viernes, 27 de marzo de 2015

EL PRÍNCIPE DE ANDORRA





No; no me estoy refiriendo al miserable, digo honorable, señor Pujol, ni a ninguno de sus brillantes vástagos que, cualquiera de ellos, por poder político y económico, bien pudiera haberse convertido en rey del diminuto país encerrado en los Pirineos. Al menos allí tenían dinero como para aspirar a un nombramiento semejante.
No; tampoco me estoy refiriendo a los co-príncipes del país, el obispo de la Seo de Urgel y el presidente de la República Francesa. Me estoy refiriendo al rey de Andorra, Boris I, que reinó en 1934, aunque solamente fueron trece días y en unas circunstancias tan chuscas que merecen la pena contarlas ya que para muchos de nosotros han sido totalmente desconocidas.
El Principado de Andorra es un país soberano situado en los Pirineos y que está rodeado por España y por Francia. Tiene poco más de cuatrocientos cincuenta kilómetros cuadrados, más pequeño que algunos municipios peninsulares y actualmente su población total no llega a los ochenta mil habitantes; su altitud media es de casi dos mil metros sobre el nivel del mar y conjuga maravillosos valles con cumbres puntiagudas y estaciones de esquí; carece de fuerzas armadas y tiene encomendada su defensa, caso de que alguien ose atacarlo, a España y Francia. Su idioma es el catalán, aunque también se habla español y francés.
Desde tiempo inmemorial ha sido una tierra extremadamente pobre que conseguía subsistir de la ganadería y del producto de los bosques, pero con la Segunda Guerra Mundial y con la circunstancia de que años antes se había declarado paraíso fiscal, su auge se disparó, lo que unido al contrabando y al comercio, reflotó la economía andorrana.
Fue como consecuencia de convertirse en paraíso fiscal la razón por la que viene hoy a estas páginas.
Corría el año 1933 y en España estábamos en pleno desarrollo republicano, lo que quiere decir que si no se prestaban muchas atenciones al propio país, como parece que ocurría en aquellos tiempos, difícil sería prestarle atención a Andorra, cuando al pequeño enclave llegó quien decía ser un noble ruso a quien la revolución bolchevique había dejado sin patria y llevaba quince años dando vueltas por Europa, tratando de ubicarse y dedicándose a cualquier cosa que le reportara beneficios, sobre todo a las estafas y la caza de millonarias, campo en el que tenía un considerable éxito.
Este individuo se llamaba Boris Skossyreff y había nacido en 1896 en la ciudad de Vilna, la capital del actual estado de Lituania, entonces también estado independiente y tras la revolución de 1917, estado federado en la URSS.
En su deambular europeo y por su condición de ruso, llegó a trabajar para la inteligencia británica, como traductor, pero unos meses después fue expulsado de Gran Bretaña como consecuencias de unas estafas con cheques falsos que había protagonizado. No obstante, su paso por el espionaje británico le proporcionó contactos en círculos importantes en donde el refinado personaje, que se hacía pasar por noble, conoció a una joven norteamericana llamada Florence Marmon, a la que puso a trabajar como secretaria, aunque era poseedora de una gran fortuna.
Así las cosas, Europa empieza a prepararse para una gran guerra que todos los analistas aprecian en el horizonte, cuando la pareja Boris-Florence llega a Andorra, un principado similar a Mónaco, Liechtenstein, San Marino o Luxemburgo, pero infinitamente más pobre, donde apenas hay carreteras y en donde sus habitantes están encerrados en sus “parroquias” con ignorancia total del mundo que se mueve a su alrededor.
El aristocrático Boris, con sus trajes de última moda y de buen corte, su aristocrático monóculo, su elegante bastón con empuñadura de plata, su dominio de los idiomas y su abrillantada cabellera, que además se acompaña de su bella secretaria, cautiva a los pastores y agricultores andorranos, prometiéndoles que él traerá a aquellos valle perdidos, toda la prosperidad de que se disfruta en Francia, Italia o Gran Bretaña.

