sábado, 28 de junio de 2014

LA COFRADIA DE BELCHITE





Decía una enciclopedia de la Editorial Bruño con la que estudié antes de iniciar el bachiller que: “Los árabes eran un pueblo de Arabia que fanatizados por las predicaciones de Mahoma, emprendieron la conquista del mundo. La capital de su imperio que se extendió por Asia y África, fue Damasco”.
No creo que exista una mayor capacidad de síntesis para describir lo ocurrido y hacérselo comprensible a un niño de menos de diez años.
Porque eso fue lo que en realidad ocurrió, tras la Hégira, que es su huida de La Meca a Medina, las prédicas de Mahoma arraigaron de tal manera que enfervorecieron al pueblo que se lanzó, en una “guerra Santa” que los árabes llaman “Yihad”, a conquistar el mundo.
Y por poco lo consiguen, pues si Carlos Martel no los para en Poitiers, se cuelan en Europa lo mismo que se habían colado hasta la cocina en la Península Ibérica.
Mucho tardaron los cristianos en darse cuenta que el verdadero espíritu aglutinador de la idea de conquista no era otro que el de extender sus creencias hasta los confines de la Tierra, acabando con los infieles e implantando el Islam como religión única y verdadera, y lo que es más importante, como único modo de vida y sociedad.
Ya saben quienes me leen, que en temas de religión soy muy curioso a la vez que escéptico y no me creo nada, o casi nada, de nuestra religión, en la que fui bautizado y adoctrinado. ¡Cómo me voy a creer entonces que un arcángel, de los que inventaron los supuestos evangelistas y la Iglesia les dio carta de naturaleza, se vaya a aparecer a un musulmán! ¿Se le aparece a Mahoma y le inspira que pueden tener varias mujeres, que van a ir al cielo si matan a los cristianos, que no beban alcohol ni coman cerdo? Pues el que quiera que se lo crea.
Pero es que todo no queda ahí porque se cuenta en los “hadices”, algo así como para nosotros son los Hechos de los Apóstoles, que Mahoma recibió la visita del arcángel San Gabriel, el cual le abrió el pecho para sacar su corazón y extraer un coágulo negro. Después lavó el corazón en un recipiente de oro y lo devolvió a su sitio, como si fuese el famosísimo doctor Barnard, mientras le advertía que había limpiado el sitio donde Satán podía seducirle.
Dejando aparte mis personales inclinaciones, lo cierto es que un pueblo inculto y desarrapado como eran los árabes en aquel momento, se creyeron eso y muchas otras cosas más, a pies juntillas y sin pensárselo dos veces, emprendieron la conquista del mundo, como decía mi enciclopedia.
Pero pasados los años, incluso algunos siglos, los árabes se cultivaron y fue un pueblo culto, amante de la ciencia y la sabiduría, aunque siguieron creyendo en las mismas cosas y si me apuras, cada cierto período de tiempo dando un giro de tuerca y apretando más en las creencias fundamentalistas.
Por el contrario, sus oponentes y para centrarnos en nuestro caso, los cristianos de la Península, no entendían aquella invasión como una guerra de religión sino como una vil y consumada apropiación por la fuerza de nuestro suelo patrio, contra lo que lucharon con sus armas y su tesón, en desigual batalla que fueron ganando poco a poco.
No fue hasta que los cristianos se dieron cuenta de que aquel enfrentamiento de siglos tenía que revestirse de una religiosidad similar a como los invasores habían enfocado su tema, que las cosas no empezaron a cambiar.
Comenzando con el Voto de Santiago, que fue tema de un artículo reciente y siguiendo luego con el ejemplo que las cruzadas a Tierra Santa les proporcionaba, encontraron la solución. A las batallas contra los moros de Al-Andalus había que darles el mismo carácter de las cruzadas: como hacía el enemigo, considerarla Guerra Santa.
Sorprende ver el escaso número de batallas importantes acaecidas en los ochocientos años de invasión y presencia musulmana en la Península y es verdad que hubo pocas importantes, pero innumerables escaramuzas fronterizas, pequeñas batallas que se iniciaban de uno y otro lado, con la intención de apoderarse de territorio y colonizarlo.
