viernes, 28 de marzo de 2014

EL PIRATA DE LA CANCIÓN





Aunque la piratería es una de las mas detestables formas de latrocinio, algo tiene de mística esa figura milenaria que ha hecho, tanto subir a los pedestales, como hundirse en los infiernos, a muchos de aquellos que la ejercieron.
Piratas famosos se hicieron inmensamente ricos y alcanzaron las más altas dignidades de la nobleza de algunos países, otros encontraron pronto la muerte y todos sembraron el pánico en los mares y en las poblaciones costeras.
Desde la más remota antigüedad en la que el hombre se aventuró a internarse en los mares desconocidos y trasladar las riquezas encontradas en lejanos países, hasta sus ciudades, hubo siempre algún desalmado que encontraba más fácil arrebatar las riquezas transportadas que el penoso trabajo de conseguirlas con el esfuerzo personal.
Quizás el primer pirata del que se tiene constancia escrita fue Jasón, aquel que guió a los argonautas a la busca del vellocino de oro.
Y desde entonces nunca faltaron. Ya fueron piratas los vikingos que sembraron el terror en toda las costas de Europa, llegando con sus famosos drakkars, hasta el Mediterráneo y piratas fueron de todos los países ribereños y también fueron piratas los españoles como el que se apodaba “Campanario”, cuyos demás datos de identidad no han trascendido, Pedro de Larraondo y su compinche Juan Perez de Casa, capturados a principios de 1400 y ajusticiados en Egipto, por no querer convertirse al Islam, y otros muchos como Antón de Garay, Fortunato de Zarauz, Pedro Pallá, Francisco de Illareta y otros más.
Como se aprecia por sus apellidos, o lugar de nacimiento, estos personajes eran en su mayoría procedentes del país vasco y sus correrías se centraban en el Golfo de Vizcaya, las costas atlánticas de la península y el Mediterráneo, pues aún no se había descubierto en Nuevo Continente y la navegación que se practicaba era casi siempre de cabotaje.
Otomanos y berberiscos infestaron el Mediterráneo obligando a los estados a luchar duramente contra ellos, porque apoderarse fácilmente de lo que otros obtenían con su esfuerzo es una tentación grande y si además de las riquezas que otros transporten, pueden hacer prisioneros que luego se venden como esclavos, el negocio es redondo.
No hay delito más detestable, pero resulta que a muchos de esos piratas, a veces el pueblo y a veces el propio gobierno de una nación, han encumbrado y otorgado las mas altas dignidades.
Colonizado el Océano Índico por los portugueses, descubierta América por los españoles, doblado el Cabo de Hornos y empezada la expansión española por el Pacífico, la piratería tomó un giro especial. Los piratas infestaron el Caribe, por donde navegaban los galeones españoles cargados de riquezas; infestaron la costa occidental de América, desde Chile hasta Méjico, atreviéndose con el temible Cabo de Hornos; infestaron el Atlántico, desde las Azores, en donde se apostaban esperando los convoyes españoles y portugueses, hasta el Canal de la Mancha, dificultando el paso de los envíos de fondos y material de guerra desde España a los Países Bajos y por último, infestaban el Mediterráneo.
También existían piratas, y muchos, en el Océano Índico, que en los mares de China y Japón dificultaban enormemente la navegación de los navíos españoles y portugueses, que en la época de esplendor de este negocio del robo, eran los que mayores riquezas transportaban.

