viernes, 24 de febrero de 2017

¿QUIEN DESCUBRIÓ AUSTRALIA?




Si hacemos caso de lo que dicen los libros de historia, Australia fue descubierta y cartografiada por primera vez por el británico James Cook, en el año 1770.
Efectivamente, a bordo del buque de la marina británica Endeavor, recorrió la costa dibujando sus perfiles y desembarcó el día veintinueve de abril en un lugar que bautizó como “Botany Bay”, una ensenada amplia que se encuentra al sur de la actual Sidney y en la que hallaron tal cantidad de plantas diferentes y tan frondosas, que dio lugar a su nombre.
Cook sabía ya la inmensidad de aquella tierra a la que puso por nombre Nueva Gales del Sur.
Sin embargo, con ese nombre no la conoce nadie en la actualidad y sí que se le llama Australia, pero antes de seguir hagamos un poco de historia.
Al contrario de lo que se cree, Australia fue poblada unos treinta mil años antes que Europa y sus primeros habitantes, hombres como nosotros, llegaron hasta allí andando.
Lo que actualmente sería una misión imposible, en aquellos momentos era tarea fácil pues casi toda la plataforma continental del océano Índico había quedado al descubierto como consecuencia de las glaciaciones, de manera que de isla en isla, los primeros pobladores procedentes de Asia fueron avanzando hacia el sur, hasta asentarse en la actual Australia, después de haber ido poblando las islas infinitas del Pacífico. Si se observa detenidamente un mapa de Oceanía se aprecia el rosario de islas que parece dirigirse desde Malasia hasta Australia, tan cercanas unas de otras y con tan escasa profundidad que al retirarse el mar hizo posible el desplazamiento andando.

