sábado, 27 de abril de 2013

¿SANTO O HEREJE?







Desde la más remota antigüedad todas las religiones han tenido lugares sagrados a los que sus fieles se han dirigido en santas peregrinaciones.
Benarés, La Meca, Jerusalén, Santiago de Compostela, Fátima, Lourdes y un larguísimo etcétera, componen todo un conjunto de lugares que recibieron, a través de sus peregrinos, la cultura, el arte, el impulso económico y muchísimos beneficios de todo tipo.
En España, en Europa, me atrevería a decir, Santiago de Compostela fue el punto de peregrinación que más importancia tuvo en toda la Edad Media y posteriormente, hasta el punto de seguir siendo en la actualidad el más importante destino de peregrinación. A través de sus variados caminos que convergían en la ciudad gallega, millones de peregrinos caminaron para rendir culto al Santo Apóstol allí enterrado, porque, desde los albores del cristianismo, se ha tenido por cierto que Jacobo el Mayor, como es conocido en los Evangelios y que fue el primer mártir por la fe que murió decapitado alrededor del año 43 por orden de Herodes Agripa, había sido enterrado allí.
Tras su decapitación, su cuerpo fue arrojado para que fuera devorado por la fieras, pero sus discípulos, Atanasio y Teodoro, lo recogieron y lo trajeron a Hispania, donde había estado predicando con escaso éxito, llevándolo por mar hasta Compostela, en donde, se dice, está enterrado. Sant Iacob se transformó luego en Santiago y así ha perdurado a lo largo de siglos, pero incluso su peregrinación se llama Jacobeo.
Sin embargo, aparte de que no existe ninguna constancia de que el apóstol hubiera estado nunca en la Península Ibérica, el llegar predicando desde Galilea hasta Galicia, por más que sus nombres se parezcan, resulta poco creíble.
En primer lugar porque hasta que Saulo de Tarso, nuestro San Pablo, no se incorpora al elenco de apóstoles, éstos tenían bien claro que las enseñanzas del Nazareno había que impartirlas entre los judíos y no entre los gentiles, es decir, aquellos que no profesaban el judaísmo.
Tanto es así que, en un sentido puramente figurado, el primer cisma que ocurre en el seno de aquella incipiente congregación se establece entre Pedro y Pablo, cuando el primero mantiene que sólo se ha de predicar las enseñanzas de Jesús a los circuncidados, mientras que el otro quiere extenderla a todos cuantos quieran oír las prédicas.
Santiago era de la “cuerda” de Pedro, por tanto no parece muy plausible que se desplazara hasta tan lejos, a un lugar en el que no había judíos a los que predicar y, además, no se hablaba ni arameo, ni griego ni la lengua del imperio, sino la céltica, por lo que las dificultades de entendimiento serían grandes y aunque nos cuentan que la iluminación del Espíritu Santo proporcionó a los apóstoles el don de lenguas, es difícil creer que así fuera.
Pero aún siendo ésta, razón de bastante peso, no importa demasiado a la historia, porque una cosa es lo realmente sucediera y otra lo que el pueblo está dispuesto a creer que sucedió.
Hubieron de pasar muchos años, siglos, hasta que a finales del VIII de nuestra Era, un pastor se dirigió al obispo de Iria Flavia diciéndole que en unos campos cercanos había visto el fulgor de una estrella sobre un punto concreto del bosque y escuchado unos cánticos celestiales. El obispo con su comitiva y acompañando al pastor, se dirigió a los bosques en donde decía observarse aquel fenómeno y encontró una lápida que cerraba una tumba en cuyo interior había tres cuerpos, uno de ellos con la cabeza separada del tronco.
Sin pensarlo dos veces y asociando la decapitación que el apóstol había sufrido, relacionó aquella tumba con Jacobo el Mayor.
No existe ningún otro documento de rigor que hable de la posibilidad de que los restos encontrados correspondan al mencionado apóstol.
El obispo, como es natural, puso su descubrimiento en conocimiento del Papa León III que se apresuró a dar veracidad al descubrimiento, el cual fue también certificado por Carlomagno ya que ambos necesitaban de un buen acicate que impulsara la lucha contra los musulmanes que amenazaban Europa y que, de momento, habían sido detenidos en Poitiers; y qué acicate mejor que la aparición del santo apóstol junto a las huestes cristianas.
Muy pronto se levantó una capilla en aquel Campo de la Estela que sería luego Compostela y seguidamente el santo apóstol, montado sobre un refulgente caballo blanco, comenzó a aparecerse a las tropas que se enfrentaban a los invasores. El colmo del poder que aquella tumba ejercía queda constatado cuando el más temible caudillo musulmán, el algecireño Almanzor, que asoló Galicia, respetó las cristianas reliquias. El pueblo, necesitado de fe, se daba a interpretar todos los signos favorables como intercesión del apóstol y no faltó quien impulsado por la fe ciega emprendiera la marcha hasta el santo lugar, convirtiéndose así, con el paso de los siglos en el lugar de peregrinación del que hemos hablado.
Pero hubo una época en la que la fe pareció apagarse y fue cuando el obispo San Clemente, acuciado por el asalto que el pirata Francis Drake hizo a La Coruña, decidió ocultar la reliquia tras el altar mayor y allí permaneció olvidada durante muchos años, decayendo notablemente el flujo de peregrinaciones, hasta que a finales del siglo XIX se reencontraron nuevamente y se despertó el entusiasmo popular que no ha decaído hasta el presente.

Cofre en el que se conservan los supuestos restos del apóstol

Pero si no es Santiago quien está enterrado en Compostela ¿a quién pertenecen entonces los restos que por tanto siglos se veneran?
No es fácil saberlo, sobre todo porque la Iglesia no ha permitido que dichos restos fueran debidamente estudiados. Solamente cuando reaparecieron tras el altar mayor, se permitió que un forense los examinara, el cual, con la técnica del siglo XIX, se atrevió a decir que eran los despojos de una persona que vivió en el siglo I y ya no quedó duda de a quién pertenecían.
Celosa por guardar la fe que ha movido a tantas personas a peregrinar hasta Compostela, la Iglesia se ha negado sistemáticamente a que dichos restos fueran examinados, lo que, además de no dejar aclarar nada, da pie a que numerosas especulaciones se vayan produciendo. Y en ese correr de la noticia, han ido tomando cuerpo diversas teorías que la heterodoxia, a la que somos tan propensos, ha puesto nombres.
Y el primero y el más importante de todos es el de Prisciliano, por cierto uno de los primeros heterodoxos que aparecieron en la recién nacida Iglesia.
Al parecer, Prisciliano nació en Galicia alrededor del año 340, cuando el cristianismo empezaba a tener la pujanza que el Concilio I de Nicea le dio al reconocerlo como religión oficial del Imperio Romano.
Persona de gran carisma, tenía una enorme habilidad dialéctica, unida a una inteligencia muy clara y una exquisita preparación, para aquel tiempo. Como muchos otros de su época, aceptaba como verídicos los Evangelios Apócrifos que fueron apartados del Canon por voluntad personal de quienes regían el destino de la incipiente congregación cristiana y sin más criterios que el de no coincidir con la estrategia que ya había sido trazada y que era considerada la piedra angular en la que todo se sustentaría.
Su posición lo convirtió rápidamente en hereje, pero no en cualquier clase de hereje sino en uno de los más influyentes y que pudo incluso producir un cambio importante en el cristianismo y todo porque sus ideas tuvieron una enorme influencia en la comunidad gallega, extendiéndose luego a la Iglesia en general.
Acusado formalmente de herejía, el pueblo lo aclamó y nombró obispo de Ávila con la intención de salvarlo, pero aun así fue excomulgado.
Confiando en poder defenderse ante el Papa Dámaso, paisano suyo, y el obispo de Milán, Ambrosio, los dos personajes más influyentes del momento, inicia una larga peregrinación hasta Roma, en donde el Pontífice se niega a recibirlo, lo mismo que ocurre en Milán, por lo que se dirige a Tréveris, una ciudad en el centro de Europa, actualmente en Alemania y que era la residencia de verano del emperador del Sacro Imperio.
Muy fuerte tendría que ser, en aquellos momentos, la doctrina de Prisciliano, porque toda la jerarquía católica le teme y así, en Tréveris, el brazo secular del imperio, instigado por el Vaticano, emprende una acción legal contra él que termina con su muerte por decapitación.
¡Qué curiosa coincidencia! Jacobo el Mayor muere como primer mártir a manos del rey judío; Prisciliano es también el primer hereje al que la curia tiene a bien sacrificar para impedir que su herejía siga prosperando.
Cada uno a su manera, son los primeros mártires, solo que con trescientos años de diferencia.
Los seguidores de Prisciliano, que lo habían acompañado en todo aquel largo itinerario, recogieron su cuerpo y lo trajeron a Galicia y por más de doscientos años el germen de la doctrina del hereje Prisciliano tuvo plena vigencia y numerosos seguidores.
Por muchos años se ocultó cual era el verdadero fundamente de la doctrina herética de Prisciliano, negándose la Iglesia a dar satisfacción a esa demanda, pero en 1885 se encontraron en la Universidad de Worzburgo, una de las más antiguas y prestigiosas de Alemania, unos documentos del siglo V en los que se reproducen once textos con la doctrina priscilianista que demuestran que sus posiciones no eran sino críticas a las actitudes de la Iglesia y a la manipulación que de los textos sagrados se había hecho. Por eso, en la actualidad, se le considera un precursor de la Reforma Luterana y una persona tan influyente que estuvo a punto de cambiar el curso de la Religión Católica.
Que su cuerpo sea el que está enterrado en Compostela y el que recibe la veneración de tantos millones de peregrinos, es algo que creen personas de la talla de Menéndez Pelayo, Unamuno, Sánchez Albornoz, Américo Castro, Francisco Singul, el asesor cultural del Jacobeo o toda una autoridad en la materia, Henry Chadwick, profesor de la Universidad de Oxford.
Sería gracioso que se estuviese venerando al primer hereje mártir, ejecutado por decisión de la Iglesia, en vez de al Santo Apóstol.