Me saldré ahora un poco del tema porque me parece muy interesante y curioso comentar lo que viene seguidamente, porque la colonización fue el verdadero motor de la Reconquista y gracias a ella se fue ganando paulatinamente el territorio ocupado por los musulmanes, liberando pueblos y villas, o creándolos nuevos, aunque en estos casos el problema surgía a la hora de repoblar.
Para incentivar a los individuos a afrontar un riesgo cierto y trasladarse a zonas que quedaban casi en tierra de nadie y en donde sabían que les iba a resultar difícil recibir ayuda en caso necesario, se otorgaban, sobe todo en el reino de Aragón, las llamadas Cartas Pueblas o los Fueros, que no eran otra cosa que una relación de privilegios para los colonos, que pasaban a ser los llamados infanzones, o nobleza del pueblo, personas libres y dueñas de las tierras que cultivaban.
En algunos casos los beneficios eran de carácter pecuniario, como exención de tributos, pero en otros era de carácter más espiritual como los derechos de ingenuidad y de franqueza.
Al contrario de lo que pueda parecer, la ingenuidad no era convertir en simples o necios a los colonos, muy al contrario, era el derecho a ser libre por nacimiento y no doblar la rodilla ante el rey; y la franqueza era poder hablarle con claridad, francamente y recurrir a él en demanda de justicia.
Y hecho este paréntesis continúo con  el tema.
En aquella época era muy común ver cabalgar en la batalla, junto al rey, a los obispos o arzobispos implicados en el tema que se dilucidaba. Fueron estos altos cargos de la Iglesia quienes a través de su influencia, consiguieron que los Papas consideraran, como cruzada de la cristiandad, la guerra contra los moros y así, esas cruzadas eran proclamadas por las diferentes órdenes religiosas en todos los rincones de Europa.
Como consecuencia de esa llamada, una gran cantidad de nobles sobre todo franceses, pero también alemanes, italianos, británicos y de muchos otros lugares, se llegaron hasta la Península para ponerse, con sus huestes, a disposición de los reyes sobre todo de Aragón, pero también de Castilla.
Reinaba en Aragón Alfonso I, que ha pasado a la Historia con el merecido sobrenombre de El Batallador, porque fue quizás el rey más guerrero de todos los que coexistieron con el período de dominación musulmana, cuando las batallas contra los sarracenos empezaron a tener el carácter sagrado de cruzada.
Ese fenómeno se daba fundamentalmente porque en la Edad Media apareció un exagerado sentimiento religioso que impregnaba todo en la vida y que se unió a otro sentimiento también muy arraigado como era el ideal de la Caballería.
Un caballero andante se echaba a los caminos a defender al débil y a luchar contra la injusticia. Si era noble y rico, llevaba con él a su mesnada, si no lo era, se arriesgaba solo a afrontar todos los peligros.
Fue tan importante este movimiento que generó una amplísima literatura sobre el género que a todos nos entusiasmó cuando jóvenes.
Al unirse los dos sentimientos, tan fuertemente arraigados, en el contexto de las cruzadas, surgen las llamadas órdenes militares, compuestas por caballeros que abrazan la religión y la espada (miles Christi), dedicando exclusivamente su vida en servicio a la defensa de los Santos Lugares y de los caminos que a ellos conducían.
Estas órdenes fueron inicialmente los Templarios, los Hospitalarios y los del Santo Sepulcro, más tarde aparecieron muchas otras.
Para crear un paralelismo aún más fuerte con el espíritu de las cruzadas a Tierra Santa, el rey Batallador creó en Aragón la que sería la primera orden militar española: la Cofradía de Belchite.
Corría el año 1122 cuando Alfonso I tuvo la feliz idea de crear en la ciudad de Belchite, conquistada a los moros un par de años antes y a la que se dotó de un fuero muy ventajoso, en el que incluso se contemplaba la exoneración de las responsabilidades contraídas por la comisión de cualquier delito, a quien se afincara en sus tierras, una orden religiosa de carácter militar para proteger los campos y los caminos.



