viernes, 25 de julio de 2014

UN GUERRILLERO OLVIDADO





Una parte muy importante de la derrota de Napoleón en España se debió a la acción continuada de los llamados “guerrilleros”, partidas de hombres montaraces y aguerridos que desde el principio se emboscaron en los montes y sierras de la Península, haciendo la vida imposible a los “gabachos”, interceptando sus correos, apoderándose de sus suministros y abatiendo a todos los que se ponían a tiro.
El Empecinado, El cura Merino, Chaleco, El Campesino, Renovales, Franch i Estalella, El Barbudo, Espoz y Mina, El Charro, El Marquesito y bastantes más, de los que algunos pasaron desapercibidos y otros, sin causa aparente, fueron olvidados por la historia y que entre todos fueron los verdaderos héroes de la independencia.
Olvidado, como el guerrillero que hoy ocupa estas páginas, un hombre de ciencia que dejó todo, para coger el trabuco y lanzarse a la sierra, culminando su tarea con una memorable victoria militar sobre los franceses que la historia se ha resistido en reconocer.
Cuando Napoleón invadió la Península Ibérica, tenía concebida una idea fija que era la de apoderarse de Cádiz, ciudad que su asesor particular, el duque de Cadore, le recomendaba tomar para hacerse dueño del Mediterráneo.
Y fue, precisamente, Cádiz (y mi querida Isla de León) la única ciudad que las tropas de Napoleón no pudieron tomar y que por dos años se vio asediada y bombardeada insistentemente, si bien con la escasa efectividad que ya la coplilla ha resaltado suficientemente (Con las bombas que tiran los fanfarrones, se hacen las gaditanas tirabuzones).
Desde las fortificaciones del Trocadero, cuyos restos se pueden contemplar cada vez que se cruza el emblemático puente sobre la bahía de Cádiz, las bombas apenas llegaban a las murallas de Puerta de Tierra, pues las únicas piezas de artillería capaces de alcanzar los tres y pico kilómetros que los separaban, eran los famosos morteros Grand y de esos, los franceses no tenían muchos, pero sobre todo no tenían munición para ser disparada.
Parece impensable que un ejército con el potencial militar del francés no estuviese bien pertrechado, pero así era y no por fallo logístico, sino por la labor que los guerrilleros hacían en la retaguardia.
Hasta doscientos soldados de infantería y caballería debían acompañar a cada convoy francés de suministros que cruzara los caminos de España y aún así, su éxito no quedaba asegurado.
Mientras, el asedio de Cádiz se prolongaba y uno y otro bando empezaron a tomarse las cosas por una parte, con el humor propio de los asediados y por la otra con la idea chauvinista de victoria del invasor.
Pero en esto ocurre que el duque de Wellington derrota estrepitosamente a los franceses en la batalla de Los Arapiles, celebrada en tierras de Salamanca tras haber tomado dicha ciudad y los franceses huyen despavoridos.
Esta victoria supone la posibilidad de que la Península pueda quedar dividida en dos zonas, norte y sur y que el ejército francés que se encuentra fundamentalmente en Andalucía, quede encerrado en una ratonera, sin posibilidad de suministros y con los caminos de escape cortados.
En vista de esa contingencia, se levanta el asedio de Cádiz, abandonando ingentes cantidades de material que puede entorpecer la retirada y las tropas de Napoleón se repliegan hacia el norte a la máxima velocidad posible.
Ya están pensando los franceses en evacuar Madrid y para no dejar títere con cabeza, llevarse todo lo que puedan para lo que disponen de todo un convoy como nunca se ha conocido.
Dicen que más de veinticinco mil carruajes de todo tipo y veinte mil soldados, también de distintas armas, se concentraron el diez de agosto de 1812, en Madrid, con una sola intención: llevarse todo lo que en ese inmenso número de carros les cupiera.
Y de hecho se lo llevaron. Todo lo que les cupo en los carros y lo que los soldados, ya en pleno saqueo, guardaron en sus morrales.
Conventos, iglesias, monasterios, edificios oficiales y todas las casas particulares que exhibían cierta prestancia, fueron saqueadas por los soldados franceses que se llevaron todo lo que se podía transportar y por supuesto, cuadros y otras obras de arte, bibliotecas enteras, ajuares, vestuarios y hasta los más impensables e innecesarios objetos.
El convoy se marchó con su carga pero la capital seguía en manos de los franceses y era preciso tomarla, liberarla de aquellas hordas saqueadoras que en los últimos momentos, sabiéndose ya derrotados se dedicaban exclusivamente al pillaje, el latrocinio y las violaciones.
Y el libertador de Madrid, no fue otro que el guerrillero olvidado de esta historia: “El Médico”.
Juan Palarea y Blanes nació en Murcia el 27 de diciembre de 1780, hijo de un comerciante de seda, que muy pronto destacó como buen estudiante y niño despierto. A temprana edad, ingresó en el seminario, donde permaneció varios años hasta que comprobó que su inicial vocación había desaparecido, decidiendo entonces estudiar medicina, cosa que hizo en Zaragoza.
Hay historiadores que dicen que no terminó la carrera, pero consta que en el año 1807 consiguió una plaza de médico oficial en la población toledana de Villaluenga de la Sagra. Es probable que no hubiese terminado sus estudios, aunque se le autorizase a ejercer la medicina, si bien en pequeños núcleos urbanos, como el que nos ocupa, cosa que parece era habitual en aquella época de escasez de galenos.