En rojo la posible ruta de las migraciones

Al acabar el periodo glacial, las aguas reclamaron sus propiedades y entre los océanos Indico y Pacífico, se crearon los innumerables archipiélagos, quedando grandes masas de tierra emergida, como Australia, Nueva Zelanda, Tasmania o Papua-Nueva Guinea, cuyo conjunto se conoce como Oceanía.
Así que, hace unos cincuenta mil años, la que luego se llamaría “Terra remota Australis” fue poblada por hombres como nosotros y por una razón fundamental que era huir del frío que se cebaba con toda la zona norte, en donde se encontraba gran parte de Asia y toda Europa.
Dada su lejanía de todas las partes del mundo conocido y habitado, aquella tierra cálida, permaneció completamente aislada, dando lugar a una raza especial, los aborígenes y sobre todo a una fauna y flora únicas en la Tierra.
Desde la más remota antigüedad se pensaba que en la parte más meridional del planeta debía existir un gran continente que “contrapesara” las masas de tierra conocidas. Una teoría aristotélica, pero sin fundamento que, al cabo de los siglos resultó ser realidad.
A finales del siglo XVII y durante el XVIII, holandeses, belgas, británicos y otros navegantes europeos, se aventuraron en los llamados Mares del Sur, descubriendo y cartografiando las costas de las grandes islas que se iban colonizando. Así se descubrió Tasmania, por el navegante Abel Tasman, que arribó a sus costas en1642 a bordo de un buque de la Compañía Holandesa de las Indias Orientales.
Algo más de un siglo después, el capitán Cook dijo haber descubierto Nueva Zelanda y así ocurrió con otras grandes y pequeñas islas del Pacífico Sur, cuyos descubrimientos se adjudicaron los norte europeos.
Así continuaron las cosas y de ese modo se explicaba en los libros de historia, hasta que en 1982 Roger Hervè, conservador de la Biblioteca Nacional de París, publicó un estudio en el que aseguraba que Australia y Nueva Zelanda fueron descubiertas entre 1521 y 1528 por españoles y portugueses. Basaba su aseveración en la existencia dentro de la conocida Colección Dieppe, de unos mapas de aquel inmenso continente que se conservaban en la biblioteca y que estaban escritos en idioma español y datados en más de doscientos años antes de que Cook dijera haber descubierto la Nueva Gales del Sur. Este mapa, de mediados del siglo XVI había sido un regalo de Pierre Descelier, el famoso cartógrafo francés, al rey Enrique II de Francia y en él aparece Australia dibujada a la perfección y con numerosas banderas señalando puntos estratégicos de la costa, cabos, ensenadas y otros accidentes. Todas esas banderas eran españolas o portuguesas.
Es cierto que fue Gran Bretaña el primer país que mostró un interés en colonizar los dos “descubrimientos” de Cook y también el primero en cartografiarlo detalladamente, pero eso no quiere decir que fuera su descubridor.