domingo, 21 de abril de 2013

MORIR DE COSAS RARAS






Recuerdo que en mi juventud se barajaban conceptos actualmente en desuso para definir algunas enfermedades e incluso determinadas muertes. Afortunadamente los avances de la medicina, han ido poniendo nombre a aquellas expresiones populares cargadas de tradición, de miedos y de desconocimientos.
-¿De qué murió Fulano? Respuesta del interlocutor: De repente.
Y todo había quedado claro. Muerto de repente quería decir que estaba tan bueno y tan sano y que se había muerto sin explicación. Hoy se diría de un infarto, un ictus, un shock anafiláctico o cualquier otro proceso que produzca una muerte fulminante.
Un “Cólico Miserere” era una enfermedad que acababa en pocos días con la vida del paciente, entre tremendos dolores espasmódicos y vómitos. No era más que una oclusión intestinal aguda con perforación y septicemia generalizada, muchas veces provocada por una apendicitis sin tratar; y una Alferecía era una enfermedad infantil que se confundía con la epilepsia.
El Mal o Baile de San Vito, también conocido como Tarantismo, era una enfermedad en la que el paciente parecía danzar y danzar hasta terminar extenuado. Se atribuía a intervención demoníaca y a los que la padecían los enviaban a la hoguera, razón por la que los enfermos se encomendaban a San Vito, patrón de enfermedades desconocidas y de ahí tomó su nombre, pero no era otra cosa que una degeneración neurovegetativa que producía esos espasmos similares a una grotesca danza y que hoy apenas la padecen mil personas en todo el mundo y está diagnosticada con el nombre de Corea.
Otra enfermedad, desaparecida de la misma forma en que hizo su entrada en escena, fue El Sudor Inglés, que afectaba a personas jóvenes, preferentemente varones a los que provocaba una sudoración con vómitos y convulsiones. Apareció en 1496 en Inglaterra, de ahí su nombre y se extendió rápidamente por Europa cobrándose muchas vidas, hasta que en 1551 apareció el último brote y no ha vuelto a producirse esta extraña enfermedad.
El Fuego de San Antonio era una enfermedad en la que los pacientes morían entre alucinaciones, convulsiones y una tremenda contracción arterial que provocaba necrosis de los tejidos que empezaba con un frío intenso y acababa con quemazones, de ahí su nombre. Muy frecuente en la Edad Media, se desconocía la causa hasta que después de la Segunda Guerra Mundial surgió un brote en una localidad francesa y se pudo comprobar que se debía a una intoxicación micótica procedente de la elaboración de pan con harina de centeno, cereal en el que crece parásito un hongo llamado cornezuelo del centeno, a partir del cual se sintetizó el LSD, poderoso alucinógeno.
Fueron los frailes de la Orden de San Antonio los que empezaron a curar a algunos de los afectados, ofreciéndoles para comer el pan de trigo que formaba parte de su dieta, por lo que es de suponer que aun desconociendo la causa de la enfermedad intuían su procedencia.
En nuestros tiempos hemos tenido el envenenamiento por el aceite de colza, en un principio llamado, como muchos recordarán “neumonía atípica” y luego “síndrome tóxico”. Si esta extraña intoxicación hubiese ocurrido en siglos o décadas anteriores, había pasado a la historia con cualquiera de aquellos dos nombre, pero, afortunadamente, la ciencia descubrió pronto su etiología y le puso su verdadero nombre, pero hasta que se descubrió, acarreó centenares de muertes. Mucho más recientemente, la fiebre de las vacas locas, la encefalopatía espongiforme que la contrae el ganado vacuno que es alimentado con materia orgánica animal, cuando su organismo está previsto para consumir exclusivamente vegetales. Así, al consumir ganado vacuno que tiene alterada su cadena trófica, como consecuencia de ser alimentado con proteína de origen animal, los humanos contraíamos aquella tremenda enfermedad que dejaba los cerebros como huecos.
Pero esta enfermedad extraña y prácticamente erradicada, no es más que una de las muchas presentaciones de una enfermedad que los exploradores de las islas del Océano Índico encontraron en Nueva Guinea. La enfermedad se llama Kuru y en el idioma nativo quiere decir temblar de miedo, aunque también se la conoce como muerte de la risa. Se trata de una enfermedad neurodegenerativa que se empezó a conocer a principios del siglo XX, pero hasta cincuenta años más tarde no se investigó, descubriéndose que la causa era una práctica que se definió como canibalismo de amor, pues los individuos de aquellas tribus acostumbraban a comerse a sus familiares fallecidos, creyendo que de esa forma se transmitía su poder y su sabiduría. La costumbre era que los hombres devoraran los tejidos musculares, mientras las mujeres y los niños hacían lo propio con el hígado, los pulmones, el páncreas y el cerebro, en donde se encontraba una proteína patógena, llamada prión, causante de la enfermedad que afectaba principalmente a las mujeres y los niños que eran quienes consumían las partes más afectadas, pero como a su muerte, volvían a ser comidos, se producía un círculo vicioso que estaba esquilmando a las tribus que practicaban estos ancestrales y macabros rituales.
La enfermedad se está erradicando a consecuencia de haber dejado la práctica de la antropofagia, pero como su evolución es muy lenta, aún siguen apareciendo casos.