Juan Palarea y Blanes

Tras los incidentes del dos de mayo, Palarea decidió alzarse contra los invasores y fundó su propia guerrilla con los que, dicen, se llamaron a sí mismos, “Los catorce de la fama”, como aquellos conquistadores que se enfrentaron al mapuche Lautaro, en la conquista de Chile.
Pronto la guerrilla de “El Médico” comenzó a tener renombre, en base a las acciones llevadas a cabo contra los franceses y Palarea fue nombrado comandante de guerrilla y alférez de caballería, a la vez que su guerrilla recibió el nombre de  Séptima Partida de patriotas de Castilla.
Tras diversos golpes contra los invasores que lo encumbran, en 1810 alcanzó el grado de teniente coronel, cuando llegó a internarse en la Casa de Campo de Madrid, causando un gran revuelo entre las fuerzas ocupantes. Meses después, consiguió interceptar un convoy de trigo, que salvó del hambre a buena parte de la población española, hecho por el que se le concedió la Cruz de la Orden de San Fernando.
Cuando llegado el momento supremo, el enfrentamiento de las fuerzas anglo-hispano-portuguesas contra los franceses se hace ya evidente, “El Médico” se traslada con su partida hasta tierras salmantinas, ocupando la retaguardia francesa, en donde se dedican a interceptar todos los correos que pudieran recibir o enviar las tropas francesas, así como a atacar los convoyes de suministro, causando un grave daño en la intendencia y sobre todo, en las estrategias que los generales franceses tuvieran pensado emplear y que se transmitían por los correos que ellos interceptaban.
Realizada la labor de zapa y planteada ya la batalla, el guerrillero se puso al lado del duque de Wellington, junto al que combatió valerosamente y su intervención personal, así como la de su partida, en la batalla de Los Arapiles, supuso el reconocimiento por parte del duque de Wellington, el cual le regaló un sable de honor, que le había obsequiado el rey Jorge III, de Inglaterra.
Es fácil comprender que en una España poco cultivada intelectualmente, un hombre de estudios, como este guerrillero, tuviese una inmediata proyección política y tras Los Arapiles, fue nombrado gobernador militar de Toledo.
Ya con fuerzas regulares, a las que se sumaron las de su partida, “El Médico” fue el verdadero artífice de la liberación de Madrid, cuando aquellos veinticinco mil carros se llevaron a Francia todo lo que encontraron de valor. Con sus tropas entró en la ciudad y puso en fuga a lo que quedaba del ejército invasor.
En el año 1813 fue nombrado jefe del Regimiento de Húsares Numantinos y colaboró eficazmente en la retirada definitiva del ejército invasor francés.
Más tarde, durante el llamado Trienio Liberal, se opuso a las tropas francesas que apoyaban al rey Fernando VII y a pesar de su brillante palmarés como guerrillero, es posible que como militar profesional no fuese tan buen estratega y fue derrotado estrepitosamente en León y Oviedo y definitivamente en la batalla de Gallegos del Campo, cerca de Zamora, donde el general francés Bourque lo hizo prisionero.
En 1839 fue nombrado senador, pero lo suyo era la batalla con armas, no la dialéctica y nunca llegó a ejercer de parlamentario.
“El Médico” terminó sus días el 7 de marzo de 1842, sumido en la desgracia, preso en el penal de  Cartagena, acusado de haber participado en el levantamiento militar de 1841.