Existe una poderosa razón para que Inglaterra se interesara de pronto en hacerse con aquellas tierras tan lejanas y es que estaban perdiendo sus colonias en Norteamérica y entre otras dificultades que se les venían encima, es que no sabían a donde llevar a sus presos, criminales, ladrones, desterrados, maleantes, prostitutas, golfos y borrachos, que hasta entonces iban a las Colonias Americanas. Australia quedaba lo suficientemente lejos como para desentenderse de ellos, abandonándolos un poco a su suerte. Precisamente en Botany Bay, donde arribó Cook por primera vez, se construyó la primera colonia penitenciaria.
El estudio publicado por Hervè se fundamenta en un hecho constatado y es en la expedición de García Jofre de Loaisa, el fraile manchego descubridor del Cabo de Hornos, que comandaba una flotilla compuesta por siete naves que iban a colonizar las Islas Molucas y en la que se habían alistados navegantes y mareadores de la talla de Elcano, del agustino Urdaneta, posiblemente nuestro mejor navegante, de Hoces o de Alonso de Solís.
En esta expedición navegaba una carabela, la San Lesmes, a cuyo mando iban precisamente estos dos últimos marinos señalados en el párrafo anterior, la cual se separó de la flota debido a una fuerte tormenta y fue navegando sola desde el archipiélago de Juan Fernández, frente e las costas de Chile, hasta llegar a Nueva Zelanda y Australia.
En aquella época, solamente España y Portugal estaban en condiciones de navegar por cualquier mar del mundo, pues desde que se circundara la Tierra, existía un pleno conocimiento de los comportamientos de los vientos en todos los océanos, habiéndose podido comprobar que éstos, al igual que las corrientes marinas, se comportaban de una forma razonablemente parecida en todos los mares y océanos, por lo que no resulta improbable que la San Lesmes fuera capaz de realizar ese enigmático viaje.
La teoría que se plasma en el estudio de Hervè se fundamenta, además de en los mapas, en ciertos hallazgos que en su día fueron desechados por incomprendidos.
En 1952, en el lecho de un río neozelandés, se encontró una espada española del siglo XVI con empuñadura de plata, así como un casco típicamente castellano, llamado morrión. Como quiera que aún no se hablaba de la presencia española en aquellas tierras en el siglo XVI, fueron catalogados y guardados como objetos fuera de lugar, sin dar explicación de su procedencia. Ambos objetos están actualmente expuestos en un museo de Nueva Zelanda.
Con posterioridad, fueron apareciendo en las costas australianas diversos objetos, como monedas, puñales, hojas de espadas, petos, incluso un trozo de campana que por su aleación se ha clasificado como española y una borgoñeta, un casco ligero que deja la cara al descubierto y que era muy usado por hombres de la mar, y todos ellos eran datados del siglo XVI. Todos estos datos confirman la presencia en aquellas aguas de un navío español, no pudiendo ser otro que la San Lesmes, pues el registro de buques que se hacían a la mar era muy controlado por la Casa de Contratación.