Alfonso I el Batallador

Para completar el panorama de dificultades que presentaba la repoblación y dar protección a los colonos que fueran llegando, el rey reunió al arzobispo primado de Toledo, al legado del Papa y a los arzobispos más influyentes de toda la Península, Gelmírez el de Compostela, y Olegario el de Tarragona, que junto a otros varios obispos, tanto leoneses como castellanos, asistieron al rey en la creación de aquella orden militar.
A los  cofrades, por el mero hecho de serlo, se le concedieron privilegios espirituales acorde a los ya concedidos en el fuero y consistentes en indulgencias, levantamiento del ayuno o la abstinencia, etc., pero si además donaban equipamientos o consumibles, postulaban con beneficio a la Cofradía, o la pregonaban, se les llegaba a redimir de las obligaciones propias de la Cuaresma.
Como se aprecia, era todo un beneficio importante en el que buscaron refugio innumerables caballeros tratados por la fortuna de forma poco amable que encontraban entre los muros de la Cofradía su descanso espiritual y físico y en el campo de batalla contra el moro, la máxima satisfacción.
Tan bien le fue al rey aquella invención que dos años más tarde y con la misma finalidad, creo la Orden Militar de Monreal, en la villa de Monreal del Campo, en Teruel.

Años más tarde, la Cofradía de Belchite se adhirió a la Orden del Temple, que fue extinguida el 13 de octubre de 1307, lo que supuso su desaparición, pero los resultados militares obtenidos hasta ese momento, han sido considerados de alto valor.

viernes, 20 de junio de 2014

MIEDO AL MILENIO





Que el hombre es animal de costumbres no hay quien lo ponga en duda. La tendencia a continuar como estamos, prevalece sobre cualquier perspectiva de cambio incluso si éste es a mejor.
Por eso cada Nochevieja brindamos por el año que se nos va y pedimos, casi imploramos, como si en ello no fuera la propia vida, que el venidero sea, por lo menos, igual, temiendo que algo nos pueda cambiar.
Ritualizamos el tema de tal manera que parece que no hemos entrado en el nuevo año si no nos atragantamos con las doce uvas y brindamos con champán, para así congraciarnos con el nuevo tiempo que nos va a tocar vivir y que éste sea indulgente con nosotros.
Si eso es así cada cambio de año, cambiar de siglo es una apuesta que va un poco más allá, pero no representa casi nada temeroso, más de lo que ya era cambiar de año.
Lo que le ha dado pavor a nuestra humanidad occidental ha sido el cambio de milenio, una experiencia que tenemos bien próxima y que por otros motivos distintos a lo que supuso en su anterior edición, también nos turbó, pues hubo quien se encargó de vaticinar que todo el complejo informático sobre el que gira nuestras vidas, se iría al traste y perderíamos hasta nuestra identidad cuando la fecha que manejasen los ordenadores empezara el año por un dos, para lo que no estaban programados.
Nada más falso, pues no pasó absolutamente nada. Los ordenadores continuaron su rutina como era de esperar, pero las Administraciones de muchos países vivieron momentos de verdadera preocupación y congoja, hasta el extremo de que se establecieron servicios de emergencia de personal experto en muchas áreas, incluso en la seguridad pública, para atender los supuestos incidentes que con toda certeza se iban a producir.
Otros vaticinios eran aún peores y en el recuerdo de todos están, pero el que no ha faltado nunca, desde el principio de nuestra Era, ha sido el de la proximidad del fin de los tiempos.
No conviene olvidar, aunque la Iglesia ha hecho lo posible para que así ocurra que Jesucristo, convertido en dios por los apóstoles muchos años después de muerto o desaparecido, era un profeta apocalíptico, o al menos así se presentaba ante la sociedad judía de su época: anunciando el inminente fin de los días, por lo que era tan importante ponerse a bien con Dios.
Eso ya ocurría en el inicio del primer milenio y ese afán catastrofista perduró, acongojando las almas de los fieles, durante muchos años, pero nos dicen los tratados sobre la historia que cuando se aproximaba el fin del primer milenio, cuando el año 1000 estaba próximo, nuevamente corrió por Europa el frío ventarrón del final apocalíptico.
¿Es verdad que existió en la sociedad católica un sentimiento general de temor ante la llegada del nuevo milenio?