Escena de piratas

Ingleses como Sir Frances Drake, Hawkins, Cavendish, Raleigh, Morgan, etc.; franceses como Jean Fleury, ajusticiado en España, El Olonés, Lafitte, Leclerc, llamado Pata de Palo; holandeses como el famoso y cruel Laurens de Graff, llamado Lorencillo, por su baja estatura y muchos otros, recorrieron todos los mares en busca de presas fáciles que se presentaban con mucha frecuencia, fruto de las grandes campañas conquistadoras que los reinos de la Península Ibérica llevaban a cabo en las tierras recién descubiertas.
Quizás por ser los españoles y portugueses los que obtenían grandes beneficios con los descubrimientos y conquistas, no hubo piratas españoles en la época de apogeo de la piratería, pero sí que se fomentó la llamada patente de corso, sobre todo a partir de Felipe III que entendía que a los piratas había que combatirlos con sus mismos medios.
Cuando la Marina no era aún un cuerpo de ejército, los barcos ya estaban considerados como unas buenas armas de ataque, por eso, debidamente artillados, cruzaban los mares buscando a los piratas para enfrentarse a ellos y arrebatarles lo que ellos mismos habían arrebatado a otros.
Pero que no hubiera muchos piratas españoles no nos va a restar el dudoso título de haber sido un compatriota nuestro, el primer pirata del Caribe, al menos el primero en estar documentado.
Se trataba de Bernardino de Talavera, posiblemente toledano que se enroló en el segundo viaje de Colón buscando salir del hambre y la miseria que durante toda su vida lo había atenazado.
Bernardino, como muchos otros colonizadores, obtuvo tierras en la isla La Española, en la actual República Dominicana, donde en 1494, fundó Colón la primera ciudad del Nuevo Mundo: La Isabela.
Pero el de Talavera era más aficionado a la conquista, la gresca y al ron, que al cultivo de la tierras y aunque trató de dedicar su ingenio al cultivó de la caña de azúcar, no consiguió nada más que deudas y acreedores iracundos contra la desidia cultivadora del toledano.
Acuciado por sus aprietos económicos, lo mismo que la mayoría de los colonos de aquella época que no servían para cultivar la tierra sino para mancharla de sangre, se reunió con otros desalmados como él y apoderándose por la fuerza de un barco que llegó al puerto de La Isabela, zarpó con setenta colonos reconvertidos en piratas y desde entonces se dedicó al lucrativo negocio del latrocinio y la muerte.
Sus andanzas no están muy documentadas, pero se sabe que atacaba naves de países o ciudades aliadas con España, nunca a las de pabellón español, llegando, durante sus peripecias a auxiliar a algunos conquistadores como Alonso de Ojeda o el mismo Pizarro. En 1511 fue apresado en Jamaica y aunque Ojeda y Pizarro trataron de defenderlo, fue ahorcado en La Española, junto con toda su tripulación.
Y si el hecho de haber tenido como nuestro al primer pirata del Caribe no fuera de suficiente mérito, aún podemos aportar a nuestro palmarés el haber sido patria del último pirata del Atlántico.
 Han pasado trescientos años entre uno y otro personaje, pero en aquella época el tiempo estaba como detenido y salvo con algunas mejoras, considerables en la navegación, esta venía siendo lo mismo: barcos de madera, velas, remos y cañones de avancarga.
En 1805, nació en Pontevedra Benito Soto de Aboal. Era el mediano de catorce hermanos, cuyos mayores trabajaban como marineros con su padre.
Benito se enroló en los barcos de pesca con su padre y hermanos, pero pronto comprendió que aquella no iba a ser su vida, así que dejó a su familia para enrolarse en un buque negrero que con bandera brasileña trasportaba su carga humana desde África hasta América. El barco se llamaba “Defensor de San Pedro”.


Una ilustración de Benito Soto

Muy pronto, dadas sus dotes de liderazgo, su temible aspecto y sus conocimientos de navegación, Benito que medía casi dos metros y tenía la cara llena de cicatrices dejadas por la viruela y los puños de algunos que se atrevieron a cruzarse con él, se granjeó en el barco el respeto de muchos de los tripulantes, incluso de la oficialidad que lo nombraron contramaestre.
Algo debió ocurrir a borde de aquel barco, porque al llegar al Caribe para descargar, Benito entró en contacto con algunos marinos que habían ejercido la piratería y el corso y que hablaban de las ingentes cantidades de dinero que se atesoraban con esa actividad. Esa información debió ser trascendental para él y tomó una determinación.
 De vuelta a África para cargar esclavos nuevamente, encabezó un motín y tras acabar con toda la oficialidad del buque, se autonombró capitán, cambiando el nombre del barco por el de “Burla Negra", iniciando una carrera de piratería, atacando a cualquier embarcación con la que se cruzara, salvo que tuviera pabellón español, en cuyo caso era respetada.
En casi cinco años, saqueó y hundió más de doce barcos, sobre todo portugueses, británicos y norteamericanos, demostrando en todas sus acciones una crueldad y una sangre fría impropias de un joven y, sobre todo, innecesarias a pesar de lo salvaje de su oficio.
Cuando consideró que sus bodegas estaban bien repletas de tesoros y que con aquellas riquezas podría vivir cómodamente el resto de su vida, así como su tripulación, puso rumbo a La Coruña con la intención de vender parte del botín a unos traficantes de joyas que le entregaron un pagaré a cobrar en Cádiz.
Aunque Benito nunca atacó naves españolas, sabiendo las autoridades españolas que el pirata se dirigía a Cádiz, dictaron orden de apresamiento, influidos por el gobierno británico.
Ya en el Puerto de Cádiz, el barco fue asaltado por fuerzas del ejército y toda su tripulación hecha prisioneros, dictándose a los pocos días orden de ajusticiarlos a todos, menos a Benito que fue trasladado a Gibraltar.
El 25 de enero de 1830, el pirata fue ahorcado en la Colonia Británica, revistiendo el acto de su ejecución una crueldad similar a la que benito había demostrado siempre.
No contó el verdugo con la estatura aventajada del pirata y tras descolgarle en el patíbulo, sus pies, de puntillas, tocaban el suelo, por lo que el ajusticiado no acababa de morir, teniendo el verdugo que retirar tierra con una pala de debajo de sus pies, para conseguir que colgara totalmente.
Su vida fue corta, su actividad efímera, pero aun en tan corto espacio de tiempo, consiguió colocar su nombre entre los de leyenda y tanto más cuando, se dice, que unos años después de su muerte, concretamente en 1840, el genial poeta, máximo exponente del romanticismo español José de Espronceda, se inspiró en el pirata Soto para componer su entrañable “Canción del Pirata” que todos aprendimos cuando niños.