Fotografía de Boris Skossyref

Se establece en la población de Santa Coloma, una pequeña localidad próxima a Andorra la Vieja, en una casa que desde entonces se la conoce como casa de los rusos, desde donde comienza sus contactos con todos los sectores sociales del país.
Para conseguir que Andorra despegase social y económicamente lo más importante era hacer del país un paraíso fiscal, a semejanza de los otros principados europeos, pero para conseguirlo, exige que lo nombren rey del país.
Con algún despliegue de fondos con los que animar los escuálidos bolsillos andorranos, la labia característica de un embaucador y la ambición que a su lado hiciera crecer en las mentes de algunos de los consejeros del país, Boris intenta que el Consejo General, por mediación de uno de los consejeros, Pere Torras, captado hábilmente por el ruso, acepte su proposición y someta a votación su coronación como príncipe, pero el Consejo es contundente en esta ocasión y no solamente se niega a coronarlo, sino que le advierte que no se inmiscuya en asuntos políticos de los valles y que en caso de reincidencia se solicitará de la autoridad que se apliquen sanciones. El veintidós de mayo, recibió la orden tajante de expulsión del territorio andorrano.
No obstante, el ruso no se dio por vencido y marchó a la Seo de Urgel, hospedándose en un hotel e iniciando una campaña mediática, en la que se presentaba como duque, nombrado por la reina de Holanda, cosa que era falsa y concediendo entrevistas a numerosos periódicos de Europa y América, dándose a conocer de esta forma a todo el mundo.
En el colmo de su delirio, publicó una Constitución Andorrana de diecisiete artículos, de los que imprimió diez mil ejemplares que hizo repartir por todo el país. En esa constitución declara que Andorra será un paraíso fiscal, pero además establece las libertades de que gozarán sus habitantes, la modernización de todo su estado, las inversiones extranjeras y otros avances que encandilaron a los andorranos.
Uno de los ejemplares llegó a manos del obispo de Urgel, Justí Guitart y Vilardebó, que al leerlo montó en cólera.
Lo cierto es que en ese momento Andorra era tan pobre que no había ni carreteras, ni emisoras de radio, ni llegaba periódico alguno y que pasaba gran parte de los inviernos completamente aislada del resto del mundo, así que es comprensible que la desesperación anidase entre los consejeros que, ante las promesas que el aristócrata ruso les hacía y la explicación de la forma en la que los iba a sacar de su ancestral pobreza, conquistó el ánimo del Síndico General, el cargo más representativo dentro del país, el cual convocó nuevamente al Consejo General que se reunió el domingo, siete de julio de 1934, en donde el ruso explicó la forma en que lo iba a sacar de la miseria si era investido príncipe del país.
Los consejeros eran veinticuatro y entre la labia del ruso, las promesas hechas a Torras y la presión que ejerciera el síndico, consiguió convencerlos, menos a uno que permaneció firme ante lo que consideraba un despropósito; pero la mayoría aplastante  votaron a favor y el Consejo aceptó el nombramiento de Skossyreff como príncipe de Andorra, que reinaría con el nombre de Boris I.
En vista del éxito de su gestión, acompañado de un pequeño grupo de colaboradores entre los que se encontraban su amante y el consejero Torras, el reciente príncipe andorrano se estableció en la Fonda Calóns, del pueblecito de Sant Juliá de Lòria situado al sur del principado y muy próximo a la frontera española.
No he conseguido averiguar qué consejero se opuso a su nombramiento con tanto tesón, pero no sería muy complicado de averiguar si tuviera acceso a las actas del Consejo General, en donde estará reflejado su nombre.
El disidente se había puesto en contacto con las autoridades francesas, que no sintieron preocupación alguna, lo mismo que las españolas, parte de las cuales se frotarían las manos solo de pensar que a la Iglesia se le arrebataba el poder sobre el principado.
 En vista de su fracaso, el disidente se encaminó a la Seo de Urgel y se entrevistó con monseñor Guitart, el cual, ya calentito por las cosas que estaban ocurriendo, decidió invadir Andorra y restablecer el orden.
Y lo hizo. Lo hizo con cuatro guardias civiles y un sargento que se presentaron en la Fonda Calóns y cogiendo al ruso por las hombreras y el fondillo del pantalón, lo pusieron de patitas en España.
Era el veintiuno de julio, un día negro en la historia del pequeño país pirenaico que sufrió la más grave invasión militar de su dilatada historia, vio como era destronado su novísimo príncipe y pisoteados sus derechos constitucionales recién adquiridos, sin que ninguno de los ciudadanos hiciera nada por impedirlo.
Y así terminaron los delirios monárquicos de aquel ruso embaucador que terminó exilado en Portugal, donde se le perdió la pista para siempre, hasta que un periodista portugués recibió la información de que había fallecido y que estaba enterrado en Alemania.