Borgoñetas en cuero y oro pertenecientes a Carlos I y Felipe II

Muy posiblemente, cuando la carabela navegaba por el sur de Australia, naufragó y con los restos de la embarcación, los tripulantes construyeron un barco más pequeño con el que siguieron su aventura, pues actualmente se sabe que llegaron hasta el Cabo York, la punta más septentrional del continente, muy cerca ya de Papúa Nueva Guinea.
En el cabo York terminó la aventura de la San Lesmes y todos sus tripulantes, pues fueron apresados por los portugueses allí asentados que los eliminaron a todos.
Era esta una costumbre de la época con el fin de proteger el descubrimiento y los portugueses no solo lo protegieron sino que se apropiaron de toda la cartografía levantada por los pilotos de la carabela. Estos datos, recogidos años más tarde por el capitán Hernando de la Torre, se conservan actualmente en el Archivo de Indias.
Según toda la documentación, avalada por los restos arqueológicos encontrados, la cartografía de Australia estaba realizada en el siglo XVI, lo cual quiere decir que tanto fueran españoles, como portugueses, fueron estos los descubridores del continente y no James Cook, quien antes de partir en su viaje con el Endeavor, ya conocía aquel mapa y tenía certeza absoluta de a donde se dirigía.

Lo mismo que diríamos para Cristóbal Colón, cabría atribuir a Cook, que no habiendo sido los primeros en llegar a tierras aisladas e ignoradas por la civilización, nadie puede sustraerles el honor de haber sido los primeros en dar a conocer sus descubrimientos.

viernes, 17 de febrero de 2017

LA QUINTA DE LOS SORDOS




Lo pienso ahora y se me ponen los vellos de punta. Nunca podemos imaginar lo atrevida que es la ignorancia. Durante bastantes años de mi vida profesional, estuve destinado en lo que entonces se llamaba “Gabinete de Identificación”.
Este Gabinete tenía la responsabilidad de realizar las inspecciones oculares en los lugares en los que se hubiera cometido un delito para, fundamentalmente, certificar que ese delito se había perpetrado, determinar el móvil y las consecuencias y tratar de identificar al autor o autores.
En esta última tarea era en la que se empleaba mucho más tiempo y también una sustancia de la que ahora voy a hablar, pero para situarnos en el tiempo es necesario decir que esto sucedió hasta la época de los setenta. Luego cambió radicalmente.
Para identificar las huellas latentes que todas las personas vamos depositando en los lugares en los que tocamos, se empleaban fundamentalmente dos tipos de polvos: uno negro y otro blanco.
Al negro lo llamábamos Negro de humo y estaba hecho de huesos quemados, mezclados con otras sustancias muy pesadas.
El blanco era “la cerusa” o “albayalde” que no era otra cosa que carbonato de plomo. Un metal pesado, extremadamente peligroso que produce la grave enfermedad conocida como “saturnismo” y que se empleaba en varios usos, pero sobre todo en la fabricación de pinturas de todo tipo y en cosmética.
Pues bien, durante años y años, los policías destinados en los Gabinetes de Identificación estuvimos usando carbonato de plomo que tomábamos con un pincel de una cajita que contenía un polvo blanco muy denso, que rellenábamos de cuando en cuando. Con el pincel extendíamos el polvo sobre las superficies susceptibles de encontrar huellas, lo repasábamos y soplábamos el polvo sobrante, que volaba en el aire y se depositaba en nuestras manos, cara… y nos lo tragábamos.
En fin, un disparate que afortunadamente cambió cuando aquellos polvos fueron sustituidos por unas finísimas limaduras magnéticas mucho más útiles y efectivas y sobre todo, menos peligrosas.
Y por qué cuento esto, pues porque leyendo algo sobre la biografía de Goya, me llamó poderosamente la atención un cuadro en el que aparece el propio pintor, muy enfermo y el médico que le atiende; en los márgenes, en tonos muy oscuros aparecen unas caras que se identifican con la muerte, que espera recibir al enfermo. El cuadro se llama “Goya atendido por el doctor Arrieta”.
El protagonista presenta un feo aspecto: extremadamente pálido, cara desencajada, casi sin fuerzas para sostenerse, agarrado convulsivamente a las mantas que lo cubren. Parece entregado a su suerte, mientras su amigo, el doctor Eugenio García Arrieta, le mantiene incorporado y le hace beber una supuesta medicina, mientras le tiende su brazo izquierdo sobre el hombro del artista, en una actitud cariñosa y compasiva.
El cuadro se encuentra en la actualidad en Minneapolis, Estados Unidos, en el Instituto de Arte que es su propietario y en su parte inferior figura una anotación, supuestamente manuscrita por el autor que dice: “Goya agradecido a su amigo Arrieta: por el acierto y esmero con que le salvó la vida en su aguda y peligrosa enfermedad, padecida a fines del año 1819, a los setenta y tres años de edad. Lo pintó en 1820”
¿Qué grave enfermedad padeció Goya de la que fue salvado gracias a los cuidados de su amigo?
Como es natural, no se sabe con certeza y todo lo que sobre el tema se ha escrito es pura especulación que médicos, psicólogos, escritores y otras personalidades dedicadas a escudriñar en la historia, han compuesto.

