sábado, 21 de noviembre de 2015

LA SULTANA RISUEÑA





 A veces, la historia se repite y lo hace con matices tan marcados que da la sensación de haberse vivido ese episodio en toda su magnitud. Así ocurre con la historia de una mujer que siendo esclava, llegó a ser la favorita del califa de Córdoba Al Hakem II, el más culto y erudito de todos los emires y califas cordobeses. (Ver mi artículo http://unalupasobrelahistoria.blogspot.com.es/2013/03/subh-la-vascona.html)
Cinco siglos más tarde, otro gobernante del Islam, vivió una historia de amor con una esclava de su harem, a la que llegó a convertir en esposa, circunstancia nada corriente, pues las esclavas no pasaban de ser concubinas y a lo sumo, favorita.
Esta vez fue lejos del califato cordobés, en tierras de turcos, concretamente en Estambul y con protagonista de excepción, pues no en vano fue el más poderoso y temido de los sultanes otomanos: Solimán, el Magnífico.
En los albores del siglo XVI, nació en las montañas del Caucaso, la cordillera que entre el Mar Negro y el Caspio separa a la Rusia europea de Asia, una niña a la que pusieron por nombre Alexandra Anastasia Lisowka. Era hija de un sacerdote ortodoxo y de una esclava a la que la preñez y el posterior parto habían mermado su capacidad de trabajo, por lo que sus amos descargaron en la criatura todo el rencor acumulado contra su madre.
Creció Alexandra en un ambiente tan hostil que casi le pareció una liberación cuando unos soldados turcos, en una de las muchas incursiones que a los pies del Cáucaso efectuaban, la hicieron prisionera y se la llevaron a Estambul.
Debía tener la joven en torno a los quince años cuando esto ocurría y, a pesar de la mala vida que había llevado, era una joven de preciosos cabellos rojos, razón por la que fue conocida como “Roxelana” y unos ojos tan bellos y de tan intenso mirar que provocaban la sensación de haber magnetizado a quien los contemplaba. No era muy alta de estatura, pero sí de curvas redondeadas y bien formadas que le daban al conjunto un poderoso atractivo.
Una vez en la capital del imperio un mercader de esclavos se interesó por la muchacha cuando supo que, inexplicablemente para su edad y para las manos por las que había pasado, continuaba siendo doncella.
El mercader, experto en valoraciones sobre los esclavos, pensó que aquella joya podría terminar en el harem del sultán, en aquellos momento Selim I, al que su pueblo llamaba “El Adusto”, por la sequedad de su carácter, huraño y malhumorado que pensaba poco en su pueblo y mucho en guerrear.
Puede que su carácter fuese consecuencia de un largo padecimiento de estómago que terminó en cáncer, que además de agriarle el carácter, le provocaba una total inapetencia sexual, quizás razón por la cual la bella Roxelana no atrajo la atención del sultán, que no obstante la alojó en su serrallo.
Pronto dio la nueva odalisca muestras de su inteligencia natural y sin demasiado esfuerzo aprendió a leer y escribir, así canto, danza, bordado, cocina y cuantos refinamientos amatorios se enseñaban a las concubinas para satisfacer a sus señores.
La simple comparación entre la durísima vida que había llevado hasta su captura, con la lujosa existencia de la que disfrutaba, alegraron el carácter de Roxelana que, por su temperamento bromista y dado a las risas, pronto se la empezó a llamar “Hürrem”, la risueña, nombre por el que será ya conocida.
Esa alegre cualidad y la precisión de sus bordados, atrajeron la atención de la esposa del sultán, llamada Hafise y madre del que sería heredero del trono, Soliman.
A la sultana le gustó la rusa como concubina para su hijo y aprovechando la virginidad de ésta y el poco afecto que tenía a la esposa de su hijo, una princesa extranjera de enorme belleza, pero más bien metida en carnes que ya había dado un heredero al príncipe, se la presentó.
El primer encuentro entre Hürrem y Solimán fue un verdadero flechazo; un amor de los que se llaman a primera vista, sobre todo para él, que prendado de los enigmáticos ojos de la esclava, no cejó en su empeño hasta que se la llevó a la cama, en donde ya la rusa echó el resto de su sabiduría y apoyada por su propia intuición, consiguió que el príncipe quedara definitivamente prendado de su concubina.