Fotografía de la tumba de Boris I

sábado, 21 de marzo de 2015

LOS POLVOS DE LA HERENCIA





Hace tres o cuatro siglos, padecer una apendicitis, o cualquier oro tipo de perforación de los intestinos era sinónimo de una muerte segura y además, fulminante entre enormes dolores y vómitos consecutivos. Lo llamaban “cólico miserere” y aunque ese término ya ha sido desterrado del lenguaje incluso vulgar, en mi infancia sí que lo escuché algunas veces.
Pues bien, de un “cólico miserere” falleció el 30 de junio de 1670, la hija pequeña de Carlos I, rey de Inglaterra, mientras se encontraba en la corte del rey francés Luís XIV.
Como es natural, un hecho tan luctuoso, repentino y ocurrido en una corte extranjera, en donde la joven era una invitada de honor, podía acarrear graves consecuencias diplomáticas al Rey Sol, máxime cuando las circunstancias de aquella muerte hacían pensar, en principio, que se debía a un envenenamiento, por lo que de inmediato se movilizaron las diplomacias de ambos países y los franceses llamaron al policía más astuto de Francia para que averiguara las verdaderas causas del fallecimiento.
Gabriel Nicolás de La Reyne, el general jefe de los gendarmes franceses, considerado actualmente como el verdadero fundador del primer cuerpo de policía, se hizo cargo de la investigación, descubriendo en pocos días que la muerte había sido por causas naturales, sin embargo, en el curso de aquella investigación, averiguó cosas sobre los envenenamientos que muy pronto le fueron de gran ayuda para descubrir toda una trama que salpicó muy alto a la nobleza francesas.
 Y fue con otra muerte y también natural, con la que se desató todo el proceso.
En 1672 falleció el capitán de caballería Jean Baptiste Godin de Sainte-Croix, hijo bastardo de un noble francés, con fama de mujeriego empedernido que hizo carrera en el ejército.