Goya atendido por el doctor Arrieta

Por supuesto que hay variedad de interpretaciones, desde crisis psicótica, para la que el doctor le estaría dando una infusión tranquilizante, a la más grave y quizás más acertada: saturnismo.
Goya, igual que todos los pintores, usaba polvos de carbonato de plomo para componer sus pinturas al óleo y además tenía la costumbre de sujetar un pincel con la boca mientras pintaba con otro. Esto habría hecho, con el paso de los años, envenenarse progresivamente la sangre hasta el extremo de presentar la temida enfermedad, presagiada por los permanentes cólicos abdominales y otras dolencias gástricas que el artista padecía.
Años más tarde, otro sordo ilustre, Beethoven, también murió víctima de la intoxicación por plomo, como demostró el análisis que se hizo recientemente de un mechón de cabellos del músico que se salvó de la tala capilar a la que lo sometieron sus admiradores después de muerto.
Desde luego no parece que el músico pudiera tener mucho contacto con pinturas o con plomo, sin embargo, se descubrió que sentía verdadera pasión por las tencas y los lucios, pescados de río que se daban mucho en el Danubio, el cual se encuentra altamente contaminado del metal pesado. Precisamente el famoso vals de Strauss “Danubio Azul”, expresa la tonalidad azulada de las aguas del famoso río, teñidas de color “azul plomo”.
También se manejan otras hipótesis de las causas por la que altas concentraciones de plomo se encontraban en el cuerpo del músico, como la ingesta de aguas de un balneario al que acudía frecuentemente para aliviar sus dolencias, aunque fue prontamente descartada porque la enfermedad padecida no era hídrica.
La última alternativa es una larga secuencia de cataplasmas de jabón y plomo que su médico le aplicaba para combatir el edema pulmonar que padecía.
Sin análisis previos es muy difícil diagnosticar la enfermedad que acarreó la muerte de famosos siglos atrás, pero la ciencia avanza cada vez más y por la sintomatología se pueden sacar conclusiones bastante certeras, como en el caso del también pintor Vincent Van Gogh, que usaba profusión de “cerusa” para componer sus tonos amarillos. Y puede que la misma suerte corriera el español Mariano Fortuny, que murió prematuramente a la edad de treinta y seis años con los síntomas de haber padecido la temida intoxicación. Fortuny fue el pintor vivo más cotizado de su época.
El plomo es un metal mal visto en la actualidad, pero con enorme presencia hasta hace pocos años. Hasta las gasolinas llevaban altas concentraciones de plomo, como antidetonante.
Los tubos de pasta de diente eran de plomo. En mi casa, yo los iba guardando cuando se acababan y cuando tenía bastantes, los vendía en una chatarrería y obtenía buenas pesetas.
En aquel plomo se contenía una pasta que iba directamente a la boca y estuvimos así años y décadas y no nos pasó nada.
El plomo se empleaba en la imprenta para fundir los moldes de las letras y en las cristalerías, para hacer las famosas “vidrieras emplomadas” y en la construcción, pues la práctica totalidad de las tuberías eran de plomo que, por cierto, solían picarse con frecuencia y allá que venía al fontanero con la lamparilla y el estaño a reparar la fuga. Con plomo se hacían los adornos de rejas, cancelas y balcones y con plomo se reparaban los fondos de las sartenes consumidas por el fuego y el uso.
Y sin embargo, no nos ha pasado nada, o es que sí que hubo numerosas intoxicaciones que pasaban inadvertidas. No lo sabemos, pero yo puedo asegurar que ni en mi familia ni mi entorno ha habido ninguna muerte por esta causa.
Pero el artículo responde a otro título que nada tiene que ver con lo que se ha expuesto hasta ahora.
Cuando Goya fue nombrado pintor de la corte, se trasladó definitivamente a Madrid, pues antes había residido en diversas ciudades como Sevilla o Cádiz.
Allí, en el municipio entonces cercano a Madrid y actualmente absorbido por la capital, de Carabanchel Bajo, se compró una finca en la que vivía alejado de la corte en la que no se encontraba muy a gusto, dado su carácter liberal. Pero también para ocultar los amores que mantenía Leocadia Zorrilla, esposa de un conocido personaje madrileño.

