían en nada a lo que tenemos hoy día.
De noble corazón, quiso enmendar los errores que la sociedad industrializada imponía a los asalariados, estableciendo mejoras que provocarían la ira de los demás empresarios que, sin duda alguna, debieron tener alguna participación en su posterior ruina.
Elizabeth Jane Cochran, Nellie Bly para sus lectores, tuvo una vida corta, pero plagada de emociones, imponiéndose a los varones con las armas que estaban a su mano y jugándoselo todo, sin que ninguna cuota de paridad hiciera nada por ella.
Un ejemplo a seguir.

UNA INDUSTRIA DESAPARECIDA


Publicado el 25 de septiembre de 2011




Hace casi cuarenta años, cuando llegué destinado a El Puerto de Santa María, me sorprendió el extraño nombre que tenía un colegio de la ciudad. El centro se llamaba Colegio Nacional La Sericícola.
Tengo que reconocer, sin ningún rubor, que no sabía el significado de aquella palabra que oía casi por primera vez en mi vida y como ésta se usaba en la ciudad de una forma muy común y frecuente, me daba vergüenza preguntar por su significado; pero en cuanto tuve oportunidad consulté un diccionario, aprendiendo que sericícola es la industria que tiene por objeto la obtención de la seda.
Aclarado éste punto, me enteré luego de que en el lugar en el que se asentaba aquel colegio, hubo, muchos años atrás, una enorme granja en donde se criaban gusanos para la posterior obtención de la seda.

Granja Sericícola de El Puerto, al fondo de la fotografía

Esta industria existió en muchas otras ciudades españolas, en alguna de las cuales alcanzó años de gran esplendor y mayores beneficios económicos.
En mi tremenda incultura, no sabía que España hubiese sido un país productor de seda porque siempre había creído que toda la seda se producía en Asia, en donde la laboriosidad y paciencia de sus habitantes hace que sea posible desenrollar un capullo y sacar un hilo de mil quinientos metros de longitud. No era capaz de imaginarme a ningún otro ciudadano del mundo con la paciencia para desliar el capullo sin que se le rompiese el hilo.
Pero luego empecé a pensar en las famosas camisas de seda italiana o pañuelos y corbatas de seda francesas e italiana y aquello me llevó a recapacitar que esos países producían seda, o simplemente que la importaban de Asia y la tejían, creando así una industria preeminente.
No encontraba una explicación por la que siendo la seda un producto cada vez más solicitado, su producción hubiera desaparecido en España, si es que aquí fue realmente una industria importante, pero años después me encontré con un cuadernillo llamado Cartilla para la propagación de la Morera y cría del gusano de seda en donde ya me enteré de todo lo que tenía relación con esa industria milenaria y las causas de su desaparición en España.
Antes que nada y por centrar un poco el tema, conviene explicar que el gusano de seda es un animal originario de China (Bombix mori), que ya se conocía tres mil años antes de nuestra Era y en donde su cría estaba protegida por leyes tan severas que castigaban con la pena de muerte al que traficase con gusanos, mariposas y huevos, o los sacase del país o, simplemente, explicase cuales eran los secretos de aquella industria; y eso era porque la seda se consideraba un material esencial en la moda de las familias imperiales y la alta burguesía china.