El capitán Godin de Sainte-Croix

Entre sus pertenencias se encontró un sobre lacrado con instrucciones de que se abriera solamente en el caso de que él muriera antes que su examante, la marquesa de Brinvilliers, Madeleine d’Aubray. En su interior había una carta en la que explicaba que había ayudado a su amante a envenenar a su padre y a dos de sus hermanos, para quedarse con toda la fortuna familiar y que rotas las relaciones entre los amantes, sospechaba que de alguna manera la marquesa buscase la forma de quitarlo de en medio, pues se había convertido en un incómodo cómplice.
El primer pensamiento de la policía es que la muerte del oficial Sainte-Croix no fuese tan natural como parecía y comenzaron una serie de pesquisas que propició que el hecho llegase a oídos del general La Reyne, que de otra manera no hubiese tenido conocimiento de un hecho tan corriente como una muerte natural.
La investigación concluyó en que las causas de su muerte nada tenían que ver con una venganza o cualquier otro tipo de muerte violenta, pero descubrieron una serie de circunstancias de lo más sustanciosas, que el general supo aprovechar de inmediato.
Se averiguó que hacía unos años, el oficial Sainte-Croix, había conocido a Madeleine d’Aubray, a la que había presentado su propio marido, Antoine de Brinvilliers y de la que se hizo amante con la complacencia del marido que así quedaba libre para dar rienda suelta a sus escarceos amorosos, pero no pensaba lo mismo el padre de Madeleine, Antoine d’Aubray, que detentaba un altísimo cargo en la corte francesa y veía cómo las locuras de su hija podrían acarrearle dificultades para su brillante proyección política.
Usando de toda su influencia, consiguió que el capitán Godin fuese detenido y encarcelado en La Bastilla en marzo de 1663.
Fue en aquella famosa prisión parisina, donde el capitán Godin entabló amistad con un gentil hombre italiano llamado Gilles, que había estado al servicio de la reina Cristina de Suecia y que era un experto en manipular venenos de todas las clases.
De él aprendió el capitán a preparar compuestos químicos completamente nocivos para el organismo pero cuyos efectos pasaban desapercibidos, uno de los cuales es muy posible que acabara con la vida del filósofo francés René Descartes, cuando se puso al servicio de la reina de Suecia y la convencía de que abandonase la religión luterana para abrazar el catolicismo (ver mi artículo http://unalupasobrelahistoria.blogspot.com.es/2013/03/la-cabeza-de-descartes.html).
Junto con los conocimientos para la manipulación de los tóxicos, Gilles le proporcionó también un contacto, un químico llamado Glaser que ejercía de boticario del rey, el cual se prestaría más tarde a proporcionarle los elementos necesarios para la fabricación de los venenos.
Cuando salió de prisión, reanudó sus relaciones con Madeleine, la cual, profundamente enamorada de él, había adquirido un odio mortal contra su padre, responsable de su separación del amante y a la que transmitió los conocimientos que había adquirido en la cárcel.
Pero un envenenamiento que dejara vestigios era muy peligroso y se pagaba con la muerte por decapitación, así que entre ella y su amante urdieron un tenebroso plan.
Madeleine, decidida a acabar con la vida de su padre y algunos de sus hermanos, que la habían violado cuando era pequeña, empezó a frecuentar hospitales y viviendas de gente menesterosa, a los que agasajaba con comidas y bebidas envenenadas, comprobando los efectos y los vestigios de las sustancias que suministraba.
Lo mismo hizo, en su propio domicilio, con algún criado ya mayor de edad, cuyas muertes pasaron totalmente desapercibidas a los médicos que los asistieron.
Cuando comprobó que aquellos polvos que su amante le preparaba no dejaban ningún rastro en los envenenados y que médicos y policías certificaban el carácter natural de aquellas muertes, decidió que era el momento de iniciar el procedimiento con su padre.
Para eso, había empezado a visitarlo con cierta asiduidad, colmándolo de atenciones y regalándole una vez un pastel, otras un delicioso vino y otras un exquisito asado de ave que el padre consumía con sumo gusto.
Segura de su plan, inició el envenenamiento añadiendo a sus presentes los polvos que el capitán le aportaba.
Al poco tiempo empezó su padre a sentir molestias extrañas que sin causarle grandes trastornos, le impedían realizar su vida diaria y que su médico achacó a lo ajetreado de la vida que llevaba, por lo que aconsejó que se trasladase a sus posesiones en la campiña, una finca cercana a París pidiendo a su hija Madeleine que lo acompañase.
Desde su llegada al campo, el padre de Madeleine empeoró visiblemente, aquejado de grandes vómitos y terribles dolores de estómago, cada vez más violentos, viéndose en la necesidad de regresar a París para que lo tratasen sus médicos. Ocho meses después de que su hija iniciara con él el envenenamiento, el 10 de septiembre de 1666, murió Antoine d’Aubray y los médicos que le habían asistido certificaron que se debió a muerte natural.
Aquello le dio pié para envenenar también a sus dos hermanos mayores Antoine y Françoise, que durante su infancia había cometido violación e incesto con ella, así como para iniciar una vida licenciosa, cargada de amantes y de hijos.
Nada habría ocurrido si el capitán Godin no hubiese sospechado que su amante era capaz de acabar con él y se defendió escribiendo aquella carta que apareció entre sus pertenencias y que condujo a la búsqueda y localización de la envenenadora, pero la marquesa, avisada con tiempo, había huido, primero a Inglaterra y más tarde a Bélgica, donde fue por fin localizada den 1676 en un convento de la ciudad de Lieja.
Juzgada por un tribunal de París fue condenada a morir por decapitación y sus restos quemados.
Pero durante el proceso, la marquesa no estuvo callada, sino que relató una serie de hechos en los que implicó a buena parte de la nobleza francesa, abriéndose nuevos procedimientos judiciales que acabaron con otras treinta y seis penas de muerte.
Para seguir estas investigaciones, se creó un juzgado especial que el pueblo empezó a denominar El Tribunal de los venenos, que funcionó entre 1677 y 1682, hasta que el caso se aproximó tanto al propio Rey Sol, que éste ordenó el cese inmediato de las investigaciones.