Foto de la maqueta conservada en el Museo de Historia de Madrid

La quinta adquirió mucha fama porque en sus paredes pintó Goya los catorce murales que componen la conocida serie de Pinturas Negras, entre las que se encuentran Saturno devorando a sus hijos o el Duelo a Garrotazos, pero en realidad se trataba de una finca modesta y sin pretensiones, aislada y a unos trescientos metros del río Manzanares.
Ha pasado a la historia por sus murales y se la conoce como “La quinta del Sordo”, habiéndose creído siempre que recibía este nombre por la sordera del pintor, pero resulta que no es cierto. Cuando Goya la compró a un ciudadano llamado Pedro Marcelino Blanco, la finca ya se llamaba así y en este caso sí que debía su nombre a la sordera del anterior propietario.
Allí vivió Goya con su amante y una hija de esta, de la que muy posiblemente fuera el padre, pues la joven Rosario demostró un talento natural para la pintura.
Pero al terminar la etapa de Riego y el Trienio Liberal, el pintor comprendió que en España no estaría cómodo y se marchó a Burdeos donde falleció en abril de 1828.

La “Quinta de los Sordos” fue demolida después que sus murales se trasladasen a lienzos que se exhiben actualmente en el Museo del Prado.

viernes, 10 de febrero de 2017

UN ECLIPSE EN EL CONGO




Resulta difícil imaginar qué pensarían nuestros antepasados, aquellos primeros hombres que ya tenían la facultad de pensar, cuando observaran un eclipse.
Tanto daba que fuese de Sol o de Luna, lo que estaba ocurriendo era algo inconcebible y que solamente podía suponer el fin de todo.
Afortunadamente, no ocurren muchos eclipses, pues de otra manera, nosotros no existiríamos, nuestros antepasados se habrían extinguido, de tanto miedo como pasaban.
Y así fue durante siglos, quizás centenares o miles de siglos, hasta que, en la Grecia Clásica, como parece natural, Metón descubrió, en el siglo V antes de nuestra era, lo que se llama el “Periodo Saros”, o “Ciclo Metónico”, en su honor. Este es un período de dieciocho años y entre diez y once días, en los que La Tierra y La Luna, repiten casi exactamente su órbita y, por lo tanto, se vuelven a producir los mismos eclipses que en el período anterior.
Pero para darse cuenta de que un eclipse era la interposición de Luna, o de La Tierra entre el Sol y el otro cuerpo celeste, tuvieron que pasar muchos años; años en los que el pavor a lo desconocido condicionaba la conducta del hombre hasta el extremo de que todo lo que no se podía explicar, obedecía a la intervención  de los dioses y se interpretaba por los chamanes de las tribus como algo favorable o de funestas consecuencias.
Es más, muchos siglos después de que se conociera la mecánica que actúa para producir un eclipse, ese conocimiento seguía estando en poder de unos pocos, porque la inmensa mayoría de la población mundial, que ya vivía en un mundo civilizado, estaba completamente ajena a aquel conocimiento y seguía pensando lo que, milenios antes, pensaban nuestros ancestros.
Un eclipse era cosa de magia. De magia que nada bueno presagiaba y así se interpretaba en términos generales.
Hay que pensar que para las civilizaciones primitivas, el eclipse siempre los cogía por sorpresa y la inmediata interpretación no era otra que la proximidad del fin del mundo, o el enojo de los dioses. En algunas de esas primitivas tribus, la reacción inmediata era iniciar una serie de sacrificios, incluso humanos, con el que contentar a las enojadas divinidades y como, al cabo de un rato el eclipse acababa, la interpretación era que el sacrificio había sido agradable a los dioses. Toda una concatenación de hechos funestos que quedaban grabados en la memoria de los pueblos a la espera del próximo acontecimiento estelar.
El tener conocimientos ha sido siempre algo que ha diferenciado a un grupo de personas del resto de la ignorante humanidad. Por eso, algunos casos de conocimiento sobre las cosas de la naturaleza llegan a dar un poder difícilmente alcanzable por otros procedimientos. Saber que en determinada fecha se va a producir un eclipse puede ser un arma poderosísima en un momento determinado.
La primera vez que tuve conocimiento de esta circunstancia fue siendo adolescente, cuando leía un libro que me produjo una tremenda impresión. Se trataba de “Un yanqui en la corte del rey Arturo”, de Mark Twain.
Todos habíamos leído como embobados al genial Twain, en las famosas aventuras de Tom Sawyer y su íntimo amigo Huckleberry Finn, por eso cuando aquel libro llegó a mis manos, lo leí de inmediato.
El libro es el viaje al pasado que experimenta Hank Morgan, un ciudadano norteamericano, como consecuencia de quedar inconsciente por el golpe sufrido en una pelea.
Transportado a la Inglaterra del siglo VI, con el mítico rey Arturo, su mago Merlín y con Camelot como escenario de fondo, es encarcelado y condenado a morir en la hoguera, pero se salva al conocer que en esa fecha se va a producir un eclipse de Sol. Una lectura muy recomendable para todos, aunque la fecha en que ocurre el fenómeno, veintiuno de junio de 528, no hubo en realidad ningún eclipse.