Examinando a un niño enfermo de Kuru

En este enlace se puede ver al equipo médico desplazado a la tribu tratando de encontrar las causas de la enfermedad, mientras uno de los doctores explica el proceso:

El capítulo sería interminable y a cada aportación se la podría ir conceptuando de insólita, pues han sido muchas y muy extrañas las cusas de muertes en tiempos pasado, pero sin lugar a dudas de ninguna clase, la forma más rara de morirse es de risa.
Aparte la expresión popular y extendida en todos los idiomas para definir el morirse de risa como el haber escuchado o visto algo de gracia extrema, lo cierto es que desde la más remota antigüedad, aunque en escasas ocasiones, el ser humano ha llegado a morir por un acceso de risa incontrolable.
Y a pesar de lo extraño que este tipo de muerte suele ser, mucha literatura ha recogido algunos de estos episodios más destacados y a sus protagonistas.
El más antiguo de los fallecidos por un ataque de risa, pertenece a la mitología griega del siglo XII antes de nuestra Era.
Se trata de Calcante Testórida, el mejor de los augures, un adivinador, que participó en la Guerra de Troya y fue el autor de la idea de construir el famoso caballo con el que consiguieron los aqueos vencer a los troyanos según se nos cuenta en la famosa Ilíada de Homero.
Calcante o Calcas, como también se le conoce era el más famoso de los vaticinadores griegos y llegó a predecir su propia muerte. El día que aquel desenlace debía ocurrir, se encontraba tan perfectamente bien y sano que comenzó a reír sin poder parar, aumentando por momentos sus risas hasta el extremo de morir asfixiado.
Otro griego, Crisipo, un famoso filósofo, murió también de risa después de haber dado de beber vino a su burro y contemplar las reacciones de éste.
Un caso extremo, por el tiempo que estuvo riendo histéricamente, es el de una señora británica llamada Lady Mary Fitzherbert, la cual, en la primavera de 1782, asistió en compañía de unos amigos de la aristocracia londinense, a la representación, en el teatro más antiguo de Inglaterra, entonces llamado Teatro Real, actualmente conocido como Drury Lane que en realidad es el nombre de la calle en que se encuentra, de “La ópera del mendigo”, comedia de John Gay, estrenada en 1728 y considerada por los estudiosos del tema como la primera comedia musical de la historia y en la que intervenía un tal Bannister, considerado el mejor actor de su época, cuya indumentaria provocaba la risa de público. Pero la pobre Lady Mary fue mucho más allá, tanto, que tuvo que abandonar el teatro sin parar de reír, entrando en una fase de histeria profunda de la que no consiguieron sacarla. Falleció dos días después sin haber dejado de reír ni un momento.
La más reciente muerte de risa de la que se tiene conocimiento se produjo el 24 de marzo de 1975, cuando un tal Alex Mitchell, un albañil inglés de cincuenta años, murió de risa mientras veía una serie en televisión.
Después de media hora de risa histérica sufrió un colapso y falleció. Su desconsolada viuda escribió una carta a los productores de la serie agradeciéndoles que hubieran hecho tan felices los últimos momentos de la vida de su marido.
Yo creo que en realidad la que encontró la felicidad con aquella serie fue la compungida esposa, porque lo que es reír, se ríe uno como expresión de alegría por la gracia que cierta cosa le hace, pero hacerlo hasta morir no debe ser nada agradable.

sábado, 13 de abril de 2013

LA TIERRA DE CROCKER






Desde la más remota antigüedad el hombre se ha esmerado en hacer creer que existen los paraísos perdidos, las tierras remotas, los valles ocultos y, sobre todo, las islas ignotas.
La Atlántida es la más famosa de todas las leyendas, pero no es la única. La situó Platón en los confines de las columnas de Hércules, es decir, del Estrecho de Gibraltar, precisamente porque allí se terminaba el mar conocido. Por circunstancias geográficas que todos conocemos, el Mare Nostrum de los antiguos romanos y antes de griegos y fenicios, se acababa abruptamente en las costas de Hispania. Más allá todo eran penumbras, el mar tenebroso.
Pasaron los años y la expansión naval de la Península Ibérica, nos lleva al descubrimiento de nuevas tierras: islas como las Canarias y continentes enteros como África y América. Pero la imaginación popular no cesa y allá donde hay algo, se quiere ver más y a las siete islas del archipiélago canario, se añade una octava isla que, como un capricho de la naturaleza, aparece y desaparece al oeste de la isla del Hierro.
Es la misteriosa isla de San Brandán, o San Borondón, así llamada en homenaje a un monje irlandés que en el siglo VI sentía tal necesidad de extender la palabra de Dios, que no dudó en construir una embarcación con cuero calafateado y hacerse a la mar con unos compañeros. Dice la leyenda que desembarcaron en una isla con árboles, animales y toda clase de vegetación, en la que dijeron misa, acabada la cual, la isla empezó a moverse, pues no era tierra firme sino un enorme animal marino.
Poco creíble, pero forma parte de la cultura que, en cierto momento, imperó en la vieja Europa y que acompañó a muchos otros monjes que se internaron en el Mar del Norte, llegando hasta las Islas Feroes y Groenlandia.
Pues bien, la isla de San Borondón apareció también a muchos miles de millas al sur, frente al archipiélago de las Afortunadas y allí se cimentó en la tradición popular, tanto que su supuesta existencia requirió la intervención de nuestro más culto e ilustrado compatriota: el Padre Feijoo.
Perteneciente a la orden de los benedictinos, con su Teatro Crítico Universal y Cartas Eruditas y Curiosas, fray Benito Jerónimo Feijoo y Montenegro, dejó bien sentado hasta donde llegaban sus conocimientos y su erudición entrando a estudiar infinidad de asuntos que fueran materia de controversia o preocupación en su época, siglos XVII y XVIII.
Sobre la mencionada isla que aparece y desaparece, trata el discurso X del Tomo IV de la obra El Teatro Crítico Universal. En este discurso da toda suerte de información sobre personas, expediciones y demás empeños en descubrir aquella isla envuelta en brumas, rodeada de un peligroso mar y que para desesperación de los aguerridos navegantes que se acercaban a ella, desaparecía cuando la tenían próxima.
Pone en duda el erudito la existencia de aquella isla que unos autores colocan a cien leguas de distancia y otros a solamente quince, lo que ya le hace desconfiar de la fiabilidad de los datos y alude a la fantasía de las personas queriendo ver lo que no es realmente. Luego cita un caso constatado desde la antigüedad más remota, como es el fenómeno conocido como Fata Morgana o simplemente La Morgana, fenómeno óptico que se da en algunos lugares de las costas y que el más famoso es el que ocurre en el estrecho de Mesina, entre Sicilia y la ciudad de Reggio Calabria, en el sur de Italia.
Con su docta sapiencia, para aquellos tiempos, el erudito explica que se debe dicho fenómeno a lo que él llama una nube especular, es decir, una especie de espejo que refleja una imagen producida en otro lugar. Efectivamente, en la actualidad se denomina espejismo a este fenómeno en el que intervienen sucesivas capas de aire frío y caliente que se embolsan formando una especie de lente que refleja las imágenes.
Y el mayor espejismo y el que durante más tiempo ha tenido ilusionado a los exploradores europeos y norteamericanos, ha sido sin duda el que da título a este artículo: La Tierra de Crocker.
Todo empezó en el año 1818 cuando la expedición del capitán británico John Ross buscaba el llamado Paso del Noroeste, el mítico Estrecho de Anián, del que los chinos ya habían hablado a Marco Polo y que debía unir, por encima de las frías tierras de Canadá, los dos inmensos océanos: Pacífico y Atlántico.
La expedición estaba compuesta por dos barcos de unas trescientas toneladas cada uno, el Isabelle, capitaneado por Ross y el Alexander, algo más pequeño y bastante más lento, que manda otro marino británico llamado Parry.
El Isabelle, más rápido, iba delante en aquel mar helado al oeste de Groenlandia, adentrándose en un océano que con islas y enormes trozos de hielo a la deriva, les iba cerrando el paso, hasta que tuvieron que dar la vuelta, pues ante sus ojos apareció una cadena montañosa que se eternizaba de norte a sur en el horizonte, frente a él.
Llamó a aquellas montanas la “Tierra de Crocker” en honor del primer secretario del Almirantazgo Británico. Su compañero, el capitán Parry no había observado aquellas montañas, pues su buque se había quedado atrás cuando fue encontrado por Ross en su viaje de vuelta.
Los dos barcos volvieron a Inglaterra antes de que el invierno ártico los atrapase. La disensión entre ambos capitanes y el hecho constatado de no haber hallado el famoso Paso, perjudicó considerablemente a Ross, pero sobre todo fue muy criticado por un científico que iba a bordo llamado Edward Sabine, el cual declaró que cuando todo estaba en el mejor momento para realizar los experimentos que se proponía llevar a cabo, el capitán Ross decidió dar la vuelta, dejando en entredicho la capacidad del capitán para una operación de tanta envergadura.
Diez años después y para lavar su reputación, Ross convenció a un amigo, multimillonario magnate del whisky, para que financiara una nueva expedición que partió en 1829 y tardó cuatro años en volver, sin haber encontrado el famoso Paso y sin haber descubierto y explorado la que él mismo llamó Tierra de Crocker.
A pesar de ese relativo fracaso, fue condecorado a su regreso a Inglaterra y nombrado Caballero de la Orden del Baño, una de las más prestigiosas órdenes militares británicas.
Hubieron de pasar casi ochenta años, cuando un explorador norteamericano llamado Robert Peary, volvió a divisar la Tierra de Crocker que le cerraba el paso entre los océanos Atlántico y Pacífico.
Perfectamente pertrechado, con trineos tirado por perros, ayudado por varios “inuit”, los habitantes esquimales del norte de Canadá, emprendió una expedición hacia aquellos mares helados.
Tras muchas penalidades, cierto día se presentó ante sus ojos la Tierra de Crocker y, a pesar de que los nativos le decían que aquellas montañas, aquellos verdes valles, de suaves colinas, no existían, Peary se lanzó tras aquella visión, comprobando que conforme se acercaba, aquella tierra se alejaba y que a su alrededor no había más que un inmenso mar helado.
Concluyó que se trataba de un espejismo como muchos otros fenómenos que ya estaban estudiados en diversas partes del mundo y que antes se han referido, pero éste de una magnitud tal y de una claridad que hacía casi impensable no creer en lo que se estaba viendo.
Este mismo aventurero se atribuyó en 1909 el haber llegado hasta el Polo Norte, siendo la primera persona que lo pisaba, aunque posteriormente sus descubrimientos han sido puestos en tela de juicio y en la actualidad se está convencido de que no llegó al Polo, aunque puede que estuviera relativamente cerca.