A aquellos polvos que Godin aprendió a mezclar en la cárcel y que se emplearon sobre todo por las familias nobles y adineradas, para aligerar herencias y herederos de las listas de las familias más influyentes de Francia, se los conoce como Los Polvos de la Herencia, como se titula este artículo.

jueves, 12 de marzo de 2015

JUICIOS TENGAS





Se dice como una maldición gitana y es verdad: Juicios tengas y los ganes; porque un juicio, cualquier clase de juicio es, en sí mismo, una ruina. Aunque lo ganes, ya antes de empezar todo el pleito, habías perdido.
Perdido el tiempo, perdida la paciencia, perdida la fe en la justicia y en el valor de la verdad y gastado dinero para no recuperar nada. Todo son pérdidas cuando te enzarzas en un pleito en el que la única parte que va a ganar es la del abogado. Los demás, pierden todos.
La ley es inflexible, pero la justicia es maleable. Un axioma que tiene de verdad lo que yo tengo de cura. La Ley, en sí misma, no existe. La hemos creado a nuestro entender y mejor conveniencia, con ese colmo de soberbia y egolatría que nos caracteriza.
Lo único que se parece a una ley y que funciona, es lo que se ha dado en llamar Ley Natural, aquella en la que priman los instintos, el grande se come al chico y el macho alfa se beneficia a todas las hembras que puede. Lo demás, todo son pamemas. Y los humanos, que por repugnarnos aquellas normas de obligado cumplimiento que imponía la naturaleza, empezamos a apartarnos de ellas y a crear otras a las que llamamos civilizadas, comenzamos a hundirnos en el cenagal de la injusticia.
Hace ya unos años, bastantes, un conocido mío que detentaba un cargo político de cierta envergadura me contó una anécdota en la que él fue protagonista.
Como consecuencia de las gestiones que desde su cargo se proponía iniciar, contó con un gran gabinete de expertos en cierta rama del derecho, el mejor y más brillante de España, al que se dirigió en solicitud de un informe jurídico en el que se viera claramente, apoyado en cuantos preceptos legales se pudiera, que la intención del político en aquel asunto estaba perfectamente recogida en el cuerpo jurídico. Vamos, que entraba dentro de la legalidad.
El titular de aquel gabinete de abogados expertos escuchó atentamente al político, tomó notas sobre cuales eran sus deseos, recogió la documentación que éste le entregaba y lo emplazó para dentro de un mes, plazo en el que el informe estaría listo.
No se habló en aquella reunión de dinero porque el político ya sabía que aquello le iba a costar tres millones de pesetas (no había euros todavía).
Al cabo del mes, se presenta nuevamente el político en el despacho del experto jurista y éste le entrega un informe perfectamente encuadernado, con más de cien folios pulcramente mecanografiados a dos caras, plagado de citas jurídicas y en triplicado ejemplar.
El político, que de aquello no tenía ni la más ligera idea, ojeó el informe y lo sopesó. Tres kilos, calculó al sopesar el informe, así que a millón por kilo. No estaba mal el precio, si el informe le permitía acometer aquella acción (imagino que urbanística) que le quitaba el sueño, pero una duda lo asaltó de pronto.
¿Qué pasaría si tuviera necesidad de tener un informe completamente contradictorio con aquel que sostenía en sus manos?
El experto jurista ni siquiera se inmutó ante la pregunta: Tres millones y lo tiene usted igualmente documentado y en el mismo plazo de tiempo.
¿Dónde está la justicia? ¿Dónde la legalidad? ¿Y la ética?
Nada de eso existe en la realidad. La verdad absoluta no existe. Tiene por lo menos tres caras: mi verdad, tu verdad y la verdad de otros.
Llevar al ánimo del juzgador la duda razonable es la mejor defensa y a veces, la única, porque desde que alguien en la Grecia clásica inventó la figura del “abogado”, la verdad tiene varios caminos.
En la colina de Ares, al aire libre, celebraban los griegos sus juicios y lo hacían a la intemperie porque ya pensaban que juzgador y juzgado no podían estar bajo un mismo techo.
Allí, acompañado de un orador, lo más experto que se pudiera uno costear, trataban los ciudadanos de convencer al juez de su razón o de su inocencia. Normalmente el orador solía conformarse con muy poco, un trabajillo, una invitación y poco más, hasta que apareció un personaje que puso precio real a su trabajo. Este fue el orador Antisoaes, allá por el siglo VI antes de nuestra era; el primero que en el campo de Ares, el Areópago, puso precio a sus servicios y desde entonces, si queremos salir bien parados de algún pleito, mejor será que vayamos buscando a uno de los seguidores de Antisoaes, porque los que son gratis, los de oficio, al final saldrán más caros. Luego, los jueces, los procuradores, los peritos y todos los que intervienen en la administración de la justicia, pusieron el cazo y todos a cobrar.
Un buen orador que se prestara a representar a un ciudadano en juicio, no tenía otra cosa que hacer que crear dudas, cuantas más y más extrañas, mejor, con tal de conseguir crear una confusión de tal envergadura, como la que formó Protágoras un siglo más tarde.
Era éste un personaje de gran calado social y político; amigo de Sócrates y de Pericles, aparece ampliamente reflejado en los Diálogos de Platón, pero la razón por la que viene a estas páginas es por su habilidad como polemista, como orador y como retórico, disciplinas en las que destacaba y en las que era maestro de numerosos alumnos.