Portada de la cartilla

El larguísimo hilo que se saca de un capullo pesa menos de doscientos miligramos; es decir, se necesitan cinco capullos para obtener un gramo de finísimo hilo. Pero de un hilo tan especial que aún no se ha conseguido ninguna fibra artificial que lo sustituya. El tacto y textura de un tejido de seda es inmediatamente apreciado por cualquier persona, por poco familiarizado que esté con el producto.
Después de siglos de hermetismo, los gusanos de seda salieron de China y se expandieron por el mundo.
Primero, el secreto se trasladó a Japón y luego, la mítica reina asiria Semíramis, ochocientos años antes de nuestra Era, recibió de un pueblo de Asia, al que había vencido, los secretos de la cría del gusano y la obtención de la seda.
En Occidente se introdujo alrededor del siglo V, cuando dos monjes nestorianos que iban a predicar a Oriente, recibieron del Emperador de Bizancio el encargo de hacerse con simientes de gusanos de seda y del árbol que se usaba para alimentarlos. Escondidos en el interior de sus bastones, que habían ahuecado pacientemente, lograron sacar las preciadas semillas.
Tan importante fue este elemento en la antigüedad que la famosa ruta que unía la China con Europa Occidental, en su paso por Asia, recibía el nombre de Ruta de la Seda.
Desde entonces la cría del gusano se popularizó y se extendió a todo el mundo, incluso como divertimento de la juventud y una maravillosa manera de contactar con la naturaleza.
Tal era el aprovechamiento económico de aquella industria que al árbol de la morera se le llamaba en Francia “el árbol de oro” y es que, en realidad, la producción de la seda daba muchos puestos de trabajo, sobre todo a mujeres y personas mayores.
Una industria altamente productiva que por el contrario soportaba costos bajos y para lo que, en principio, bastaba con un desembolso inicial en huevos de gusanos y la posibilidad de aprovechar las hojas de una plantación de moreras blancas. Con esos escasos ingredientes, los beneficios eran altísimos, tanto que algunas ciudades españolas como Sevilla, contaba con más de diez mil telares en donde se tejían las sedas producidas casi a pie de fábrica; en Valencia y Granada había dieciséis mil, en Murcia catorce mil y así en muchas otras provincias españolas, pero lo que más me sorprendió del cuadernillo del que estamos hablando es que en El Puerto de Santa María había cinco mil tornos para elaborar el torcido de los hilos de seda, aunque no hubo telares.
Era evidente que la granja de gusanos de seda que había dado nombre a aquel colegio, debió ser lo bastante importante como para que a su alrededor se mantuviese semejante producción industrial. Cuando una vez comenté este detalle con personas mayores que habían vivido en aquella zona muchos años atrás, me comentaron que más que una industria dedicada a la cría del gusano, aquello era un inmenso arbolado de moreras blancas, perfectamente cuidadas y mantenidas y que se fueron arrancando cuando su aprovechamiento exclusivo, las hojas, dejaron de tener utilidad, a raíz de las epidemias de los gusanos, que en España no se superó nunca.
Y es que en la segunda mitad del siglo XIX, dos tremendas enfermedades se convirtieron en epidemias europeas y empezaron a diezmar las colonias de gusanos de seda: la “Pebrina” y la “Flacherie”.
La primera se caracterizaba por unos pequeños bultitos que desarrollaban los gusanos, los cuales iban creciendo hasta que acababan con su vida. Lo más curioso es que se descubrió que si algún gusano que padecía la enfermedad llegaba a fabricar el capullo y convertirse en crisálida, los huevos de la posterior mariposa transmitían la enfermedad a los futuros gusanos. Estudiando y seleccionando gusanos sanos, mientras se sacrificaba a los enfermos, se consiguió erradicar la epidemia.
La Flacherie, que venía a significar flaccidez, procedía de una infección en las hojas de la morera blanca y provocaba una especie de diarrea en el gusano que defecaba en las hojas que estaba devorando, deyecciones que eran a su vez comidas por otros gusanos que quedaban infectados al momento.
Tan graves fueron las consecuencias de estas dos enfermedades que muchas de las fábricas francesas, españolas e italianas, tuvieron que cerrar.
La situación llegó a ser tan crítica en el sector textil y en la economía de aquella época que exigieron la intervención del más famoso químico y microbiólogo del momento: Louis Pasteur, que prometió ocuparse del asunto.
En España, la industria de la seda, simplemente se perdió, pero en Francia y, sobre todo, en Italia, no quisieron hacer de lado a aquella fuente de ingresos y exigieron de las autoridades que se les prestase atención.
Pasteur y su equipo de científicos consiguieron detectar las causas de la mortandad de los gusanos y, lo que era mucho más importante, ponerle freno a la enfermedad que había esquilmado la población de anélidos.
Se trajeron cepas nuevas, procedentes de China, en donde no existía esa enfermedad, pero a los pocos ciclos reproductivos los gusanos empezaban a experimentar los mismos síntomas.
Aunque todo el éxito de la operación se lo llevó Pasteur y su equipo, lo cierto es que otro científico, llamado Antoine Bechamp, parece ser que fue el que realmente descubrió la causa de la mortandad.
Louis Pasteur

