sábado, 31 de agosto de 2013

LOS NÁUFRAGOS DE LA INVENCIBLE



Estos días he estado ojeando el libro de texto de Historia de España Moderna y Contemporánea que estudié en preuniversitario y leyendo el reinado de Felipe II, observé, no sin cierta sorpresa que pasa casi de puntillas por un acontecimiento tan importante como fue el desastre de la Armada Invencible.
Que en un libro de texto no se mencione nada más que de pasada un desastre naval de esas características me produjo extrañeza y me impulsó a profundizar un poco en el tema, no con ánimo de averiguar las causas de semejante olvido, sino de adquirir algunos conocimientos sobre este importante acontecimiento que allí no encontraba.
Para eso me fui a la página de la Academia de la Historia, donde hay colgados miles de artículos, documentos, estudios y demás publicaciones sobre cualquier acontecimiento histórico y después de mucho mirar, consultar y repasar, he podido sacar en claro algunas cosas que considero de interés.
Para muchos estudiosos de la historia, el desastroso final de la mal llamada Armada Invencible tuvo unas consecuencias que a día de hoy aún no están debidamente sopesadas, si bien, algunas de ellas sí que han sido estudiadas en profundidad. Quizás entre todas esas consecuencias quepa señalar que ese fue el punto de partida para romper la unidad de la Península Ibérica, que durante el reinado de Felipe II había conseguido unificarse en un solo reino, pero no menos desdeñable fue el hecho de perder España la hegemonía del mar y, sobre todo, permitir que pequeños países como Holanda y Dinamarca y no hablemos de Inglaterra o Francia, comenzaran a formarse como las potencias navales del futuro.
Pero veamos un poco cómo se desarrolló la empresa.
El primero que deslizó al oído del rey Felipe la posibilidad de invadir y conquistar Inglaterra fue don Álvaro de Bazán, Marqués de Santa Cruz y magnífico militar y marino.
Felipe, que se había casado en segundas nupcias con María Tudor, hija de Enrique VIII, rey de Inglaterra y Catalina de Aragón, tenía a los ingleses bastante aversión, no en vano dos cuestiones importantísimas hurgaban en la herida de nuestro rey: una era la piratería inglesa y la otra el protestantismo.
Felipe era el rey más católico de Europa, tanto que se le ha tachado de fanático y odiaba profundamente a los protestantes, por eso, cuando vio la posibilidad de invadir Inglaterra, derrocar a la reina Isabel I, hermanastra de su mujer y última reina de la dinastía Tudor y sentarse en el trono inglés, del que se consideraba legítimo heredero, no se lo pensó.
Bueno, sí se lo pensó, pues estuvo varios años devanándose los sesos sobre la forma de llevar a cabo la invasión.
Para mayor infortunio, el Marqués de Santa Cruz murió en Lisboa cuando hacía los preparativos de la escuadra y el rey se quedó de pronto sin sustituto para la empresa, pues a los magníficos marinos que entonces podrían haber dirigido la Armada, entre ellos su hermanastro Juan de Austria, héroe de Lepanto, o el almirante Andrea Doria, no quería darles el mando por temor a un excesivo encumbramiento. Por eso optó por un hombre fiel pero de escasos recursos, el Duque de Medina Sidonia, don Alonso Pérez de Guzmán, al que nombró Capitán General de la Mar Océana, a pesar de que el duque se mareaba nada más subir a un barco.
El duque debía combinar la fuerza naval con la fuerza de tierra que mandaría Alejandro Farnesio, el cual, con veintisiete mil soldados pertenecientes a los famosos Tercios de Flandes, embarcaría más allá del estrecho de Dover, también conocido como Paso de Calais, la parte más estrecha del Canal de la Mancha y ya en territorio de Flandes.
La Armada zarpó de Lisboa el 20 de mayo de 1588 con 130 buques, todos ellos de los que solían emplearse para las comunicaciones y abastecimientos con el Nuevo Mundo, muy aptos para largos viajes, pero poco hábiles en las maniobras y en los aprovechamientos de viento, además de muy malos para enfrentarse a los temporales de los mares del norte de Europa. Por el contrario los buques ingleses eran más maniobreros y mucho más ágiles y veloces.
El plan contemplaba que esta fuerza de invasión desembarcaría en Margate, cerca de la desembocadura del Támesis y después de crear una cabeza de playa debidamente asegurada, se desembarcarían la artillería pesada, municiones, abastecimientos y tropas de reserva, con lo que se lanzaría un ataque contra Londres, mientras la flota controlaba el estuario del Támesis.
Cuando a su alteza imperial se le comentaban las dificultades de semejante operación, su católica majestad repetía como si de una jaculatoria se tratara: “Dios está con nosotros” y con esa invocación daba por zanjado el tema, no dejando lugar a ninguna duda sobre el resultado final, pues la divina intervención habría de inclinar la balanza del lado de los que defendían su fe.
Se comprende la complejidad de la operación en la que había que coordinar la actuación de dos ejércitos sin que hubiese posibilidad alguna de comunicación entre ellos y si a eso se le une la incertidumbre que el duque de Medina Sidonia transmitía a todos sus oficiales e incluso al propio rey en las cartas que le escribía, se comprende que la empresa estaba destinada al fracaso.
Pero no se trata aquí de describir los acontecimientos bélicos más allá de una somera explicación de cuáles eran las circunstancias que lo rodearon y la cuestión es que por falta de decisión estratégica, no se atacó a la flota inglesa, sino que éstos hostigaron a los navíos españoles y los dispersaron, haciendo imposible el desembarco previsto, además de que Farnesio no quiso unirse a la Armada hasta que el mar no estuviese despejado de enemigos.
En realidad las dos escuadras no llegaron a enfrentarse directamente pero los ingleses emplearon un sistema de desgaste que mermó la flota española a la que las tormentas que se desataron, hizo aún más vulnerable.
Así las cosas, los barcos españoles se plantearon regresar, pero el Estrecho de Dover estaba tomado, por lo que decidieron rodear la costa norte de las Islas Británicas en una arriesgada operación en la que los temporales continuaron batiendo a las naves españolas que fueron dejando, a lo largo de toda la costa, un sin fin de barcos naufragados y estrellados contra los arrecifes.
Ni Inglaterra ni España fueron conscientes de la realidad de lo sucedido sino hasta mucho tiempo después cuando empezaron a percatarse los primeros de que en Irlanda o en Escocia, numerosos náufragos habían llegado hasta las costas y eran perseguidos por los soldados y demás autoridades locales y en nuestro país, cuando empezaron a llegar algunos barcos maltrechos, pero aún flotando y en el recuento se supo que se habían perdido un centenar de ellos.
La costa de Irlanda se sembró de esqueletos de buques y de náufragos perdidos entre las breñas y gracias a uno de ellos, se tuvo noticias en España de lo que realmente había ocurrido.