Según nos han transmitido parece que sí, que la última noche del año 999, gran parte de la cristiandad la pasó rezando como única protección existente contra la catástrofe que se avecinaba. Pero llegó el nuevo milenio y no ocurrió nada, como nada había ocurrido en su principio ni nada ocurrió a su final, que todos hemos vivido.
Semejante fracaso vaticinador, cuando se está representando a la Iglesia del único Dios verdadero, al que se supone ha de estar bien informado sobre lo que ha de ocurrir y así transmitírselo a sus representantes en la Tierra, debería de ser suficiente motivo para plantearse la verdad de muchas otras cosas, pero jamás se ha realizado un examen a conciencia sobre este particular yo creo que porque muy en el fondo, todos sabemos, vislumbramos, intuimos que estamos asentados sobre una enorme profusión de creencias, sobre las cuales no estamos muy seguros, pero es más fácil, más cotidiano, seguir con la representación que nos han propuesto que viajar por libre y a contrapelo de la doctrina.
Pero lo que resulta aún más lamentable es que para acongojar los corazones de los infelices ciudadanos occidentales de las oscuras épocas en las que la religión católica lo impregnaba todo, cosas como el temor al año mil, ni fue un movimiento ecuménico de la sociedad europea ni era posible que así lo fuera y voy a tratar de explicarme.
Más antigua que la católica eran otras religiones que coexistían en nuestra baja Edad Media. Todas las religiones asiáticas llevaban ya muchos más siglos de historia, sin que nunca se hubiesen preocupado por las catástrofes que los cambios de siglo profetizaban. Muy próxima a nuestros antepasados medievales la religión hebrea nos llevaba siglos de antigüedad
Por contra, la religión islámica vivía en el año cuatrocientos y pico, muy lejos del cambio de su milenio.
Por tanto, de haber existido ese movimiento de terror, habría sido solamente en el entorno cristiano.
En muchos lugares coexistían diferentes religiones como ocurría en la Península Ibérica en donde musulmanes, judíos y cristianos, juntos, pero no revueltos, ocupaban un mismo territorio, pero solamente los cristianos desarrollarían esa especie de histeria colectiva que había ido alentando la Iglesia desde los tiempos de su fundador.
El hecho es que en varias partes de Europa aparecieron falsos profetas que fomentaron el mito de una próxima apocalipsis.
Pero, ¿pudo haber un instante de verdadera histeria colectiva en la cristiandad como se nos ha contado?
Mi opinión es que no y por varias razones.
Desde hace muchos años en todos los hogares del mundo civilizado, detrás de la puerta de la cocina hay un almanaque cuyas hojas vamos desgranando conforme pasan los meses y algunas personas, muy ordenadas, anotan sobre sus guarismos alguna cita de interés. Eso, junto con que se nos repite la fecha y la hora del día en innumerables ocasiones a lo largo de la jornada, hace que todos sepamos el día en el que vivimos y podamos coincidir en celebraciones como el cambio de milenio, pero en la Edad Media no era así.
Dejando aparte algunos colectivos cultos, la gente desconocía el día en el que estaban viviendo y las referencias en relación con los años de una persona era tan ambigua como que se tomaba la coronación de un Papa o de un rey, una guerra u otro acontecimiento importante para centrar el tiempo, pero es que, además las reglas para contar el tiempo eran muy distintas de unos países a otros.
Muchos países seguían rigiéndose por el calendario romano, mientras otros lo hacían por el cristiano que regía desde el siglo VI. Es decir, los primeros databan los años desde la construcción de Roma, los segundos desde el nacimiento de Jesús.
Un sabio llamado Dionisio el Exíguo fue quien calculó que Jesús había nacido el año 753 Ad urbe condita (de la construcción de Roma) y así se empezó a contar, con el solo propósito de establecer las fechas  litúrgicas, no las históricas.
Hoy sabemos que Dionisio se equivocó lamentablemente en la datación y el nacimiento de Jesús debió ser como cuatro o cinco años antes, aunque eso carece de importancia, de igual manera que al desconocer en aquel tiempo el número cero, la era cristiana pasó del año 1, antes de Cristo al año 1 qdespués de Cristo, que en la liturgia se denominaba Anno Domini, o año del Señor, en sustitución del romano Ad urbe condita, o creación de Roma.