Robert Peary en una expedición al Ártico

La última manifestación de espejismos, como el de la Tierra de Crocker, tuvo lugar recientemente en China, en donde, por cierto, suelen producirse muchos fenómenos de estas características.
En mayo de 2006, una agencia oficial de prensa china, informó que en la Costa Este, frente a la ciudad de Peng-lai y durante más de cuatro horas, pudo verse, sobre el mar, una ciudad con grandes edificios, calles, plazas, coches circulando e incluso personas.
Que se llegue a tantos detalles es poco creíble, pero investigando en el fenómeno de los espejismos, se puede comprobar que en la zona de esta ciudad china, así como en el Estrecho de Mesina, o en el Ártico, son comunes estas ilusiones ópticas, que incluso pueden llegar a ser fotografiados, como la descrita en último lugar.

Foto publicada en prensa del espejismo de Peng-lai en 2006

domingo, 7 de abril de 2013

EL LAUREL DE LA ZUBIA






Cuenta una preciosa leyenda granadina que el día 25 de agosto del año 1491, sábado, por más señas, con ocasión de encontrarse acampada en el sitio de Granada la reina Isabel la Católica, quiso aproximarse para ver más de cerca la ciudad en cuya conquista estaban empeñados y así, con algunas damas y una escolta de a caballo, se aproximó a una pequeña aldea llamada La Zubia, situada como a una legua al sur de la capital nazarí y desde la que se veía muy bien la Alhambra y otras zonas de la ciudad.
En su afán de ver tan cerca como pudiera la joya que para Castilla suponía la ciudad de Granada, la reina, montada en una yegua, se adelantó a su séquito, adentrándose en una huerta allí existente.
Al divisar los moros el movimiento de soldados tan cerca de sus propias murallas, sintieron miedo de ser atacados y tomaron la delantera, saliendo a galope tras aquellos osados que se habían internado en su territorio.
A la vista del enorme peligro y no queriendo la reina que se entrase en batalla, se escondió tras unos laureles en donde permaneció sin hacer el menor ruido y sin que su cabalgadura relinchase, habiendo pasado los moros muy cerca de donde se encontraba, sin percatarse de su presencia.
Sucedía este milagroso encuentro en el día de San Luís y en memoria de aquel episodio que pudo haber terminado de manera muy desafortunada para la corona de Castilla, la Reina Católica prometió levantar en aquel mismo lugar una capilla y fundar un convento, cosa que se materializó con posterioridad a la toma de Granada.
Costumbre muy extendida en la época de la que estamos hablando, era la de establecer una conexión divina que inclinara siempre la balanza del lado de los que defendían la fe de Cristo frente a los infieles y por esa razón, muchos de los episodios de nuestra historia han sufrido una desvirtuación que a personas o colectivos serios y ocupados en transmitir la realidad histórica en toda su verdadera extensión, preocupa sobremanera.
Por esa razón, la Real Academia de la Historia, en el último tercio del siglo XIX, encargó a uno de sus más brillantes académicos, Antonio Benavides, que viese la posibilidad de rescatar del dominio particular aquella capilla levantada por los Reyes Católicos y en cuya huerta se conservaban aún el legendario laurel que dio cobijo a la soberana.
El académico se dispuso a cumplir con el encargo y escribió a algunos amigos de Granada para que le informasen sobre la leyenda, los vestigios de realidad y la situación actual del monumento, recibiendo, entre otras, una carta del gobernador de Granada en la que le comunica que desde enero de 1862 dicho lugar pertenecía a la Corona de España, pues había sido adquirido en subasta por un tal Pascual de Torres que en nombre de la Reina Isabel II, había pagado la cantidad de ciento ochenta mil reales de vellón, haciendo la salvedad que ni la capilla ni la huerta con el laurel vengan a tener la importancia histórica que la tradición vulgar le concede, pues el hecho no pasa de ser una leyenda, más bien un cuento de los muchos que en aquellos siglos se inventaron.
Como es natural, el académico inició una seria investigación para dejar al descubierto cuanto hubiese de verdad detrás de aquella intervención divina que como un manto protector, oculta a la reina de los peligrosos sarracenos y para eso, no le queda más remedio que bucear en la historia.
Según el tenor con el que cada autor enfoca el tema, éste tiene un significado bien distinto. En el año 1683 se publicó en Madrid una Crónica de la Provincia de Granada, escrita por el franciscano Alonso de Torres en la que refiriéndose a este evento dice: “Dispuso nuestro Señor que sus soldados consiguiesen victoria de los moros granadinos estando la reina haciendo a Dios oración debajo de un laurel… apareciósele su tío, San Luís, rey de Francia, prometiéndole seguridad si le labraba allí un convento…” Refiere el resto de la historia más o menos como ya se ha narrado, con escaso rigor, por tanto.
Como es natural, el historiador siguió profundizando en los textos y en orden a obtener una información más veraz, en cuya búsqueda consultó al notable historiador granadino Francisco Bermúdez Pedraza que vivió a caballo entre los siglos XVI y XVII y que al narrar el acontecimiento le daba un toque mucho más riguroso y menciona que la reina iba acompañada por un fuerte contingente de caballería e infantería, al mando de Rodrigo Ponce de León, Duque de Cádiz, al que la propia reina ordenó que evitase la escaramuza, pero no fue posible pues los moros se acercaron tan peligrosamente que los caballeros del Duque tuvieron que hacerle frente. Pero la batalla se inclinó del lado castellano que contaba con mil doscientas lanzas mas los infantes y con esta fuerza bien dispuesta consiguieron causar graves daños en las filas moras y los obligaron a volver a Granada, dejando más de seiscientos muertos.
La diferencia entre estas dos narraciones es que para la primera, la victoria es obra de divina intervención, mientras que para la segunda, es obra de la estrategia militar y de la mayor potencia bélica del ejército cristiano, que hace innecesario que la reina se oculte tras un laurel para pasar desapercibida ante la peligrosa presencia mora.
Para abundar en datos, el académico encontró en una Historia de los condes de Tendilla, manuscrita de un sacerdote llamado Rodríguez de Ardila, muy pocos años después de la toma de Granada, cuando habla de don Íñigo López de Mendoza, segundo conde de Tendilla, descendiente del famoso poeta y poderoso caballero el Marqués de Santillana, relata que participó en aquella famosa batalla y que atribuir a la divina intervención el éxito militar, es fábula, pues resulta falso decir que la reina venía a La Zubia con poca gente, sino que era un poderoso ejército.

