viernes, 25 de noviembre de 2016

¿QUÉ LE PASÓ AL "VALBANERA"?


El “Valbanera” era un buque de vapor, mixto de carga y pasaje, que hacía la ruta de correo entre Barcelona y el Golfo de Méjico.
Fue construido en 1906 en unos astilleros de Glasgow, por aquellas fechas industria puntera de la construcción naval. El buque fue un encargo de la Naviera Pinillos, la compañía naviera más antigua de España, aunque actualmente está integrada en un grupo valenciano más potente llamado Boluda.
La Pinillos, como coloquialmente se la conoce, fue creada en Cádiz en 1840 por un emprendedor riojano de ese apellido que con la prosperidad de sus negocios, encargó la construcción de este magnífico buque al que puso el nombre de una virgen muy venerada en La Rioja. Por un error que no ha sido aclarado, los astilleros escoceses troquelaron en la proa el nombre del barco, escribiendo con “b” la segunda “v”, pues el verdadero nombre de la Virgen es el de “Valvanera”.
En noviembre de 1906, fue botado con éxito el magnífico y potente barco que en muy poco tiempo se alistó y entró en servicio.
Era un buque de vapor de ciento veintidós metros de eslora, provisto de camarotes de primera, segunda y tercera clase; los emigrantes pobres se hacinaban en bodegas, entre cubiertas, pasillos etc., sin ninguna intimidad. Tenía unas potentes calderas que proporcionaban una velocidad de crucero de doce nudos. No era un trasatlántico de lujo, sino más bien un buen barco para cubrir las necesidades migratorias y de correo ordinario, entre España y las Américas.
Capaz para mil doscientos pasajeros, en muchos viajes sobrepasó con creces esa cifra, lo que unido a los fletes de carga y los ajustados precios que ofrecía la naviera, hicieron muy pronto famoso al moderno buque.


Cartel publicitario del “Valbanera”