Retrato de San Dionisio, el Exiguo

Este calendario se fue imponiendo poco a poco pero tardó más de tres siglos en ser adoptado por casi toda la Iglesia, menos en España y el sur francés, que no contaban los años ni por el calendario romano ni por el litúrgico sino que hacían coincidir el año uno a partir con la pacificación de Hispania, en tiempos del emperador Augusto, ocurrida en el año 37 antes de Cristo.
Eso quiere decir que cuando en España y en el sur de Francia estaban en el año 1037, los que seguían el calendario romano estaban en el 1006 y los que lo hacían por el calendario litúrgico estaban cruzando el milenio.
Por tanto, cabe descartar la teoría de la histeria colectiva que azotó Europa, si bien es cierta la proliferación de vaticinadores que aseguraban el fin de los días y la vuelta del Mesías, vuelta que aún estamos esperando, afortunadamente.
Por cierto, en la tierra de Palestina, donde se desarrolló gran parte de la vida pública de Jesús, muchos de sus contemporáneos y todos los seguidores de la religión judía, siguen esperando la llegada, no la nueva llegada del Mesías, sino su primera venida, porque para ellos, para sus contemporáneos, Jesús era un simple rabí y nunca fue considerado como mesías y mucho menos como “El Hijo de Dios”.

Y que cada cual que piense y crea en lo que quiera. Yo, como siempre, no creo en nada.

viernes, 13 de junio de 2014

LA CORONA O LA MITRA






Se conoce como “simonía” la compra de dignidades religiosas u otros bienes de carácter espiritual a cambio de dinero, por medio de presiones u otro tipo de trueque y se llama así porque ya en el primer siglo de nuestra historia, el líder religioso samaritano, Simón el Mago, quiso comprarle al apóstol san Pedro su capacidad de realizar milagros y transferir al Espíritu Santo.
Como es natural, el apóstol se escandalizó de la proposición que recibía, pero aquel deseo primitivo no se extinguió y hasta mucho más tarde de lo que creemos, la simonía estuvo presente en las irregulares prácticas de la Iglesia.
Una vertiente de esta práctica fue lo que se conoció como la Investidura, por la que reyes y emperadores, nombraban a dignidades eclesiásticas a su capricho y que motivó un duro enfrentamiento entre la Iglesia y el emperador del Sacro Imperio que terminó allá por el año 1122 con la sanción en el concilio de Letrán que estableció que las investiduras religiosas correspondían exclusivamente a la iglesia, con entrega de anillo y báculo, mientras que al poder civil correspondían las investiduras feudales.
Desde entonces, muchos fueron los Papas, obispos, cardenales, abades y otras dignidades eclesiásticas que accedieron a tan alta dignidad mediante pago de su importe.
Ahora vemos como una barbaridad, incluso como una herejía, el que un señor, ya fuera rey, noble, o simplemente adinerado, pudiera comprar para su hijo la silla pontificia o el báculo de obispo, sin que la ordenación sacerdotal, ni la vocación, ni la formación religiosa, ni otras consideraciones que estaban en el ánimo de cualquier buen católico, hubieran de estar presentes en la persona afortunada que accedía a aquella dignidad, a veces, a edades tan tempranas que susto y vergüenza da pensarlo.
Este tema, aunque de pasada, ha sido tratado en este blog en varias ocasiones y muy concretamente en los tres artículos denominados Las vacaciones del Espíritu Santo (consultar http://unalupasobrelahistoria.blogspot.com.es/2013/08/las-vacaciones-del-espiritu-santo-i.html y siguientes) pero siempre desde la idea de que aquella práctica fue cosa de los oscuros años de la Baja Edad Media y que con la modernidad fue desterrada para siempre.
Pero, ¿fue así? Me parece que no, que la corrupta práctica ha llegado, al menos y en casos que yo conozco, hasta el primer tercio del siglo XVIII y además no fue un lejano príncipe italiano o un emperador alemán quien trataba de colocar por la vía de lo santificado a su hijo, ni mucho menos. Este caso nos queda tan cercano como que ocurrió en España.
El comienzo del siglo XVIII supone el cambio de casa reinante en España. Se extinguen los Austrias y Francia nos impone a los Borbones. Felipe V, aunque era nieto de una infanta española, María Teresa de Austria y sobrino nieto del último de aquella casa, Carlos II, pertenecía a la casa Borbón y llega a nuestro país con clara intención de gobernarlo y quedarse. Su llegada supone el inicio de la Guerra de Sucesión que terminó con la paz de Utrech y la pérdida de Gibraltar y Menorca, entre otras pérdidas todas muy lamentables.
Quedarse y asentar una dinastía es el deseo del nuevo rey, por lo que se esfuerza por conseguir descendencia con su esposa María Luisa Gabriela de Saboya, no en vano el pueblo lo conoce como “El Animoso”.
Pero la endogamia que las monarquías europeas venían practicando desde siglos atrás, pasa factura y así dos de los cuatro hijos que tuvo el matrimonio murieron en la infancia y el primero, que reinó durante doscientos veintinueve días, con el nombre de Luís I, murió con diecisiete años. (Sobre este episodio se puede consultar el artículo http://unalupasobrelahistoria.blogspot.com.es/2013/03/el-mas-breve-y-el-mas-largo.html, )
Fue el cuarto hijo el que sucedió a Felipe V y que lo hizo con el nombre de Fernando VI.
También murió muy joven la esposa de Felipe V, María Luisa y al rey viudo le faltó tiempo para casarse en segunda nupcias, esta vez con Isabel de Farnesio, con la que no tenía vínculos familiares, detalle que se ve perfectamente en la salud de la progenie.
El matrimonio tuvo siete hijos, pero el que nos interesa a los fines de este artículo es el que hizo el lugar sexto y que llevaba por nombre Luís Antonio Jaime de Borbón Farnesio.
Nació el infante Luís Antonio el 25 de julio de 1727 en el palacio del Buen Retiro de Madrid, en donde pasó sus primeros años al cuidado de mujeres, como era preceptivo en la época, hasta que a la edad de siete años se le adjudicó habitación aparte y pasó a ser asistido por hombres, siendo su ayo el italiano Aníbal Scotti, que lo instruyó en las materias que eran comunes también en la educación de los príncipes e infantes.