Busto de Protágoras

Pertenecía a la escuela “sofista”, palabra que en griego quiere decir algo así como perseguidores de la sabiduría, aunque su prima hermana “sofisma” quiere decir todo lo contrario.
Protágoras, que se ganaba la vida enseñando, tenía entre sus alumnos a un tal Euathlos, un joven brillante pero de escasos recursos económicos que cierto día llegó a su maestro diciéndole que lo sentía mucho, pero que no podía seguir recibiendo clases, porque ya no tenía dinero para pagarle.
El maestro se compadeció del su alumno, al que auguraba un brillante porvenir como orador y estableció con el una especie de contrato, un pacto entre caballeros, sellado con un apretón de manos que tenía tanta validez como el contrato más perfectamente redactado y que consistía en que el alumno seguiría recibiendo las clases y le pagaría con el dinero que percibiera en el primer juicio que ganara.
Maestro y alumno continuaron las clases pero Euathlos no se decidía a presentarse a defender su primer juicio, aduciendo siempre que no estaba suficientemente preparado.
Harto de que pasaran los meses sin cobrar, Protágoras decidió denunciar ante el juez la situación a la que le estaba conduciendo su discípulo y para eso se hizo el siguiente planteamiento.
Si ganaba el juicio, el juez condenaría a su alumno a abonarle las cantidades que le debía, con lo que cobraría su deuda. Si por el contrario, ganaba su alumno, se encontraría ante su primer juicio ganado, por lo que en virtud del contrato sellado entre ellos, tendría que pagarle igualmente la cantidad adeudada.
En cualquiera de los dos casos, según su planteamiento, ganaría
Sin embargo, Euathlos, se hacía un planteamiento similar, aunque diametralmente opuesto. Si ganaba el juicio, el juez condenaría a su profesor y no tendría que pagarle nada, pues la sentencia le daría la razón; si por el contrario, lo perdía, el contrato entre ellos lo salvaguardaba de tener que pagar, pues no era sino hasta que ganase su primer juicio cuando tendría que abonar las clases.
Según su planteamiento, también ganaría pasara lo que pasara.
Esta controversia judicial se conoce como “Paradoja de la Corte” y desde que se planteó por primera vez en la Grecia clásica de hace veinticinco siglos, continúa en plena vigencia, sin que nadie ni nada haya aportado solución al problema.
¿Cuál de los dos “abogados” tenía razón? ¿De qué lado tendría que inclinarse la justicia?
La cosa no parece tan difícil. La razón tiene que estar solamente de una parte, el problema está en saber de cual.
Y la explicación, como no la tiene, es muy sencilla: de la parte que más empeño ponga en convencer al juzgador. O dicho de otra manera: del orador más hábil.

¿Qué tienen que ver la ley y la justicia con la oratoria? Pues a lo que parece tienen mucho que ver y es que la oratoria sirve para todo, pues mucho antes de que esta paradoja se presentara, ya había en el Ágora griega muchos personajes de dudosa honestidad que embaucaban al pueblo con sus pláticas y que por un dracma demostraban la existencia de los dioses y por otro, demostraban el razonamiento contrario, como el famoso jurista español de esta historia.

viernes, 6 de marzo de 2015

EL PODER DE UNA CUCHARA





Cuando los años nos van colocando a la cabeza del escalafón familiar, se nos va concediendo una situación de privilegio dentro de la familia. Importan nuestras opiniones, piden nuestros consejos y nos agasajan como ya nosotros habíamos hecho con nuestros mayores.
Pero éramos muchos más felices cuando ellos vivían y nosotros estábamos parapetados detrás, en la segunda o tercera línea de fuego. Cuando se nos van, se van también nuestras referencias, perdemos aquel contacto cálido con el pasado que tanta falta nos hace. Ya no tenemos quien nos cuente qué pasó en la familia cuando éramos pequeños, cómo se vivieron aquellos tiempos cuando aún no habíamos nacido.
Mi tío Luís era mi referente en materias relacionadas con la República y con la Guerra Civil, porque mi padre nunca habló de eso y la familia de mi madre lo había pasado tan mal con un padre republicano radical y masón, en el lado de los alzados, constantemente en peligro de que se lo llevaran a la tapia del cementerio que todo esfuerzo era poco para olvidar aquel calvario.
Quizás mi padre callaba porque en su forma de pensar, había perdido la guerra estando en el lado ganador y mi tío, en la suya, la había ganado estando en el bando perdedor.
A toda costa había que evitar que entre ellos hablaran de aquel pasado porque mi tío, el ganador, había estado en el frente, con el ejército de la República, mientras mi padre, el perdedor, no había cogido un fusil y a pesar de que lo movilizaron desde el principio, no pasó de Sevilla, donde lo destinaron a automovilismo.
Habían tenido papeles cambiados y a los dos afectó aquella circunstancia. Habían vivido dos guerras bien distintas y cualquier conversación acaba en discusión airada y a gritos.
Mi tío Luís había estudiado bachiller en su Palencia natal y luego se hizo maestro de escuela, mediante aquello que me parece se llamaba examen de grado.
En eso fue llamado a filas y realizó el servicio militar como alférez de complemento, dada su condición de maestro, pero al terminar la mili, decidió que ni el ejército ni la docencia eran lo suyo y empezó a prepararse para ingresar en el cuerpo de maquinistas de la Marina.
En esas se produce el alzamiento militar de julio del 36 y a él lo coge en Madrid. Inmediatamente lo movilizan y pasa destinado al V Cuerpo de Ejército, el del famoso general Líster.
Mi tío era de derechas y aquello no le hizo ninguna gracia, pero pensando, como pensaban muchos en aquellos momentos, que la guerra iba a durar poco, ocultó su condición de oficial de complemento y como soldado raso, lo mandaron a las trincheras.
Estuvo en el V Ejército toda la guerra y participó en las batallas del Guadarrama y en el frente de Teruel, lo hirieron varias veces y aún conservaba trozos de metralla que me hacía tocar a través de la piel para que viera que aquello que me contaba era verdad.
Y lo era, porque yo palpaba unos bultos, como garbanzos duros, clavados entre la carne y la piel.
“Antes estaban mucho más adentro, pero el cuerpo las va expulsando”, me decía y yo lo creía a pies juntillas.
Ya estaba la guerra dando las últimas boqueadas y mi tío, repuesto de las heridas, que no debieron ser demasiado graves, estaba otra vez en las trincheras cuando un mañana se le acercó un cabo y le dijo que el comandante de su batallón quería verlo.