Pero sus singladuras empezaron a ir mal después de que durante la Primera Guerra Mundial, se hubiese ganado una merecida fama de crucero seguro y rápido. Es de considerar que la neutralidad de España en la citada contienda daba cierto viso de seguridad a nuestros transportes, tanto de pasaje como de materias primas y alimenticias, de las que Europa estaba profundamente necesitada.
Su nombre, con una falta de ortografía considerablemente abultada, suponía un detalle de mala fortuna en los medios marítimos y una contrariedad importante para la familia que, no obstante, deciden no corregir.
Su segunda contrariedad se produjo en julio de 1919 y fue la mayor lacra que sobre el buque pesaría.
Estando en La Habana, presto para embarcar el pasaje con destino a España, la gran demanda de plazas hizo que la avaricia se impusiera y sobrecargaron el buque con cuatrocientas personas más de las permitidas. El hacinamiento en la sobrecubierta, a la intemperie y las malas condiciones meteorológicas que acompañaron la travesía, produjeron una treintena de muertes a bordo, y sin otra opción, los cadáveres de los fallecidos iban siendo arrojados al mar, por falta de sistemas de conservación.
La sobrecarga y, sobre todo, las muertes, se convirtieron en noticia de primera página en la prensa Canaria, primer punto donde arribó el barco.
Los relatos de los emigrantes canarios que regresaban a su tierra fue espantoso, quizás acentuado por la publicidad que se estaba dando al hecho, pero lo cierto era que a bordo se había desatado una terrible epidemia de gripe que acabó con muchas vidas y no es lo peor, sino que, al no haberse tomado medidas sanitarias y continuar el buque su singladura, fue contagiando la enfermedad a cada puerto en el que atracaba. El resultado final fue una pandemia, es decir, una epidemia mundial que es tristemente conocida como “La Gripe Española”. La enfermedad se había detectado meses antes en Estados Unidos, pero fue el “Valbanera” quien la trajo a Europa y luego a todo el mundo.
La crisis de la compañía se cerró con el cese del capitán del buque, sobre el que cayeron, injustamente, todas las responsabilidades y el mando del buque se entregó a un marino joven pero muy acreditado que había mandado otros barcos de la misma compañía.
Y estamos ya ante lo que sería el principio del misterio que rodea a este barco. El diez de agosto de 1919, nada más asearlo un poco después del funesto viaje de la gripe, el “Valbanera” zarpó de Barcelona con una carga de tejidos, pero sin pasaje. Hizo su escala habitual en Málaga, en donde cargó vinos, aceitunas y frutos secos y en esta ocasión treinta y cuatro pasajeros. Tres días después zarpaba con destino a Cádiz, en donde subieron a bordo quinientos veintiún pasajeros.
Desde Cádiz, inició la travesía oceánica para llegar al puerto de Las Palmas el día diecisiete. Después de tocar varios puertos del archipiélago, emprendió la navegación del Atlántico, llevando a bordo mil ciento cuarenta y dos pasajeros y una tripulación de ochenta y ocho personas, dedicadas a todos los servicios propios del buque.
La gente de la mar es muy supersticiosa, conoce perfectamente que una vez dejado el abrigo del puerto, un barco en la mar está a merced de todos los elementos y cualquier cosa que ocurra saliéndose de lo normal exige una inmediata interpretación en forma de agorero pronóstico, pues casi todo suele interpretarse de forma poco favorable. Y en el “Valbanera” ocurrió que cuando realizaba la última maniobra en puerto canario, perdió una de las anclas; mayor infortunio y mala suerte no cabe para un barco que se enfrenta a una larguísima travesía.
Un último detalle que es más un rumor sin contrastar que una verdadera noticia, es que en el buque habían embarcado muchas mujeres que viajaban solas a las Américas, con la intención de dedicarse allí al oficio más antiguo del mundo, circunstancia que no guarda ventajoso crédito entre la marinería, siempre dispuesta a las malas interpretaciones.
La ruta que llevaba el “Valbanera” le debía conducir, en primer lugar a San Juan de Puerto Rico, para seguir luego a Santiago de Cuba, La Habana, Galveston (la ciudad que lleva el nombre del héroe de Macharaviaya Bernardo Galvez. Ver mi artículo sobre el personaje en este enlace: http://unalupasobrelahistoria.blogspot.com.es/2013/03/el-heroe-de-macharaviaya.html ) y por fin, Nueva Orleans.
Hizo su primera escala en San Juan de Puerto Rico sin que se apreciara ninguna incidencia y el día cinco de septiembre atraca en Santiago de Cuba.
Han pasado pocos días y sin embargo algo parece haber cambiado muy sensiblemente a bordo del buque. Tanto, que setecientos cuarenta y dos pasajeros que llevaban billete para La Habana, se desembarcan en Santiago sin razón aparente.
Algunas escenas de histeria, individualizadas en principio y más generalizadas después, empiezan a darse entre los pasajeros, entre los que algunos presienten el hundimiento del buque. Parece que todo empezó con una niña que mostró desde el principio un nerviosismo que se fue trocando en histeria conforme el barco se acercaba a las Antillas y después de San Juan, tomó tal cariz, que sus padres decidieron desembarcar en Santiago, aunque querían llegar a la capital cubana. Como ellos, los más de setecientos pasajeros que quedaron a su merced en Santiago de Cuba, a casi novecientos kilómetros de su destino y con escasos recursos para el traslado a la capital.
En la tarde del mismo día zarparon hacia La Habana con cuatrocientas ochenta y ocho personas a bordo.
A principios del siglo XX no existía apenas predicción meteorológica y los fenómenos de la atmósfera se constataban cuando ya los tenías encima. Algo así debió ocurrir con un huracán que se acercaba imparable a las costas americanas. Alcanzó Puerto Rico cuando ya el “Valbanera” estaba en Santiago, con una virulencia tal que se le catalogó de fuerza cuatro.
Fue el único huracán del año 1919, pero fue devastador. La tarde noche del día nueve, el “Valbanera” consiguió llegar a la bocana del Puerto de La Habana y encendió luces morse para solicitar práctico.
Pero el puerto llevaba horas cerrado y no pudo atender la petición del buque español, que impelido por la fuerza del viento y quizás la intención del capitán de alejarse del centro de la tormenta, tomó rumbo norte, sabiendo que en aquellas latitudes, los ciclones tropicales suelen rolar al oeste cuando tocan tierra.
No se supo nada más del barco; ni un mensaje de telegrafía fue recibido en ninguna estación costera. No se sabía si el barco había naufragado o se encontraba a la deriva en cualquier punto de aquellos mares.
Especular y a toro pasado, no solamente es fácil, sino que viene siendo un deporte muy extendido y entre los pasajeros que habían quedado en Santiago, se oía que el barco venía muy escorado y que el capitán sabía que se aproximaba una tormenta tropical, pues había estado midiendo la presión atmosférica constantemente.
También testigos presenciales decían haber visto al buque navegar muy fuerte en dirección a La Habana, lo que hace suponer que el capitán sabía del peligro que se les venía encima, aunque es muy posible que creyera que no eran tan inminente.
Lo cierto es que días después, tranquilizada la mar, un guardacostas americano descubrió en los Bajíos de la Media Luna, en Cayo Hueso, el más meridional de los cayos de Florida, un mástil y la popa de un buque que sobresalían de la superficie. Estaba tumbado sobre estribor, la borda sobre la que decían escoraba el barco.
Allí el mar tiene escasamente doce metros de profundidad con marea alta y seis en la bajamar, por lo que todos los días del año se ve el esqueleto del pecio que se fue al fondo con sus cuatrocientas ochenta y ocho personas a bordo y de las que ninguna consiguió salvarse.