El infante-cardenal

Dicen que no era tan inteligente como lo parecían sus dos hermanos mayores, Carlos y Felipe, a los que su madre, la Farnesio, consiguió colocar en Italia de manera más que decente. El príncipe Carlos fue nombrado rey de Nápoles y Sicilia y más tarde, por avatares del destino, sería rey de España, con el nombre de Carlos III. El príncipe Felipe fue “colocado” como duque de Parma y de Toscana.
La Farnesio debía ser un lince en materia de política y su esposo, el rey Felipe V que presentaba un notable desmejoramiendo de salud, sobre todo mental, sólo era capaz de ver por los ojos de su esposa, de la dicen que era una mujer atractiva, aunque con la cara picada de viruelas y se avenía a hacer cuanto ella dispusiera con el fin de alimentar su enorme ambición a cambio de un exquisito trato de alcoba, no en vano, el Animoso, ya presentaba la tendencia a la rijosidad que caracteriza a los Borbones.
El futuro de las infantas lo solucionó la madre casándola más tarde con reyes, pero para el infante Luís Antonio, la reina no encontraba nada a su gusto.
En el año 1734 murió el cardenal y arzobispo de Toledo, Diego de Astorga y Céspedes y a la reina se le encendió la lamparita y vio con claridad cual era el futuro de su último vástago varón: lo convertiría en la máxima autoridad eclesiástica del Imperio Español.
Si hay algo que se pueda acercar a una corona es una mitra y así, Felipe V, expresó al papa Clemente XII el deseo de que su hijo, el infante Luís Antonio, que tenía poco más de siete años, se convirtiera en el nuevo arzobispo de Toledo.
Como es natural, el Papa, que esos temas los tenía un poco olvidados, recibió la petición aparentando síntomas de escándalo y puso todos los obstáculos imaginables para negarse a la petición.
No se sabe con certeza qué bazas se jugaron en las reuniones que la curia romana y los embajadores del rey celebraron, pero, como era de esperar, dado el inmenso poder que en aquel momento detentaba España, el Papa cedió y el día diez de noviembre de 1735 nombró a Luís Antonio administrador del arzobispado de Toledo y primado de las Españas, otorgándole poco tiempo después el llamado “capelo cardenalicio”.
Al contrario de lo que se pueda deducir de la palabra “capelo”, esta no tiene nada que ver con capa, sino con un sombrero de ala ancha del que cuelgan unas borlas y que es de color rojo para los cardenales y verde para obispos y arzobispos.



Capelo cardenalicio

En 1741, es decir, seis años más tarde, el infante-cardenal es nombrado también arzobispo de Sevilla, cargo que congratulaba enormemente a su madre, pues reportaba unos beneficios económicos de dimensiones poco imaginables.
Y todo esto sin que el niño Luís Antonio se hubiese enterado de nada, pues aunque parezca increíble, el infante seguía en la corte mientras que unos administradores regentaban las dos sedes en materia económica, pues en el terreno de lo espiritual, la Iglesia proveería un sustituto que se hiciese cargo de la continuidad religiosa de las sedes.
Pero llegaron para su madre y su descendencia tiempos de vacas flacas. Felipe V fallece en 1746 y le sucede Fernando, hijo de su primera esposa, que no debía ver con buenos ojos a la segunda familia de su padre y manda a la reina viuda y a todos sus hijos, a un retiro forzoso en La Granja de San Ildefonso.
Unos años más tarde, Luís Antonio que ya tiene veintisiete años, toma una importante decisión: solicita la renuncia a sus dignidades eclesiásticas.
Nunca había sentido vocación religiosa, no había seguido estudios adecuados, ni tan siquiera se había ordenado sacerdote, por lo que empieza a mostrar incertidumbres de conciencia.
Sin duda que tuvo que sufrir en la disyuntiva en que se había colocado, hasta que su honestidad se impuso a la ambición y pidió al Papa la renuncia a todos sus cargo, la cual le fue concedida, aunque, eso sí, se le asignó una pensión vitalicia sobre todas las rentas del arzobispado de Toledo.
Y todo eso sin vestir una sotana ni calarse un bonete: por la mismísima cara y la incombustible Iglesia aceptando y cediendo a las presiones hasta nombrar a un niño de siete años, arzobispo primado del mayor imperio conocido.

