viernes, 12 de febrero de 2016

¿QUÉ COMEMOS HOY?




Esta es una pregunta que en la actualidad puede tener miles de respuestas, todas diferentes y todas muy apetitosas. Pero en otros tiempos era una pregunta absolutamente innecesaria, porque la alimentación no variaba nada o casi nada de un día para otro y solamente en algunas solemnidades muy señaladas, se introducía en la dieta algún plato que se salía de lo común.
Esto fue así durante siglos y si bien, en tierra, la cosa podría tener alguna diversidad, en la mar, la monotonía alimentaria era tan brutal, que la mayor parte de las muertes que se producían a bordo de los antiguos barcos, eran causadas por la mala alimentación y por la falta de higiene.
Al hablar de alimentación hemos de considerar sus dos vertientes, a saber, comer y beber.
En la más remota antigüedad, cuando los arriesgados marinos empezaron a adentrarse por el Mediterráneo, la navegación era de cabotaje. Casi no se perdía de vista la costa y cada pocos días se acercaban a tierra, donde se abastecían de agua y alimentos frescos, con lo que no existían los graves problemas que aparecieron más tarde, cuando a partir de la conquista de los océanos por portugueses y españoles, los buques perdían durante semanas todo contacto con tierra firme.
Cualquier capitán de aquellas frágiles embarcaciones con las que los portugueses rodearon África o los españoles llegaron a América, sabía lo importante que era la alimentación a bordo, de tal manera que los motines mas atroces surgieron casi siempre por falta de comida y bebida.
La base fundamental de la alimentación era el pan, es decir, la harina de trigo u otro cereal que se consumía con el nombre de galleta de barco, bizcocho o biscuit, palabras estas dos últimas que se derivan de su forma de fabricación que era la de cocer la masa dos veces.

Reproducción moderna de la galleta de barco

El resultado era una especie de piedra que se consumía remojándola en agua, vino, ron e incluso de mar, lo que en su caso le aportaba sal, muy beneficiosa para el organismo.
En su estudio denominado “La vida en las Galeras de la época de Felipe II”, el insigne médico y escritor Gregorio Marañón, cita estos bizcochos, a los que concede mayor poder alimenticio que al pan blanco, hecho de harina fina, que algunas veces se daba a los remeros de las galeras como premio. El bizcocho, que se hacía con trigo integral, aportaba fibras y más nutrientes que la harina blanca.
Cree nuestra eminencia médica que es más que posible que este alimento fuese un sustitutivo casi milagroso de aquellos otros alimentos que se negaban a los galeotes.
Otra pieza fundamental en la alimentación a bordo eran las legumbres que se dividían en dos clases, las ordinarias: habas, judías o guisantes, secos y lentejas; y las finas: garbanzos y arroz. Estas se servían cocidas, a lo sumo con un poco de aceite.
La carne que se consumía a bordo era siempre salada, tasajo, cecina, perniles, que no duraban demasiado, primero porque se consumían rápidamente y también porque la humedad del mar tendía a afectarle, acelerando su putrefacción, estado en el que muchas veces era consumida, produciendo tremendos trastornos intestinales.
A falta de carne, se servía pescado en salazón que era parte importante de la dieta. El padre Benito Feijoo en la Carta XIX de su obra Cartas eruditas y curiosas, menciona a un personaje que aportó a la navegación un importantísimo descubrimiento en materia de alimentación.
Se trataba del flamenco Guillermo Bulkeldio del que el benedictino dice: “que no tubo por dónde distinguirse entre sus compatriotas, mas que por haber inventado el modo de preparar los Arenques, pececillo humilde, pero muy útil, para que pueda conservarse mucho tiempo. Pero esto fue un capítulo de distinción tan ilustre que le hizo merecedor de un magnífico sepulcro; y lo que es mas, que su sepulcro fuese muy de intento visitado por el Emperador Carlos V…”