Retrato de Hürrem, por Tiziano

Era el año 1520 cuando “El Adusto” murió y Solimán accedió al trono del inmenso imperio otomano, bajo cuyo reinado consiguió su máximo esplendor, aunque gran parte de esa grandiosidad procedía de la piratería y el pillaje, así como de asolar costas y ciudades, apoderándose de todas las riquezas y esclavizando a las poblaciones.
Por aquel entonces, “La Risueña”, debía tener alrededor de los dieciocho años y estaba, por tanto, en su máximo esplendor y belleza que junto a sus otras cualidades, hacía que el nuevo sultán visitase cada noche su habitación. No le resultó demasiado complicado a la concubina hacer que el sultán se desprendiera de su esposa y de Mustafá, el hijo de ambos, que terminaron relegados a un rincón dorado del serrallo, donde el infortunio de verse abandonada de su marido y sin ninguna posibilidad de medrar en la corte, fueron agriando el carácter de la reina que, dándose por entero a la comida como única salida a sus pesares, adquirió unas proporciones nada desdeñables.
Cierto día en que, por casualidad, ambas mujeres coincidieron en las dependencias de la reina madre, la gordinflona se abalanzó sobre Hürrem con intención de destrozarle el bello rostro a arañazos, siendo necesaria la intervención de los eunucos y de la propia reina madre para evitar que aquello terminara en desastre.
Cuando el incidente llegó a oídos del sultán, no dudó en atribuir la culpa a su esposa, momento que aprovechó Hürrem para jugar sus bazas.
Mezclando lágrimas y dolor con astucia y arte, consiguió hacer ver a su amo que en realidad la culpa era suya, pues nunca la había distinguido con la prioridad de ser su primera favorita y mucho menos con casarse con ella.
Según el Islam, puede el sultán tener hasta cuatro esposas legales, además de infinitas favoritas, concubinas y amantes de una sola noche y Solimán tenía solamente una, por lo que podía tomar nueva esposa, trampa en la que seducido por los encantos de su favorita, cayó profundamente rendido y la tomó en matrimonio.
La nueva situación cambió radicalmente el carácter risueño, ardoroso y amable de la antigua esclava, que empezó a encelarse de cuantas personas tuvieran alguna intimidad con su esposo, creyendo ver enemigos por todas partes. Así, pronto empezó a recelar del gran visir, Ibrahim Pasha, consejero y amigo íntimo de Solimán. No cejó en su empeño hasta que el visir fue desposeído de sus cargos y ejecutado.
Además de casarse formalmente con una concubina, contraviniendo todas las costumbres del imperio, Solimán cometió, por amor a su esposa, otra irregularidad grave como fue el permitir que ella lo acompañara en el trono e influyera en sus decisiones hasta el extremo de convertirse en su única consejera.
Según una ancestral costumbre, al heredero del sultanato se le enviaba como gobernador a una provincia, de la que no volvía hasta la muerte del sultán y para subir al trono.
Así se evitaba que estuviera en la corte maquinando para hacerse cuanto antes con el poder. Para compensar la penosidad de tener que trasladarse a una provincia, alejado de la corte, cuando era coronado, todos sus hermanos varones que no fueran de la misma madre, eran estrangulados, para evitar que conspiraran contra él. Una costumbre bárbara pero a la vez efectiva en una época en donde las traiciones estaban a la orden del día.
Hürrem sabía que el heredero al trono no sería ninguno de los cuatro hijos que había tenido con Solimán, sino Mustafá, el hijo habido con la primera esposa y que a su coronación, sus hijos serían asesinados.
Inició entonces un metódico y progresivo proceso de intoxicación a su esposo y a las personas poderosas con las que el sultán se codeaba, queriendo hacer ver que Mustafá maquinaba contra su padre, influido por la madre que no conseguía soportar la situación en la que la esclava la había colocado.
Tanta insidia vertió en los oídos de su esposo que este acabó creyendo en un falso complot para acabar con su vida y, obrando en consecuencia con la época, ordenó asesinar a su propio hijo.
Desaparecido el heredero, el nombramiento de príncipe recayó en Selim, cuarto hijo de Hürrem y Solimán –el primogénito, Mehmet, había muerto de viruela, el segundo era una mujer, Mihrimah y el tercero, Abdullah murió cuando tenía dos años– que reinaría con el nombre de Selim II y al que el pueblo apodaría “El Borracho”, dada su condición de alcohólico.
Hürrem no consiguió verle coronado, pues murió antes que su esposo y mejor que no lo hubiera visto, pues el declive del imperio empezó precisamente con este individuo de escasas cualidades que solamente heredó de su madre el cabello rojo.
La Sultana Risueña consiguió tener un inmenso poder, junto a su esposo, sobre el que siempre ejerció una gran influencia y no siempre desviada, como en el caso de la coronación de su hijo, sino muy acertada en política exterior y en otras muchas cuestiones de estado.
Además fue mecenas de muchos artistas e impulsora en numerosas obras sociales, como construcción de hogares para huérfanos de guerras, hospital para mujeres, comedores de beneficencia, con las que se ganó el apoyo del pueblo.