Sirvan estos modestos renglones para sacar del anonimato a un héroe nacional cuyo nombre debió figurar siempre junto a todos los héroes de la resistencia contra los franceses y al que la Historia se ha olvidado colocar en su lugar.

viernes, 18 de julio de 2014

PEDRO HISPANO





A veces resulta muy costoso encontrar un tema sobre el que desarrollar un artículo, pero en otras ocasiones parece que te encuentras un insignificante cabo, tiras de él y toda una madeja se ofrece como un escondido tesoro sobre el que escribir.
Este es el caso del artículo anterior en el que hablaba de un papa corrupto y fornicador que, no obstante, fue declarado santo. Abundando sobre el mismo tema que yo encuentro apasionante, me topé con una de esa perlas de la historia que han pasado completamente desapercibidas y que es interesante sacar a la luz.
Los de mi generación conocimos a un papa de lo más bondadoso que adoptó el nombre de Juan XXIII. Angelo Giuseppe Roncalli adoptó ese nombre de forma excepcional, porque ya en la Iglesia hubo un papa que lo llevó, con mucha anterioridad.
 Se trataba en realidad de Baldassare Cossa, un antipapa durante el Cisma de Occidente que duró desde 1378 hasta 1417; Cossa fue elegido pontífice, sin ser sacerdote, por los cardenales reunidos en Pisa. Poco después y a la resolución del Cisma por el concilio de Constanza, tras el que fue encarcelado y obligado a dejar su posición, se avino y dejó el papado, terminando sus días como cardenal y obedeciendo al papa Martín V, con el que concluyó la mencionada división de la Iglesia. Su nombre fue borrado de la lista oficial de papas, quedando libre de nuevo.
Para deshacer aquella irregularidad histórica, según la cual había habido un papa, que no fue papa y que se llamó Juan XXIII, Roncalli adoptó ese nombre y la cuestión quedó zanjada más de quinientos años después.