viernes, 21 de marzo de 2014

LA BELLA FERRONNIÈRE




En el Museo del Louvre hay una pintura al óleo, sobre tabla, en la que aparece retratada una joven y bella dama de la época del Renacimiento. El título del cuadro da nombre a este artículo: La bella Ferronnière.
En principio, esta pintura por su técnica y sus características específicas fue atribuida a Leonardo Da Vinci, aunque posteriormente los técnicos en arte, han descartado esa autoría, suponiéndola obra de un tal Giovanni Antonio Boltraffio, pintor de segunda o tercera línea, en comparación con el maestro Da Vinci, del que fue discípulo y por esa razón su técnica asemeja a la del maestro.
Lo cierto es que no se está seguro de la autoría, si bien Boltraffio pintó a varias damas de la época, resaltando un aderezo en la frente muy del estilo del que esta pintura exhibe, razón, entre otras, por la que se inclinan los expertos a adjudicárselo.
No obstante, el cuadro es muy valioso, tanto por su arte y técnica, como por la historia que encierra.
Historia que en realidad es una leyenda, porque nada se sabe de ella con toda certeza, salvo lo que la tradición oral ha preservado, transmitiéndola de siglo en siglo y escasamente recogida por los cronistas de la época. A la dama del cuadro se la identificó con una de las amantes de rey francés Francisco I y precisamente la causante de su muerte, aunque de forma indirecta.
La circunstancia por la que dicha pintura se identifica con la dama en cuestión es que se sabe que la Bella Ferronniére puso de moda el aderezo del que se ha hablado antes y que la del cuadro exhibe y que no es otro que un una cinta, o cadena que ajusta alrededor de la cabeza y que sobre la frente se cierra con un camafeo o con una piedra preciosa.

La Bella Ferronnière en el cuadro de Boltraffio
A ese tipo de abalorio se le llamaba en Francia “ferronnière”, razón poco concluyente, si es por sí sola para atribuirle el retrato.
Esta dama, de la que se conoce realmente poco, era la joven esposa de un acreditado comerciante parisino llamado Le Ferròn, no se sabe si por ser este su verdadero apellido o porque su actividad mercantil estaba enfocada a la ferretería, en su más amplia acepción, pues se dedicaba a cualquier tipo de comercio relacionado con el hierro.
Francisco I, rey de Francia, era el enemigo mortal de nuestro Carlos I, más conocido como Carlos V, nombre con el que fue emperador del Sacro Imperio, acrecentando su enemistad, sobre todo, a raíz de su designación como emperador, nombramiento al que Francisco aspiraba.
En su tiempo eran don reyes católicos enfrentados al protestantismo nórdico y británico, que desgastaron sus reinos en luchas entre ellos, cuando los turcos, desde oriente, se iban introduciendo en Europa, llegando hasta las puertas de Viena y alcanzando tal poder y desfachatez que llegaron a infestar el Mediterráneo con su piratería.
Después de la batalla de Pavía, en donde los mercenarios suizos, desertaron de sus filas, Francisco cayó prisionero, trasladándosele a Madrid donde sufrió prisión en la Torre de los Lujanes, viéndose obligado a firmar el Tratado de Madrid, que incumplió tan pronto como fue puesto en libertad tras el acuerdo.
Pero ambos fueron grandes monarcas que prestigiaron la realeza, tanto por sus acciones bélicas, como por su afán por la cultura. El rey francés fue el iniciador e introductor del movimiento renacentista en su país y su corte acogió a las grandes figuras del arte italiano: Leonardo da Vinci, Tiziano, Benvenuto Cellini y muchos otros artistas de la época.
Cuentan que en su palacio de Fontainebeau tuvo colgado el cuado de La Gioconda que compró por cuatro mil escudos de oro, cuando el mercader florentino que se lo había encargado a Leonardo, se negó a pagarle dado el mucho tiempo que el artista había tardado en terminar la obra.
Fue, además, el que adoptó el francés como lengua oficial, sustituyendo al latín que hasta entonces era el idioma oficial en Francia.