Mapa del recorrido



Este náufrago singular se llamaba Juan de Cuéllar y era el capitán del galeón por nombre San Pedro que el cuatro de octubre del año siguiente, escribió desde Amberes una carta al rey Felipe II que se conserva en la Academia de la Historia.
En dicha carta cuenta que su galeón, maltrecho por los fuertes temporales, era inhábil para la navegación, por lo que decidió fondearlo a poca distancia de la costa, pero el fuerte temporal rompió las anclas y lo lanzó contra los arrecifes, destrozándolo por completo.
Fue Cuéllar uno de los pocos que se salvó del naufragio, consiguiendo ganar la playa y ocultarse entre las breñas y en los bosques cercanos, pasando frío, hambre y penalidades de todo tipo, si bien consiguió esconderse de los soldados que masacraban a cuantos náufragos llegaban a las playas.
Al contrario de lo que pudiera parecer, encontró apoyo en el pueblo irlandés, enemigo tradicional de los ingleses, y con otros ocho españoles llegaron a combatir, junto a los irlandeses, contra los invasores ingleses.
La carta de Cuéllar es muy interesante porque relata con detalle todas las vicisitudes de la escuadra española que no se conocieron hasta que este documento  se hizo público y asimismo detalla las peripecias de los náufragos hasta que por mediación de un obispo irlandés, consiguieron embarcar rumbo a Escocia y posteriormente a Flandes, donde fueron rescatados por las tropas de Alejandro Farnesio.
Los detalles que Cuéllar describe en su carta han sido estudiado por historiadores españoles e ingleses, habiéndose podido determinar con toda precisión el lugar exacto en que su galeón naufragó, así como se han identificado a todas las personas que participaron activamente en proteger a los desvalidos náufragos.

La misma historia de Cuéllar se repitió, con más o menos fortuna en otros cien naufragios, donde los temporales y el desconocimiento de las costas, amparados por la prepotencia del rey, su carácter mezquino y su fanatismo religioso, consiguieron lo que la flota inglesa no logró.

sábado, 24 de agosto de 2013

COLÓCATE O NO SALES EN LA FOTO



En 1814 Napoleón abdicó forzado por las circunstancias y después de que el Senado francés lo hubiese depuesto. A pesar de la tiranía con la que había gobernado en los últimos tiempos, se le perdonó la vida y no pasó por la guillotina, como sus anteriores en el trono de Francia. Posiblemente por influencia solapada de algunos de sus admiradores, con los que indudablemente contaba en el Senado, fue condenado al exilio y trasladado a la isla de Elba, donde fue confinado.
Así lo estudiamos en el bachillerato y así ocurrió en realidad, lo que en mi caso pasó es que nadie me explicó qué era la isla de Elba, ni dónde estaba. Ahora que lo sé, me parece el lugar menos apropiado para retirar de la circulación a un personaje de la categoría de Napoleón, el gobernante mundial más perpetuado en pinturas y, es más que posible que, quienes tomaron aquella decisión, supieran que desde aquel lugar, el depuesto emperador podría volver cuando le viniese en ganas.
La isla de Elba está a unos veinte kilómetros de la costa italiana de La Toscana y entre la isla de Córcega y la península. Precisamente en Córcega había nacido el emperador, por lo que contaba allí con muchos adeptos.
El lugar era tan poco apropiado que se pensó en trasladarlo a las Azores, o mejor aún, asesinarlo, pero en esta ocasión no se atrevieron a hacerlo y así, tal como estaba casi cantado, el veintiséis de febrero de 1815, aprovechando un descuido y con un plan muy bien trazado, Napoleón embarcó en Portoferraio con un pequeño grupo de 600 soldados que se le habían adherido. Tres días después desembarco en Antibes, en la Costa Azul francesa.


Vista aérea de Elba obtenida de Google

Repuesta en el trono la dinastía de los Borbones, con Luís XVIII, Francia afrontaba un nuevo período tras los agitados acontecimientos en los que había vivido los últimos veinte años y al conocerse la noticia, cundió la alarma. El rey envió inmediatamente a sus tropas para frenar el avance del corso, pero las cosas no estaban muy bien en Francia y los militares y soldados se acordaban con nostalgia de los años de gloria vividos al lado de su emperador y conforme se enfrentaban a las escasas fuerzas que avanzaban sobre París, se le iban adhiriendo, desertando del bando real para pasarse al del depuesto emperador.
Así ocurrió en varias ocasiones y dicen que en París aparecieron unas pintadas, preludio de los actuales grafitis que llenan todos los muros de nuestras ciudades que decían: “Ya tengo suficientes hombres, Luís, no me mandes más. Firmado: Napoleón.”
La prensa seguía el avance de las tropas insurrectas con diarias noticias y el pueblo de París se dividía en opiniones y deseos al respecto. El rey no era una figura popular ni querida y Napoleón evocaba épocas de gloria.
Después de años de revolución y república, los logros ciudadanos formaban ya parte del acervo del pueblo francés y el Borbón, nada más hacerse con el trono, luchó lo indecible por recortar todos los derechos que a costa de sangre habían conseguido los franceses.
Por eso cuando se supo que el emperador había escapado de su exilio forzado, la voluntad de los franceses se dividió y muchos pensaron que era tiempo de despejar del trono a un monarca que iba en contra de las libertades de su pueblo.
Sabiendo el rey que no era querido y cuando comprendió que el avance de Napoleón era imparable, porque una gran parte del pueblo y del ejército lo amparaba, optó por huir de París y refugiarse en Gante, Bélgica, donde sus partidarios y las potencias aliadas contra Francia le prometieron protección.
Con este episodio se inició un período que se conoce como Imperio de los Cien Días, o simplemente los Cien Días, hasta que el repuesto emperador fue derrotado definitivamente en la batalla de Waterloo y cuyas circunstancias han sido analizadas hasta la saciedad por los estudiosos de las artes bélicas.
Las interpretaciones de las causas por las que Napoleón, el mejor estratega de todos los tiempos fue estrepitosamente derrotado en aquella famosa batalla, son para todos los gustos, desde la falta de preparación de su ejército, la climatología adversa, la incompetencia de su lugarteniente o el repentino ataque de almorranas que el emperador sufrió la mañana del 18 de junio de 1815, día decisivo y que le obligó a tomar baños de asiento que le calmaran, mientras los soldados estaban combatiendo. Eso es al menos lo que dicen algunos, como el mismo Víctor Hugo.
Tras la derrota, Napoleón fue derrocado y por segunda vez se reinstauró la monarquía que ya había aprendido algo, pero no demasiado ya que quince años más tarde fue definitivamente derrocada y sustituida por la República que dura hasta el día de hoy.
Napoleón fue preso y con una abundante corte destinada a su servicio, fue trasladado a la isla de Santa Elena, en mitad del Océano Atlántico, de donde ya no saldría y en seis años moriría.
Su muerte también acarreó numerosas controversias, pues desde una hemorragia, producto de un cáncer de estómago que padecía, hasta un progresivo y lento envenenamiento con arsénico, se han barajado como causas de su muerte.
Con él se acabó un mito que produjo grandes adhesiones, tremendas repulsas y miedo, mucho miedo en algunos que no tenían muy claro de qué lado estaban.
Pero su personalidad era tan carismática que a nadie dejaba indiferente y cuando fue recluido en Elba, algunos respiraron tranquilos y otros lo sintieron profundamente. Buena prueba del respeto y el miedo que se tenía al emperador es la anécdota que voy a narrar y es la que da pie al título de este artículo.
La Gazette Nationale, ou Le Moniteur Universel, era en 1815 lo que en España era la Gaceta de Madrid, precursora del Boletín Oficial del Estado. Nació como un periódico en 1789, con la Revolución y durante muchos años fue el diario oficial del gobierno francés, su órgano de expresión, como se diría en la actualidad. Durante el imperio de Napoleón fue, además, su órgano de propaganda y tenía una amplísima difusión tanto en Francia, como en Europa e incluso en los Estados Unidos.
En los primeros años de la Revolución era el Boletín de la Asamblea y desde principios del siglo XIX fue declarado periódico oficial.
Digo todo esto para que no se piense que se trataba de una hoja parroquial o un libelo sin pie de imprenta. Con la trayectoria descrita queda bien claro de qué clase de medio estamos hablando.
Pues bien, en una publicación tan seria como Le Moniteur, nombre con el que era popularmente conocido, la fuga de Napoleón de la isla de Elba no podía pasar desapercibida y así, cuando se tuvieron noticias en París de lo que había acontecido, Le Moniteur se hizo eco  y publicó el siguiente titular:
9 de marzo de 1815: El monstruo escapó de su destierro.
Luego fue siguiendo el avance, imprevisible al principio y más claro después, por lo que cambiando oportunamente de dirección editorial en los días siguientes publicó:
10 de marzo: El ogro ha desembarcado en Antibes (Cabo Jean).
11 de marzo: El tigre ha llegado a Gab.
12 de marzo: El tirano está en Lyon. Cunde el pánico en las calles.
18 de marzo: El usurpador a seis jornadas de París.
19 de marzo: Bonaparte avanza a gran velocidad, pero nunca entrará en París.
20 de marzo: Napoleón llegará a las murallas de París mañana.
21 de marzo: El Emperador está en Fontainebleau.
22 de marzo: En la tarde de ayer su majestad, el Emperador, hizo su entrada pública en París y llegó a las Tullerías. ¡Viva el Imperio!
Hoy diríamos que es periodismo amarillo, pero yo creo que era mucho más respeto o miedo a la situación que se venía encima y como un solo hombre, a la consigna de quietos todos, que el que se mueva no sale en la foto, que es como se dice hoy, respondieron dulcificando la información, conforme veían más seguro que el emperador volvería a sentarse en el trono de Francia.

Así ha sido la prensa desde siempre, acomodaticia y cobarde, pero capaz de forjar conciencias populares. ¡Una verdadera pena!

domingo, 18 de agosto de 2013

LAS VACACIONES DEL ESPÍRITU SANTO, Y III





Nos habíamos quedado en algunos de los papas más detestables y más increíbles de toda la historia de la Iglesia. Sus “hazañas” fueron narradas por los propios cronistas eclesiásticos, algunos de ellos obispos y cardenales, por lo que, dejando aparte que pudieran haberse dejado llevar por el odio hacia estos personajes, es difícil creer que el trasfondo de esos pontífices fuese falso. La Iglesia es muy hábil en estas materias y no se haría un daño innecesario inventando historias como las narradas, pero sigamos con la relación.
A la hora de obtener beneficios económicos (estos son mejor vistos en la Iglesia que los sexuales), la inventiva de los pontífices no tuvo barreras; el papa Sixto IV legalizó un impuesto a las prostitutas, que debían abonarlo si querían ejercer su oficio. Y como el negocio resultó, lo amplió a todos los miembros del clero que mantuvieran barraganas, especie de criada para todo con la que solían tener descendencia y que al parecer, era costumbre que en el clero estaba muy extendida. Claro que si lees su biografía en la Biblioteca Cristiana, el sentido que se le da a esta tasa era otro muy distinto.
A León X se le atribuye, sin que esté totalmente constatado, la redacción de Taxa Camarae, una especie de baremo o tarifa siniestra para perdonar toda clase de pecados, mediante el pago de distintas cantidades, en función de la gravedad del delito y de la conducta del delincuente.
A éste le sucedió su sobrino, que él había colocado en aventajada posición y que tomó el nombre de Julio II, conocido como el papa Guerrero que murió de sífilis.
La verdad es que todos estos papas veían el pontificado más como un reinado terrenal que como la dirección espiritual de la cristiandad y así cayeron en las mayores aberraciones en las que los reyes temporales habían caído y seguirían cayendo.


Grabado de Mastro Titta tras una ejecución

Como, por ejemplo, tener un verdugo en la nómina de los sirvientes de los Estados Pontificios, que es como se llamaba entonces a lo que ahora conocemos simplemente como Vaticano. Es casi seguro que este puesto estuvo ocupado por muchos “funcionarios” a lo largo de la historia, pero de uno de ellos se guarda especial mención y no solamente porque lo relate Dickens en el libro Estampas de Italia. Se trata de un tal Giovanni Battista Bugatti, alias Mastro Titta, que en sesenta y ocho años de profesión, ejecutó a 516 personas de distinto sexo, edad y condición, a todas las cuales anotó en una libreta con sus señas personales, el delito cometido y el tipo de ejecución que le practicaba, porque hasta que la Revolución Francesa puso de moda la guillotina y Mastro Titta ya no utilizó otro procedimiento, antes usó el hacha, la soga, el mazo, etc. Su primer “trabajo” fue el 22 de marzo de 1796, en el que se liquidó a un tal Nicola Gentilucci en Foligno, por homicidio de un sacerdote y de dos hermanos legos.
 A los 85 años se jubiló, pero su nombre no cayó en el olvido porque en Italia existen bares, pubs, pizzerías y otros comercios que llevan por nombre Mastro Titta, en recuerdo de tan singular e insigne personaje.
Parece inexplicable que sus “santidades” hayan mantenido por tantos años una actuación como esa, porque aunque es bien cierto que desde el desmoronamiento del imperio romano, Italia no levanta cabeza hasta su unificación con Víctor Manuel, en ningún caso era competencia de la Iglesia el juzgar, condenar y ejecutar a criminales “civiles” (llamémosle así para diferenciarlos de otros “crímenes espirituales”).
La mayor parte de estas ejecuciones fueron en Roma, pero otras fueron en ciudades distantes más de doscientos kilómetros, como la mencionada más arriba o la de Marco Rossi que tuvo lugar en Valentano, casi a la misma distancia, por lo que queda claro hasta dónde se extendían los brazos justicieros de la Santa Iglesia.
En fin, la historia de las atrocidades cometidas por los diversos papas que hemos ido viendo, parece no acabar, pues a las anécdotas relatadas cabría agregar muchas otras como la de aquel que no permitió que el ferrocarril circulase por los Estados Pontificios porque eso supondría progreso y poder de las clases medias, lo que traería consigo protestas en demandas de mayores derechos, o cuando en pleno siglo XIX y en proceso de unificación, el papa Pío IX (el que visitó España y puso de moda los “piononos”) envió a la guardia suiza a la ciudad de Perugia que se había separado unilateralmente de los Estados Pontificios, masacrando al pueblo que se oponía a la entrada de los dos mil soldados que el papa envió.
Por cierto, que cuando murió este papa en 1878 se practicó por última vez el rito de comprobar que estaba muerto golpeando su frente con un martillo de plata, ceremonia que desde tiempo inmemorial practicaban los camarlengos.
Y para terminar, dos casos mucho más cercanos. El primero fue el del papa Pablo VI al que el historiador francés Roger Peyrefitte acusó públicamente de homosexualidad y de que siendo arzobispo de Milán había frecuentado prostíbulos homosexuales, en donde tenía varios amantes, sobre todo uno de ellos, actor por otra profesión que se convirtió en su preferido.
Peyrefitte era muy conocido por la defensa que hacía de la homosexualidad, tendencia que le obligó a abandonar la carrera diplomática y por lo que se le suponía bien enterado del asunto y por eso se provocó un revuelo en el seno del Vaticano que la Iglesia, poco amante de dar explicaciones, se vio obligada a negar con tanto ardor y tantas veces los hechos denunciados que la sospecha caló profundamente en los círculos de opinión. Hasta el propio papa tuvo que negar su homosexualidad desde el balcón de la Plaza de San Pedro el Domingo de Ramos de 1976.
Aunque su discurso de aquel día ha desaparecido de los documentos de su pontificado, se han conservado alguna grabación del discurso que comienza: “La cose calunniose e orribili che sono state dette sulla mia santa persona…”
Por cierto, este papa que fue el primer papa viajero, no visitó nunca España a pesar del peso que tenía nuestro país en materia de catolicidad, por diferencias con el régimen entonces en el poder.


Roger Peyrefitte

El otro caso sobrecogedor es la repentina muerte de Juan Pablo I y la negativa de la curia a dar explicaciones o a permitir que se investiguen las causas de tan repentina e inesperada muerte.
Pero como decía, parece increíble que en nombre de Dios, con la fe como coraza y con la invocación de tantísima santidad, haya habido al frente de la Iglesia personas como las que se han ido repasando en estos tres artículos.
Cada cual puede llegar a sus propias conclusiones; habrá quien diga que eso fue hace mucho tiempo, que también ha habido gente muy santa… En fin que quien no se consuela es porque no lo desea, porque ni siquiera el hecho de lo vetustas que sean algunas de las historias contadas, puede justificar el fin, ya que, precisamente, estando más reciente la muerte y resurrección de El Salvador, más frescas debieran tener sus enseñanzas. Por otro lado hemos visto que las atrocidades han llegado hasta casi inicios de pasado siglo XX, por lo que no todas eran tan antiguas.
Yo no le encuentro ninguna explicación a las conductas descritas en personas elegidas por los más cualificados “príncipes” de la Iglesia e inspirados por el Espíritu Santo, si no es que la Tercera Persona, el Paráclito, como dijo Jesús que se llamaría y como la Iglesia lo ha denominado, se encontraba de vacaciones en esos momentos, o estaba en otros menesteres, como mudando las plumas, por ejemplo.
Y esto lo digo sin ánimo de injuriar porque hay iglesias en las que se veneran plumas pertenecientes al Espíritu Santa e incluso un huevo de paloma, de una de sus puesta.
No me acierto a explicar cómo es posible que se predicara una doctrina y se adoptaran conductas como las descritas, tan distantes del mensaje que se quería transmitir. Alguno dirá que lo importante es lo primero, la doctrina y que esta es tan poderosa que ha sobrevivido a los desgraciados momentos a los que los dirigentes la han llevado. Si lo creen así, tanto mejor para ellos, pero no olvidemos nunca que a los papas los inspira el Espíritu Santo y que son el Vicario de Cristo en la Tierra, además de infalibles en materia de fe y costumbres. ¿Era voluntad de Cristo tener por representante a un asesino, fornicador, licencioso o corrupto, como los que hemos visto?, o es que lo hacía a mala leche para tener fastidiados a sus seguidores.
Yo creo que todo esto es para pensárselo y dejar a un lado las imposiciones y ponernos a razonar, pero claro, como dijo aquel: ¡cómo te voy a convencer razonando si tu no has razonado nada para creer!
Algunas de las historias narradas en estos tres artículos han sido sacadas del libro en cuestión, otras son de mi cosecha, pero todas son terribles y están perfectamente contrastadas.

LAS VACACIONES DEL ESPÍRITU SANTO, II



Nos habíamos quedado la pasada semana en los comienzos del segundo milenio  y aún quedan muchas historias curiosas y algunas atrocidades que seguir contando sobre el papado.
Con el nombramiento de Juan XII se culmina la etapa conocida como “Edad Oscura”. Este papa era hijo de Marozia, de la que hablamos en el artículo anterior y fue elegido el seis de diciembre de 955, a la edad de dieciocho años.
Se le conoce en la Iglesia por el sobrenombre de “Fornicario” y su pontificado se tiene por el más nefasto de toda la historia de la Iglesia. Su vida fue licenciosa a no pedir más, hasta el punto que el emperador Otón I marchó sobre Roma, lo que obligó al papa a huir, llevándose un gran tesoro perteneciente a la Iglesia. Se celebró entonces un concilio en el que se acusó al huido de incesto, perjurio, sacrilegio, robo y homicidio, por lo que fue depuesto y en su lugar se nombró a León VIII.
Desgraciadamente a los enemigos no se les puede dejar heridos, porque a lo peor se recuperan y éste lo hizo. Buscó apoyos y con el tesoro sustraído formó un poderoso ejército con el que volvió a Roma. Depuso a León VIII y lo excomulgó, junto con todos los que habían participado en su deposición, a muchos de los cuales les cortó las manos, las orejas o la nariz.
Rodeado de un lujo intolerable, llegó a tener dos mil caballos, a los que alimentaba con exquisiteces, mientras el pueblo pasaba calamidades. Era aficionado al juego y no dudaba en invocar al demonio en demanda de fortuna.
Pero un día cometió un deplorable error que fue ir a acostarse con una mujer casada cuyo marido los sorprendió en pleno acto y sin tener consideración de quién era, le dio una paliza de la que falleció a los tres días. No obstante estar contrastada la forma de su muerte, la Iglesia registró su fallecimiento como “una muerte misteriosa”.
Afortunadamente para todos su vida fue corta, pues falleció a la edad de veintiséis años.

Otón I y el Papa Juan XII, en grabado de la época

Pero aún hay quien gane y este campeón de la infamia fue Benedicto IX. Nombrado papa a los catorce años, era sobrino de los dos papas anteriores y su padre Alberico III, verdadero dueño de Italia, quiso comprar un juguete para su hijo y le regaló la tiara papal.
Benedicto era experto en excomuniones y fue creándose un verdadero ejército de enemigos que, por fin, consiguieron echarlo de Roma, nombrando papa a Silvestre III. Pero un año después Benedicto consiguió deponer a Silvestre y volver a sentarse en el solio, aunque por poco tiempo. Enamorado de una bella cortesana, vendió las vestiduras papales a  Giovanni Graciano Pierleoni, el cual era arcipreste de Letrán, que fue proclamado papa como Gregorio VI.
Se conoce que Graciano no le pagó el total de lo acordado, que era la no despreciable cantidad de mil quinientas libras de oro y Benedicto trató de hacerse nuevamente con el poder, pero esta situación encabritó al Emperador Enrique III de Alemania, que marchó sobre Roma y depuso a los tres papas, Benedicto, Gregorio y Silvestre, nombrando a uno nuevo: Clemente II.
El emperador se retiró y Clemente empezó a gobernar, pero murió al poco tiempo, circunstancia que aprovechó Benedicto para ser nombrado papa nuevamente.
Lucio II murió de una pedrada cuando el 15 de febrero de 1145, al frente de un pequeño ejército se dirigió a tomar el Capitolio, donde se habían refugiado artesanos, obreros, comerciantes, funcionarios y demás clase media que solamente pedía al papado que se ocupase de las cosas de la espiritualidad y que dejase lo material para los otros poderes, cosa que, como es natural, al papa no le gustó ni un pelo.
La turba, enfebrecida, recibió al ejército papal a pedradas, con tal fortuna de que una de las primeras piedras que se lanzaron impactó de lleno en la cabeza del papa, causándole la muerte instantánea.
En el año 1208, Inocencio III lanza la cruzada contra los Albigenses, también llamados cátaros, nombrando a un tal Arnau Amalric como su legado. Cuando el poderoso ejército cercó a los herejes en la ciudad de Beziers, los capitanes preguntaban al legado de su Santidad qué hacían con todos los habitantes de la ciudad, pues, obviamente, todos no eran herejes y éste les respondió: Matadlos a todos, el Señor sabrá reconocer a los suyos. ¿Era la consigna recibida del Pontífice?
Teobaldo Visconti se encontraba en San Juan de Acre, Palestina, participando en una cruzada cuando se enteró que lo habían nombrado papa. Hizo la maleta y se encajó en Roma, donde adoptó el nombre de Gregorio X.
Su nombramiento fue espectacular, pues era la primera vez que se elegía en cónclave, que quiere decir bajo llave y es que los cardenales llevaban tres años reunidos en Viterbo, una pequeña ciudad al norte de Roma y divididos en dos facciones irreconciliables: franceses e italianos, incapaces de ponerse de acuerdo.
Por eso, los vecinos del lugar, hartos de soportar tanta estupidez cardenalicia y tanto gasto, los encerraron en una iglesia, los sometieron a dieta de pan y agua y desmontaron la techumbre para que tuvieran que soportar las inclemencias del tiempo. En seguida se pusieron de acuerdo y nombraron a uno que ni siquiera estaba presente ni interesado en el tema.
El primer antipapa, en el Cisma de Occidente, fue Roberto de Ginebra, que adoptó el nombre de Clemente VII, conocido como “El Carnicero de Cesena”. Roberto fue elegido por los cardenales franceses que se oponían a la designación de Urbano VI, al que el Espíritu Santo había elegido.
Siendo Clemente VII legado papal, dirigió un ejército prestado por un poderoso condotiero, Giovanni Acuto, para reducir a la pequeña ciudad de Cesena, recientemente independizada de los territorios pontificios. Allí supervisó la masacre de cuatro mil ciudadanos sin distinción de sexo ni edad, lo que le valió el bien ganado título, claro que al ser luego elegido papa, su nombre quedaría purificado.
Otro antipapa fue Bonifacio VII que lo fue por dos veces. La primera vez fue cuando estando el papa Benedicto VI vivo, un poderoso patricio romano nombró papa, imagino que con el consentimiento de un buen número de cardenales, al diácono que es un orden menor, Francone Ferruchi, que adopta el nombre de Bonifacio VII. Al enterarse Otón II, emperador del Sacro Imperio, envió a un embajador que obligó a huir a Bonifacio, no sin que éste matara al verdadero papa y huyera con un enorme tesoro. El nuevo pontífice, Benedicto VII, excomulga a Bonifacio que se refugia en Constantinopla y al enterarse que el emperador Otón II ha fallecido, regresa a Roma y con los apoyos que le llevaron al pontificado, encarcela al actual papa Juan XIV y vuelve a ocupar el trono de la iglesia. El papa encarcelado muere de inanición, por lo que el bueno de Bonifacio es el asesino de dos papas, un record poco igualable. Por cierto, a Bonifacio también lo asesinaron.
El papa Pablo II era un galante y un cortejador que al ser nombrado quiso tomar el nombre de Hermoso II (Formoso), cosa que desaconsejó la curia que le veía excesivamente provocador. Fue el papa de las festividades y el introductor del carnaval en Roma. Murió de dos formas, la oficial, de un empacho de melón y la popular que su muerte le sobrevino cuando era sodomizado por un paje que se había convertido en su amante. De cualquier manera, su fama de licencioso y homosexual iba muy por delante de él.
Ya hace algunos años publiqué un artículo que se llamaba Los papas sifilíticos que se puede consultar en este enlace:
 http://unalupasobrelahistoria.blogspot.com.es/2013/03/los-papas-sifiliticos.html
Como se decía allí, para la concepción cristiana de la vida, nada más alejado que la posibilidad de que las enfermedades de transmisión sexual contagien al príncipe de la Iglesia, pero por muy increíble que parezca, las cosas sucedieron así y desde Alejandro VI, cuyo pontificado fue etiquetado por el sentir popular como de sangre y sexo, y hasta en su propia muerte se esconde la venganza y la traición pues fue envenenado.
El papa Borgia llegó a tener nueve hijos y mantuvo relaciones incestuosas con su hija Lucrecia, todo un personaje.
Se le acusó de envenenar a varios cardenales y él mismo murió envenenado junto a su hijo César, aunque éste, mas joven y fuerte, consiguió salvarse.

Dejaremos en este punto esta apasionante historia para retomarla y concluirla la próxima semana.

sábado, 3 de agosto de 2013

LAS VACACIONES DEL ESPÍRITU SANTO, I




Como preveo que este artículo será largo, lo voy a dividir en tres partes al objeto de no cansar excesivamente a mis queridos lectores. ¡Empecemos!
Días atrás escuché una entrevista en la radio a un tal Javier Sanz, al que no conozco, pero que tiene un “blog” que suelo visitar con frecuencia.
La entrevista versaba sobre un libro que acababa de publicar y en el que contaba algunas anécdotas sobre los papas. Como el asunto me interesaba, lo compré y lo leí.
Que duda cabe que el asunto es mollar, máxime ahora que acabamos de estrenar un nuevo pontífice que parece que va a ser distinto a todos sus antecesores y realmente buena falta que le hace a la maltrecha Iglesia, que entre escándalos financieros, pederastia, filtraciones y dimisiones, no anda muy boyante.
Como en casi todos los procesos vitales, suele ser la muerte por causas naturales la forma de extinción mas común y por correspondencia, el papado que es un cargo vitalicio, debiera terminar con la muerte del papa en el lecho, arropado por los suyos y rezando por su eterna salvación, pero han habido ocasiones en las que el pontífice ha dejado su existencia terrenal por haber sido asesinado, o ha dejado su ministerio por haber sido encarcelado o depuesto de su sede, y hace bien pocos meses, asistimos a un hecho insólito que completa el abanico de casos en los que la muerte no pone fin al pontificado. Según la historia no es la primera vez que un papa renuncia y se retira de la vida pública, refugiándose en un convento, pero si analizamos todos los casos anteriores se comprenderá que la única renuncia “voluntaria” es esta. A las demás las impusieron circunstancias como la cárcel, el exilio, la fuerza militar, etc.
Las verdaderas causas por las que Benedicto XVI ha renunciado nunca las sabremos, aunque todos podemos hacernos alguna idea desde luego poco o nada edificante.
De la lectura del libro que he mencionado se deduce que una cantidad muy importante de papas no murieron en sus camas, ni renunciaron y desde luego, sus circunstancias personales y sus comportamientos hacen pensar muy seriamente que fueron elegidos coincidiendo con las vacaciones del Espíritu Santo. Y digo esto porque la tradición católica dice que la tercera persona de la Santísima Trinidad es la que inspira a los reunidos en cónclave para una acertada elección.
Quizás la Iglesia se quiera desmarcar de semejante aseveración, porque de todo el decorado que montaron, la única figura incontrovertible es la de Jesús, lo demás es pura especulación, pero lo cierto es que hasta tal punto se ha mantenido la teoría de la divina inspiración que una de las anécdotas relatadas en el libro lo deja bien a las claras.
Lo contaba ya Eusebio de Cesarea en el tomo sexto de su obra Historia de la Iglesia y lo recoge Javier Sanz en su libro y ocurrió en el año 236, desde el que, ciertamente, ha llovido mucho; al fallecer martirizado el papa Antero, la comunidad cristiana se reúne junto a una casa en el campo a las afueras de Roma para encontrar sucesor. Como casi siempre, no había un claro candidato y los prelados debatían acaloradamente cuando, un humilde campesino llamado Fabián, acertó a pasar por el lugar de la reunión y al escuchar las voces se acercó al grupo para ver qué pasaba.
En ese preciso momento y cuando algunos de los reunidos veían acercarse al campesino, una paloma se posó sobre su cabeza (Sanz dice que se cagó encima de su cabeza). Como quiera que la iconografía clásica representa al Espíritu Santo en forma de paloma, todos los que contemplaron el “fenómeno” lo interpretaron como una señal, una forma de intervención divina que había hecho su elección del nuevo papa.
Como Fabián era totalmente laico, sobre la marcha lo ordenaron sacerdote, obispo y lo proclamaron papa.
Dejando claro que ese feliz día para Fabián, el Espíritu Santo estaba al pie del cañón y realizando su trabajo con profesionalidad, veamos ahora otros en los que su ausencia queda demostrada por los acontecimientos.

El papa Fabián

El 22 de noviembre de 498 fue elegido papa Símaco y ese mismo día, una facción de obispos disidentes, apoyada por el emperador bizantino Anastasio I, procedió a nombrar a otro papa, Lorenzo.
Recurrieron al rey de Rávena, por cierto un seguidor de la herejía arriana, que sostenía que Jesucristo era hijo de Dios, pero no era Dios, lo cual es muy lógico que zanjó la situación cismática decretando que Símaco era el verdadero papa porque era anterior y además, había sido elegido por muchos más obispo que Lorenzo.
Lorenzo estuvo dando la lata, hasta que por el concilio de Roma del año siguiente se le nombró obispo de Nocera, localidad cercana a Nápoles y se decretó que todo clérigo que durante un pontificado intrigase para la elección del sucesor, sería excomulgado.
El papa Gregorio III, el último papa no europeo hasta la llegada de Francisco, elegido en el año 731, estaba frontalmente enemistado con el emperador de Bizancio por el tema de las imágenes (la conocida herejía iconoclasta), invadió los territorios de Rávena, al norte del Mar Adriático que pertenecían al imperio Bizantino y que eran los que más a mano le quedaban. Allí, el ejército del papa produjo una carnicería tal que las aguas del río Po se tiñeron de sangre y durante seis años nadie consumió pescados de aquel caudaloso río.
A este respecto conviene decir que en las Tablas que Moisés recibió de la propia mano de Yahvé y en donde se contemplan los Mandamientos de la Ley de Dios, en su artículo segundo se dice textualmente: “No tendrás ni reconocerás a otros dioses en Mi presencia ni fuera de Mí. No te harás una imagen tallada ni ninguna semejanza de aquello que está arriba en los cielos ni abajo en la tierra ni en el agua debajo de la tierra. No te postrarás ante ellos ni los adorarás, pues Yo soy El Eterno, tu Dios, un Dios celoso, Quien tiene presente el pecado de los padres sobre los hijos hasta la tercera y cuarta generación con Mis enemigos; pero Quien muestra benevolencia con miles de generaciones a aquellos que Me aman y observan Mis preceptos”.
Por qué se enfadaban entonces porque los cristianos de oriente no quisieran tener imágenes en sus iglesias. ¿No era ese el mandato divino? Por cierto que tal precepto no figura entre los Diez Mandamientos llamados de La Ley de Dios y que supuestamente se corresponden con los recibidos por Moisés.
En el año 752 se eligió papa a Esteban II, que no era obispo y que por tanto debía cumplir el trámite de su ordenación como tal para ser nombrado papa. Pero como quiera que era de salud quebradiza, falleció a los dos días sin haber sido proclamado.
Y uno se pregunta: ¿no había obispos sanos? A lo mejor es que les gustaban las controversias.
Otro papa, Bonifacio VI que sucedió a Formoso I, falleció de gota a los quince días de su pontificado y claro, es que la gota se le presentaría de repente, digo yo.
Singular, sin duda alguna, fue la elección el año 867 de Adriano II que estaba casado y con una hija, a pesar de que ya estaba impuesto el celibato. Las dos pobres mujeres fueron decapitadas para quitar testigos incómodos.
Su sucesor, Esteban VI, enemigo mortal de Formoso, quiso vengarse de algunos agravios recibidos de éste y le montó una farsa de juicio, para lo que hizo desenterrar el cadáver de su predecesor, sentarlo en el banquillo y contratar a un actor que desde detrás contestaba a las preguntas que se le hacían al cadáver.
La Edad Oscura es un período que va desde 904, con el pontificado de Sergio III a la muerte de Juan XII en 964. Sesenta años que se conocen como la “pornocracia” en el que dos mujeres, madre e hija, llegaron a controlar el papado. Este término ni es actual ni trata de difamar o atacar a la institución, pues precisamente fue acuñado por uno de sus hombres más sabios, el cardenal Cesar Beronius, en el siglo XVI.
La madre, Teodora, era la esposa de Teofilacto, que controlaba las finanzas de Roma y ella, que fue nombrada senadora, mantuvo una relación carnal con el papa Sergio III y a la muerte de éste fue ella quien nombró a sus tres sucesores, hasta  que falleció en 916.
Pero tomó el relevo su hija Marozia que, con quince años ya había pasado por la cama del mismo papa del que su madre era amante y con el que llegó a tener un hijo al que puso por nombre Juan.

Pintura de la bella Marozia

                                 
Casada con Alberico I, llegan a hacerle frente al papa Juan X, pero Alberico es asesinado, por lo que ella decide remediar la situación de viudedad lo antes posible y como debía ser buena moza, no tardó en encontrar pretendiente en Guido de Toscana, un poderoso marqués con el que se casó. Nuevamente se enfrentan con el papa a consecuencia de la designación del rey de Italia. En esta ocasión salen ganando y su esposo encarcela al papa que muere en prisión y en extrañas circunstancias.
Lo mismo que había hecho su madre, interviene activamente en la elección de los tres siguientes pontífices, el último de los cuales, Juan XI, es su propio hijo.
Como la historia aún da para mucho, continuaremos en las próximas semanas para completar este artículo.