Juan XXIII, el papa bondadoso

Pero con el nombre de Juan, quizás con el que más papas hayan reinado, ha habido más de un incidente, aparte del relatado, y uno de ellos, y muy curioso, es el ocurrido con la persona que se conoce como Pedro Juliâo, papa numero 187 de la Iglesia católica que ocupó la silla de Pedro desde 1276 a 1277 con el nombre de Juan XXI.
Estamos en el último tercio del siglo XIII y la división en el seno de la Iglesia es total. La causa no puede ser más mundana, ni más estúpida y se podría explicar fácilmente diciendo que había dos corrientes: la de aquellos que considerándose hombres normales querían desarrollar su labor apostólica como hombres casados y padres de familia; y la de los fanáticos misóginos que no veían en el matrimonio más que fornicación, vicio y perversión.
Los primeros sostenían y con razón, que nada impuro había en el matrimonio y que por contra, el celibato forzado conducía a la perversión oculta, en sus más diversas formas, tanto naturales, como antinaturales.
Los segundos no tenían otra consigna que la de erradicar las relaciones sexuales dentro del clero, claro que solamente de cara al exterior, porque en lo que a las intimidades se refiere, eran extremadamente permisivos y pervertidos. Cada religioso podía hacer lo que quisiera con el sexo, siempre que fuera de puertas para dentro de su casa, su iglesia, su convento o su palacio.
“Qué malo hay en acariciar o penetrar a otra persona, es roce de dos pieles, como si frotaras una mano contra la otra”, llegó a ser una excusa para tener acceso carnal que más de un alto dignatario empleó.
Detrás de cada facción cardenalicia estaban las poderosas familias italianas y francesas que luchaban por colocar a uno de los suyos en la silla de Pedro, pero tras unos y otros, solo había corrupción.
Una serie de “investigadores” del papa Gregorio X descubrió que el obispo de Lieja tenía setenta concubinas y era padre de setenta y cinco hijos. Se llamaba Enrique de Luttlich y el papa Gregorio se vio obligado a convocar un concilio en Lyon, para destituirle, muy a su pesar, pues había sido su mentor y su jefe.
Este obispo prometía el perdón de la confesión únicamente cuando se pasaba por su cama, claro que eso era si la mujer, o el joven que solicitaba el perdón de sus pecados, era guapa, o apuesto.
Gregorio escribió una carta que no se conserva, pero aparece reflejada en escritos vaticanos en la que recrimina al obispo Enrique de incurrir en simonía, fornicaciones y otros crímenes y lo acusa de entregarse a la concupiscencia de la carne y que desde que es obispo ha tenido varios hijos e hijas y también el haber tomado como concubina a la abadesa de la Orden de San Benito y haber dicho, en un banquete que había tenido catorce hijos en menos de dos años (según el ensayista y profesor universitario Eric Frattini).
Deberías servir a Dios con la misma pasión con lo que te entregas a la lujuria, debió decirle el papa, para que se arrepintiese y pidiese perdón, pero el obispo no lo hizo, continuando con su vida como si tal cosa hasta que un noble flamenco, a cuya hija había dejado embarazada, lo apuñaló repetidamente en la cara, causándole tremendas heridas aunque parece que el obispo no murió de ese incidente.
En enero de 1276 fallecía Gregorio X que ha pasado a la historia por ser el papa que introdujo el cónclave (encerrado bajo llave) para elegir nuevo obispo de Roma.
Y tras su muerte, después de varios papas, llegó al solio un hombre de conveniencia. Los cardenales no lograban ponerse de acuerdo y pasando los días, sus raciones de alimento se les iban disminuyendo y empezaban a pasar hambre, tal como el anterior papa había dispuesto en la famosa encíclica “Ubi periculum” (Cuando haya peligro) que unida a la tensión sexual que alguno ya estuviera padeciendo, hizo que se decidieran por un portugués. El único papa portugués de la historia: Pedro Juliâo.
Juliâo era cardenal y médico eminentísimo, autor de uno de los mejores tratados de oftalmología de la época, a la vez que brillante y muy afamado profesor universitario.
Sobre su figura, como hombre, existe cierta controversia que lo colocan en el campo de lo enigmático. Porque conocido como Pedro Hispano, se le atribuye la autoría de un texto célebre llamado Tractatus, un manual de lógica que se utilizó en las universidades europeas hasta el siglo XVII y del que se hicieron miles de copias, lo que acredita su popularidad, hasta el extremo de que fue llamado por importantes universidades para impartir clases en sus aulas.
Al parecer, había nacido en Lisboa, hacia el año 1215, hijo de un prestigioso médico llamado Juliâo Rebelo. A temprana edad inició sus estudios en la escuela episcopal de la catedral de Lisboa, para trasladarse muy pronto a la universidad de París, donde estudió medicina, teología, lógica, física y otras materias que eran muy comunes en la época.
Sus primeros pasos en la docencia fueron en el campo de la medicina, en la universidad de Siena, lugar en el que se granjeó una bien merecida fama de hombre inteligente y estudioso y en donde escribió su obra sobre oftalmología que se titula Thesaurus pauperum que fue libro de texto en muchas universidades y escuelas de medicina.
En el año 1250 fue llamado para dirigir la universidad de Lisboa y la escuela catedralicia de dicha ciudad y en ese cometido se encontraba cuando fue requerido por el papa Gregorio X, aquel del que antes se habló, que se lo llevó a Viterbo, como médico de la curia romana.
No se sabe muy bien cuándo profesó como sacerdote, pues su carrera personal estuvo siempre supeditada a su condición de intelectual, médico y profesor universitario, pero se sabe que el papa, cuando lo llamó a Italia, a la vez que como médico, lo nombró obispo de Frascati, una ciudad cercana a Roma que en los últimos años había adquirido mucha importancia.
A la muerte de su benefactor, el papa Gregorio X, Juliâo permaneció en Italia y allí continuaba cuando años después murió el Papa Adriano V. Como cardenal, participó en el cónclave de Viterbo que habría de elegir al sucesor de Adriano y en el que, para sorpresa de muchos, fue elegido papa adoptando el nombre de Juan XXI.
Y aquí es donde radica la curiosidad de esta historia porque nunca hubo un papa Juan XX.

Grabado de Juan XXI, en donde dice “PP XX” Hispanus.

No se sabe por qué razón el lugar correspondiente a Juan XX quedó sin cubrir, pero así fue y Juliâo, portugués, médico, profesor universitario y muchas cosas más, nos dejó un enigma que será muy difícil de desentrañar, porque pensar, como han dicho algunos historiadores, en que se debió a un error del propio Juliâo al denominarse, es ser demasiado ingenuo, sabiendo cómo estaban las cosas en aquellos momentos. En el grabado de más arriba, Juan aparece con el ordinal XX y lo identifica de manera indiscutible al llamarlo “Hispanus”. ¿Por qué, entonces, consta en los anales como el XXI?
Muy influido por las ideas de corrupción de la época, trasladó la corte papal a Viterbo, donde se mandó construir una pequeña casa, anexa al palacio episcopal.
Rápidamente empezaron a correr rumores de que el papa mantenía relaciones con una joven perteneciente a una de las familias poderosas, pero nada se ha podido comprobar sobre tal extremo y quizás fuera un bulo para desacreditar su política de rectitud.
Hasta su muerte fue enigmática porque falleció al derrumbarse un muro de la modesta casa que se había mandado construir y cuando solamente llevaba ocho meses de pontificado.