Francisco I en un óleo de Tiziano

Pero como muchos de los monarcas de aquella y de todas las épocas, Francisco era también débil de las partes húmedas.
Se había casado con su prima Claudia, hija del anterior rey de Francia, Luís XII, del que era sobrino y con la que tendría siete hijos, pero además de eso plagó el país de bastardos, muchos con mujeres plebeyas y otros con las grandes damas de la corte que fueron sus amantes, como Francisca de Foix, Anna de Piseelieu, la condesa de Châteaubriand, la duquesa de Étampes, Diana de Poitiers, Catalina de Médicis y alguna otra que pasara más desapercibida porque, al monarca, el amor le duraba poco.
En una de sus muchas actividades sociales, conoció a la esposa del ferretero Monsieur Le Ferron, persona gris, trabajadora y muy rica, sin que de él se tengan muchos más datos.
No cabe duda de que a la dama, el cortejo del rey le haría un tilín especial y como todas, cayó sumisa a sus pies, iniciando un romance que duró bastante tiempo.
Pero lo que no está tan claro es que al señor Le Ferron le gustase que su bella esposa pasara más tiempo en la cama del rey que en la suya. Claro que enfrentarse a los deseos del rey de Francia era algo sumamente delicado, a la vez que poco recomendable para los negocios, sobre todo con el del hierro, metal que soportaba una fuerte demanda dado el uso militar para corazas, armas y demás bastimentos.
Por eso y por lo desesperado de su situación, con unos adornos frontales que no podía soportar, el ferretero ideó un plan para vengarse sobradamente del monarca que hacía florecer su frente.
Empezó a frecuentar prostitutas cada vez mas bajas en el escalafón "prostitucional" de París y de todos los puertos a los que había de desplazarse en razón de su actividad comercial.
Las rameras de más baja estofa compartieron cama con el empresario que pronto adquirió una enfermedad que entonces en Francia se llamaba mal italiano, o mal español, pero en España o Italia era el mal francés y que desde que el médico y poeta italiano Girolamo Fracastoro dedicara un poema para informar de la terrible enfermedad llamado Syphilis sive morbo gallicus, en todo el mundo se conoce como sífilis.
El plan era bien sencillo, a la vez que buscaba su desahogo fisiológico se ponía en extremado riesgo de adquirir la tremenda enfermedad que en aquella época era mortal e incurable.
Una vez asegurado de padecer la sífilis, se la contagió a su querida esposa y esta a su majestad el rey Francisco que pagó con su salud y con su vida sus libidinosos instintos.
Francisco murió en Rambouillet que es como decir en París, el día 31 de marzo de 1547, víctima de la sífilis, como tantas y tantas personas fallecieron hasta que la penicilina viniera a redimir a esos enfermos.


viernes, 14 de marzo de 2014

LA MALA EDUCACIÓN




Hace unas semanas asistimos a un hecho singular que quizás por primera vez ocurría en nuestro país: un ciudadano catalán se negó a dar la mano a su alteza real el Príncipe de Asturias. Estas fueron sus palabras y parte de la información facilitada por la prensa:
"No te doy la mano porque no nos dejas hacer la consulta. Te la daré cuando nos dejes votar", le ha espetado Álex Fenoll, un independentista catalán que militó en 'Solidaritat per la Independencia'. Pese a su sorpresa, el heredero de la Corona ha ignorado el desplante y ha seguido adelante.
Es más que posible que algún hecho similar ya se hubiese producido, si bien nunca con el reflejo mediático de esta ocasión, en la que su unían dos circunstancias que hacían del caso un episodio insólito.
Por una parte, el hecho se desarrolló en Cataluña, muy en candelero en los últimos meses por la creciente efervescencia independentista y con la que la acción estaba relacionada, por la otra, tremenda publicidad que desde el primer momento la prensa y luego Internet, han dado al caso.