A su muerte, en 1558, el sultán quedó completamente desolado, mandando construir un mausoleo en la trasera de la Mezquita que lleva su nombre y junto al que ya había construido para acoger sus restos mortales.

viernes, 13 de noviembre de 2015

CON UNA ESPINA




 Al terminar el artículo de la semana pasada, me hice la firme promesa de no escribir más sobre el papado, en la certeza de que suficiente literatura se ha vertido ya sobre la más alta magistratura de la Iglesia, pero mientras buscaba documentación sobre aquel trabajo, me encontré una anécdota curiosa, que teniendo como trasfondo las actividades del papa Alejandro VI y de su familia, en realidad su protagonista era Leonardo da Vinci, el gran sabio del Renacimiento y no he podido sustraerme a relatar la historia que se encierra en una de las múltiples disciplinas en las que Leonardo participó activamente, destacando, como el genio que era.
Nació Leonardo en 1452 en el pueblecito de Vinci, cerca de Florencia. Después de su primera formación como pintor, escultor y artista en general, pasó a trabajar para los grandes mecenas italianos: los Medicis y los Sforza. Después de un breve pero fructífero paso por Francia, protegido del rey Francisco I, en el año 1502, fue contratado como ingeniero militar, para la construcción de las fortalezas pontificias que el papa Alejandro VI pretendía construir y al frente de cuyo proyecto se encontraba su hijo, el famoso César Borgia.
La fama ya precedía al insigne maestro florentino, pero sus aptitudes sorprendían constantemente a cuantos les rodeaban y en Roma, descubren la inmensa capacidad organizadora que posee Leonardo en relación con festejos, banquetes y otras grandes celebraciones y, lo que es más, sus magníficas cualidades culinarias.
Como un arte más que es la cocina, Leonardo despierta en el Vaticano la envidia de los cocineros tradicionales que habían servido a los papas, pues el sabio florentino era también un cocinero de máxima categoría, inventor de platos y genio y artista de los sabores y pronto la familia Borgia le encarga que se ocupe de cualquier celebración que se haya de realizar en sus propiedades, en la seguridad de que el sabio nunca defrauda.
En esa faceta, quizás la más desconocida de la vida de Leonardo, el maestro se dedicó por entero a experimentar con sabores tradicionales, mezclados con las especias desconocidas que llegaban del Nuevo Continente, así como a preparar platos completamente novedosos.
Pronto captó César Borgia la magnífica y nueva cualidad de su ingeniero y maestro de ceremonias y amparado en la necesidad que impulsaba la época de poseer venenos con los que quitar de en medio a los enemigos, o simplemente a los molestos, encargó al sabio que le proporcionara un veneno que fuera efectivo, pero no de efecto inmediato, que careciera de sabores y de olores y que fuera perfectamente diluible en agua, infusiones o vino.
Tantas precauciones obedecían a que ya no había personaje importante en Roma que no se hiciera acompañar de su probador; una persona dotada de cualidades, supuestamente, capaces de detectar cualquier sabor u olor extraño en las bebidas o alimentos que se servían en los infinitos banquetes romanos.
Un probador de comidas era un hombre muy bien pagado, pues sabía el riesgo que corría, tanto para su propia salud, como para la de su patrón, cuya vida dependía de su habilidad para identificar los venenos.
La tarea encomendada a Leonardo no era sencilla. La inmensa mayoría de los venenos conocidos tienen un fuerte olor o sabor, muy difíciles de escamotear entre otros sabores, otros son muy poco solubles y dejan posos en las bebidas y algunos eran de tan inmediata acción que el envenenado moría de manera fulminante, cosa que dejaba muy a las claras la actuación asesina y que nada beneficiaba al anfitrión del banquete.
Leonardo inició sus estudios por el veneno que los Borgia habían puesto de moda: “la cantárida”, producto de la ya famosa “mosca hispánica”. Sus efectos era muy conocidos así como sus características, por lo que desistió seguir trabajando con ella y empezó a practicar con otro producto, de nombre parecido que era conocido como “la cantarella” o “agua de Perugia”.
 No nos ha llegado la composición de este agua que, al parecer, contenía sales de cobre, de fósforo y arsénico, aunque también se le supone mezclado con vísceras de cerdo putrefactas, cuyos exudados era recogidos y tratados hasta que, la mezcla de todos los elementos, obtenía un aspecto como de azúcar y era mortal a dosis pequeñas.
Todos los venenos conocidos y de sabores u olores punzantes, eran descartados, lo que daba a la tarea del sabio un ingrediente de dificultad, nada fácil de superar.
César Borgia empezó a tener prisas. Quería de inmediato el veneno que le había pedido porque su primer uso ya estaba determinado.
Buena parte de la curia romana estaba harta de los excesos del papa y de toda la familia y esa facción la encabezaba el cardenal Franco Minetto. Este era un  hombre recto, temeroso de Dios y con ganada fama de inflexible.
En fin, que Minetto era un estorbo y había que eliminarlo, pero sin levantar ninguna sospecha, así que César dio un ultimátum a Leonardo: en cinco día tenía que tener preparado el veneno o se atendría a las consecuencias.
Abrumado por la responsabilidad de no poder cumplir con lo prometido, Leonardo vagó por las calles, plazas y mercados de Roma a la búsqueda de una solución para su veneno, pero no era aquella materia que se despachara abiertamente y a los ojos del público.
Por fin, tras mucho andar y parlotear con todos los mercaderes, encontró a una persona de lengua floja.
Se trataba de un viejo marinero que decía haber hecho el tercer viaje con Cristóbal Colón hasta las Indias, de donde habría traído hojas de una planta a la que los nativos caribeños llamaban “ichigua” y que por lo que conocemos debería ser una variedad de tabaco, pues el viejo marino contó a Leonardo que las hojas se enrollaban y prendían fuego por un extremo, mientras se chupaba por el otro, consiguiéndose un efecto de adormecimiento o borrachera, a lo que agregó que puestas a hervir, producían una infusión insípida y mortal.
Leonardo compró todas las hojas que el marino decía haber traído y corrió a su cocina, donde se encerró para preparar aquella infusión.
Trabajaba en absoluta soledad y secreto y no se podía permitir probar aquella pócima con ningún ser humano que luego pudiera contar lo sucedido, así que decidió utilizar un animal para probar la efectividad del veneno, y el tiempo que transcurría hasta que hiciera efecto.
Y en esa disquisición se encontraba cuando a sus pies se acurrucó un precioso gato de largo pelaje al que Lucrecia Borgia tenía mucho cariño y con el que paseaba en brazos por todo el palacio.
Sin pensarlo dos veces, mezcló la pócima con el plato que pensaba presentar en la cena: truchas con salsa de eneldo, que dio de comer al felino.
Aquella tarde en que Leonardo dio a probar su exquisito plato a los delicados labios del felino, Lucrecia echó de menos a su querida mascota, con la que pasaba horas acariciando el sedoso pelaje y por más que la buscó en toda la casa, no consiguió hallarla.
Buena noticia era esa para el florentino. Si el gato no aparecía quería decir que lo más probable es que estuviera en algún tejado, tumbado panza arriba, o escondido para siempre debajo de aquellos pesados muebles en los que el gato solía sestear. Es decir: el veneno había surtido su efecto.