viernes, 11 de julio de 2014

HOGUERA DEL INFIERNO





No es la primera vez que trato sobre la inmoralidad, la promiscuidad sexual, en la que muchos de los representantes de Jesucristo en la Tierra se han visto envueltos, pero es que hay casos en los que, sin querer ofender en ningún momento las creencias de los que tienen la fortuna de seguir una doctrina sin detenerse a analizar su contenido, no tengo más remedio que detenerme y exponerlo, a la vez que expreso mi más profunda sorpresa al comprobar que aún después de tanto escándalo, la doctrina siga existiendo, cuando lo normal es que se hubiera extinguido por la falta de ejemplo de sus más altas magistraturas.
Ya me imagino cual será la respuesta de alguno a los que antes me he referido, pero yo prefiero respuestas más acertadas, más cercanas a la vida real y no tan próximas a la entelequia.
Hasta muy avanzada la Edad Media era normal que los sacerdotes, vicarios, obispos, cardenales e incluso el papa, estuviesen casados, o tuviesen novias, amantes, queridas o como queramos llamarlas, tanto fijas como esporádicas.
Esta costumbre de tener a sus ministros debidamente sujetos en la esfera matrimonial que muchas otras religiones consideran como higiénica y beneficiosa para el clero, tenía una fuerte corriente de oposición dentro de la Santa Madre Iglesia Católica, que consideraba, no sé por qué razón, que Jesucristo había sido un soltero y que sus apóstoles renunciaron a su familia para seguirle.
Indudablemente que tras esta singular creencia se ocultaba la profunda misoginia de algunos de los llamados “Padres de la Iglesia” de los primeros tiempos que abjuraban del matrimonio y que llegaron a decir aquello de: “cosa impía e impura es el matrimonio”, sin considerar que gracias a esa institución estábamos todos aquí.
Pero, en fin, así estaban las cosas y de cuando en cuando, llegaba a la silla de Pedro un pontífice que se las prometía felices para arreglar la cosa de los amancebamientos y las barraganerías, además de prohibir totalmente los matrimonio.
El veintidós de abril de 1073 fue elegido papa uno de esos: Hildebrando de Soana, hombre influyente en la curia romana, pues había sido secretario de Gregorio VI, tesorero de León IX y el hombre más influyente en los papados de Nicolás II y Alejandro II, representando la corriente reformista que trataba de cambiar las costumbres morales del curato, entendiendo por morales solamente las referidas a la sexualidad.
Hildebrando adoptó el nombre de Gregorio VII y ¡oh!, casualidad, resultó que ni siquiera estaba ordenado como sacerdote, requisito imprescindible para ser papa. Por tanto no era cura y mucho menos obispo o cardenal.
Un mes más tarde era ordenado a toda prisa, así que la curia sentó en la silla de San Pedro a un laico.
Por supuesto que no había unidad de criterios en el colegio cardenalicio y una buena facción de los llamados príncipes de la Iglesia le censuraban que había alcanzado el pontificado mediante sobornos, artimañas de baja estofa y otras acciones a cual más censurable, por lo que le daban el apelativo de San Satanás.
Siglos más tarde, el propio Lutero, reformador de la Iglesia, lo definía con el calificativo que da título a este artículo: Hoguera del infierno.
No se puede negar que este Gregorio era un hombre de carácter, pues llegó a excomulgar al emperador del Sacro Imperio, Enrique IV, por el tema, que ya otras veces también he tratado, de las investiduras.
Exigió a reyes y príncipes que besaran sus pies, costumbre que ya existía pero sin exigencias y que se extiende desde entonces hasta que un papa que padecía úlceras sifilíticas en los pies, eximió a la humanidad de besárselos, a la vez que de soportar el hedor que desprendían.
Algunos historiadores eminentes estiman que este papa dictó personalmente el llamado “Dictatus Papae”. Una colección de prerrogativas papales nada desdeñables y a la que todos deberíamos echar un vistazo, aunque sea por la mera curiosidad de adentrarnos un poco en la mentalidad papal de la época.
Con su recio carácter, el papa Gregorio, pretendía imponer el celibato y proscribir el concubinato o el amancebamiento de cualquier clase dentro de la Iglesia, sin embargo él mantenía una relación amorosa con una de las mujeres más influyentes y poderosos de su época: Matilda de Canossa, condesa de Toscana, joven y bellísima esposa del hombre más poderoso de Italia, Godofredo el Jorobado y públicamente reconocida como la amante del papa.