El rey Boabdil entrega las llaves de Granada a los RR.CC.

Viniendo esta desmitificación de un cura, casi contemporáneo con los acontecimientos, tiene mucho más valor y parece dejar el tema lo suficientemente claro, pero no cesa en su empeño el académico de hurgar en cuantas fuentes pueda hallar y así consulta a un historiador casi desapercibido llamado Andrés Bernáldez, conocido como El cura de Los Palacios, el cual reconoce, por primera vez que en agosto no se celebra la festividad de San Luís, sino que ésta es en junio y así sitúa la batalla en dieciocho de dicho mes, pocas fechas antes del veintiuno, día del famoso santo y añade que con la reina iban el rey, su esposo, el príncipe y la infanta, de los cuales no dice nombre, pero el único hijo varón que tuvieron Isabel y Fernando fue el príncipe Juan, muerto pocos años después y la infanta, debía ser Isabel, la primogénita, pues Juana La Loca tenía entonces doce años.
Sigue el Cura de Los Palacios relatando a todos los nobles que los acompañaban, entre los que se encontraban los ya referidos anteriormente más el duque de Escalona, el conde de Ureña, el señor de Aguilar y otros caballeros, todos ellos al frente de sus huestes. Y cuando vieron que los moros salían a defender la ciudad, la reina pidió al Marqués de Cádiz que no hubiese escaramuza, para que no muriese gente por culpa de haber querido ella ver de cerca la ciudad. Pormenoriza este historiador la batalla y concluye diciendo que más de dos mil moros o murieron o cayeron prisioneros de los ejércitos cristianos y que el rey y la reina hubieron de este vencimiento gran placer, sobre todo por haber sido la reina la causa de ello.
Lo cierto es que se dio la batalla de La Zubia, en aquel lugar al que la reina, al frente de un poderoso ejército mandado por Ponce de León, acudió para ver más de cerca la ciudad que tenían cercada, pero nada de cierto hubo en que la reina se escondiese tras un laurel ni tan siquiera que hubiese corrido el más mínimo peligro, pues durante el tiempo que duró la contienda, permaneció a retaguardia, a cubierto en una casa de una huerta en donde ciertamente había un frondoso laurel, el cual, centenario, perduraba cuando la Academia de la Historia se interesó por este hecho.
Es lo único de verdad que hay en tan bonita leyenda que para culminar de desmitificar, Pedro Mártir de Anglería, humanista italiano que acompañaba al conde de Tendilla del que antes hablamos, relata el hecho desde la perspectiva de un testigo presencial y dice que en realidad la reina quiso mostrar al embajador francés lo que sería su próxima conquista y así se acercaron a la ciudad, tomando posiciones los capitanes de tan lucidas huestes en la falda de las cuestas que se encuentran al pie de Sierra Nevada.
No quisieron combatir, porque la estrategia era que a los moros había que rendirlos por hambre y no por la fuerza, pero fue tanto lo que éstos se aproximaron, tantas las amenazas y los insultos, que no se pudo evitar el choque. Luego, carpinteros y leñadores talaron todos los olivos y las vides de aquellas laderas para poder ver bien la ciudad.
Por qué un hecho se transforma de la manera que éste se transformó, obedece quizás al poco placer que se produce al contar la verdad y lo bien que hubiera resultado todo si, para mayor gloria de sus Católicas Majestades, hubiera sido la intervención divina la causante de tan espléndida victoria.

lunes, 1 de abril de 2013

LA TRAGEDIA DEL CAP ARCONA






Se han cumplido cien años del hundimiento del Titánic, cuya historia es sobradamente conocida aunque cada día más sometida a la especulación. Se habla ahora de inmensas fortunas transportadas en sus bodegas para hacer frente al creciente poderío alemán, de submarinos ocultos tras los bloques de hielo, de explosiones internas y de la alineación de la Luna con la Tierra y el Sol, que no se producía desde muchos siglos atrás. Algo se podrá aclarar algún día, pero lo que si nos queda ya sobradamente claro es que cada vez que se produce el naufragio de un buque de pasajeros, las víctimas suelen contarse por centenares y es casi normal que así ocurra, porque en esos momentos de enorme tensión, muchas personas quedan atrapadas, son incapaces de ponerse a salvo y además, los sistemas se salvamento suelen ser insuficientes y normalmente mal gestionados.
Estas tragedias, aunque medie la ineptitud, la inexperiencia o la estupidez humana, suelen ser accidentales y nunca buscadas de propósito, pero ¿qué ocurre cuando se provoca un naufragio con la finalidad de acabar con la vida de miles de personas?
Entonces la tragedia se vuelve atroz y para la mente humana, difícil de creer.
Algo así ocurrió casi terminada la fase europea de la II Guerra Mundial. En la bahía de Lubeck, en el Mar Báltico, se produjo el hundimiento del trasatlántico Cap Arcona y otros tres buques, bajo unas circunstancias que causan pavor a la vez que rubor y que, por mucho que los implicados en esa tragedia hayan querido ocultarla, la realidad ha llegado a saberse.
El Cap Arcona era un trasatlántico lujoso de veintisiete mil toneladas construido en 1927, de líneas esbeltas y muy bueno navegando, era la joya de la compañía Hamburgo-Sudamérica.
Se destinaba al transporte de personas de alto nivel económico, desde Alemania a África y América del Sur y contaba con piscina cubierta, pista de tenis, lujosos camarotes y salones y comedores espléndidos. El barco era de tal envergadura que incluso sirvió de escenario para el rodaje, en 1942, de una película alemana sobre el hundimiento del Titánic.