Una de las primeras fotos del “Valbanera” hundido


El hundimiento del “Valbanera” ha sido la mayor catástrofe marítima que en tiempos de paz, ha sufrido España.

viernes, 18 de noviembre de 2016

EL SILENCIOSO




España es tierra de poetas. Si repasamos la historia nos encontramos que en cada época hemos tenido grandes poetas que han enseñoreado nuestras letras y las han paseado por el mundo.
Desde el Cantar de Mío Cid, pasando por el Marqués de Santillana o Jorge Manrique, Lope de Vega, Góngora o Quevedo, hasta llegar a los poetas actuales, el recorrido es casi interminable. Sin embargo, en el lado femenino, encontramos un número considerablemente más bajo.
Dejando aparte la situación social de la mujer española hasta hace bien poco, circunstancia que la ha tenido muy apartada de la vida real, lo cierto es que pocas mujeres han destacado en el campo de la poesía: Santa Teresa de Jesús, Rosalía de Castro, Pardo Bazán, Carolina Coronado y algunas otras ya de nuestro siglo, forman el escaso glosario de poetisas españolas. De habla hispana hay muchas más y algunas magníficas, pero en el fondo, pocas, comparándolas con los hombres.
Esta deficiencia en el número de representantes es mucho mayor en la música y en otras artes, pero afortunadamente, en la actualidad, los dos sexos empiezan a compensarse y no ya por las obligaciones de la “paridad”, sino porque es mejor quien mejor lo hace.
Yo no soy partidario de compensar número de hombres y mujeres en ningún foro. Deben de estar los que más se lo merezcan.
Pero no es de paridad sino de una poetisa y novelista de quien quería escribir y hacerlo sobre una de las más afamadas: Carolina Coronado.
Nació esta poetisa de tan sonoro nombre, al parecer,  en 1823, en la extremeña ciudad de Almendralejo, donde unos años antes había nacido Espronceda, uno de los mejores poetas del romanticismo español. El día de su nacimiento no está debidamente centrado, pues desde el año 20 al 23, se barajan distintas fechas, todas, al parecer, imprecisas.
Siendo aún muy niña, su padre fue destinado a Badajoz como secretario de la diputación, pero poco duró este bienestar, porque acabado el trienio liberal, su padre fue encarcelado por los seguidores del régimen absolutista de Fernando VII.
En el seno de una familia acomodada, sin llegar a ricos, Carolina pasó su infancia y juventud aprendiendo lo que las jóvenes de la época aprendían y que tan importante era para cuando, alcanzada la madurez, tuvieran que hacer frente a toda una familia. Bordar, coser, algo de cocina, la forma de educar a los hijos y poco más, eran los aprendizajes de una joven que ya sentía en su interior la llamada de las letras y en las que se afanaba en los ratos que aguja y dedal le daban asueto y siempre a escondidas de su padre que no veía con buenos ojos esa inclinación literaria.
Pronto se conoció, en su más estrecho entorno, la habilidad para versar que la joven demostraba, pero su arte poético no hubiera sido decisivo si en su vida no hubiera ocurrido un grave incidente.
Carolina padecía la extraña enfermedad de catalepsia, que consiste en una muerte aparente que se puede sufrir por múltiples causas y que si actualmente aún no está perfectamente estudiada, hace casi doscientos años, no se tenía ni la más remota idea de cual era la causa y cual el remedio, si bien se conocía que tenía mucho que ver con la estabilidad emocional, de la que Carolina dio muchas muestras de carecer. Era nerviosa, poco equilibrada, de carácter cambiante. hoy se diría que era de una personalidad disociada.
Así, cierto día, cuando ya Carolina era una joven desarrollada, sufrió esta muerte súbita que a todos confundió, hasta el extremo de que se llegó a publicar una nota necrológica, en la que se glosaban los méritos literarios de la joven y el tremendo desastre que suponía la pérdida de un gran talento literario.
Pero Carolina “resucitó” al día siguiente para alegría de todos, y tuvo además, dos gratas experiencias como consecuencia de su repentina y breve muerte.