Imágenes tomadas de la prensa

Quizás en cualquier otro momento de nuestra reciente historia, un hecho similar hubiese pasado desapercibido, encajando de lleno en la esfera de la mala educación, sin que llegara a interpretarse como un desafío a la corona, que es lo que en este singular suceso, se ha incrustado como ingrediente calificativo.
Con una familia real en declive popular por parte de casi todos sus miembros, empezando por el portador de la corona, cuando sus trapos sucios están saliendo a la luz, con una reina consorte que a pesar de ser el más digno representante de la familia, empieza a ser abucheada en público, con dos infantas tocadas por mor de sus desafortunados casamientos y unos Príncipes de Asturias que no han conseguido un heredero varón y cuyo matrimonio, por amor, empieza a hacer agua, como no podía ser de otra manera dada la enorme diferencia existente entre un príncipe y una plebeya, uno puede atreverse a agraviar en público a cualquiera de sus miembros, sabiendo que con su acto de mala educación se creará algún enemigo, pero también muchos que le aplaudirán incluso con las orejas.
Para los que deploran la actitud del ciudadano catalán, rápidamente ha circulado en los medios sociales el nombre y apellidos del interfecto que se llama Alex Fenoll y al que, además, se le pretende hacer el mayor daño que a un catalán y empresario puede hacérsele: molestarle en sus negocios.
Resulta que este individuo tiene una empresa en la que se dedica a vender ropa por Internet y que responde en esta dirección: http://www.shareisfashion.com/ a la que se trata de vetar desde la enorme potencia que las redes sociales han adquirido.
 ¿Y todo eso por qué ha sido?
Pues parece que el tal Fenoll, atribuye al príncipe la imposibilidad de que Cataluña pueda declararse independiente y por esa razón, comete la grosería de no corresponder a su saludo, creyendo que así hace un acto de hombría que hará recapacitar a la real persona y que cambiará su actitud en cuanto a la hipotética independencia de Cataluña.
Los catalanes son así y el que no los conozca que los compre, porque si son capaces de enfadarse con un monstruo del fútbol como Carlos Puyol, porque a su hija le ha puesto por nombre Manuela, como si conocieran las razones por las que lo ha hecho, o como si por llamarse con ese españolísimo nombre ya va a ser anticatalanista, ¡cómo no se van a cabrear con el causante de su más enquistada frustración! ¡Con el despertador de un sueño secreto que ahora quieren hacer realidad aprovechando, entre otras cosas, la debilidad de la corona de España!
Lo lamentable de todo esto es que la casa real ha perdido el respeto de los ciudadanos españoles y están claras y ya expuestas, algunas de las razones por las que se ha caído en semejante declive.
Pero es que, a veces, uno no tiene más que lo que se merece porque, lo que voy a contar ahora es una anécdota real, vivida por un íntimo amigo mío. Un refrán castizo ya reflejaba desde hace siglos que: El que a hierro mata, a hierro muere.
Y ya voy a contar la historia que mi amigo me ha autorizado a hacer pública.
No fue ayer, fue hace ya unos años, concretamente en la primavera del año 2000. En aquel año se concentraron en Cádiz, del cuatro al siete de mayo, la mayoría de los buques escuela del mundo, participantes de una regata que con la llegada del nuevo milenio, quería celebrar por todo lo alto tan importante acontecimiento.
Los buques habían partido de Southampton y de Génova, en una primera etapa que convergía en el puerto gaditano, desde donde partirían para la segunda singladura que consistía en cruzar el Atlántico hasta las Bermudas para posteriormente llegar a Boston y por último a Halifax, en Canadá, donde culminaría la regata.
Con tan fausto motivo, el puerto y la ciudad de Cádiz estaban deslumbrante, aunque no era aquella la primera vez que vimos a nuestra ciudad así de engalanada
La primera vez que nuestro puerto, en otras épocas el más importante del mundo, se vio abarrotado de grandes veleros fue con motivo de la Expo’92 y ciertamente que en aquella ocasión, nos quedamos asombrados de tanta belleza como surcaban los mares del mundo en forma de airosos veleros.