Fotografía del Cap Arcona cuando era un trasatlántico de lujo

En 1933, el barco era el orgullo del III Reich y navegaba por todo el mundo con la bandera nazi izada en su popa. Durante más de doce años estuvo realizando lujosos cruceros casi ininterrumpidamente, ganándose la reputación de ser un buque excelente.
Cuando estalló la II Guerra Mundial, la marina alemana requisó el barco, junto con otros de características similares que se emplearon a lo largo de toda la contienda en el traslado de tropas y de prisioneros, o como hospitales flotantes.
Ya casi declinaba el conflicto y las tropas soviéticas que avanzaban desde el este, habían penetrado en Polonia, cuando el Cap Arcona recibió la orden de dirigirse a Danzing, con la misión de evacuar soldados y civiles destacados en aquel país y trasladarlos hasta Copenhague. Pero sufrió una avería en las turbinas y tuvo que ser remolcado hasta un astillero noruego donde le practicaron una reparación de urgencia que le permitió regresar a Alemania, consiguiendo fondear en la bahía e Lubeck, pero en un estado en el que no podía seguir navegando.
En vista de la situación, la marina alemana decidió devolvérselo a la compañía marítima a la que lo había requisado. Pero en aquel momento la Hamburgo-Sudamérica no estaba en condiciones de reparar el barco que, además de la avería, había sufrido numerosos desperfectos producto de un uso incontrolado y sin mantenimiento que habían dejado su estado en algo más que lamentable, por lo que el barco permaneció anclado en la bahía con un mínimo retén a bordo.
El mismo día que el Cap Arcona echaba el ancla por última vez, el jefe máximo de las SS, Heinrich Himmler, cursaba una orden atroz: Ningún deportado, ni prisionero, debía caer vivo en manos de los ejércitos aliados al objeto de ocultar las atrocidades que se habían cometido en los campos de concentración y de exterminio.
En su afán por encontrar una fórmula para borrar toda huella del horror que habían producido, alguien propuso la idea de embarcar a los deportados en barcos, encerrarlos allí bajo vigilancia de las SS y posteriormente hundir los barcos con toda su carga humana.
Karl Kaufmann, Jefe de las SS en el distrito de Hamburgo, ordenó llevar a los deportados que había en toda la zona norte, a bordo del Cap Arcona y los otros tres buques fondeados en la bahía: los cargueros Athen, Thielbeck y el trasatlántico Deutschland, acondicionado como buque-hospital.
Menos los deportados políticos, todos los demás fueron embarcados en el Thielbek y desde allí fueron transferidos al Cap Arcona, el más capacitado para albergar un gran número de personas y así, a finales del mes de abril de 1945, a bordo había seis mil quinientos prisioneros y seiscientos soldados de las SS.
En la tarde del treinta de abril, corrió la noticia de que Hitler se había suicidado y que Berlín estaba siendo ocupada por tropas rusas: la guerra estaba prácticamente acabada.
Sin embargo, seguían llegando más prisioneros, ahora incluso niños procedentes del campo de concentración de Stutthof, cercano a Danzing, que eran embarcados en el Cap Arcona.
En toda la costa norte de Alemania existía una tremenda confusión y sus habitantes trataban desesperadamente de huir de las tropas rusas que se estaban aproximando y de las que se tenían noticias de las atrocidades cometidas contra las poblaciones civiles ya ocupadas. El deseo era llegar al lado oeste, donde avanzaban los aliados, de los que no tenían nada que temer. Eso hacía que muchas personas subieran a bordo de cualquier embarcación y tratara de huir, hacia el oeste o hacia Noruega, aún en poder alemán.
La aviación aliada procuraba impedir esos desplazamientos y realizaba continuos vuelos de reconocimiento y así, la mañana del día 3 de mayo un avión de la Royal Air Force británica, realizó un vuelo sobre Lubeck y observó los buques en los que permanecían izadas las banderas del III Reich. En ese momento, dos submarinos alemanes se preparaban para torpedear el Cap Arcona, pero alguien advirtió que los aliados podían hacer aquel trabajo por ellos.
Los prisioneros de los buques, al ver sobrevolar el avión británico, le hicieron toda clase de señales para advertir su presencia, lo que quizás no fuese observado por los pilotos.
Hacia el medio día, dos oficiales británicos se presentaron en las oficinas de Cruz Roja en Lubeck, para recabar información sobre los barcos prisión que hubiera fondeados en aquella costa, pero era demasiado tarde, porque varios aviones caza-bombarderos de la RAF, los famosos y mortíferos Hawker Typhoon, hicieron su aparición en la bahía. Los únicos buque que mostraban la bandera del III Reich eran el Cap Arcona y los tres buques que le acompañaban y contra ellos dirigieron sus ataques.
El primero en recibir el impacto de las bombas fue el Deutschland, que en ese momento solamente tenía a bordo a unos cien hombres, entre tripulación y equipo médico. Cuatro bombas cayeron sobre el buque produciendo graves daños e incendios, pero fueron rápidamente sofocados, mientras, el capitán extendía sábanas blancas en señal de rendición. Nadie murió en ese bombardeo y tuvieron tiempo de evacuar el barco en botes salvavidas.
De inmediato la acción se concentró en el Cap Arcona y el Thielbeck que sufrieron entre treinta y cuarenta impactos de bombas. A bordo del Cap Arcona había miles de prisioneros hacinados en las bodegas, los camarotes, los enormes salones y cualquier lugar en el que los pudieran hacinar como si de animales se tratara. Cuando empezaron a oírse las detonaciones de las bombas, los prisioneros, horrorizados, trataron de escapar de sus lugares de confinamiento, lo que no era difícil para algunos, pues el barco no era una prisión y una vez en cubierta o a través de las escotillas se dispusieron a saltar al agua, pero eran ametrallados por los fanáticos soldados de las SS que, implacables, abatían a quien lo intentara o si ya lo había conseguido, lo acribillaban en el agua.
Pero los prisioneros que estaban en las bodegas tenían prácticamente imposible la huída y allí, debajo de la cubierta, había unos cuatro mil quinientos. Tras las primeras explosiones se desataron varios incendios a bordo y la mayoría de los confinados en aquellas inmensas bodegas, murieron asfixiados.
Luego, el barco empezó a hundirse, escorándose peligrosamente y quedando parcialmente hundido, momento en que unos centenares de prisioneros y algunos tripulantes consiguieron arrojarse al agua y nadar hasta la orilla, no muy lejana, donde fueron recibidos por los de las SS que los acribillaron sin misericordia.
El Thielbeck se hundió en menos de una hora y de los dos mil ochocientos prisioneros, sólo se salvaron cincuenta.
El único que consiguió salvar su carga humana fue el Athens que llevaba unos dos mil prisioneros. Su capitán tuvo tiempo de izar una bandera blanca y luego embarrancó el barco. Sus prisioneros fueron posteriormente liberados por las tropas aliadas.
Más de seis mil personas, hombres, mujeres y niños, soldados aliados, heridos de guerra y civiles deportados, murieron en aquella triste jornada, muchos de cuyos cuerpos aparecían varados en las playas cercanas. Hasta treinta años más tarde aparecieron restos de esqueletos, el último de los cuales fue el cráneo de un niño de unos doce años, aparecido en 1971.
Los pilotos británicos no tuvieron noticias de la atrocidad que involuntariamente habían cometido, pues los gobiernos aliados y alemán ocultaron el hecho que al final se ha conocido.
Un horror más que agregar a la interminable lista de espantos que produjo aquella guerra, lo mismo que todas las que han ocurrido.