En España se conformaron con los designios de la Providencia y no se hizo frente a la situación, lo que supuso la ruina de este sector textil que de doce millones de kilogramos de capullos al año, se pasó a recolectar menos de un millón.
Solamente en Lyon, donde estaban las sederías más importantes de Francia, se recibían anualmente mas de un millón y medio de kilos de seda procedentes de Valencia y Murcia, ya lista para tejer.
No es sólo lamentable que España perdiera aquella industria, sino que tras superar la crisis y ante la falta de materia prima en los telares, las industrias sericícolas se expandieron en los demás países, perpetuando una industria que aún aporta grandes beneficios, mientras aquí, simplemente se abandonó.

LA CONSPIRACIÓN DE SEVILLA

Publicado el 18 de septiembre de 2011




Nos encontramos sumergidos en una profunda crisis económica. Tanto, que creemos que algo como esto no había ocurrido nunca, pero no es así. Crisis las ha habido siempre, y de todas las clases, pero sobre todo, económicas. Basta hacer un repaso a la Historia que no es, ciertamente, mi intención, para comprender lo falso que resulta esa creencia. De la misma forma que ha habido muchas crisis, casi en todas ha habido quien se ha aprovechado o, al menos, lo ha pretendido.
Eso ocurrió en nuestra querida tierra andaluza hace ya mucho tiempo, pero por esa razón me propongo sacarla del olvido.
Vivía España un período que se ha conocido como La Crisis de 1640, el momento más crítico del reinado de Felipe IV, por cierto el más largo de la Casa Austria. En ese momento Castilla, que era la región que más había colaborado con los gastos de la Monarquía, empezaba asentirse agotada por tantas extracciones de capitales. El todavía valido del rey, el Conde Duque de Olivares, exigió a los demás reinos que dependían de la monarquía Española como eran Portugal, Sicilia y Cerdeña, Nápoles, Países Bajos y algunos otros ducados, que contribuyeran con una aportación equivalente, lo que produjo la consiguiente e inmediata contestación, pero, sorprendentemente, dentro del mismo reino de España, Cataluña y Andalucía se suman a los descontentos encabezados por Portugal.
En Cataluña se inicia la llamada Sublevación de 1640, el mismo día del Corpus, una fiesta grande que aquel año se celebraba el día siete de junio. Unos quinientos segadores y otros trabajadores eventuales que llegaron a Barcelona para celebrar la gran festividad y el fin de la cosecha, se amotinaron. Murieron trece personas, entre ellas el entonces Virrey Dalmau de Queralt y Codina, Conde de Santa Coloma, al que la turba, enfurecida persiguió por calles y plazas, hasta que al llegar a la playa y sin escapatoria posible, fue golpeado y apuñalado hasta morir. Pasaron cuatro días antes de poder sacar de la ciudad a los amotinados.
Con el efecto contagioso que este tipo de revueltas populares suele tener y más, cuando se está antes situaciones injustas y de excesiva presión del poder, Aragón fue la siguiente región en amotinarse, si bien sin tanta violencia pero no carente de importancia. Luego fue Portugal que aprovechando la debilidad de la corona española proclamó rey al Duque de Braganza, con el nombre de Juan IV.
Ya era 1641 cuando a la revuelta se une Andalucía en donde el Marqués de Ayamonte y el Duque de Medina Sidonia, supuestamente se alían para desarrollar una conspiración contra la corona con el apoyo de Portugal. A esta sublevación se la conoce como La Conspiración de Sevilla.
Gaspar Pérez de Guzmán y Sandoval, IX duque de Medina Sidonia era el jefe de la poderosa casa de descendientes de Guzmán el Bueno y el heredero del ducado más antiguo de cuantos habían otorgado los reyes castellanos.
Sus posesiones en Andalucía eran tan grandes que rivalizaban con las de la propia corona. Pero además, el titular del ducado se convertía en Capitán General de la Mar Océana y costas de Andalucía, lo que da idea de su inmenso poder, acrecentado en este caso porque su hermana, Luisa de Guzmán estaba casada con el Duque de Braganza que se había impostado en Portugal.
Su pariente y jefe de una de las ramas menores de la poderosa Casa de Medina Sidonia, era el VI Marqués de Ayamonte, Francisco Manuel de Guzmán y Zúñiga y ambos emparentados con el Conde Duque de Olivares.