En aquella ocasión la ciudad de Cádiz estaba preciosa y su muelle era, en esos momentos el más bonito del mundo. Los bergantines, las goletas, las corbetas, los navíos, los paquebotes y muchos otros más con nombre tan ilustres como nuestro Juan Sebastián de Elcano, el italiano Amérigo Vespucci, los portugueses Creoula y Sagres, el polaco Frederik Chopin, el británico Lord Nelson, el ruso Mir o el alemán Humboldt II, abarrotaron el puerto.
Pero la regata del 2000, no desdecía nada de aquella otra ocasión y otra vez los buques escuela Amérigo Vespucci, Mir, Humboldt II, Esmeralda, gemelo de Elcano, de la marina chilena, Libertad, argentino, Cuatemoc mejicano o el Simón Bolívar venezolano, se engalanaron durante su estancia en nuestra ciudad.
En la resplandeciente mañana del siete de mayo, se dio el pistoletazo de salida y uno a uno, los enormes veleros fueron levando anclas y soltando amarras para dirigirse a la bahía, desde donde se daría la salida.
Como cualquier lector puede imaginar, el espectáculo era extraordinario y yo mismo, desde mi casa, en El Puerto de Santa María, afortunadamente situada frente al puerto de Cádiz, prismáticos en ristre, me dispuse a contemplar el acontecimiento único.
Millares de personas se agolparon en los muelles, en el rompiente de la Punta de San Felipe y a bordo de veleros y otras embarcaciones deportivas de los clubes cercanos, mientras que las autoridades fueron invitadas a contemplar el espectáculo a bordo de una fragata de la marina española.
La guinda del precioso pastel la ponía la presencia del Príncipe de Asturias, llegado aquella misma mañana en avión militar a la Base de Rota y desplazado por carretera hasta el puerto de Cádiz.
Previa a la salida de los veleros, la fragata soltó amarras y con el príncipe a bordo, luciendo el uniforme de teniente de navío, se hizo a la mar.
A bordo se encontraba mi amigo y protagonista de la anécdota, el cual estuvo departiendo con los demás invitados que mariposeaban alrededor de la alta y egregia figura del heredero de la corona que venía acompañado por la Ministra de Jornada, Margarita Mariscal de Gante.
Cuando ya todos los veleros habían salido a la bahía, mi amigo, que se encontraba en la cubierta de popa, observó cómo el Príncipe, deshaciéndose de la ministra, se dirigía de frente hasta donde él se encontraba y en un gesto rápido de mero protocolo, le extendía la mano, que mi amigo estrechó con leve inclinación de cabeza, sin mediar palabra alguna. Su Alteza, que lo que pretendía, era contemplar tranquilamente el paso del J.S. Elcano, se sitúa justo a su lado, casi hombro con hombro. Momentos después de lo narrado, nuestro buque escuela hace su aparición desplegando velas de manera espectacular y pasando a escasos 30 metros de estos dos espectadores privilegiados.
Mi amigo creyó llegado el momento mas adecuado para romper ese silencio denso e incómodo que entre los dos existía y de forma respetuosa y al mismo tiempo cariñosa, con su profunda voz de tenor, se dirigió al príncipe diciéndole: ¿Imagino que en estos momentos, recordará usted con cariño su época de Guardiamarina en Elcano?
La respuesta nunca se produjo y ni una leve mirada a mi amigo, vino a aliviar la tensión que se produjo. Solamente, silencio e ignorancia. Único testigo mudo de la escena, un policía de paisano en funciones de seguridad.
Mi amigo mas abochornado y decepcionado, que ofendido, casi de puntillas para no “molestar”, hizo mutis por el foro, cantando muy bajito una retahíla de improperios, que ya el lector se puede imaginar.
El príncipe sabía que todos los invitados de aquella salida a la mar, eran autoridades de Cádiz, su provincia, Andalucía, España y de otras nacionalidades. Ciertamente que no conocía a mi amigo, pero fue él quien invadió su espacio y aunque hipotéticamente, la pregunta hubiera estado fuera de lugar, atendiendo a un estricto protocolo real, por cierto que muy desfasado, por el tono, la ocasión y las circunstancia concurrentes, contestarla siquiera con una simple afirmación de cabeza, hubiese sido además de un acierto, un detalle de buena crianza.