PEOR EL REMEDIO QUE LA ENFERMEDAD

Publicado el 23 de marzo de 2012




En el siglo segundo de nuestra Era vivió un sabio conocido como Galeno que revolucionó el concepto clásico de la medicina, consiguiendo que sus postulados permaneciesen inalterables por más de quince siglos.
Afortunadamente para todos, con el progreso que a partir de la Edad Media experimentó la ciencia médica, aquellos conceptos se fueron poco a poco desterrando hasta hacerlos desaparecer por completo, pero el mérito de su longeva vida nadie se lo discute.
Galeno nació en el año 130, en la ciudad de Pérgamo, actualmente situada en la Turquía asiática, pero que entonces pertenecía a Grecia. Hijo de una acaudalado terrateniente y arquitecto, se dedicó al estudio de muchas materias hasta que se centró en la medicina, disciplina que estudió en Esmirna, Corinto y Alejandría.
Acabados los estudios y a la edad de veintisiete años, regresó a Pérgamo para gestionar una fortuna considerable que le había legado su padre. Allí trabajó durante cuatro años, sobre todo atendiendo a los gladiadores que en las peleas circenses no acababan muertos, lo que le proporcionó una gran experiencia en heridas de todo tipo, a las que él llamaba ventanas del cuerpo. Posteriormente se trasladó a Roma en donde llegó a ser médico titular de la corte del emperador Marco Aurelio.
Escribió mucho sobre medicina, usando a varios escribanos a la vez y recogiendo en sus escritos las experiencias que iba adquiriendo. Como no estaba permitido diseccionar cadáveres humanos, utilizó perros, cerdos, e incluso monos, a los practicó vivisecciones, es decir, disecciones en vivo, con el fin de estudiar las funciones del hígado, los riñones, la médula y otros órganos. Muchas de sus obras se perdieron en un incendio ocurrido en 191, sin embargo, la principal de todas, el “Methodo Medendi”, traducida como "Sobre el arte de la curación" que ha estado vigente hasta el siglo XVIII, consiguió salvarse de las llamas.
Pero quizás la contribución más importante de este insigne médico para su época, fue el describir que el cuerpo está formado por humores que eran: sanguíneo, flemático, colérico y melancólico y que las enfermedades eran causadas por un desequilibrio de esos humores que, fundamentalmente, estaban representados por la sangre, la flema, la bilis amarilla y la bilis negra.
Resultado de esta creencia fue la imposición de una serie de prácticas médicas de por si tan aberrantes y agresivas que casi escalofrío da cuando las mencionamos. Sin lugar a dudas de ninguna clase, todos responderíamos que la más monstruosa de todas era la flebotomía, vulgarmente llamada sangría y consistente en abrir una vena con la ayuda de un instrumento puntiagudo y cortante llamado lanceta y desangrar al enfermo. Contra la creencia, esa práctica sólo servía para debilitar más al paciente y acercarlo a la muerte.
Otra forma de practicar la sangría era la de utilizar sanguijuelas, cuyo uso continuó muchos años después de que la sangría fuera proscrita de la praxis médica y fundamentalmente debido a ciertas propiedades terapéuticas de la saliva de tan asquerosos animalejos para tratar algunas afecciones, así como por la posibilidad de drenar lenta y de manera controlada, ciertas acumulaciones de sangre tras algunas intervenciones quirúrgicas.
Pero a pesar del dramatismo que pueda acarrear el desangrar a una persona, para supuestamente compensar el flujo de sus humores, había otra práctica mucho más agresiva que la sangría. Esta era cuando el humor descompensado, según el diagnóstico del médico era la bilis.
La acumulación de bilis era, para el medico, cirujano, sacamuelas, etc., causa inequívoca de estreñimiento, su persistencia era de gravísimas consecuencias y la solución pasaba por recetar al enfermo una purga frenética que le hacía efectos de poderoso laxante y vomitivo, con lo que el equilibrio de la bilis se restablecía.
La práctica de provocar diarreas ha llegado casi hasta nuestros días con productos más o menos agradables de tomar. Quienes lean estas líneas habiendo cumplido los sesenta años, sin lugar a dudas recordaran los purgantes de aceite de ricino, tan desagradables de tomar como efectivos en su cometido y cuya ingesta solía ir acompañada de alguna propina que endulzara la toma; la cara opuesta del ricino era la de un producto con sabor a chocolate que recibía el nombre farmacéutico de Laxen Busto.


Envase del famoso laxante

Más o menos inocuo para la salud general, ambos productos conseguían sobradamente su propósito, pero no siempre fueron así los laxantes porque en otras épocas, las sustancias utilizadas para producir el efecto purgante contenían en su composición un producto tan altamente toxico como es el mercurio.
Durante la Revolución Americana se puso de moda un purgante llamado Calomel, eficacísimo contra el estreñimiento que actuaba causando múltiples sesiones de verdadera agonía, pero que a juicio de su inventor y de los médicos que lo usaron, era muy eficaz restableciendo el equilibrio de la bilis.
Su creador fue un médico, primer profesor de química de los Estados Unidos y uno de los padres de la Patria, llamado Benjamín Rush, el cual había obtenido un gran éxito tratando la epidemia de fiebre amarilla del año 1793. Las llamadas “píldoras biliosas” contenían cloruro de mercurio y las hacía ingerir a sus pacientes hasta que se les caían los dientes y el cabello, para terminar muriendo en terrible agonía.
Pero de forma inexplicable las píldoras tenían una gran aceptación en la comunidad médica y se fabricaban por diversos laboratorios, según la fórmula magistral que figura en la fotografía.
Tal fue la fama de aquellas píldoras que figuraban en el botiquín de supervivencia que los exploradores estadounidenses Lewis y Clark, llevaron en su larguísimo recorrido desde la Costa Este hasta la Oeste y vuelta, en una expedición que duró casi tres años, entre 1804 y 1806. Y tales fueron sus efectos que han permitido a los arqueólogos modernos localizar la mayoría de los campamentos en donde la expedición se detuvo, trazando un mapa de lo más exacto y basado en la presencia del mercurio depositado en las inmediaciones de los mismos, en los lugares utilizados como letrinas.
Afortunadamente hemos pasado de la teoría de los humores, aunque de las malas prácticas médicas no lo vamos a hacer tan rápidamente. Constantemente nos advierten que determinados productos que hasta ese momento se venían usando con total libertad, producen efectos perniciosos para la salud y de la misma manera, otros productos que no habían sido considerados como beneficiosos, resultan tener unas propiedades extraordinarias.

Prospecto de las píldoras mercuriales

Así, de pronto, supimos que el DDT que usábamos en todos los hogares para defendernos de la invasión de moscas y mosquitos que traía el verano, era un producto muy nocivo y se retiró del mercado, lo mismo que conservantes como el ácido bórico, usado en la pesca, o el nitrato de sodio empleado para tratar las carnes. La lista podría ser interminable y su supresión siempre razonable.
Un caso verdaderamente sangrante es el que ocurrió, durante la década de 1910, en la frontera entre Estados Unidos y Méjico. Allí, entre Ciudad Juarez y El Paso, miles de mejicanos, hombres y mujeres, empleadas en el servicio doméstico y en otros trabajos muy poco cualificados que los estadounidenses ya no querían hacer, cruzaban a diario y para prevenir la transmisión del tifus, eran despiojados como si de animales se tratara.
Para realizar esta labor, desnudaban a hombres y mujeres y literalmente los rociaban con gasolina, hasta desprender a los bichitos, pero produciendo unas ulceraciones y lesiones que a veces resultaban extremadamente graves. Un día, una de las asistentas que cruzaba la frontera para servir en casa de los yankees, llamada Carmelita Torres, se amotinó junto con un grupo de unas doscientas mujeres, negándose a ser tratadas de aquella manera. Se fueron agregando más y más mejicanos, hasta que al final fueron tantos que el hecho exigió la intervención del ejército.
Aquellas personas consiguieron que se dejase de utilizar la gasolina, como método desparasitador, aunque no sabemos si la solución no fue peor, porque a partir de entonces y gracias a que las autoridades sanitarias del país se opusieron a la petición del alcalde de la ciudad de El Paso que solicitaba la aplicación de cuarentena a los mejicanos, para comprobar que estaban libre de fiebre tifoidea, empezaron a usar un procedimiento de fumigación que ha durado varias décadas y para lo que se utilizaba un producto en forma de polvo llamado Zyklon B, un compuesto a base de ácido cianhídrico, absolutamente letal y el mismo que en un primer momento, empezaron a usar los nazis para el mismo fin de despiojar en sus fronteras, pero que terminó siendo usado para el exterminio de judíos en las cámaras de gas de los campos de concentración.