¡Curioso, muy curioso! 
Y también muy edificante.

viernes, 6 de junio de 2014

EL VOTO DE SANTIAGO




Como casi siempre que se hurga en la historia acontece, desempolvando el artículo de la semana pasada sobre el obispo de Compostela, Sisnando II, me encontré un curioso tema que enseguida profundicé, advirtiendo que, por desconocido, merecía la pena dar a la luz.
Aunque el artículo 12 de la famosa Constitución de Cádiz, aquella “de marcado carácter liberal” a la que llamaron “La Pepa”, dice: “La religión de la Nación española es y será perpetuamente la católica, apostólica y romana, única verdadera. La Nación la protege por leyes sabias y justas, y prohíbe el ejercicio de cualquier otra”, es lo cierto a pesar de que un gran número de sus diputados eran religiosos, por razón de ser de los pocos españoles que sabían leer y escribir y además tenían algunos rudimentos de filosofía, teología, historia y, en fin, humanidades, aquella Constitución dio dos pasos definitivos en materia religiosa.
El primero fue el de suspender con carácter definitivo el Tribunal de la Santa Inquisición y el segundo suprimir el llamado Voto de Santiago, aunque se tardaron años antes de su definitiva abolición (1834), pues El rey Felón, Fernando VII, que deshizo todo lo acordado en Cádiz, volvió a ponerlo en vigor.
Sobre la Inquisición, todos sabemos de qué se trataba, aunque mucha leyenda hay que ha desvirtuado ampliamente el verdadero significado de aquel Tribunal, pero sobre el Voto de Santiago, tengo que confesar que, al menos yo, no tenía ni idea de qué era.
El Voto de Santiago es el nombre con el que se conocía el compromiso impuesto a los cristianos de los reinos de la Península, no sometidos al Islam, por el que se imponía el pago, además de los ya reconocidos y ancestrales diezmos y primicias que todo creyente debía a la Santa Madre Iglesia, de un nuevo diezmo del cereal recolectado y del vino producido, así como que, de todo botín que en las distintas expediciones guerreras se cogiesen a los sarracenos, se entregase al bienaventurado apóstol una parte exacta de la que correspondía a un soldado de a caballo y cuyo beneficiario sería el obispado de Compostela.
Percibir semejantes prebendas durante diez siglos reportó una riqueza extraordinaria a todas las instituciones eclesiásticas jacobeas, desde el obispado primero, arzobispado después, el cabildo catedralicio, el Hospital Real y otras muchas, pero a su vez era una situación de singularidad que nada apetecía detentar a la Iglesia que veía con buenos ojos las dádivas, pero no así su origen.
Y es que éste es de lo más incierto, cuando no mítico, pues se basa en el resultado de la Batalla de Clavijo, sobre la cual, numerosos historiadores y prestigiosos estudiosos de la historia, no se ponen de acuerdo ni se acepta unánimemente.
Cuenta la tradición, que no la historia, que todo parte de la negativa del rey Ramiro I de Asturias a pagar a Al-Ándalus, el llamado Tributo de las Cien Doncellas.
Este tributo fue una especie de reconocimiento del reino de Asturias, único reino cristiano de la Península en aquel momento, de la supremacía militar del Emirato de Córdoba, cuando allá por el año setecientos ochenta y tres, el rey Mauregato se hizo con la corona de Asturias gracias al apoyo del emir Abderramán I. El tributo que como de su nombre se desprende, consistía en entregar a los sarracenos cada año, cien doncellas, la mitad del pueblo llano y la otra mitad de la nobleza y castas privilegiadas (caballeros, ricos hombres, hidalgos, etc.), fue considerado bochornoso por toda la población del reino y así, cinco años más tarde, Mauregato fue asesinado por dos nobles como consecuencia de aquella vergonzosa firma, sentando en el trono a Bermudo I, el cual tiene una idea fija que era acabar con tan execrable tributo.
Bermudo lo consigue, aunque sustituyéndolo por un pago en dineros, cosa que tampoco era demasiado satisfactoria.
A la muerte de Bermudo le sucede Alfonso II, apodado El Casto, que ya había sido rey antes, cuando fue depuesto por Mauregato. El reinado de El Casto ha sido de los más largos de la historia de España, pues duró cincuenta y un años y durante el cual se descubrió la tumba del apóstol Santiago en el Campo de la Estrella, aunque parece que en realidad era la tumba del hereje Priscialiano (ver mi artículo http://unalupasobrelahistoria.blogspot.com.es/2013/04/santo-o-hereje.html).
Alfonso, consideraba ominoso el pago en dinero del tributo de las doncellas y determinó no pagarlo más y las cosas quedaron así, pero a su muerte le sucedió Ramiro I, cuyo reinado coincidió con el del poderoso emir Abderramán II, el cual se acordó de aquel viejo tributo que los asturianos debían satisfacer y lo reclamó al rey Ramiro.