Elcano con las velas desplegadas


En Cataluña, el príncipe no ignoró el desplante, en las aguas de la bahía, ignoró a una persona que trataba de ser cariñoso y  cortés con él.

Así que, Felipe, no te quejes si alguien ha hecho contigo lo mismo que un día hiciste tú con una persona que se merecía todo tu respeto y consideración.


martes, 4 de marzo de 2014

LA REALEZA EN EL BANQUILLO (Y II)





Nos habíamos quedado en que, revestido de la apariencia de un hecho poco probable, varias veces se había mencionado la existencia del documento que Zavala dice haber encontrado en el Ministerio de Justicia y que transcribe en su obra.
El que sea poco probable no le niega verosimilitud, por lo que no hay que dudar por principio y mucho menos, negarlo, si bien, sería conveniente que sobre el hecho se realizase la oportuna y exhaustiva investigación que afirmase o negase su existencia y en caso afirmativo aclarase, si es que hay algo que aclarar, su contenido.
Porque de ser cierto cuanto se ha dicho, es obligado pensar que la dinastía reinante en España se había extinguido y eso lo sabía el rey Fernando VII, el noveno hijo de María Luisa de Parma y de padre desconocido según este documento, que aun colocado en tan desventajosa posición del escalafón real, llegó a gobernar, ya que los ocho hermanos anteriores o fueron mujeres o murieron prematuramente.
Además de esos catorce embarazos, la reina María Luisa tuvo diez abortos, es decir que estuvo veinticuatro veces embarazada.
Esa enorme cifra da una idea del desarreglo lúbrico de la pobre señora, por cuya cama pasaron ilustres personajes, desde el incombustible Godoy, hasta el libertador Simón Bolivar, que tomó el relevo de su compatriota, el guardia de corps y también privado de la reina, Manuel Mallo, que a su vez lo había tomado de Manuel Godoy, cuando éste fue desterrado a Roma, pero que a su vuelta y gracias a las armas que esgrimía y que guardaba dentro de su calzón, volvió a conquistar el favor real.
Hay voces que afirman que el fraile Almaraz no existió, que es un invento de alguien con intención de desacreditar la ya tocada familia real española, pero lo cierto es que el fraile acompañó a los reyes en el exilio y a su muerte, la reina María Luisa, dejó en su testamento una manda para que se pagase al fraile la cantidad de cuatro mil duros, con idea de resarcirle de los enormes sacrificios que había realizado y facilitarle su vuelta a España en buenas condiciones económicas. Pero Fernando VII se negó a pagar esa cantidad. El testamento existe y está por tanto constatada la existencia del siervo del Señor.
El fraile, sin la protección de la reina, quedaba en una situación en extremo precaria, por lo que se decidió a escribir al rey solicitando se cumplimentase el testamento de su señora madre y veladamente exponerle el secreto del que era depositario, sin llegar a decirle que lo utilizaría en caso de no ser atendido.
Sin duda que al rey aquella velada amenaza no gustó en absoluto y ordenó su secuestro en Roma y su traslado a Peñíscola en donde quedó completamente incomunicado y de donde salió tras la muerte de Fernando VII y aprovechando un indulto real que era costumbre en la época, tras la coronación del nuevo monarca.
La siguiente reina disoluta, cuarta esposa de Fernando VII, fue María Cristina de Borbón Dos Sicilias, que tras la muerte de su marido, se casó en secreto con un sargento de la guardia de corps llamado Agustín Fernando Muñoz Sánchez, hijo de un estanquero de Cuenca.
Quizás avergonzada de su plebeyo esposo, no reconoció públicamente estar casada, pero como cada año paría un vástago, se supo que la reina, ya fuera de sacramentada legalidad o de lujuriosa necesidad, se aliviaba en la intimidad del palacio, disimulando su estado con los voluminosos vestidos de la época y una oportuna retirada a cualquiera de sus posesiones en el momento del parto. Luego, distribuía a los vástagos como mejor conviniera y a empezar de nuevo.
Esta reina fue la madre de Isabel II y ejerció la regencia en la minoría de edad de Isabel hasta que fue expulsada de España por el general Espartero, declarando la mayoría de edad de la reina cuando acababa de cumplir trece años.
No fue hasta entonces que María Cristina se dirigió al Papa Gregorio XVI suplicando le concediese el reconocimiento de su matrimonio morganático, a lo que el pontífice accedió.