Trucha con eneldos

Al día siguiente se celebraba el banquete en el que la figura preeminente era el cardenal Minetto y desde muy temprano las cocinas del palacio Vaticano eran un hervidero de personas que preparaban los platos, los proveedores que llegaban con las más espléndidas truchas, pinches y limpiadoras que mantenían todo en el orden perfecto que el maestro exigía. De vez en cuando aparecía por allí César Borgia, preguntando impaciente al maestro si la pócima estaría perfectamente dispuesta para servirla en la cena de aquella noche y al que tranquilizaba Leonardo, asegurándole que no habría sorpresa alguna y todo saldría según lo dispuesto.
Llegada la hora del banquete, fueron llegando los invitados que ocupaban, protocolariamente el lugar que el propio Leonardo les tenía asignado.
Como es de rigor, el cardenal Minetto, quizás la persona más importante, tras el papa, que concurría al banquete, ocupó su lugar frente al pontífice y sus hijos César y Lucrecia.
Con una suave música de flautas, laúdes, liras y cítaras, comenzó el convite sirviéndose los distintos vinos con las decenas de entrantes que era costumbre servir antes del plato principal.
Llegó el momento de servir las truchas y Leonardo escogió el plato que se serviría al cardenal, el cual roció con la infusión concentrada que se había llevado al gatito de Lucrecia al otro barrio.
Como es natural, el probador fue el primero en meter sus narices en el plato bellamente presentado, sin apreciar nada que excitara su pituitaria. Seguidamente probó la salsa y la jugosa carne de la trucha, haciendo un gesto afirmativo a su protegido, autorizándole a consumirlo.
Todos los comensales alabaron de inmediato la calidad del plato que devoraban con verdadero apetito, cuando a mitad de la trucha, el cardenal Minetto se levantó como impulsado por un resorte llevándose de inmediato las manos a la garganta.
Una exclamación surgió espontánea en toda la sala: veneno.
Asfixiándose, el cardenal cayó hacia atrás, mientras su probador trataba de socorrerlo, igual que hacía Leonardo, sorprendido del efecto tan inmediato de aquel veneno.
El papa dirigía a su hijo fulminantes miradas, alarmado por lo que le podía venir encima si el cardenal moría envenenado a su propia mesa.
Tumbado en el suelo el cardenal se debatía en sus últimos instantes de vida, mientras Leonardo trataba de auxiliarle, agachado a su lado.
El silencio del salón era tan denso que se escuchaban las entrecortadas respiraciones de los comensales, los cuales habían dejado sus platos en el mismo momento en que el cardenal se levantó angustiado.
En aquel gélido silencio, escuchó Leonardo un leve maullido que le hizo desviar la mirada hacia debajo del aparador que ocupaba la pared de la que estaban muy próximos y para su sorpresa, vio como el gatito se desperezaba como despertándose de un largo sueño.
El cardenal entregó su alma al Altísimo ante la certeza general de que había sido asesinado en la propia mesa del papa.
Sabiendo que su supuesto veneno no había producido aquella muerte, Leonardo buscó otras causas, encontrando una gran espina del pescado atravesada en la garganta del prelado que había sido la causa de la muerte. La tranquilidad reinó en todos los comensales, sobre todo en los Borgia.

Eso es, al menos, la historia que yo he conocido.

domingo, 8 de noviembre de 2015

EL TORO Y LA MOSCA HISPÁNICA





Dos ejemplares de la fauna ibérica que se pusieron muy de actualidad durante el mandato del papa español Alejandro VI, más conocido como el papa Borgia, famoso por muchas razones, prácticamente todas detestables.
Una de ellas tenía lugar en la víspera de un día como el de ayer en el que se celebraba la festividad de Todos los Santos. La costumbre popular es la de comer castañas, nueces y frutos secos, costumbre que data de muchos siglos atrás.
En la Roma Vaticana se puso de moda el llamado “baile de las castañas” y que fue introducido, precisamente, para celebrar la víspera de Todos los Santos, por el papa Borgia.
Se producía este baile tras una copiosa cena en la que intervenían un buen numero de invitados junto a la familia del papa y también unas cincuenta de meretrices elegidas de entre los más prestigiosos prostíbulos de Roma, las cuales permanecían durante todo el acto completamente desnudas. Al acabar, se iniciaba el baile, para lo que se regaba el suelo de castañas, las cuales iban siendo recogidas por estas prostitutas, sin usar las manos ni la boca. Cómo las cogían es fácil de adivinar.
 Ochenta mil ducados del año 1492 le costó a Rodrigo Borgia hacerse con la tiara papal y como era un gran admirador de Alejandro Magno, tomo el nombre del rey macedonio seguido por el ordinal sexto.
Padre de familia numerosa, los cuatro primeros, de su amante fija, la famosa Cattaney, venía siendo rico de familia y no era precisamente en gastos en lo que iba a reparar para hacerse con el control absoluto de la iglesia.
Desde un primer momento se supo a qué se iba a dedicar aquel papa, uno de los más nefastos de toda la historia: al nepotismo.
Su rival había sido el cardenal, no menos poderoso, Giuliano de la Rovere, sobrino de Sixto IV, el papa de la Capilla Sixtina, el cual llamó a su santidad “Toro español”, apodo con el que empezó a conocérsele.
Aquello debió dolerle mucho al Borgia, porque inició tal persecución contra su rival, que éste tuvo que marcharse a Francia, donde encontró el apoyo del rey francés, Carlos VIII, el cual, según las crónicas de la época, no era muy listo que digamos y embaucado por de la Rovere, encabezó un movimiento para derrocar al papa.
Pero no contaban con la astucia y sagacidad del Borgia, el cual tuvo de inmediato una idea para poder enfrentarse a los conspiradores.
Pero antes de relatar la ocurrencia de papa valenciano, es necesario retroceder un poco en la historia.
En el año 1485, el poderoso sultán otomano Bayaceto II, se enfrentó por segunda vez a su hermano Djem, que en la corte ostentaba el cargo de “sangiak”, una dignidad inferior a la de sultán y que suponía el mando de cinco mil caballeros, el cual, con la ayuda de los Caballeros Templarios, había conseguido un fuerte ejército, al que derrotó el sultán estrepitosamente, acabando con las aspiraciones que aquel tenía de acceder al trono, pues alegaba que había nacido cuando su padre ya era sultán, mientras su hermano mayor lo hizo cuando el padre era una persona particular.
Una teoría, como cualquier otra estupidez, capaz de dar cuerpo a las ambiciones más desordenadas.
Bayaceto ya estaba harto de las conspiraciones de su hermano y hecho prisionero por los propios templarios, trató de alejarlo lo más posible de sus fronteras.
Así, se lo ofreció a los Reyes Católicos y a Carlos VIII de Francia, ninguno de los cuales quisieron tener nada con él, aun cuando Djem prometía que nunca haría guerra contra los cristianos si le ayudaban a obtener el trono de Constantinopla.
Por avatares del destino, el desterrado, terminó siendo acogido por el papa Inocencio VIII, el cual lo envió en calidad de prisionero a Nápoles.
Cuatro papas habían pasado por la silla gestatoria, sin que ninguno hubiera dado solución a las aspiraciones del ilustre prisionero, por el que recibían anualmente la cantidad de cuarenta mil ducados de Bayaceto para proveer a su férrea custodia y su  mantenimiento, así como el de las personas que le acompañaban.
Así estaban las cosas en 1494, cuando la tragedia parecía ceñirse sobre el Vaticano. Las tropas francesas avanzaban inexorablemente sobre Roma, donde consiguieron entrar el 31 de diciembre de aquel año.
Como es natural, el papa y toda su larga familia se refugiaron en el castillo fortaleza de Sant’ Angelo, comunicado a través de un pasadizo con el palacio vaticano.
Pero las tropas francesas eran poderosas y pusieron cerco a la fortaleza, obligando al orgulloso papa a claudicar.
En el curso de las negociaciones que siguieron, el Borgia volvió a demostrar su astucia, pues a pesar de la aplastante derrota y de todas las pretensiones de los vencedores, entre las que se encontraba la transferencia de la custodia del ilustre prisionero, el rey francés se conformó con llevarse como garantía a César Borgia, abandonando Roma con el rehén, el cual, ladino y astuto, como su padre, consiguió escapar y no consiguieron atraparle.
Volviendo al inicio de las hostilidades, cuando el Borgia advirtió lo que se le venía encima, había tenido una idea brillante.
Escribió a Bayaceto contándole que su hermano Djem se encontraba en trance grave de ser liberado y repuesto en el trono del sultanato por parte de un poderoso ejército francés que contaba también con el apoyo de varios pequeños reinos italianos.
Además de pedirle los cuarenta mil francos de cada año, le pedía tropas para defenderse él y defender el trono del sultán de la segura usurpación de que sería objeto si Djem era liberado.
No se podía imaginar el Borgia la contestación que el hábil Bayaceto le dio, pues era digna de habérsele ocurrido a él mismo.
Lejos de acceder a enviarle tropas, el sultán, en un lacónico comunicado le decía que no le enviaría cuarenta mil ducados, sino trescientos mil, para que hiciera algo mucho más fácil y cómodo: que acabara con la vida de su hermano y se dejaran así de guerras inútiles.
La custodia de Djem era una imposición a plazo fijo que cada año producía sus intereses con regularidad, por lo que conservarle la vida era primordial para el papa, si bien todos eran conscientes de que aquella situación no se prolongaría ya por mucho tiempo.
Aquí se inicia una situación realmente controvertida, porque el veinticinco de febrero de 1495, es decir, dos meses después de los hechos narrados, el ilustre prisionero muere en el castillo de Nápoles.
Según el maestro de ceremonias del Vaticano, Johannes Burtchard, convertido en cronista del papado en aquellas fechas, el turco había fallecido “de algo que comió a pesar suyo”.
Una forma muy sutil de iniciar la controversia sobre la muerte del prisionero, pues era ya entonces bien sabida la facilidad con la que la familia Borgia tiraba de su particular farmacia en la se mezclaban toda clase de pócimas, principalmente los venenos que se fabricaban a partir de la llamada “mosca hispana” o “cantárida”, en cuya preparación parece que hasta el propio Leonardo da Vinci tuvo intervención.
Esta mosca, que en realidad parece más un escarabajo, era muy usada desde la antigüedad para tratar afecciones de la piel, descubriéndose posteriormente que ingerida a pequeñas dosis producía una erección continuada, pero que, en mayor ingesta, era mortal.