Retrato de Matilda de Canossa

En el año 1075, el papa Gregorio proclamó la Ley del celibato sacerdotal “ad divinis” y destituyó a todos los curas casados, pero su lucha topó con una fuerte contestación, en Alemania, Francia e Inglaterra, aunque entre el populacho aquella directiva papal supuso levantar la veda contra los clérigos y en buena parte de Europa, de la que España no quedó libre, se desató una persecución a muerte que se llegó a cumplir, tan sacrílegamente, como que muchos sacerdotes murieron dentro de las iglesias, asaltadas por las turbas y en el pleno ejercicio de su ministerio. Nada mejor les ocurrió a las esposas de estos clérigos que fueron violadas y asesinadas y su hijos muertos en las mismas iglesias.
Muchos obispos y arzobispos protestaron por tan sangrientos sucesos, recriminando al papa que era capaz de prohibir castos matrimonios dentro de la Iglesia, cuando aprobaba el asesinato. Matar a un clérigo no era un crimen, pero lo era que estos amasen a sus esposas.
Muchas esposas consiguieron huir degradando sus vidas para poder subsistir hasta convertirse en prostitutas, ladronas o buscándose la vida de la mejor manera posible.
Pero aunque el populacho, que si le das la oportunidad de divertirse a costa de un cura o de su mujer, estará encantado en aprovecharla, veía con buenos ojos la política de austeridad que el papa quería imponer, las jerarquías eclesiásticas sabían que no podrían encontrar hombres castos con los que reemplazar a los buenos sacerdotes casados que se negaban a abandonar a sus esposas, pues lo que ocurrió es que mucho advenedizo entró a formar parte del clero con el voto de castidad, mientras oculta en su casa mantenía a su amante. Y así, bajo el liderazgo del obispo de Pavía, un buen número de prelados decidieron excomulgar al papa que había propiciado el libertinaje del clero en lugar de la moral del matrimonio. Los obispos rebeldes, reunidos en el concilio de Brixen, bellísima ciudad del Tirol austriaco, decidieron condenar al papa por el innoble divorcio entre matrimonios legítimos, acusándole además de herejía, magia, simonía y pacto con el diablo.
La Nochebuena del año 1075, mientras el papa Gregorio oficiaba en la iglesia de Santa María la Mayor, un grupo de hombres armados irrumpió por la fuerza en el templo, prendieron al papa y lo hicieron prisionero en una torre del castillo de la familia Cenci. Un grupo de sus adeptos, consiguió liberarlo pocos días después.
Francesco Fiorentini, historiador del siglo XIX, estima que fue Godofredo el Jorobado quien planeó el golpe contra el papa y no solamente por la cuestión sacra, sino también por el peso de los cuernos que cada vez le costaba más trabajo llevar.
El emperador del Sacro Imperio Germánico, Enrique IV y veintiséis obispos, se reunieron en Alemania para juzgar al papa, al que encontraron culpable de tres delitos, el más grave el de su concubinato con mujer casada, pero el papa no lo dudó, los excomulgó a todos y también excomulgó al emperador.
En aquellos tiempos, estar a mal con la Iglesia era una situación muy comprometida, así que Enrique IV decidió pedir perdón al papa, para lo que viajó hasta la fortaleza de Matilda Canossa, en donde se encontraba el papa con su amante, el cual se negó a recibirlo, obligándole a permanecer tres días a la intemperie y solo por la intervención de su amante, consintió recibirlo en ropas de penitente y con la cabeza cubierta de cenizas.

Enrique IV implorando el perdón del papa, ante Matilda de Canossa

Enrique se arrepintió y besó los pies del papa, pero su arrepentimiento duró poco y en 1080 invadió Roma, deponiendo al papa y colocando en el trono de Pedro a Clemente III, un antipapa. Gregorio se refugió en el castillo de Sant Angelo, de donde fue rescatado por un ejército de mercenarios de las más diversas etnias que su amante Matilda formó.
Nuevamente en la silla de Pedro, los mercenarios que le servían de guardia pretoriana, se dedicaron, durante cuatro años, al saqueo y violaciones en la ciudad de Roma, hasta que el pueblo, harto de soportar la situación, decidieron repudiar a Gregorio y reconocer al antipapa Clemente.
Gregorio murió poco después, en 1085. Su sucesor, Desiderio, el abad de Montecasino, le sucedió en el solio pontificio con el nombre de Víctor III y del que se dijo que para llegar al trono había pasado previamente por la cama de Matilda.
Otros dos papas posteriores también pasaron por la alcoba de la bella Matilda que junto con Teodora y su hija Marozia, de las que ya hablé artículos atrás, forma una trilogía de mujeres influyentes en el papado por la vía de lo “húmedo”.