Arenque ahumado

Indudablemente Bulkeldio, o como realmente se llamara aquel inventor del sistema de ahumados, como forma de conservación de los alimentos, contribuyó de manera notable a mantener una alimentación sana a bordo de los barcos.
La técnica empleada era el ahumado, primero y la salazón, después, técnica que no he conseguido averiguar en que época se sitúa.
En la actualidad, todos los productos ahumados con humo natural, producto de la combustión de maderas, que es lo que siempre se ha utilizado, están prohibidos por las diferentes políticas alimentarias y en su lugar se sustituye por un humo artificial, que no se sabe ni que es ni de dónde procede.
Como en las costas españolas el arenque no es tan abundante como en los países bálticos, pronto se sustituyó este pescado por la sardina, también ahumada y salada, conocida en nuestra gastronomía como sardina arenque, base de la dieta en los largos viajes cuando se acababan las salazones de carnes.
Después del pan, las carnes y el pescado, el tercer grupo de alimentos serían las frutas y verduras, de cuyo contingente se sufría las mayores deficiencias. Tanto que el escorbuto, una enfermedad que se presenta por la carencia de vitaminas, sobre todo la C, era muy frecuente entre los marinos que son repetidamente descritos en la literatura, como total o parcialmente desdentados, porque esta enfermedad, entre sus muchos síntomas, presenta un aflojamiento de las encías y pérdida de las piezas dentarias.
Bastaba añadir a la dieta unas naranjas o limones, o alguna otra fruta o verdura, para que no se presentase, pero los vegetales apenas duraban una semana, porque el calor de los climas por los que se navegaba y la humedad de los pañoles de las embarcaciones contribuían muy activamente a su rápida putrefacción.
Otro capítulo era la bebida. El agua se almacenaba en toneles de madera, en donde se descomponía por los mismos efectos señalados anteriormente, convirtiéndose en un líquido verdoso, caldo de cultivo de bacterias, a la vez que de insoportable hedor.
Se quiso paliar el problema del agua con otras bebidas, como la cerveza, pero tal como se fabricaba en la época de los descubrimientos, tampoco duraba mucho tiempo, o por el ron, que estimulaban a la tripulación y su distribución producía enorme gozo, pero así como una persona normal puede permanecer algunas semanas sin comer, a los pocos días de sequía, se produce la deshidratación.
Tampoco el vino era opción segura, pues las más de las veces, con los movimientos constantes del barco, la mala conservación, el calor y la humedad, se avinagraba y era imbebible.
Algunos marinos desesperados bebieron agua de mar que les producía delirios que desembocaban en locura.
Uno de los embarcados en el cuarto y último viaje de Colón, llamado Antonio de Herrera, autor de la Historia general de los hechos de los castellanos en las islas y tierra firme de la Mar Océano, narra varias de las vicisitudes del viaje, describiendo que lo normal era que el pan se hinchase de gusanos o que las legumbres contuvieses más insectos que harina, hasta el extremo de que las comidas a bordo se hacían solo por la noche, para que los marineros no viesen los insectos o los gusanos que, cocidos o vivos, venían con el pan o las legumbres.
También Álvaro de Mendaña, en su viaje descubridor a las islas Salomón, narra cómo el agua se había puesto viscosa por el gran número de cucarachas putrefactas que había perecido allí ahogadas.
Tal era la condición del agua, tan fundamental para la vida que ningún marinero quería beberla y solo antes de morir de sed, consentían en beber aquel líquido hediondo.
Pero si el viaje era muy largo, el agua de los toneles solía aclararse por decantación de toda la sustancia que en ella flotaba y el líquido volvía a ser claro, aunque nunca llegaba a perder la hediondez.
En muchos estudios, coetáneos y posteriores efectuados sobre la mortalidad a bordo de los barcos desde tiempos inmemoriales, hasta que la revolución industrial introdujo las necesarias modificaciones, se ha constatado que murieron muchos más marineros y galeotes por enfermedades derivadas de la alimentación, que los que lo hicieron por los combates o accidentes a bordo.
La situación en la que gran parte de las tripulaciones, que conseguían sobrevivir, llegaban a los puertos de destino era tan extremadamente desastrosa, que en los principales puertos se empezaron a construir los llamados hospitales para mareantes o para forzados, si eran para los condenados a galera.
Tal era la merma que cada tripulación sufría tras cualquier viaje, que era lo corriente que cada año se embarcase el doble de la tripulación normal del buque. Es decir, si un barco tenía capacidad y necesidad de ser atendido por doscientas personas, cada año habían de embarcarse no menos de cuatrocientas para poder mantener todos los servicios; tal era la cantidad de gente que moría o enfermaba a bordo.