Pintura del IX Duque de Medina Sidonia

Aprovechando el momento de debilidad real, Portugal se independiza y en España, con los ejércitos destrozados y dispersos por todo el territorio de la corona, se planifica, en diciembre de 1640, la invasión de Portugal, pero con una precariedad de medios tal que casi produce risa.
Estaba prevista la formación de varios cuerpos de ejército que entrarían simultáneamente, empujando al enemigo hasta el mar y ocupando las plazas que se vayan venciendo y las que se entregasen sin resistencia. El duque de Medina Sidonia, al mando de uno de los cuerpos de ejército sería el encargado de reconquistar el Algarve. Su ejército lo formaría la infantería de Sevilla y la Caballería de Granada, pero los fondos para financiar las operaciones no existían y las órdenes que emanaban del rey a través del Conde Duque de Olivares eran que eso no debía constituir un pretexto, pues no se debía excusar medio alguno en una empresa de aquella envergadura.
Tampoco había armas, por lo que se encargó a una nave del duque de Nájera que fuera por todos los puertos de soberanía española en el norte de África, recuperando todas las que estuviesen arrumbadas en pañoles por inservibles y que se trasladasen a Cádiz, donde serían reparadas. Si con esta acción no había suficiente armamento para la tropa, debían confiscarse las que los barcos y los particulares tuviesen, pagando su precio. Pero no había con qué pagar, ni con qué reclutar levas que sirviesen para completar las deficiencias de personal de los ejércitos.
Cuando el duque de Medina Sidonia quiso que se viera la realidad de la situación y quizás también influenciado porque su hermana se sentaba en el trono lusitano, fue acusado por el rey de desidia por no iniciar la campaña del Algarve. El Duque de Medina Sidonia le contestó que de inmediato se ponía manos a la obra y que traería al impostor portugués, su cuñado, vivo o muerto, pero para eso necesitaba diez mil infantes, mil caballos, cañones, mosquetes, arcabuces, picas y toda clase de bastimentos de guerra que enumeraba concienzudamente y de los que no disponía.
Tardó el rey en comprender la realidad de la situación, pero parece que al fin la entendió y dejó de presionar al duque de Medina Sidonia, incitándole ahora a que abriera negociaciones con el impostor portugués bajo la amenaza de invasión de un ejército a cuyo frente iría el propio Felipe IV.
Es más que posible que a estas alturas el duque estuviese saturado de tanta estupidez y desconocimiento de la realidad, porque harto de hacer ver a los de la corte que no había posibilidad de efectuar ninguna invasión, se encontraba siempre con la prepotencia del monarca que, aconsejado por su valido, no era capaz de comprender que era incapaz de mantener bajo su cetro a toda la Península como había sido durante unos años anteriores, convertidos ahora en un sueño efímero.
Las sospechas que en la corte se tenían acerca de la lealtad que demostraba el duque, su pasividad para invadir Portugal y las posibles maquinaciones para sublevar Andalucía, se vieron confirmadas en el verano de 1641 por la interceptación de una carta que el Marqués de Ayamonte le dirigía a su primo el Duque de Medina Sidonia, carta que por cierto no se puede constatar y que intervenida por un enviado real llamado Antonio de Isasi, unida a los testimonios de dos frailes llamados Nicolás de Velasco y Luís de las Llagas, así como el prestado por el presidente de la Contaduría Mayor de Cuentas, Francisco Sánchez Márquez, inician el proceso en el que se da por sentado la existencia de la Conspiración.
Los dos frailes hablaron en la corte de una supuesta conjura de los dos nobles primos andaluces, que se cruzaba con la que facilitaba el Contador Mayor y que venía a decir que estando preso en Portugal había escuchado a dos criados del duque de Braganza, en ese momento impostor en el trono portugués, que la armada portuguesa se estaba preparando para conquistar Cádiz.
Una corte abochornada por las sublevaciones que se estaban produciendo en toda España, en total bancarrota y casi aceptada ya la pérdida de Portugal, decide ejercer una acción de fuerza contra aquellos dos nobles que representaban a la casa más poderosa de la nobleza española y empleando la misma maniobra que todavía tiene vigencia, iniciaron una maniobra de ocultación de la realidad, presentando la posición real como de máximo poder, cuando se enfrentaba a aquellos poderosos señores y teniendo como única finalidad espesar la cortina de humo que ocultara la realidad.