Retrato de Carolina donde se aprecia su belleza

La primera fue que pudo leer la noticia en el panfleto local y advertir cómo sus conciudadanos estimaban su poesía y la segunda, quizás más significativa en su vida, que el propio Espronceda, ya consumado poeta, supiese de la existencia de la joven que padecía tan extraña enfermedad y que tan bien manejaba la pluma, para coser palabras, como la aguja y el ganchillo para tejer.
Con el apoyo del poeta, Carolina se dio a conocer en círculos literarios y tertulias literarias, pero su condición de mujer no le facilitaba nada la publicación de sus obras.
Hasta 1843, no consiguió publicar sus primeras poesías, que le acarrearon gran fama y reconocimiento y le permitieron ser admitida en el Instituto Español de las Letras y en los Liceos de muchas capitales españolas.
El reconocimiento público de la poetisa abrió muchas puertas a otras mujeres y la cultura “empezó a democratizarse”, si bien todavía con restricciones en los medios escritos, donde se constreñían las creaciones femeninas a lugares poco propios de la prensa escrita, amen de que los temas sobre los que debían versar tenían que ser fundamentalmente afectivos, es decir: expresiones ante el dolor, el amor a padres o hermanos, afección por la muerte, etc., conservando, además un tono lineal, sin explosiones de pasión humana y con absoluta objetividad. Poesía castrada y tanto, que a una mujer poeta no se la llamaba así, sino poetisa, termino acuñado en aquellos años.
En el año siguiente, la joven Carolina volvió a tener un ataque de catalepsia y todos la volvieron a dar por muerta.
En aquella época, en la que los remedios médicos eran tan escasos y tan poco fiables para combatir las verdaderas causas de la enfermedad, los médicos siempre prescribían lo mismo: tomar aguas en algún balneario, viajar, lecturas evasivas, comida sana, vida reposada, a poder ser en entorno bucólico y alguna que otra sangría para compensar los humores del cuerpo.
Carolina estuvo viajando y apareció por Cádiz, en donde se quedó algún tiempo hasta que en 1850, se estableció con su familia en Madrid.
Allí conoció a un diplomático norteamericano llamado Horacio Perry, del que se enamoró perdidamente y con el que se casó dos años después, no sin antes hacerle el numerito de la falsa muerte, cuando el yanqui pareció no querer saber nada de ella.
En aquella época la llamada “religión mixta” era un impedimento dirimente para el matrimonio, así que los novios tuvieron que celebrar dos bodas, una por el rito protestante, en Gibraltar y la otra, católica, en París. Todo muy sencillo y además, a Horacio lo mandan a Lisboa, como representante consular.
Allí vivieron un verdadero idilio. Se instalaron en un palacete en la localidad de Poço do Obispo, conocido como el palacio de Mitra, cerca de Lisboa en donde nace su primera hija, Carolina y luego su hijo Carlos Horacio, que muere muy joven.

Salón del palacete de Mitra

Siempre fue la poetisa una enferma mental atormentada por la muerte y de tal manera obsesionada, que cuando años después, murió su marido, no lo quiso enterrar, sino que lo mandó embalsamar y lo colocó en una habitación de su palacete, en la que Carolina pasaba horas hablándole de todo lo relacionado con la vida diaria, desde cómo se comportaba su hija, hasta lo mal que les iban los negocios del incipiente telégrafo, en el que Horacio se había metido y en el que se iba despeñando, poco a poco, toda su fortuna, que no era nada desdeñable.