Mosca hispánica

A ella se atribuye la muerte del rey Fernando el Católico, cuando se casó en segundas nupcias con Germana de Foix, de la que a toda costa quería tener un heredero para el trono de Aragón y evitar la unión con Castilla.
Y a ella atribuyeron algunos cardenales italianos la muerte del rehén, propiciado por el comentario del maestro de ceremonias, pero por una vez y sin que ello sirviera de precedente, no fue la mano de Alejandro VI la que propició la muerte de su príncipe prisionero, aunque puede que consintiera el desenlace y cobrara aquellos trescientos mil ducados que Bayaceto le había ofrecido.
Incluso un siglo más tarde, Francesco Guicciardini, uno de los historiadores clásicos del siglo XVI y de los más críticos con los Borgia, seguía hablando de envenenamiento con cantárida, lo que popularizó aún más el famoso “veneno de los Borgias”.
Para aclarar este punto es necesario a recurrir a la historia escrita desde la parte turca y a las crónicas occidentales menos significadas por el odio hacia la familia pontificia.
Al parecer, según historiadores turcos y en eso el pontífice hubo de tener participación, hasta el castillo prisión del príncipe Djem, llegó un emisario turco que pronto se granjeó un hueco en la familia prisionera y adquirió tal ascendencia sobre el rehén que se convirtió en su barbero personal y aquel veinticinco de febrero, mientras lo afeitaba, lo degolló, huyendo a continuación.
Poco creíble sería esta historia de no contar con un fuerte respaldo papal, por lo que de ser cierta no exime al pontífice de responsabilidad.
Otra crónica, quizás la más cercana a la verdad dice que el príncipe estaba aquejado de bronquitis y que en el húmedo castillo de Nápoles se le agravó hasta desembocar en pulmonía, de la que falleció.

Nunca se sabrá la verdad acerca de esta historia, pero lo que sí deja bien a las claras es que el santo padre era capaz de todo.