Por cierto, siglos después, concretamente en el XVII, Gregorio fue santificado.

viernes, 4 de julio de 2014

LAS TORRES DE LA REINA





Muchas mujeres ha habido, a lo largo de la historia, que se han caracterizado por su valor, su entusiasmo, su heroísmo, incluso sus dotes de mando en situaciones comprometidas en las que han arriesgado sus vidas y las de aquellos que las acompañaban.
Sus nombres son muy conocidos y todos les hemos rendido veneración, pero hay también algunas mujeres que habiendo protagonizado importantes capítulos de nuestra historia, han pasado muy desapercibidas, aun cuando sus méritos debieran haberlas colocado en lugar predominante.
Una de estas mujeres ocupa una tumba ignorada en la catedral de Santiago de Compostela; una sala casi siempre cerrada utilizada como almacén de reliquias y objetos de escaso valor y en la que reposan los restos de la que fuera una de las mujeres más grandes de la historia de su tiempo: la emperatriz Berenguela Berenguer de Barcelona.


Tumba de Berenguela en Compostela

Hija de Ramón Berenguer III y Dulce de Provenza, debió nacer alrededor del año 1108, en el palacio condal de Barcelona, desde donde su padre ejercía su hegemonía sobre los demás condados catalanes, a ambos lados de los Pirineos.
Con apenas veinte años fue casada en pacto de estado, con el rey Alfonso VII, que ha pasado a la historia como el rey Emperador, pues no en vano fue rey de Galicia, Castilla y León y recibió vasallaje del recién independizado Portugal y varias taifas moras, así como del reino de Navarra y del condado de Barcelona.
Con esta boda, Alfonso se aseguraba el vasallaje de Ramón Berenguer, a la vez que encerraba los territorios a su más directo rival, el rey cristiano de Aragón, Alfonso el Batallador, del que hablé en el artículo anterior, en una especie de tenaza territorial que lo agobiaba.
Alfonso, el Emperador, sentía poco interés físico por su esposa con la que a pesar de todo tuvo siete hijos, tres de los cuales no superaron la infancia. En un viaje a Asturias conoció a una dama de alta alcurnia llamada Gontrada, de la que se enamoró perdidamente en 1131, con motivo de una visita al Principado y con la que tuvo una sola hija, Urraca; pero a pesar de todo, Berenguela, criada en una familia que sabe cual es su posición en la vida, solamente por el hecho de pertenecer a los grandes del país, no olvida en ningún momento cuales son sus obligaciones como reina de León y Castilla y aguanta la situación estoicamente, sin alharacas ni escándalos que hubieran precipitado su salida de la vida real que le correspondía.
Entender la “España” de aquella época cuesta, sobre todo con nuestra mentalidad, pues existiendo un frente común, que eran los moros de Al-Andalus, muchos reyes cristianos recibían “parias”, tributos, de algunos de los reyes taifas, por defender sus fronteras de otros reyes cristianos.
De todas las formas la reconquista seguía inexorablemente, aunque atravesando periodos en los que languidecía de manera extraordinaria.
Pero en el momento histórico que estamos viendo, se daba la confluencia de dos importantísimos reyes cristianos que pugnaban por cual de los dos ejercía la supremacía reconquistadora.
El reino de Galicia, León y Castilla, unificado en Alfonso VII, había extendido sus territorios hasta el río Taja y había culminado su hazaña guerrera consiguiendo tomar Toledo, ciudad a la que se había trasladado la capitalidad del entonces llamado Imperio Hispánico.
Pero detrás habían quedado puntos débiles como Coria, en Extremadura, punto esencial para dominar el oeste del Tajo y la fortaleza mora de Colmenar de Oreja, cercana a Aranjuez, en el este y que desde el sur del río, aseguraba el control del valle y a su vez se abría hacia las ampliar tierras de La Mancha.
Para Alfonso, tomar la fortaleza de Colmenar era esencial, pero también sabían los moros que su pérdida les reportaría graves problemas, por lo que se aprestaron a defenderla con todo lo que en ese momento tenían.
Los gobernadores almorávides de Valencia, Sevilla y Córdoba, enviaron sus ejércitos y desplegaron a sus espías que pronto advirtieron a los moros que para asegurarse una rápida toma de la fortaleza de Colmenar, el rey cristiano había dejado la ciudad de Toledo, capital de su imperio, completamente desguarnecida.
Ya las tropas cristianas tenían cercada la fortaleza de Colmenar que resistía como podía y las tropas de refuerzo aún se encontraban lejos de aquel lugar cuando recibieron la noticia del desamparo de Toledo y entonces optaron por aplicar una estratagema que hiciera al rey cristiano abandonar el asedio de Colmenar.