El general Enrique Líster

Quizás pensara, por un instante, que el comandante le iba a dar un permiso por su buen comportamiento, pero aquel pensamiento efímero se le disolvió en el aire cuando entró al despacho y observó sobre la mesa un expediente en el que había cosida con una grapa una fotografía suya vistiendo el uniforme de alférez.
¿Qué por qué no había dicho que era un oficial, cuando la República estaba tan escasa de mandos?
Primero porque nadie le preguntó nunca nada y segundo porque creyó que aquello de la mili no servía para la guerra de verdad.
La verdad era de lo que se iba a enterar él, por traidor a la causa. Al calabozo y preparado para consejo de guerra. Consejo de guerra que ya sabía cómo iba a terminar: frente al pelotón de fusilamiento, que en tiempos de guerra ningún bando se andaba con tonterías.
Varias semanas estuvo encerrado en una especie de jaula de la que era fácil escapar, pero no tenía a donde ir, así que mejor quedarse allí, que por lo menos le daban de comer.
Pero la fortuna le sonrió. Bueno, le sonrió de momento. El ejército de Franco tomó las posiciones donde él estaba preso y pasó de un bando a otro, claro que entre los alzados lo recibieron como oficial del ejército de la República y por tanto, nuevamente al calabozo, aunque de éste ya no era tan fácil escapar.
Ante la comisión que vio su caso, mi tío se expresó con más miedo que vergüenza, pero diciendo la verdad. Él era de los de “Arriba España”, que lo movilizaron porque estaba en Madrid, pero que nunca quiso ni aceptó la causa republicana y buena prueba era que nunca dijo que era oficial de complemento y que por eso los republicanos lo iban a fusilar: por traidor a la República.
Pero ahora lo iban a fusilar los otros.
Alguien, con sentido común, debió advertir que la historia que contaba aquel soldado, o alférez, o lo que fuera, tenía sentido y después de algunos meses en la cárcel, lo pusieron en libertad, con todas sus responsabilidades extinguidas y libre de hacer lo que quisiera.
Tan libre debió quedar que suscribió las primeras oposiciones que se convocaron que no fueron otras que al Cuerpo General de Policía.
Sí, mi tío terminó siendo policía. De aquellos de chaqueta y corbata, gabardina y sombrero y placa detrás de la solapa y digo yo que no habrían visto mucha peligrosidad en él cuando lo dejaron ingresar en una cosa tan delicada como la Policía de la época.
En buena parte por él, ingresé yo en la Policía. Me entusiasmaban sus historias cuando me refería su estancia en Barcelona y cómo se luchaba contra los pistoleros anarquistas de la época: el Sabater, el Facerías, el Orive y otros cuyos nombres no recuerdo.
Pero de todas las historias que mi tío me contaba cuando era pequeño, hay una que me gustaba sobre las demás. Era la historia de la cuchara.
Él vivía en Madrid, concretamente en una pensión por las inmediaciones de la calle Barquillo. La dueña, doña “Guadita”, abreviatura de Guadalupe, viuda de un sargento que murió en la guerra de África, debía tenerle mucho afecto, porque cuando mi tío recibió la orden de movilización, le dijo: “Mira, Luisito, yo sé lo que es ir a la guerra y también lo que es perder un marido, allí todo va a ser duro, pero lo más duro de todo es el hambre que vas a pasar. No te puedo dar mucho, pero toma esta navaja que además tiene un tenedor y una cuchara. Átatela al cinto y no la pierdas. Tener una cuchara da mucho poder, ya lo verás”.



Y lo vio y además bien pronto. El ejército republicano carecía de todo y aparte de algunas botas que repartieron entre los primeros que llegaron, unas mantas y por supuesto las armas, poco utillaje más entregaron a los recién incorporados que sentados en el suelo, por grupos, esperaban que se sirvieran los ranchos devanándose los sesos sobre la forma de comerlo y esperando que no fuera muy caldoso.
Y es que los más intuitivos habían “fabricado” unas cucharas con corteza de pan duro, ahuecada y dejada secar durante días, pero si el rancho era "caldoso", como siempre solía ser, aquella improvisada herramienta no llegaba más allá que a la tercera o cuarta cucharada, mientras mi tío, con su magnífica, aunque pequeña cuchara metálica, comía y comía, ante la envidia de todos.
Yo no me creía que los soldados no tuvieran cuchara, pero él me lo aseguraba con tal rotundidad que no me quedaba más remedio que creerle. Después de algunas semanas movilizados, los más ingeniosos se habían provisto de cosas imprescindibles, como un peine para los piojos, alguna cuchara y otras cosas así, pero los que eran de lejos tuvieron que optar por tallar cucharas de madera o fabricarlas con latas de conserva que a veces repartían entre la tropa.
Quizás otros ejércitos estaban mejor avituallados, pero el de mi tío tenía esas carencias básicas, claro que viendo la pinta que tenía su general es fácil imaginar las carencias.
Por tener una cuchara lo eligieron representante de su pelotón y gracias a la cuchara, que podía alquilar a buen precio o prestarla por un paquete de tabaco, soportó mejor las calamidades del momento.
Yo le preguntaba si cuando alquilaba o prestaba la cuchara no temía que se la quitaran y siempre me respondía que no era fácil que nadie intentara quedársela después de haber hecho uso de ella, pues él se sentaba a espaldas del afortunado que la estaba usando y con el fusil apoyado en las rodillas.
Estaba decidido a recuperar la cuchara a costa de lo que fuera.
¡Qué lista era la señora “Guadita”!

Mi tío conservó su amistad siempre y cada vez que pasaba por Madrid, iba a visitarla.