Estatua de Ramiro I en Oviedo

Corría el año 844 y el monarca no estaba dispuesto a seguir doblando la cerviz ante el sarraceno y formando un ejército importante para la época y las circunstancias económicas y sociales de Asturias, salió en busca de los moros.
Al llegar a Nájera y Albelda, dos ciudades próximas, situadas en La Rioja, las tropas de Ramiro se vieron rodeadas por un numerosísimo ejército musulmán al mando del propio Abderramán II que cayó sobre ellos causando tremendas bajas, debiendo los cristianos batirse en retirada, refugiándose en el Castillo de Clavijo, en la cima de una montaña de poco más de mil metros de altura y del mismo nombre, desde el que se divisa gran parte de la comarca de La Rioja.
Retirados apresuradamente, los cristianos se guarecen en los riscos del monte y en el castillo que en aquella época debía ser poco más que una torre de vigilancia, en donde se disponen a pasar la noche, entre el frío del momento y el miedo al ejército moro, cuyas proporciones ya habían podido comprobar.
Y es aquí donde la leyenda entra en liza y cuenta que el rey Ramiro tuvo aquella noche un sueño en el que se le apareció el apóstol Santiago en todo su esplendor, asegurando su presencia en la batalla que al día siguiente tendría lugar y cuyo resultado, gracias a su ayuda, sería una rotunda victoria.
Siguiendo la leyenda, al día siguiente se libró tremenda batalla en la que apareció el apóstol totalmente vestido de blanco y montando un corcel del mismo color, animando y combatiendo a los moros y cuyo resultado fue una rotunda victoria cristiana que persiguiendo al ejército moro, ya derrotado y disperso, consiguieron llegar hasta la ciudad de Calahorra, en poder musulmán y restituirla a la fe cristiana.
Agradecido, el 25 de julio de aquel año, el rey instituyó en la ciudad de Calahorra, el llamado “Voto de Santiago”, por el que ofrecían al apóstol cosechas y botín de guerra.


Cuadro de Santiago “Matamoros”

Lo cierto es que de esta institución no se tiene constancia oficial, pues según cuentan las crónicas, al parecer, el diploma en el que se recogía el compromiso se habría extraviado en 1543, al ser presentado en la chancillería de Valladolid, con motivo de cierto pleito al respecto de algunas villas castellanas y el pago de dichos diezmos, pero, afortunadamente, existían copias en algunos monasterios, una de las cuales, escrita en latín, se conserva en la Biblioteca Nacional, aunque su legitimidad está más que en entredicho.
Desde la mítica batalla, se impuso, en los territorios cristianos del norte, la festividad del santo apóstol “Santiago Matamoros” el día 25 de julio y lo que fue mucho más importante es que se da a conocer que la tumba del apóstol, recién descubierta, está en Compostela y aquí se inicia la etapa de las peregrinaciones que tanto aportarían a Galicia y a toda la España cristiana.
Lo que haya de verdad en todo esto es algo que los historiadores deben esclarecer, pues mientras que desde el siglo XVIII se viene diciendo que la batalla de Clavijo nunca existió, excavaciones realizadas en Albelda, demuestran que allí sí que se produjo una batalla que por los restos encontrados debió ser importante. Poco importa que el escenario del sangriento encuentro fuera Albelda o Clavijo, lo cierto es que debió haberlo, lo que en aquel tiempo y lugar era cosa de casi todos los días y que la mención que el rey Ramiro hace de la visión que ha tenido, tuvo la eficacia de dar valor y coraje a los soldados asturianos que consiguieron despojarse del yugo sarraceno que los arruinaba a impuestos.
Una cosa hay de la que estoy completamente seguro: el apóstol Santiago, que ni siquiera se llamaba así, no se le apareció al rey, por la sencilla razón de que eso de las apariciones es una de las más enormes patrañas que el sentimiento religioso ha creado.
La historia, asentada en la leyenda popular, no de carta de naturaleza al hecho, antes al contrario, lo pone en duda, lo que habla a favor de la fragilidad del espíritu humano que para afianzarse en una creencia ha de necesitar testimonios, aun inventados, como son las maravillosas apariciones. No es otra cosa lo que hacía el Islam con las huríes que esperaban en el paraíso a los que dieran su vida en la guerra santa contra los infieles.

Igual que otras disciplinas humanísticas que en el devenir de los siglos se han transformado casi en ciencia, la Historia (con mayúsculas) es inexorable, resulta que se sabe que no es cierto que fuera el rey Ramiro I el que instaurara el tan repetido voto porque hay constancia que éste se instauró realmente en el siglo XII y que la primera vez que esta leyenda aparece escrita es hacia la mitad del siglo XIII, recogida por el militar, historiador y arzobispo toledano, Rodrigo Jiménez de Rada que fue uno de los principales protagonistas de la victoriosa Batalla de las Navas de Tolosa pero de todas las formas, la historia es bonita y los beneficios que a la Iglesia ha acarreado mucho más bonitos todavía.