Portada de la primera edición

Profundizando en la historia, la genialidad de este americano, no era original suya, pues ya la había puesto en práctica Cristóbal Colón, en 1503, cuando la carcoma que padecieron sus naves, le obligaron a varar sus dos carabelas en la costa norte de Jamaica.
Al principio las cosas fueron bien, pero al prolongarse la estancia de aquellos extranjeros entre la población indígena, las cosas fueron cambiando hasta que se produjo una escabechina entre unos y otros y los indígenas cautivaron a todos los españoles, Colón incluido.
Esperaban la muerte cuando Colón recurrió a las tablas astronómicas de “Regiomontanus”, un astrónomo alemán que publico un almanaque en el que se predecían los movimientos del Sol, la Luna y los planetas y que era de uso común entre marinos. Estudiando el almanaque comprobó que el 29 de febrero de 1504, tendría lugar un eclipse total de Luna. Quedaban tres días para le fecha indicada y el almirante jugó sus cartas.
Su dios estaba enojado con aquella tribu y para demostrarlo, en tres noches, borraría a la Luna del cielo. A la tercera noche, una hora después de salir la Luna, fue eclipsada totalmente, ante el terror de los nativos.
Aprovechar el miedo y la confusión del momento y sobre todo, la enorme superioridad en los conocimientos, es una astucia comúnmente usada y Colón supo aprovecharla y desde aquel momento él y sus hombres fueron tratados como reyes, durante los cuatro meses que tardó en aparecer otra carabela española que rescató a los marinos españoles.
No es este el único caso en que se ha aprovechado el fenómeno del eclipse contra la ignorancia de ciertos pueblos y el caso más conocido es del que da título a este artículo.
En los últimos años del siglo XIX, el afán colonizador de los países europeos los había hecho desembarcar en África, de la que entre británicos, franceses, alemanes y belgas, se apoderaron de casi toda su geografía.
En 1865, el Estado Libre del Congo era una propiedad privada del rey Leopoldo II de Bélgica, el cual lo administró hasta que en1908, lo cedió a su país.
Una situación completamente ilógica, pero que ocurrió y Bélgica explotó aquella colonia que estaba considerada como parte de su territorio, hasta 1960, en que alcanzó su independencia.
Pero a los territorios que poseía de forma privativa el rey Leopoldo II, se le sumaron en 1905, una extensión de más de veintitrés mil kilómetros cuadrados, consecuencia de una cuestión de suerte y de saber predecir.
El capitán del ejército belga, Albert Paulis, mandaba un grupo de veinte soldados que exploraban unos territorios limítrofes con el Congo, cuando fueron sorprendidos por una tribu de temidos caníbales, los Mangbetu, que hostilizaban a todos sus vecinos, incluidos los soldados de el Congo.

Fotografía del capitán Albert Paulis

El grupo del capitán Paulis fue torturado de forma inhumana, antes de que los prepararan para ofrecerlos en un banquete a su rey, Yembio.
Ya habían perdido toda clase de esperanzas de salir con bien de aquella aventura, cuando Paulis, consultando un almanaque astronómico, se dio cuenta de que estaba a punto de ocurrir un eclipse de Luna, una situación muy similar a la que se ha narrado anteriormente.
Paulis exigió a sus captures ser llevado ante el rey Yembio, al que pidió un cuchillo con el que se hizo un corte en la mano, amenazando al reyezuelo con que cualquier herida sobre su cuerpo, tendría repercusión en la Luna y que si mataban a cualquiera de sus hombres, matarían al satélite.
Como es natural, los caníbales se echaron a reír y los hechiceros de la tribu quisieron matarlo en aquel momento, pero el rey debió ver algo en la seguridad de aquel hombre que lo mando de regreso a la mazmorra.
Apenas unas horas más tarde, desde su lugar de encarcelamiento, Paulis y sus hombres oyeron un gran alboroto, durante el cual se abrió la puerta de aquella especie de jaula en la que estaban encerrados y lo llevaron a presencia del rey.
Al salir de la jaula, comprobó el tono rojizo que presentaba el cielo, señal inequívoca de que el eclipse se estaba produciendo.
Nada más entrar en la choza real, comprobó que en un rincón estaban las cabezas de los hechiceros que antes quisieron matarle y el rey, sumamente afligido, le rogó que devolviera su color a la Luna a cambio de lo que quisiera.
Como es natural, el capitán aceptó el trato y pidió la libertad de todos sus hombre, tras lo cual, salió al exterior y gritó a pleno pulmón dirigiéndose a la Luna para que se detuviera.
A los pocos minutos la Luna empezó a obedecer y a deshacerse el eclipse, lo que causó una enorme alegría en aquellos infelices caníbales.

Fruto de aquella añagaza, Leopoldo II se anexionó un montón de kilómetros cuadrados y el capitán Paulis fue considerado un héroe.