María Cristina de Borbón Dos Sicilias

Y con Isabel II, se rompió el molde. La obligaron a casarse con su primo Francisco de Asís de Borbón, duque de Cádiz, reconocido homosexual, al que el pueblo llamaba “Paquita” y que según la propia reina, en la noche de bodas llevaba en su camisa de dormir más encajes que ella, por lo que la reina, ardiente por los bajos, como todos los Borbones, se vio obligada a buscarse el consiguiente alivio para tantas calores. El primero fue el que ella llamaba El General Bonito, refiriéndose al general Serrano, con el que protagonizó tales escándalos que el ejército lo trasladó fuera de Madrid.
A éste siguieron el cantante Pepe Mirall, el compositor Emiliano Arrieta, otro militar, el coronel de la Gándara, el capitán José María Arana, conocido como “El pollo Arana”, que fue el padre de la infanta Isabel, conocida como “La Chata” .
Pero la más desastrosa de todas fue con el capitán de ingenieros Enrique Puig Moltó, reconocido oficiosamente como el padre de Alfonso XII, al que llamaban “Puigmolteño” .
Otros amantes fueron el general O’Donnell, el cantante Tirso Obregón, José Murga y Reolid, Carlos Marfiori que la acompañaría al exilio en París y el capitán de artillería José Ramón de la Puente.
Producto de esta desenfrenada lujuria, la reina quedó embarazada en doce ocasiones al menos, siendo la más destacada la ya señalada del nacimiento de Alfonso XII.
Y éste, menos mal que murió joven, pues con veintiocho años ya entrego su alma al Altísimo, como se decía en aquellas fechas, no sin antes protagonizar los más descarados y embarazosos escándalos de faldas; el más sonado, el mantenido con la cantante de ópera Elena Sanz, cuya relación duró desde parte de su viudedad, hasta su muerte, ya casado en segundas nupcias con otra María Cristina, esta vez de Habsburgo-Lorena y con la que tuvo dos hijas y un hijo, Alfonso XIII, rey desde su nacimiento, pues éste se produjo después de muerto su padre.
Pero Alfonso XII tuvo con la contralto otros dos hijos, el mayor, Alfonso Sanz, nació cuando su padre era viudo, por tanto era hijo natural y no ilegítimo, pues sus padres tenían capacidad para casarse al tiempo de su nacimiento y en consecuencia, abrió una corriente de opinión, según la cual le correspondía la corona de España.
Como la muerte del rey, aunque esperada, dado lo avanzado de la tuberculosis que padecía, sorprendió a todos por lo repentina, no tuvo tiempo el monarca de arreglar la situación económica de su familia clandestina.
Tras algunas negociaciones con la familia real y bajo promesa de no hacer público ningún documento que atestiguase la paternidad de los dos hijos menores de Elena, la familia recibió una buena cantidad que les permitía vivir con cierta comodidad. Pero a la muerte de Elena, ocurrida pocos años después, las cosas cambiaron. Su hijo mayor, Jorge, de padre desconocido, tomó la tutela de los dos hermanos menores y comprobó que el capital que se había depositado para la familia, había sido malversado con una importante merma.
Se negoció intensamente hasta que la reina regente, María Cristina, se avino a conceder una pensión vitalicia a los hermanos Alfonso y Fernando Sanz, aunque luego incumpliera su promesa. Se recurrió a los tribunales en donde el administrador, un tal Ibáñez reconoció su intervención en la mala administración y en la falsificación de las cuentas.
Consciente la casa real de que había actuado negligentemente, el rey Alfonso XIII se comprometió a resarcir a los hermanos Sanz (sus hermanos), pero también incumplió su promesa.
El Tribunal Supremo vio la demanda presentada por Alfonso Sanz, contra los herederos de su padre, Alfonso XII y en aras a conseguir el reconocimiento de hijo natural con todas sus condiciones como heredero.
El proceso era muy escabroso y aunque silenciado hacia la opinión pública, entre la que el monarca fallecido gozaba de cierto carisma, siguió desarrollándose lentamente y en el curso del cual se llamó a declarar, ni más ni menos, que a la reina María Cristina, la cual, como su tocaya de un siglo más tarde, aseguró que ella desconocía la existencia de aquellos dos hijos de su esposo, que no sabía lo que éste hacía y, como suelen decir muchos antes las preguntas que se les formulan: “Yo estoy ignorante de tó”. Y no sé lo que es el IRPF, porque eso todavía no se ha inventado.
Por último, un sorprendente paralelismo en los gustos de los miembros de la casa de Borbón, destaca sobre todos los demás. No es que se parezcan físicamente, que ya lo es, sino de que a todos les gustan las mismas cosas: cazar y las damas del mundo de la farándula.
Dejando el mundo cinegético aparte, pues carece del necesario morbo, las damas de los escenarios causaron furor entre los borbones. Ya hemos visto el afán de Fernando VII por la Tirabuzones, o el de Alfonso XII por Elena Sanz para seguir con el de su hijo, el XIII por Carmen Ruiz Moragas, Genoveva Vix, La Bella Otero, Celia Gámez y alguna otra que pasaría desapercibida.
No hay nada nuevo, todo ha ocurrido ya antes.
Y de los primeros en empezar fue Carlos I, que nada más llegar a España se lió con su abuela, Germana de Foix, viuda de Fernando el Católico, un montón de años mayor que él y con la que tuvo una hija.