Los moros dividieron su ejército y una parte importante marchó hacia Toledo, mientras la otra continuaba su marcha hacia la fortaleza.
Sabían los musulmanes que no era fácil tomar Toledo, dada sus magníficas fortificaciones y el hecho de que, aunque desguarnecida, seguía conservando una fuerte dotación militar que pondría caro el asalto. Pero la intención no era tanto tomar Toledo sino obligar al rey cristiano a acudir en su auxilio, dividiendo sus tropas y aflojando el asedio de Colmenar.
Lo que se dice a partir de este momento forma parte de la tradición, lo que quiere decir que su rigor histórico no sea quizás excesivo, pero siempre tuvo la tradición su fundamento en los hechos históricos que para mayor realce de los personajes, se mitificaron un poco, o se agrandaron, o se les dio un sentido heroico que quizás al hecho concreto le falto. Lo cierto es que en Toledo había quedado la reina Berenguela con sus hijos y sus damas, al considerarse que allí estaban bien a seguro.
Berenguela contaba veintitrés años y tenía ya cinco hijos. Dicen las crónicas que era una mujer atractiva y de carácter, que no pasaba en la corte por un objeto de decoración, quizás razón por la que el rey estaba un poco alejado de ella, pues no era cómodo para el monarca que la disidencia de su esposa en las decisiones reales se hiciera presente a cada momento.
Es la primavera del año 1139 cuando desde las torres de la fortaleza toledana divisan al ejército musulmán. Los encargados de la defensa de la capital del reino hacen saber a la reina que no podrán resistir un asedio por mucho tiempo, pues únicamente se puede confiar en la fortaleza de los muros y en la escasa capacidad de los ejércitos moros de plantear los asaltos a fortaleza, materia en la que siempre anduvieron más bien flojos.
La situación es crítica y en ese momento, la reina Berenguela pide recado de escribir y se dirige al jefe de las huestes musulmanas, en una carta que la tradición ha conservado, pero no es digna de demasiado crédito, no obstante la belleza del gesto de la reina y el resultado, que sí es histórico, hace necesario exponer, a grandes rasgos, qué fue lo que la reina escribió al moro.
Después de presentarse como emperatriz le advertía que defendería el castillo de San Servando, que así se llamaba la fortaleza de Toledo y lo haría empeñando en ello su vida si llegado el caso el jefe de las huestes musulmanas no sentía la vergüenza de luchar contra una mujer, sabiendo los moros, como ella suponía, que el emperador, su esposo, se hallaba con sus tropas en el asedio de la fortaleza de Aurelia, en Colmenar, distante pocas millas de allí y que si era su satisfacción guerrear, podría encontrar en ese lance mucha más satisfacción que la que un grupo de mujeres desvalidas les podía ofrecer.
La tradición ha recordado la carta así: “¿No conocéis que es mengua de caballeros y capitanes esforzados acometer a una mujer indefensa cuando tan cerca os espera el Emperador? Si queréis pelear, id a Aurelia y allí podréis acreditar que sois valientes, como aquí dejaréis demostrado que sois hombres de honor si os retiráis”
No hace falta ser muy listo  para entender el mensaje: si tenéis dos… valores, id a pelear donde están los hombres y dejad tranquilas a las mujeres.
A su misiva unió un gesto de coraje y es que vistiendo su más lujosas galas, hizo trasladar su trono a la torre más alta de la muralla de la fortaleza y allí se sentó bien a la vista de los moros.
Deliberaron éstos y quizás un poco avergonzados, fueron retirándose lentamente, levantando el sitio y marchando hacia Colmenar.
Como es natural la acción de la reina concitó la euforia del pueblo que la aclamó como su salvadora.
La historia es entrañable y algo de verdad debe tener, pues es cierto y está documentado que Alfonso sitiaba Colmenar cuando la fortaleza recibió un fuerte apoyo musulmán, que no impidió que meses más tarde tuviera que rendirse. También se sabe que Toledo no recibió ataque alguno, aunque ya se ha dicho, estaba relativamente cerca y prácticamente desguarnecido.
Desde entonces a ese paño de muralla se la conoce como Torres de la Reina.
Diez años después, moría Berenguela en Palencia, siendo trasladados sus restos a la ya mencionada capilla de la catedral compostelana.



Las Torres de la Reina en una fotografía del siglo XIX