Como es natural, el difunto esposo, a pesar de aquel inmejorable aspecto de vida y salud que el embalsamamiento y los afeites que ella le aplicaba, le hacían parecer, estaba muerto y bien muerto, por lo que jamás respondió a las preguntas o los comentarios de la amante esposa, razón por la que ésta lo llamaba “El Silencioso”, eso sí, con todo cariño.

viernes, 11 de noviembre de 2016

LOS APELLIDOS IRLANDESES



Una céntrica calle de Madrid se llama O’Donnell; yo estudié en San Fernando en una academia que se llamaba O’Dogherty, apellido de su fundador y tengo un compañero que se apellida O’Ferral. Todos son apellidos de origen irlandés y hay muchos más, pero ¿porqué tantos apellidos irlandeses entre nuestros García, Martínez o Rodríguez? Tiene su explicación en un hecho histórico ocurrido cinco siglos atrás.
Y su explicación nace de una guerra, o quizás de muchas guerras que, como casi todas, no tenían otro fin que la afición de los gobernantes a quedarse con lo que no era suyo, o la de imponer su religión sobre las demás. ¡Cuántas guerras lo han sido por motivos religiosos!
Esto último fue muy frecuente en España que estaba permanentemente arruinada, a pesar de todo el oro y la plata que recibía de las Indias, por mantener las guerras religiosas con toda la Europa que no fuera católica.
Algunas guerras tienen tan poco fundamento que se las conoce por el tiempo que duraron: La Guerra de los Cien Años, que no se la puede nombrar de otra manera que por el tiempo que duró; ocurre lo mismo con la de los Treinta Años y así sucede con la de Los Seis Días o las dos de Los Nueve Años porque, para ser poco originales, ha habido dos guerras con el mismo nombre.
Y desgraciadamente, en las dos participó España y en las dos el trasfondo era puramente ambicioso y religioso. Nos interesa la primera; la ocurrida un siglo antes que la otra, concretamente entre los años 1585 y 1604 y fue contra nuestro eterno enemigo: Inglaterra.
Reinaba en España Felipe II y en Inglaterra Isabel I, la cual tenía la fea costumbre de apadrinar a sus piratas con tal de que éstos hostigaran a las naves y los puertos españoles.
Así, el pirata Drake, al que la reina había tenido la desfachatez de nombrar Sir, atacó la ciudad de Cádiz en 1587, mientras que en el mar ya se habían producido varios abordajes a las flotas de Indias.
Esto desencadenó el plan que llevaba por objetivo atacar Inglaterra con una enorme escuadra y con las vicisitudes que ya se conocen, acabó en el desastre de la mal llamada Armada Invencible, en 1588.
En vista del fracaso español, los ingleses se envalentonaron y pusieron a disposición de Drake, al que nombraron almirante, una escuadra poderosísima, a la que se conoce como “Contraarmada” que tenía como objetivo acabar con los restos de la armada española que se había salvado de las tempestades y que estaba reparando en diferentes puertos del Cantábrico, sobre todo en Santander y La Coruña. De camino, asolar ciudades y puertos, hacer botín y seguidamente atacar Lisboa, con la intención de deponer a Felipe II, que en ese momento era el rey de los dos países y reponer en el trono a la dinastía portuguesa, tradicional aliada de los ingleses.
La “Contraarmada” la componían alrededor de doscientas embarcaciones y más de veintisiete mil hombres, entre soldados y marineros.
Pero la indecisión de Drake y el desconocimiento de las costas cántabras, lo llevaron a cosechar una derrota tras otra, hasta el extremo de tener serios problemas a la hora de reportar ante la reina sus planes de ataque y sus estrategias.
La “Contraarmada”, tanto o más numerosa que la Invencible, terminó con mayores pérdidas que ésta, pero ese capítulo apenas se ha aireado y como sucede con muchos otros episodios en los que salimos ventajosos, ha pasado completamente desapercibido. Parece como si nuestra historia nos las escribieran las plumas británicas.
Mientras todo esto sucedía, en Irlanda estaban soportando una invasión inglesa hasta el punto de que en 1541, Enrique VIII, entre divorcio y divorcio, se proclamó rey de Irlanda, un acto que los irlandeses no soportaron.
Evidentemente, la correlación de fuerzas entre uno y otro país no era comparable y los irlandeses se sabían muy inferiores a los ingleses que, además, llevaban varias decenas de años ocupando su territorio y lo tenían organizado a su conveniencia, amén de contar con regiones afines, dentro de la geografía irlandesa, así como poderosos irlandeses leales a su causa.