Y casi siempre por no poder hacer una alimentación adecuada.

jueves, 4 de febrero de 2016

LA OTRA LIBERTAD





 Veinte años se tardó en el diseño, modelado, repujado y construcción total de la Estatua de la Libertad. Veinte años desde que fue concebida hasta que quedó instalada en la Isla Bedloe, desde entonces Isla de la Libertad, a la entrada de la bahía de Nueva York.
La estatua de metal más grande del mundo, que recibió el nombre de “La Libertad iluminando al Mundo”, fue técnicamente posible gracias a la colaboración entre el talento del escultor francés Frederic Bartholdi y las innovaciones tecnológicas del ingeniero Gustave Eiffel.
La historia de todo el proceso es digna de ser contada porque se inició como gesto de buena voluntad entre dos países, Francia y Estados Unidos, que muy juntos  habían afrontado todo el proceso bélico que supuso la independencia de éstos últimos.
Cuando se iban a cumplir los primeros cien años de vida del nuevo país, un político y jurista francés, senador permanente de la Tercera República, llamado Eduard Laboulaye, allá por el año 1865, propuso la idea de ofrecer al joven país americano, una estatua que simbolizara la libertad de aquel pueblo y que esta  estatua fuese sufragada por el país entero.
La idea cuajó en el ánimo francés y se iniciaron las recaudaciones, a la vez que se iban admitiendo bocetos entre los que elegir el más adecuado.
El boceto que presentó Bartholdi fue el elegido, a pesar de las muchas complicaciones que por su forma y tamaño presentaban, pero que, según aseguraba el joven ingeniero Eiffel, todos serían solucionados técnicamente. El arquitecto Viollet-le-Duc, disidente de todas las corrientes arquitectónicas clásicas de la época, fue elegido por el escultor para seleccionar los materiales de que estaría compuesta la estatua, principalmente el cobre del revestimiento exterior.
Se cuenta que el escultor se inspiró en el desaparecido Coloso de Rodas, la enorme escultura de bronce que cerraba el puerto de aquella ciudad, pero como más adelante se verá, parece que no hubo tal inspiración.
Mientras el ingeniero Eiffel iba construyendo el armazón interior, que debía ser de hierro y muy fuerte para soportar todas las inclemencias del tiempo sin que la estatua variase su posición, en el taller del escultor se empezaban a esculpir trescientas láminas de cobre por el sistema de repujado, el cual consiste en ir golpeando la plancha sobre un molde previamente fabricado.
Dada la envergadura de la estatua, se construyó primero un modelo en yeso que tenía unos once metros de altura, menos de cuatro veces la altura que el escultor tenía pensado.
La dificultad de hacer un molde previo a tamaño natural en yeso, para convertirlo luego en madera sobre la que golpear el cobre, era enorme, por lo que el escultor fabricó primero la pieza de once metros que cortó en secciones. Cada una de estas secciones fue milimétricamente agrandada hasta alcanzar las proporciones exigidas y de cada sección se labraron moldes de madera exactamente iguales sobre las que se fueron repujando cada una de las trescientas láminas de cobre.
Por fin, con un coste de casi medio millón de dólares de la época, la estatua fue concluida y presentada al embajador estadounidense en París y a todo el pueblo francés.
Empezaba entonces una nueva etapa: desmontar toda la estatua por secciones y trasladarla junto con el armazón hasta un carguero que transportara las más de doscientas cajas que habían resultado de la operación de desmontaje, hasta el puerto de Nueva York.
Fue una travesía muy larga, procurando que las cajas que contenían las chapas repujadas no sufrieran como consecuencia de los movimientos del buque.
Al llegar a Nueva York aun tuvieron que esperar a que se terminara la plataforma sobre la que se iba a ir asentando cada una de las secciones, pues la falta de fondos había paralizado las obras que también supervisaba el ingeniero Eiffel.
El resultado final es el que hemos visto tantas veces y que es una de las estatuas más fotografiadas del mundo.




Hasta aquí es una historia más o menos conocida, pero hay unos entresijos que han pasado desapercibidos, o mejor dicho, ignorados, durante más de un siglo.
Lo primero, pero no lo más importante, es que la idea del escultor Bartholdi de construir una gran estatua conmemorativa, no fue la de esculpirla para conmemorar la independencia de los Estados Unidos, muy al contrario, su idea era la de ensalzar a la mujer musulmana, colocando una gran estatua a la entrada del Canal de Suez.
En realidad la idea era algo más que eso, pues el escultor ya había confeccionado numerosos bocetos que había presentado al Gobernador de Egipto, entonces una colonia británica.
Parece que las conversaciones iban por buen camino, pero la crisis económica por la que atravesaba el país y su endeudamiento con Gran Bretaña hicieron inviable el proyecto.
Como puede apreciarse en el boceto que figura más abajo, las similitudes entra ambas estatuas son asombrosas, lo que indica que el arquitecto había concebido la idea original cuatro años antes de que surgiera la de obsequiar a los Estados Unidos con la estatua.
Evidentemente, eso que es solo una curiosidad, no desmerece nada el trabajo ingente ni la fabulosa creación artística de Bartholdi, pues de cualquier forma, se trataba de una idea original suya.