Los nobles fueron llamados a la corte a cuyo llamado no acudió el Duque que, alegando enfermedad, se movió rápidamente para buscar apoyos y tramar una verdadera conjura que enfrentar a la trama urdida desde la propia corte. Pero ni los nobles de Andalucía, ni la iglesia ni ningún estamento estaba a favor del Duque.
Dice la crónica que se esperaba la llegada de una flota franco-holandesa con la que hostigarían los puertos más importantes, mientras que desde el interior se tomarían las plazas clave, pero lo cierto es que no hay documentación que acredite dicha aseveración, ni existía una fuerza de ejército con la que llevar a cabo aquella acción que suponía una actuación simultánea y contundente en los puntos más poderosos militarmente de Andalucía.
Si no se había podido invadir Portugal y recuperarlo para la corona española, por carecer de fuerzas y pertrechos imprescindibles para cualquier acción militar, mal se podría dispersar la escasa fuerza existente para atacar plazas como Sevilla, Cádiz, Córdoba o Granada, muy fuertes en aquellos momentos, al menos lo suficiente como para oponer una feroz resistencia.
Pero el rey se empeña en probar que los dos primos andaluces, en connivencia con el nuevo rey de Portugal y ayudados por potencias extranjeras, han pretendido una sublevación de Andalucía para extirparla de la corona; claro que probar todo eso sin ninguna constancia evidente de la conjura, del apoyo portugués y de lo que es más importante, sin que se haya visto en las costas andaluzas ni una sola vela, y muchísimo menos una flota, es tarea ardua.
Pero, como viene ocurriendo desde siempre, es mucho mejor que se hable de eso que no de lo que realmente está ocurriendo en España, porque ya se ha relatado que la imposibilidad de pertrechar un ejército, hace imposible recuperar todo un reino, con sus colonias, como es el reino de Portugal. Y uno se pregunta acerca de la inmensa cantidad de dinero y riquezas en otras especies que llegan desde las Américas. ¿Qué pasa con todo ese inmenso caudal que constantemente están llegando a los puertos españoles? ¿Cómo puede estar en la ruina un país que recibe esa ingente cantidad de riquezas?
Las razones se han estudiado y parecen claras, pero hay que apuntar, además de la mala administración, la falta de producción del país y otras causas a las que nos acarreó el hecho de creernos ricos para siempre, la tremenda corrupción instalada en todo el país.
No solamente es culpable de no producir un país en el que se dice, como un triunfo: ¡Que trabajen ellos!; es también responsable de la mala administración, la falta de energía en el mando, la desidia y abulia de reyes que dejan en manos incompetentes el gobierno del más poderoso país del mundo.
Y ahora hay que esconder la verdad tras la existencia de una conjura contra la corona. Parece como si el tiempo se hubiera detenido y aún estuviéramos viviendo las mismas historias de antaño: la política de la cortina de humo, para ocultar que lo que antes nos llegaba de América y ahora fue de la Unión Europea, lo malgastamos sin aplicarlo a lo que luego nos iba a ser necesario.
La trama continuó y el Marqués de Ayamonte terminó en prisión, de la que, de momento se salvó el Duque de Medina Sidonia y las cosas siguieron por malos derroteros.
Fueron años de peregrinar de una a otra prisión, de soportar cientos de interrogatorios, para terminar, el de Ayamonte, en 1648, condenado a muerte y ajusticiado en el Alcázar de Segovia, muriendo por decapitación.
El de Medina corrió mejor suerte, porque conservó la vida pero perdió una parte muy importante de su patrimonio y la Capitanía de la Mar Océana.
La Fundación Casa Medina Sidonia, a través de una página en Internet, pone a disposición de cuantos quieran conocer la realidad de aquella Conspiración, toda una prolija documentación en donde se ajustan cuentas al real y se explica la cronología de unos acontecimientos que no ocurrieron nada más que en la intención de los gobernantes de ocultar su ineptitud tras una trama ficticia. En esta dirección pueden encontrarla: