sábado, 26 de abril de 2014

MATEO SANCHEZ, "LA JESUITA"





Varias órdenes religiosas, inicialmente creadas para varones, al pasar los años desarrollaron una vertiente femenina para dar acogida a la multitud de mujeres que quería profesar en la misma, pero hubo otras órdenes religiosas que por imposición de sus creadores, o máximos ideólogos, jamás permitieron la entrada de mujeres entre sus filas, manteniéndose fieles a la tradición, ya implantada por Jesucristo y sus apóstoles, de formar cuerpos exclusivamente masculinos.
Una de estas órdenes fue la Compañía de Jesús, fundada por Ignacio de Loyola, Francisco Javier, Fabro, Laínez, Salmerón y otros más en 1539 y de la que Ignacio fue su primer General, cargo de mayor importancia.
Como se sabe, era desde sus comienzos una orden sacerdotal y apostólica, lo que quiere significar que sus miembros, llamados “jesuitas”, eran sacerdotes a la vez que apóstoles, es decir, misioneros de la palabra. Pero en su seno, también acogieron a los llamados “hermanos”, religiosos que no son sacerdotes, ni monjes y que dentro de la jerarquía ocupan los puestos más bajos del escalafón y pueden abandonar la orden cuando lo deseen.
Pero siempre habían de ser miembros masculinos, ninguna mujer tuvo cabida entre sus filas, que regían con una disciplina casi militar.
Sin embargo esta afirmación no es del todo cierta, porque a veces hay en la vida momentos y situaciones que impulsan a tomar decisiones que no siempre están asumidas de principio y que ha hecho del axioma de hacer de la necesidad virtud, una clara muestra de cómo se puede condescender y dar satisfacciones sin que ello represente un grave quebranto de los postulados “inquebrantables” que están asumidos.
Este es el caso de Mateo Sánchez, una persona desconocida, un nombre solamente, tras el que se ocultó una de las mujeres más influyentes de su época y cuya historia merece ser rescatada del olvido al que ha estado sometida.
En el año 1535 nació en Madrid la tercera y última hija del emperador Carlos V y de su primera esposa, Isabel de Portugal. A la recién nacida se le impuso en nombre de Juana, siendo conocida en la historia como Juana de Austria, a la que con diecisiete años casaron con el heredero de la corona portuguesa, el infante Juan Manuel de Braganza, como parte del tratado matrimonial por el cual Felipe, príncipe de Asturias, se casaba con María Manuela, hija de Juan III y por tanto hermana de Juan Manuel de Braganza. Es decir, que se casaron dos hermanos portugueses con dos españoles, asegurando así poderosos vínculos familiares con el país que junto con España, suponían las potencias más emergentes del momento.
Fruto de ese matrimonio, nació el 20 de enero de 1554, unos días después de que hubiese muerto su padre, el infante Sebastián que sería rey de Portugal con el nombre de Sebastián I y que encontró la muerte en Marruecos, en la batalla de Alcazarquivir o de los Tres Reyes, pues los tres monarcas que en ella intervinieron encontraron la muerte.
La infeliz viuda y madre del heredero se vio obligada a regresar a España, dejando a su hijo, un niño débil y enfermizo en la corte portuguesa a cargo de su abuela, Catalina de Austria, hija de Juana la Loca y Felipe el Hermoso, por tanto tía carnal de Juana de Austria y esposa de Juan III, rey de Portugal.
Es indudable que la joven madre debió sentir una pena enorme al dejar a su hijo en Portugal, pero como quiera que su padre la había designado como gobernadora de sus territorios mientras que su hermano Felipe II permanecía en Inglaterra para desposarse con María Tudor, su sentido de la responsabilidad se impuso y se trasladó a España para cumplir sus obligaciones.
Dicen de ella los cronistas e historiadores que era una mujer bella, menuda y de aire elegante y gracioso, profundamente religiosa, como era tónica en la época y que sentía verdadera veneración por la Compañía de Jesús.


Retrato de Juana e Austria existente en el Museo del Prado

Durante los cinco años que estuvo desempeñando la regencia, mientras su padre, el emperador se encontraba en su retiro de Yuste y su hermano, el rey Felipe, en Inglaterra con su nueva esposa, ella dio muestras de un gran sentido común, así como prudencia y talante de estadista, igual que su padre y hermano demostraron.
Solamente los problemas relacionados con la religión hacían a los reyes españoles perder la cordura y con ocasión de haberse detectado un brote de luteranismo en España, concretamente en las ciudades de Valladolid y Sevilla, la regente, a indicación de su padre púsose manos a la obra para combatirla. En esa tarea trabó profunda relación con el jesuita Francisco de Borja, al que conocía desde la infancia, pues no en vano, el jesuita era, entre otros muchos títulos, Grande de España y virrey de Cataluña.
Tal fue la relación entre ambos que en la corte llagaron a haber habladurías en el sentido de que aquella relación llegaba más allá de la pura amistad.
Juana padecía una verdadera obsesión por ingresar en la orden del de Loyola, el cual se oponía frontalmente, pero dada la magnífica relación que la regente tenía con el de Borja, personaje de lo más influyente en la orden y que más tarde llegaría a ser su tercer General, así como el poder que en aquellos momentos detentaba Juana, como gobernante del país más poderoso de la Tierra, fueron capaces de ir modulando la negativa a formar parte de su congregación.
Así que, tras mucho insistir, consiguió que su valedor en la compañía, Francisco de Borja, postulase su ingreso de forma directa y al que se oponía rotundamente el fundador y general de la orden Ignacio de Loyola, y otros destacados miembros de la orden.
Pero tanto pesaban Juana como el de Borja que, al final, en 1554, se reunieron en Roma los más destacados dirigentes de la orden y aceptaron, aunque a regañadientes y en frontal colisión con los preceptos de la misma y sobre todo con las ideas de su fundador, el ingreso en la Compañía de la infanta, que fue admitida bajo el nombre de Mateo Sánchez, que más tarde cambió por el de Montoya y que juró votos de castidad pobreza y obediencia.
Es curiosa la forma en que en la época se afrontaban algunas situaciones personales que acababan con el ingreso en conventos o monasterios, pues Juana, a la que como se puede suponer no faltaban pretendientes, después de su viudedad, no quiso saber del mundo nada más que lo que sus obligaciones como regenta le habían impuesto y tras regresar de Portugal, ya dejó claro cuales eran sus intenciones de futuro e hizo votos para ingresar en la orden franciscana, antes de decidirse por la Compañía de Jesús, razón por la cual, hubo de pedir dispensa papal para levantar el voto que ya había formulado.
Miembro de pleno derecho de la orden, ha sido la única mujer a la que se ha permitido ingresar en la Compañía, aunque otras muchas y de importantes linajes lo hubieron intentado sin éxito.
La profunda religiosidad de la infanta Juana queda demostrada no solamente por su afán en ingresar en la orden sino por muchas otras acciones como cuando el año 1557, fundó en Madrid el convento de las Descalzas Reales, que encomendó a las hermanas franciscanas, convento que creó en el palacio donde habían vivido su padre y su madre y donde ella misma había nacido.
La princesa Juana murió en 1573, en El Escorial, dejando un profundo vacío en la vida de su hermano. Fue enterrada en el convento de la Descalzas.


jueves, 17 de abril de 2014

ONDEAR DE BANDERAS




Hace poco más de tres años, al cumplir la edad reglamentaria, pasé a la situación de jubilado tras cuarenta y dos años de servicio como policía.
En el momento de mi jubilación estaba desempeñando el puesto de Comisario Provincial de Cádiz, en el que permanecí los últimos seis años y medio de mi vida profesional.
Como es casi natural, el día en que cumplía la edad reglamentaria, las autoridades provinciales, los compañeros y los amigos, me ofrecieron una comida de despedida, a la que asistieron más de doscientas personas.
Al final del acto, muchos de los asistentes me hicieron regalos conmemorativos, todos los cuales guardo con enorme satisfacción.
Terminado el acto, se me acercó para despedirse un buen amigo y antiguo colaborador, perteneciente al servicio de inteligencia naval de los Estados Unidos que tras felicitarme por haber llegado al final de mi vida profesional en bastante buenas condiciones físicas, me hizo saber que su departamento tenía previsto ofrecerme un detalle, pero que por una serie de circunstancias no había podido llegar a tiempo, pues habían de remitírselo desde los Estados Unidos, pero que tan pronto lo tuvieran, nos citaríamos para comer juntos en la Base Naval de Rota y hacerme entrega del presente.
Ciertamente que la información me dejó un poco descolocado, pues no podía ni imaginar qué clase de regalo era aquel que se resistía tanto al envío desde las tierras americanas. En fin, que algo intrigado, decidí no pensar más en ello y esperar a que el tiempo deshiciera la intriga.
Pasó algo más de un mes, cuando una mañana me llamó mi amigo para decirme que ya tenían el regalo y que quedábamos para cuando me viniese mejor para comer con el personal de sus servicios y entregarme solemnemente el obsequio.
Quedamos para el día siguiente, pues ya volvía a estar en ascuas por la incertidumbre que me proporcionaba aquel regalo y así, a la mañana siguiente, me presente en el restaurante de la Base en el que habíamos quedado.
Tras los postres, con toda solemnidad, el jefe del servicio sacó una bolsa de papel de cuyo interior extrajo una caja de cartón que abrió con toda solemnidad, mientras me dedicaba unas palabras de agradecimiento por los buenos años de estrecha colaboración que habíamos tenido.
Y mientras decía esto, me alargó la caja, cuyo contenido yo no había visto, pues mientras todos estábamos sentados a la mesa, él permanecía en pie durante su breve alocución.
Cuando recibí de sus manos la caja abierta, sentí un súbito escalofrío. En su interior, doblada en forma triangular, como lo hemos visto hacer muchas veces en el cine, una bandera de los Estados Unidos venía acompañada de una certificación del arquitecto del Capitolio en la que se dice que a petición del congresista Mike Rogers, la bandera que se acompaña, había ondeado sobre el edificio del Capitolio para dedicarla a José María Deira con ocasión de su retiro y en prueba de la amistad con el Gobierno de los EE.UU.
Yo no soy pusilánime ni me suelo emocionar, pero tengo que reconocer que aquello me amordazó la garganta y por un buen rato no pude ni articular palabra.
Lentamente me puse de pie y me abracé a mi amigo, al que solamente me salía darle las gracias por un regalo tan sencillo, a la vez que tan singular y entrañable.
No es frecuente que un español reciba un regalo de este tipo. Yo al menos no conozco a nadie, pero tampoco conozco a muchas personas que hayan colaborado por casi cuarenta años con los servicios de inteligencia norteamericanos, como lo había hecho yo.
Para un americano no hay nada más sagrado que su bandera y eso es lo que ellos me acababan de obsequiar.


Mi bandera y su certificación

De camino a casa no podía quitarme de la cabeza el emotivo momento que había vivido y cuanto sentía que ese instante no se hubiera producido en el acto oficial de mi jubilación, pero me explicaron que no todos los días se puede hacer que una bandera ondee en el Capitolio para entregarla como testimonio de agradecimiento a alguien y que tanto el congresista que se había hecho eco de su petición, como el arquitecto que certificaba, habían tardado más tiempo del que ellos previeron para cumplimentar el protocolo.
Tengo en mi casa, por tanto, una bandera que ha estado ondeando en lo más alto del edificio más emblemático de los EE.UU, sede del Congreso y del Senado de la nación más poderosa de La Tierra, para luego regalármela como prueba de afecto y amistad.
¿Puede haber algo más hermoso? ¿Hay algo más emotivo para un funcionario del montón que ser distinguido con detalle semejante?
En mi ya algo larga vida me he encontrado con individuos que no sentían por la bandera de España ninguna clase de respeto. He oído de todo, incluso referirse a nuestra enseña como “el trapo”, en la forma más despectiva que alguien pueda expresarse y siempre, exclamaciones así, me han producido urticarias.
Yo tuve la fortuna de jurar bandera cuando hice el servicio militar, allá por el año 1966 y tuve ocasión de reafirmar mi juramento a la bandera en el año 2002, con motivo de la última jura que se iba a producir, como consecuencia del cierre del Cuartel de Instrucción de San Fernando, el mismo en el que yo lo había hecho, varias décadas antes.
Quien no ama a su bandera, no ama a su pueblo, ni a su historia, ni a los que dieron su vida por defenderla, ni al resto de sus semejantes.
¿Y por qué cuento todo esto?, quizás alguno se pregunte, porque no suele ser motivo de estos artículos el contar vivencias personales, si no están relacionadas con la historia. Pues bien, este también guarda esa relación porque es que leyendo en los anuarios de la Real Academia de Historia, me he encontrado un artículo muy singular que me ha traído a la memoria todo lo que hasta aquí he relatado.
En los albores del pasado siglo, el embajador de España en Washington se dirigió a la Real Academia de la Historia, trasladando una consulta que la Universidad de Yale le hacía.
Como todo el mundo sabe, Yale y Harvard son las más prestigiosas universidades norteamericanas y el hecho de que una universidad se dirija a uno de nuestros representantes diplomáticos ya es de por sí singular, pero en  este caso el asunto era aún mucho más impar.
Quería saber la universidad qué bandera se enarbolaba en la Plaza de Armas de Nueva Orleáns (Luisiana), en los últimos años de la dominación española. Era una curiosidad histórica que querían tener muy clara, porque a los norteamericanos les importa y mucho todo lo relacionado con las banderas que para ellos es el más fiel exponente de la Patria, aunque en este caso no fuera la suya.
No fue tarea fácil para la Real Academia el encontrar respuesta a la pregunta, pues las banderas y estandartes nacionales habían sufrido innumerables modificaciones desde el momento en que se perdió la Luisiana, pero con el afán que caracteriza a esta institución, se consultaron archivos, museos e inventarios, así como diversos tratados sobre banderas, pendones y estandartes, sin encontrar una respuesta fidedigna a la pregunta de Yale.
Se acudió entonces a las legislaciones, materia sumamente dispersa, pero entre ellas se encontró una disposición que venía al caso. Se trataba de la llamada Legislación de Guerra, de Marina y de Indias, en donde se encontró respuesta a la consulta, pues, ya avanzado el reinado de Carlos III, concretamente en 28 de mayo de 1785, y que decía que para evitar confusiones que a veces la bandera nacional que usan la Armada Naval y las demás embarcaciones españolas pueda ocasionar, cuando se observan a largas distancias o con vientos calmosos, confundiéndola con las de otras nacionalidades, su majestad resolvió que en adelante los buques de guerra usen una bandera dividida a lo largo en tres listas, de las que la alta y la baja sean encarnadas y la de en medio, de doble anchura, amarilla, colocándose sobre esta el escudo de armas reales, reducido a los cuarteles de Castilla y León y que las demás embarcaciones usen la misma pero sin escudo. No podrá usarse de otros pabellones en los Mares del Norte y en la América Septentrional, desde principios de año 1787.
Y se complementa diciendo que para que no haya diferencias entre los pabellones de mar y los de las costas, se unificará el uso de la bandera antes descrita.
Por tanto, la Real Academia de la Historia, no sin esfuerzo, fue capaz de dar respuesta a nuestro embajador, aclarando cuál era el pabellón que ondeó en Nueva Orleáns, en los últimos años de la dominación española.
Todos hemos visto infinidad de fotografías de los barcos de época que actualmente surcan el río Mississippi y cómo en ello se enarbola el pabellón español de ultramar, por eso nada tiene de extraño que quisieran saber más sobre las banderas españolas.
Los norteamericanos guardan esas tradiciones muy profundamente y son extremadamente respetuosos con cualquier insignia representativa de su país o de cualquier otro. En aquella ocasión querían conocer exactamente cual era la bandera española que ondeó en lo que hoy es su patria y no para vituperarla u ofenderla, sino para respetarla como respetan la suya propia, como respetan a los héroes extranjeros que a su lado combatieron contra los ingleses ayudándoles a alcanzar su independencia como país.
También hemos contemplado la estatua de Bernardo Gálvez, héroe de la toma de Penzacola a los ingleses que España regaló a los Estados Unidos y que fue entregada por nuestro rey en persona pudiéndose admirar hoy día en una plaza de Washington. (véase mi artículo El héroe de Macharaviaya http://unalupasobrelahistoria.blogspot.com.es/2013/03/el-heroe-de-macharaviaya.html ).
Para un pueblo que apenas tiene historia, su Historia es valiosísima, para otros, cuya historia, por perderse en lo más profundo de los siglos, nos abruma, parece que nos avergüenza mostrar lo que a todos nos identifica: nuestra bandera.


Dibujo que acompañaba al informe de la Real Academia

sábado, 12 de abril de 2014

EL PRIMER DESNUDO DEL CINE





Por exigencias del guión. Esa era la frase que, hace ya unos años, justificaba que una actriz o un actor tuviera que aparecer desnudo en la pantalla.
Actualmente las cosas han cambiado y mucho. Ya el guión no lo exige, lo exige el público y los productores y directores están muy dispuestos a dar al público lo que pide, siempre que con eso se llenen las salas de cine y los periódicos ensalcen con sus criticas la película.
Basta que una actriz posea un bello rostro y un cuerpo bien torneado para que las productoras le oferten cantidades considerables para aparecer desnuda en la pantalla, sea cual sea el guión de la película que ya los escritores a sueldo sabrán buscar el momento oportuno para que la chica vaya a la ducha, interprete una tórrida escena de amor o simplemente sea espiada a través del ojo de una cerradura mientras se cambia de ropa.
El guión ya da igual porque nadie se pregunta qué necesidad tenían de mostrar desnuda a la actriz, sino todo lo contrario: ¿porqué nunca sale desnuda aquella otra?
En España vivimos un largo período de un cine que se llamaba “S”, ¿lo recuerda? Era un cine erótico, sin llegar a pornográfico o bien sicalíptico de baja intensidad, como diríamos ahora y por el que pasaron todas las actrices españolas de cuerpos deslumbrantes.
Sin lugar a dudas aquello fue un tremendo negocio, toda vez que desde años antes, muchos españoles eran capaces de ir a Francia gastándose un pastón, solamente para ver El último tango en París, película que no tenía más atractivo que ver desnuda a María Schneider y cómo Marlon Brando ponía de moda la mantequilla para otros usos que no los alimenticios.
El cine de destape fue un negocio para productores y exhibidores, pero los protagonistas no consiguieron nada más que sobrevivir durante algunos años.
Y es que el desnudo por el desnudo lleva a pocos sitios y la gente acaba por aburrirse de que no le cuenten verdaderas historias interesantes y que lo tomen por tonto, ofreciéndole solamente carne fresca, por muy apetitosa que ésta sea.
Muy pocas actrices consiguieron un lugar en el palmarés del celuloide sólo por exhibir sus cuerpos; yo diría que casi ninguna si exceptuamos a la tal Schneider o la Silvia Kristell de Enmanuel.
Pero eso ocurría en los años setenta, después de un período de puritanismo mundial ocurrido tras la Segunda Guerra.
Pero, ¿qué había ocurrido antes? Pues desde que se inventó el cine, siempre hubo producciones para la pública exhibición y otras para la proyección en privado. Películas pornográficas grabadas con muy escasos medios y con un plantel de damas y galanes muy al gusto de la época, para las sesiones privadas y películas musicales y con densos argumentos, guapos actores y bellas actrices para las salas comerciales.
Éstas últimas, paradigmas de la honestidad, del recato y de las buenas costumbre, sin embargo entre ellas se deslizó una cinta grabada en 1932 que es la que da título a este artículo.
La película se llamó “Éxtasis” y era de nacionalidad checa y protagonizada por una joven y bellísima actriz austriaca llamada entonces Hedwig Eva Maria Kiesler.

“Éxtasis” fue la primera película de la historia en la que durante más de diez minutos, se exhibió completamente desnuda una mujer.

Cartel de Éxtasis para la proyección americana años después de haberse rodado

¿Y quién era aquella chica joven que se atrevió a rodarla?
Hedwing Eva Maria Kiesler nació en Viena el 9 de noviembre de 1914, hija de un matrimonio judío de muy buena posición económica.
Desde pequeña destacó como una niña de inteligencia poco común que muy pronto sintió inclinación hacia el teatro, por eso, con apenas quince años ingresó en una escuela de arte dramático de Berlín para recibir clases del prestigioso profesor Reinhardt. Aparte de sus cualidades dramáticas, Hedwing era una joven bellísima, lo que hizo que el director de cine checo Gustav Machaty, se fijara en ella como protagonista de su película Ecstasy, en donde no solamente salió desnuda, sino que la cámara la enfocó directamente a la cara mientras fingía el primer orgasmo que se grabó en el cine.
En la época, las escenas resultaron escandalosas, pero a la vez, mostraban a una chica liberal y valiente que cautivaba el corazón de los hombres por su extraordinaria belleza.
Uno de los cautivados fue el multimillonario Friedrich Mandl, poderoso fabricante de armas muy próximo a los nazis y con los que realizó suculentos negocios. Este ricachón consiguió retirar de la circulación una gran parte de las cintas que se habían producido y también consiguió que los padres de la chica se la dieran en matrimonio.
En esa época Hedwing estudia ingeniería aeronáutica, aunque es posible que no concluyese sus estudios.
Pero el magnate era un hombre insoportable y Hedwing, después de soportar algunos años de convivencia en los que incluso la obligó a acostarse con sus clientes, se escapó de su lado, escondiéndose en París, desde donde consiguió el divorcio, el primero de su larga carrera de fracasos sentimentales.
Marchó luego a Londres en donde trabajaba como artista de teatro, hasta que conoció a Louis Mayer, fundador de la Metro Goldwing Mayer, que le ofreció trabajo en los estudios de Hollywood. Sin pensarlo dos veces, Hedwing viajó con él a los Estados Unidos a bordo del lujoso trasatlántico “Normandie”.
A lo largo del inicio de esta relación, Mayer la convenció para romper vínculos con su pasado y sobre todo con su famosa película y que para eso debería empezar por cambiarse el nombre, cosa que hizo por el de Hedy Lamarr con el que se convirtió en mundialmente famosa.
Los que ya somos creciditos la recordamos en sus películas como una mujer bellísima y enigmática, sobre todo junto a un también joven Víctor Mature en Sansón y Dalila.
Desde entonces, la Metro la convirtió en una glamorosa artista que hasta fue considerada la mujer más bella del mundo, sin embargo su carrera artística no acababa de despegar, ni siquiera cuando se levantó la prohibición para proyectar Extasis.
En una fiesta Hedy conoció al músico, pseudos científico y polifacético escritor George Antheil, estableciéndose entre ellos una estrecha amistad, pues Antheil había escrito un libro sobre endocrinología, ciencia en la que tenía muchos conocimientos para la época y Hedy quería aumentar el volumen de sus senos. En aquellos momentos, la técnica de los implantes no existía y el problema de Hedy no tenía solución, pero entre ellos encontraron muchos puntos en común, sobre todo por el afán desmedido de Antheil de aprender cosas y los conocimientos singulares de Hedy sobre aviación y armamentos.
La guerra mundial había comenzado y los torpedos dirigidos y las famosas V-2 que bombardeaban Londres, hacían estragos. Pero rápidamente se inventaron las ondas de interferencia que hacían desviarse los ingenios sin que alcanzaran el blanco.
Interferir era muy sencillo y de un resultado espectacular.
Con los conocimientos armamentísticos de Hedy y la capacidad de sincronización que para la música había empleado Antheil, un día, mientras él tocaba el piano y ella sentada a su lado lo escuchaba, se le ocurrió una idea para evitar la interferencia que no era otra cosa que cambiar secuencialmente de frecuencia, lo mismo que las notas del piano cambian y así idearon un sistema para las armas teledirigidas, mediante señales de radio sincronizadas en distintas longitudes de onda.
Lo difícil era sincronizar las frecuencias entre el emisor de las ondas y el receptor y Antheil propuso usar la cinta perforada, la misma que se empleaba en las pianolas de la época y como el piano tiene ochenta y ocho notas, idearon un artilugio capaz de producir el mismo número de frecuencias.
En 1940 enviaron su invento al Consejo Nacional de Inventores y después de algunas modificaciones para perfeccionarlo, en el año 1942 se le concedió la patente 2.292.387y puesto en funcionamiento por el departamento de Estado con un éxito importante, sin embargo la Marina de los Estados Unidos decidió que el sistema era muy engorroso y poco a poco se fue olvidando.
Planos que se adjuntaron a la patente

No obstante, el germen del invento: las comunicaciones con saltos aleatorios de frecuencia que se conocen con el nombre de Espectro Esparcido, es una tecnología que actualmente se utiliza, tanto en medios militares como civiles, usando microprocesadores que controlan los saltos de frecuencia, origen de la tecnología WI-FI.
Entre 1995 y 1997 en Estados Unidos se patentaron 1.203 ideas sobre el invento de Hedy Lamarr.
Hedy Lamarr terminó su vida en el año 2000, pobre, abandonada, completamente olvidada del gran público, sin haber llegado a triunfar plenamente en el cine y fracasando estrepitosamente a lo largo de seis matrimonio, pero en 1998 la Electronic Frontier Fundatión, le concedió el Premio Pionero por su invento, imprescindible en el desarrollo moderno de las comunicaciones.

Antheil ya había fallecido y Hedy no pudo recoger el premio por su deteriorada salud, pero aunque tarde, le llegó un reconocimiento como mujer inventora que le asegurará un sitio en la historia que ni siquiera habría logrado por ser la primera mujer que se desnudó para el cine.

sábado, 5 de abril de 2014

OTRA HISTORIA DE REYES





Reconozco que últimamente estoy escribiendo mucho sobre reyes españoles, aunque no es mi intención relatar nada de lo que podamos leer en los libros de historia, sino aquellas anécdotas que los hayan singularizado, pero casi siempre caigo en la tentación de deslizar, a lo largo del artículo, algo que va más allá de la historieta que vaya a contar.
Trataré de que con este artículo no me ocurra lo de siempre y empecemos ya.
Suele ser un juicio muy común el afirmar que la monarquía en España ha sido siempre de muy baja calidad. Y si eso pudiera ser verdad con los Borbones y con algunos de los Austrias, nombre con el que se conoce a lo que en realidad era la casa de Habsburgo, no es del todo cierto porque, aunque excepcionalmente, España ha tenido grandes monarcas, si bien es verdad que antes de terminar la Reconquista y también muy al principio de ser otra vez una España unificada.
Sin ir mas lejos y para ceñirnos al mismo contexto, cuando ya España está regida por una sola corona, grandes monarcas alumbraron nuestra historia. Los Reyes Católicos, a los que consideraremos como uno solo, pues todavía eran dos coronas, Carlos I y Felipe II, fueron grandes monarcas, al menos monarcas dedicados a su labor en cuerpo y alma, cosa que no se puede decir de la mayoría de los que les sucedieron.
Cuentan los cronistas que Felipe II leía personalmente todos los informes que le llegaban y con anotaciones al margen de su puño y letra, los devolvía a sus secretarios para que les dieran el trámite adecuado. También cuentan que recibía a todo el que solicitaba audiencia y que escuchaba los problemas de sus súbditos y trataba de darles solución. Fue un rey que jamás hizo dejación de ninguna de sus funciones y según se sabe ni eran tan religioso como dicen, ni tan mustio como le ha presentado su leyenda negra.
Junto con su padre, el emperador Carlos, forman el dueto llamado de los Austrias Mayores, pero con su hijo se inicia la trilogía de los también llamados Austrias Menores.
Y es que ya lo dijo el propio Felipe II: Dios que me ha dado un imperio, no me ha dado un hijo para gobernarlo.
¡Y qué razón tenía!
Su primer heredero de la corona imperial española fue el infante Carlos, nacido de su primer matrimonio con su prima María Manuela de Portugal, nombrado Príncipe de Asturias, murió a los veintitrés años cuando había sido recluido por su propio padre al considerarlo una persona inestable y peligrosa. De salud enfermiza, padecía hidrocefalia, aparte de que no debía tener las neuronas bien conectadas.
Al quedar viudo, Felipe volvió a casarse, esta vez con su tía segunda, María Tudor, reina de Inglaterra, con la que no tuvo hijos. Volvió a casarse en terceras nupcias con Isabel de Valois, con la que tuvo dos hijas y se casó, por cuarta vez, con una prima segunda, Ana de Austria con la que tuvo cuatro hijos varones y una hembra.
El último de los cuatro varones, Felipe, fue el único que le sobrevivió, reinando con el nombre de Felipe III.
Éste era al que consideraba su padre como incapaz de gobernar el inmenso imperio que iba a legarle, aunque el padre hizo todo lo posible por inculcar en su hijo unos buenos principios, disciplina, orden laboriosidad, implicación en los problemas de estado…, no consiguió del príncipe que se interesara por nada que no fuera la caza o la comida.
Desde infante, encargó su educación a don García de Loaysa, la cual se veía constantemente interrumpida por las continuas enfermedades que el enclenque príncipe padecía.
Aunque su preceptor perseveraba en la instrucción del infante, éste, si no era con regalos, golosinas u otras promesas a su gusto, era incapaz de esforzarse en lo más mínimo, lo que desesperaba a su padre que veía que el niño no tenía voluntad nada más que para comer y aunque su padre lo trataba con sumo cariño, queriendo inculcarle cuales serían sus obligaciones, obligándole incluso a asistir a los Consejos de Estado, el infante procuraba marcharse tan pronto como podía y de inmediato se pasaba por las cocinas.


Retrato de Felipe III

En fin, que era una persona indolente, ociosa e indiferente a todo, con una única virtud: la obediencia.
Sin embargo el príncipe fue descrito por algunos embajadores como amante de las ciencias, sobre todo las matemáticas y fluido políglota que dominaba varios idiomas.
Es más que posible que la fuerte personalidad de su padre, su entrega al trabajo, su afán de ser justo y su laboriosidad, influyeran en el hijo que, viendo de cerca las grandes condiciones humanas y morales de su padre, se dejara llevar por este en todo, considerando que era mucho más fácil hacer lo que su padre decía que dedicar el tiempo a tomar una determinación.
Y llegó hasta tal punto la desidia de este joven príncipe que hasta a la hora de buscarle esposa su indecisión fue proverbial.
Todas las casas reales europeas estaban ligadas por vínculos de matrimonio y era muy conveniente encontrar para el príncipe una esposa adecuada, la que se creyó encontrar entre una de las cuatro hijas en edad casadera que formaban parte de los quince hijos que había dejado al fallecer el Archiduque de Austria, Carlos de Estiria, primo hermano de Felipe II, e hijo del emperador del Sacro Imperio, Fernando I (hermano de Carlos V).
Las infantas eran las llamadas Catalina, Gregoria, Leonor y Margarita. Los embajadores desplazados a Austria, descartaron a la infanta Leonor por su mala salud, por lo que quedaron las otras tres como candidatas.
Como es natural, en Austria la noticia de que el heredero de la corona española, la más importante del mundo pudiera estar interesado en una de las tres infantas, cayó como venida del cielo y de inmediato se contrató a un pintor para que hiciera el retrato de las tres y enviarlo a Madrid.
Para identificar a cada infanta, el artista pintó una especie de joya con la inicial de sus nombres en un prendedor del cabello.
Una vez los cuadros en Madrid, el rey le dice a su hijo que escoja la que más se ajuste a sus gustos personales, a lo que el príncipe le respondió que esa era una cuestión de estado y que por tanto dejaba el asunto en manos del rey.
Trató el rey de convencerlo de que hiciera una elección a su gusto, indicándole que él quedaba muy satisfecho con la prueba de sumisión y obediencia que el príncipe había demostrado, pero que la elección debía ser suya, pues con la elegida habría de pasar el resto de su vida: Con la cuchara que tu escojas es con la que has de comer, que le habría dicho mi abuelo.
Se decidió entonces que el príncipe se llevaría los cuadros a sus aposentos y haría una meditada elección, y aunque quiso resistirse, volviendo a insistir en que su padre eligiera, al final el rey se salió con la suya, exasperado por la escasa voluntad que para todo mostraba su heredero.
Apesadumbrado, el heredero estaba hecho un mar de confusión, cuando su hermana Isabel Clara Eugenia tuvo una feliz idea. Colocó los cuadros en orden aleatorio cara a la pared y echaron a suertes la elección.
Salió elegida la infanta que presentaba una M en el prendedor, pero entonces el príncipe pensó que el procedimiento no era ni justo ni serio, por lo que comunicó a su padre que elegía a la mayor de las tres. Esta era la infanta Catalina, por lo que se cursó a la corte austriaca la petición de mano, con la mala fortuna de que al llegar la petición, la infanta había fallecido, posiblemente de una gripe.
La siguiente petición fue a la siguiente en el escalafón, la infanta Gregoria, la cual murió de unas fiebres, por lo que quedaba solamente la que el azar había elegido en primer lugar.
Todo este complicado proceso de selección duró casi dos años y cuando, por fin, se resolvió, la infanta Margarita que tenía en ese momento unos catorce años, se echó a llorar, manifestando que no quería separarse de su familia.
En el entre acto, Felipe II muere y su hijo se convierte en rey, al que razones de estado le impiden desplazarse a realizar el matrimonio.
Y con semejante grado de indecisión, de desidia y dejadez, se ciñó la corona del imperio más poderoso de cuantos habían existido hasta ese momento. Y así nos empezó a ir.
Como la boda la iba a celebrar el Papa y el rey no podía, o no le apetecía desplazarse hasta Italia, se casaron por poderes y para la que fue necesario una dispensa papal, pues eran primos. La boda se celebró en la ciudad de Ferrara en el año 1598.
En el mismo acto, también contrajeron matrimonio por poderes el Archiduque Alberto de Austria e Isabel Clara Eugenia, hermanastra de Felipe III y prima hermana del Archiduque.
Se da la circunstancia de que el archiduque era arzobispo y renunció a su dignidad eclesiástica para contraer matrimonio.
Sobre este matrimonio el escritor Carlos Fisas cuenta una divertida anécdota.
Ni Felipe III ni su hermanastra Isabel Clara Eugenia estuvieron presentes en sus matrimonio, que se celebraron por poderes.
Felipe III otorgó dichos poderes al archiduque Alberto, que además de representarle en la boda con Margarita, iba a casarse con su hermanastra y ésta se los otorgó a don Antonio Fernández de Córdoba, duque de Sessa y descendiente de El Gran Capitán, el cual, llegada la hora de ejercer su representación, se colocó junto al archiduque Alberto y en el momento culmen de la celebración, tomándose de las manos, pronunciaron el protocolario: Sí, quiero.
¡Habría que haber estado allí para verlo!


No ere muy guapa la reina Margarita


Es cierto que después de aquella boda por poderes, Felipe y Margarita volvieron a casarse, ya en presencia, el día 18 de abril de 1599, en la catedral de la ciudad de Valencia.