CHALECO, LA FRAILA Y LA GALANA


Publicado el 18 de marzo de 2012




Mañana vamos a celebrar el bicentenario de la Constitución de Cádiz que significa un hito histórico, no ya por la Constitución en sí misma, sino por todas las circunstancias concurrentes cuando se gestó.
No es cuestión de hacer un recordatorio histórico, pero lo cierto es que la totalidad del territorio hispano se hallaba bajo el control del ejército francés que mantenía el cerco de San Fernando y Cádiz. Pero para que los ejércitos de Napoleón llegasen hasta aquí, hubieron de cruzar toda la Península, en un viaje que comenzó tras el alzamiento de Madrid, el dos de mayo de 1808.
Después de aquella jornada, gloriosa y sangrienta, muchas ciudades españolas siguieron el ejemplo de la capital y se enfrentaron al poderoso ejército invasor. El resultado final fue la masacre de muchos pueblos, la pérdida de miles de vidas humanas, de cosechas, de ganados, de casas, iglesias y castillos, pero con la enorme ganancia del orgullo de haber doblegado al ejército más poderoso del mundo.
Una cosa así sucedió en un pueblo manchego llamado Valdepeñas en donde el seis de junio de 1808, encendidos por las prédicas de un sacerdote llamado popularmente “El Cura Calao”, los vecinos, constituidos en una especie de junta de defensa, se opusieron a que el ejército francés, al mando del general Ligier-Belair, cruzara por el centro de la ciudad, por donde pasaba el Camino Real de Andalucía.
Ya otras ciudades como Santa Cruz de Mudela se habían enfrentado al ejército invasor en su paso hacia Andalucía, en donde el general Dupont estaba reuniendo un fuerte contingente militar para someter la parte sur de la Península.
El día seis de junio se produce la acción de Valdepeñas en donde pierden la vida centenares de franceses que son obligados una y otra vez a retirarse, sin poder cruzar la ciudad. Tras una jornada de sangrientos enfrentamientos en donde hombres y mujeres tomaron las armas que tenían a mano contra el ejército invasor, el general Ligier-Belair parlamentó con los representantes del pueblo y se suspendieron las hostilidades no sin antes haber incendiado gran parte de la ciudad y fusilado a todo vecino que pretendía salir de Valdepeñas.
Todo el pueblo se comportó heroicamente pero los tres personajes que componen este título lo hicieron de manera especial.
Empezando por una de las damas, una persona desconocida cuya vida fue tan discreta, que a día de hoy se desconocen sus verdaderos datos y solamente como La Fraila, se ha mantenido en el recuerdo y eso gracias a su acción. Era la mujer de un santero que se ocupaba del mantenimiento de la Ermita de Nuestra Señora de Consolación, situada en una pedanía de Valdepeñas. Al enviudar y con un hijo de corta edad llamado Juan Ramón, quedó al cuidado de la ermita. Fue ella quien aquel fatídico seis de junio dio aviso en el pueblo de que las tropas francesas se acercaban, decidiendo el párroco, trasladar la imagen de la Virgen hasta la iglesia parroquial, para estar más protegida. Pero su hazaña, por la que es recordada, ocurrió tres años después, en 1811, cuando su hijo, enrolado en la guerrilla, pereció en un enfrentamiento con los franceses que subían hacia Madrid. Quiso la fortuna que a los pocos días un pelotón de soldados franceses se presentasen en la ermita, en donde decidieron pernoctar. Después de darles de comer y beber cuando pudieron, se echaron a dormir; mientras, la Fraila atrancó puertas y ventanas y usando la pólvora que los soldados transportaban, hizo explotar la iglesia, pereciendo todos e inmolándose ella misma.
La Galana se llamaba Juana María. Era la mayor de siete hermanos y sus padres regentaban una fonda y mesón a la entrada del pueblo, en donde se hospedaban muchos de los viajeros que marchaban de Madrid a Andalucía y al revés. Por esa razón, la familia Galán poseía una información privilegiada que los colocaba en muy buena posición dentro del vecindario de Valdepeñas. Juana había nacido el veinticinco de octubre de 1787. Tenía pues veinte años el día que su pueblo decidió impedir el paso de los franceses. Con una porra, salió a la puerta de su casa, en el Pasaje de San Marcos y se puso a la terrorífica tarea de rematar a todos los soldados franceses heridos en el enfrentamiento. Luego, cuando el ataque francés arreció, junto con otras mujeres se dedicó a preparar calderos de agua y aceite hirviendo que, desde las ventanas de las casas, arrojaban a los soldados del ejército invasor.

Contienda de Valdepeñas

Se tienen noticias, sin comprobar, que aquel episodio la trastocó de tal manera que perdió la cordura, razón por la que pudiera haber sido ignorada en la relación de mujeres condecoradas, o simplemente reconocidas como heroínas nacionales.
Se casó el mismo día que en San Fernando se iniciaba el periodo constituyente, el veinticuatro de septiembre de 1810 y falleció al dar a luz a su segunda hija y a la edad de veinticuatro años.
El tercer personaje es de mucho más calado militar y social, pero no por eso más destacado. Conocido por el sobrenombre de “Chaleco”, Francisco Abad Moreno, nació en Valdepeñas en abril de 1788, en el número 64 de la calle Ancha.
El seis de junio, junto con sus convecinos, se enfrentó a los franceses y en la refriega murieron su madre y un hermano, lo que llenó de ira al joven Francisco. Acabada aquella escaramuza, decidió que su vida, mientras le quedara un poco de fuerza, sería para combatir a los franceses y así se unió a una guerrilla que mandaba José Villalobos.
Dos años después, junto con dos paisanos llamados Juan Vacas y Juan Toledo, formó su propia partida en la que muy pronto hubo hasta cuatrocientos jinetes.
Con aquel pequeño ejército, se dedicó a hostigar a las tropas francesas, atacando sobre todo a los correos y los convoyes de aprovisionamiento.
Tanta fue su actividad y tan vasto el territorio en el que se desenvolvía que las comunicaciones entre Andalucía y el centro de la Península se vieron seriamente afectadas y no había partida de franceses que pudiera pasar por allí libremente.
Adquirió tal popularidad que la Junta de La Mancha le confiere el grado militar de Capitán el día trece de junio de 1810. Un año después, un Real Decreto de la Junta Manchega lo asciende al grado de Teniente Coronel de Caballería y él bautiza su guerrilla como los Húsares Francos de la Mancha.
En agosto de aquel mismo año, unió su tropa a la del coronel José Martínez, Comandante militar de La Mancha que tenía un ejército de unos seiscientos hombres entre caballería e infantería y todos juntos atacaron al regimiento francés del General Von Kruse que se encontraba en Villarrobledo, ya en la provincia de Albacete y al que infligieron una durísima derrota, produciéndole más de doscientos muertos, además de muchos heridos y prisioneros y, sobre todo, muchísimo material de avituallamientos y víveres incautado.

Grabado de Francisco Abad “Chaleco”

En los pocos años que duró la guerra contra los franceses, la partida de “Chaleco”, convertida ya en casi un cuerpo regular de ejército, había participado en más de ochenta acciones de guerra, producido mil trescientas cincuenta bajas, infinidad de heridos y prisioneros, muchos correos con informaciones importantes interceptados y gran cantidad de armamento, caballería y suministros arrebatados al enemigo. Ante semejante currículo, el general Castaños, héroe de la batalla de Bailén, por medio de real despacho, lo promovió al grado de Coronel de Caballería en veintisiete de septiembre de 1812.
Pero lo más singular de este aguerrido personaje es que tras el regreso de Fernando VII, primero llamado El Deseado y luego el Rey Felón, se ordenó que todas las partidas guerrilleras fueran disueltas y que las zonas fuesen recuperando su vida normal. El coronel Abad solicitó que el reconocido como Cuerpo de Húsares Francos, pudiese continuar en el servicio de armas y tras un laborioso trámite, le fue concedido.
Se encuentra en Madrid en 1820, cuando se inicia el Trienio Liberal, a cuyo movimiento se adhiere y tras algunas vicisitudes, en las que estuvo a punto de ser ajusticiado, le nombran Comandante General de La Mancha.
Al caer el Gobierno Constitucional, fue uno de los últimos jefes militares en capitular y a continuación fue detenido y conducido a la cárcel de Valdepeñas, donde permaneció casi un año durante el cual le fue ofrecida la fuga en varias ocasiones, negándose en rotundo a hacer semejante acto de cobardía. Fue luego conducido a la cárcel de Granada donde un tribunal lo juzgó y condenó a muerte por ahorcamiento. Para evitarle sufrimientos le ofrecieron un veneno que no quiso tomar y se enfrentó a la horca el veintiuno de septiembre de 1827, finalizando sus días a la edad de treinta y nueve años.
Se había casado dos veces y dejó cinco hijas. Nunca perdonó al rey la traición al pueblo español que había dado su sangre para que volviera a España.
Como muchos otros héroes anónimos, “Chaleco” es un personaje que merece la luz.