La libertad “musulmana”

Distinto aspecto toma esta otra circunstancia que se conoce desde hace poco tiempo.
En Madrid y más concretamente en el claustro del ignorado Panteón de Hombres Ilustres, junto a la basílica de la Virgen de Atocha, se encuentra una estatua de unos dos metros de altura dedicada a la libertad.
Esculpida en mármol de Carrara, está colocada sobre un mausoleo erigido en homenaje a los políticos españoles más sobresalientes de aquella época, mediados del siglo XIX.
Su autor fue un aragonés llamado Ponciano Ponzano, escultor de cierto prestigio a quien se había encargado la escultura de los dos leones que guardan la puerta del Congreso de los Diputados.
Treinta años antes de que la Estatua de la Libertad abriese las puertas del puerto de Nueva York iluminando con su llama, la otra Libertad ya estaba colocada sobre el referido mausoleo.
Hasta aquí tampoco tendría demasiada importancia en que hubiera una coincidencia en el nombre, pero hay que echar un vistazo a nuestra estatua para empezar a sospechar otras casualidades, además del nominal.
No es solamente la diadema de rayos que emergen de su cabeza, ni la posición de los brazos, aunque cambiados, ni siquiera la túnica que cubre a ambas, es que, además, en el orden técnico, hay anotaciones que sorprenden y mucho.
Ponzano esculpió su Libertad en 1853, describiéndola como una joven  gallarda, vestida con ligera túnica, cubierta la cabeza con gorro frígio y desprendiendo rayos de luz que saldrán de su abundante cabellera. Señalaba también que en su mano derecha tendrá los restos de un yugo que habrá roto y que pisará con el pie de ese mismo lado, “dando a la otra pierna mayor función sustentadora”.
Hacia 1879, es decir, veintiséis años después, el escultor francés patentó su obra a la que entre las muchas descripciones que de ella hacía, decía: “Con el cuerpo ligeramente vencido del lado izquierdo, para que la pierna de ese lado mantenga el equilibrio”.

La Libertad madrileña. Las similitudes son asombrosas.

Ponzano no patentó su creación, Bartholdi sí lo hizo y por esa razón, quizás entre otras muchas, mientras el francés era aclamado mundialmente como un genio de la escultura, Ponciano Ponzano moría en la más absoluta miseria.
Y eso que había sido un escultor de éxito, tanto que además de los leones del Congreso, esculpió el frontón del mismo edificio.
Y por contar curiosidades de este ignorado escultor, hace muy pocos años, alguien, de un canal de televisión, advirtió que de los dos leones del Congreso, uno de ellos no tenía sexo visible, por lo que daba a suponer que al escultor se le había olvidado colocarle los testículos, dado que ambos tenían aspecto de macho.
En un alarde de buena voluntad, el canal televisivo se comprometió a sufragar los gastos necesarios para completar la anatomía leonina, a lo que se negó el Gobierno, toda vez que consultado el Ministerio de Cultura, desaconsejó hacer añadidos a una escultura de casi dos siglos.
Todos los que en aquel acto, entre administrativo y polémico, intervinieron, hicieron alarde de una incultura, de un desconocimiento y sobre todo de una falta de interés por informarse, que merece la pena ser destacado.
Ponciano Ponzano, evidentemente, sabía mucho mas de aquellos leones que lo que supiera el canal televisivo y el Ministerio de Cultura, porque aquellas dos esculturas, que por cierto son los mismos leones que tiran del carro de la Diosa Cibeles, en el centro de la fuente más famosa de España, representan a Hipómenes y Atalanta, héroe y heroína de la mitología griega que fueron convertidos en leones precisamente por la diosa Cibeles, cuando se atrevieron a dar satisfacción a sus instintos sexuales en el templo que a ella estaba dedicado.

Por tanto, los leones del Congreso, aunque de aspecto masculino, uno es macho y el otro hembra, mitología que Ponzano conocía y trasladó a su obra con absoluta escrupulosidad.