En vista de la eterna rivalidad entre España e Inglaterra y a la luz de las últimas victorias españolas, que casi habían esquilmado a la flota inglesa, los irlandeses pidieron ayuda militar a España.
Y, como parece natural, España prestó su ayuda. Es cierto que existían las dos razones fundamentales que nuestro país se exigía y que no eran otras que seguir peleando contra Inglaterra y hacerlo ahora en tierra, poniendo frente a los ingleses a los famosos Tercios españoles y combatir de paso el avance del protestantismo.
Una armada compuesta por treinta y tres barcos y más de cuatro mil cuatrocientos soldados, organizados en dos Tercios de Infantería, fue puesta bajo el mando del almirante Diego Brochero, un personaje extrañamente olvidado, gran marino que dio muchas jornadas de gloria a la fuerza naval española. Su destino era desembarcar en Irlanda y combatir a los ingleses que desde hacía cuarenta años se habían enseñoreado del país, en donde una mayoría católica, vivía pisoteada por los gobernantes protestantes.
Pero hacia 1593, en el norte del país se había iniciado un levantamiento armado que, acaudillado por los terratenientes irlandeses O’Donell y O’Neill, luchaba contra los ingleses y eran los que reclamaban nuestra ayuda.
La escuadra española sufrió, como era de esperar, dada la proverbial poca fortuna que planeaba constantemente sobre nuestros enfrentamientos con Inglaterra, una furiosa tempestad que separó de la flota a nueve barcos, en los que iban unos seiscientos infantes, mucha artillería y más municiones, los cuales hubieron de regresar a las costas españolas.
Aun con las fuerzas disminuidas, el general que mandaba los Tercios, desembarcó en Kinsale, al sur de Irlanda, a la entrada del enorme estuario que forma la desembocadura del río Bendon, en diciembre de 1601.
La escuadra española, una vez desembarcados los infantes, regresó a España, dejando a las tropas sin apoyo de artillería, por lo que después de tomar Kinsale, no pudieron seguir avanzando, siendo sitiados por fuerzas inglesas, que reunieron un ejército el doble que el español.
Los rebeldes del norte, al conocer la noticia del desembarco, reunieron sus fuerzas y cruzaron a toda marcha el país, pero al llegar a Kinsale, exhaustas sus fuerzas tras los quinientos kilómetros recorridos, no pudieron forzar el asedio de la ciudad.
En España se preparó una nueva flota de apoyo compuesta por diez barco, pero nuevamente un temporal los separó y solamente llegaron a Irlanda seis, con unos seiscientos hombres, pero con abundante artillería y municiones.
Desembarcaron en Castlehaven, a más de cien kilómetros al oeste de Kinsale e inmediatamente fortificaron la costa con la artillería.
No tardó en aparecer una escuadra inglesa con la que se trabó un duro combate que se resolvió con la retirada nocturna de los barcos ingleses, después de haber sufrido considerables pérdidas.
Decidieron entonces los rebeldes irlandeses y los españoles, atacar al grueso de las tropas inglesas desde Castlehaven y Kinsale, cogiéndolas entre dos frentes, pero advertidos los invasores, planearon su estrategia y lanzaron a su caballería, muy superior a la irlandesa, contra los sublevados que fueron esquilmados, quedando con vida solamente unos cuarenta. Sin otra opción, se vieron obligados a la rendición, cayendo prisioneros casi todos los habían conseguido salvar la vida en la dura confrontación.
Cuando las fuerzas de Kinsale decidieron salir en apoyo de sus compañeros, era demasiado tarde.
Naturalmente que los ingleses aprovecharon la ocasión para asediar Kinsale también por mar y después de resistir notablemente no tuvieron más opción que la de rendirse.

Placas conmemorativas de la batalla de Kinsale

No obstante, la rendición fue muy beneficiosa para los españoles, a los que los ingleses permitieron regresar a España, cosa que sucedió en abril de 1602.
Previendo que la represión inglesa se agravaría considerablemente, muchos de los irlandeses más implicados en la rebelión, embarcaron con sus familias en los barcos españoles, en donde eran muy bien recibidos.
Esta ha sido la única vez que ingleses y españoles se han enfrentado en terreno británico, aunque en aquel momento era los invasores ilegales de Irlanda, pero no dejaban de considerarla parte de su territorio.

Las familias que acompañaron a los expedicionarios españoles en su regreso, se afincaron en España, dedicándose a múltiples ocupaciones e incrustándose de tal modo en la sociedad española, que nos han dejado todo un mosaico de sus extraños apellidos de la “O” y la comilla.