viernes, 25 de agosto de 2017

EN EL REINADO DEL REY FELÓN I




Fue hace unos días, cuando escuchaba en la radio una entrevista que le hacían al capitán de navío José María Caravaca, sobre un vuelo aerostático que tuvo lugar por primera vez en Cádiz, cuando se me ocurrió poner este hecho en relación con otro, más o menos coetáneo que también está relacionado con esta ciudad.
No soy historiador ni poseo la capacidad para hacer juicios sobre la historia, pero a mi parecer, pocos reinados españoles son tan convulsos, y nefastos como el de Fernando VII.
Ascendió al trono por abdicación de su padre, Carlos IV, en poder de Napoleón y en España, antes de conocerlo como rey, ya lo llamaron “El Deseado” de tantas ganas que tenía el pueblo de que un verdadero rey se sentase en su trono.
Pero su llegada fue decepcionante, sobre todo para aquellos liberales que contra toda adversidad, habían conseguido sacar adelante la Constitución de 1812, porque el nuevo monarca, así que afirmó sus posaderas sobre el trono de España, todavía imperial, abolió la Carta Magna, tan costosamente consensuada.
España se dividía entre afrancesados, liberales y “despóticos”, llamados absolutistas. En esto que se levanta Riego, aquí al lado, en Las Cabezas de San Juan y fuerza al rey a aceptar la Constitución e iniciar el Trienio Liberal.
Flor de un día, porque en cuanto puede, vuelve “la burra al trigo”, como refleja el dicho. Para rematar, en su lecho de muerte se retracta y firma la Pragmática Sanción, para que gobierne su hija, el adefesio de Isabel II, en vez de su hermano, que tampoco era nada del otro mundo, pero así, nos metía unas cuantas décadas de guerras civiles, para fastidiar a todos, que es lo que parece apetecerle al monarca que ya no es deseado, sino el “Rey Felón”.
El reinado de este monarca está muy vinculado con la ciudad de Cádiz. Aquí se ha establecido el último reducto de resistencia a los franceses, se ha redactado la Constitución y desde aquí se ha iniciado la recuperación del territorio nacional, hasta terminar expulsando a los franceses, que también tenían muchos partidarios entre los españoles y que hubieron de marchar con ellos hacia el exilio.
A las desastrosas iniciativas aplicadas en España por el rey, hay que sumar unas circunstancias de extrema gravedad y es que las colonias americanas, dirigidas por personajes descendientes de españoles, educados en España y formados aquí militarmente, empezaban sus movimientos emancipadores: Méjico, Argentina, Perú, Venezuela… fueron poco a poco independizándose, ante la pasividad del gobierno, o la incapacidad para oponerse realmente al movimiento sedicioso.
Para atender a las colonias de ultramar era necesario una flota y ciertamente la poderosa armada española había sucumbido prácticamente tras la batalla de Trafalgar. Quedaban algunos barcos, antiguallas, conservadas gracias a la profesionalidad de sus capitanes y los maestros carpinteros. La única solución era comprar barcos, pero los países europeos, que ansiaban clavar sus garras en el continente americano, no nos vendían ningún barco para que le hiciéramos competencia. Solamente Rusia se avino a una venta, pero de un material tan deteriorado, que algunos barcos los regalaron. Se compraron un navío y cinco fragatas, todos muy viejos, que se trajeron a Cádiz para acondicionarlos. Por cierto que esos barcos se pagaron con la indemnización que dio Inglaterra por liberalizar el comercio con las Indias.
Así, a duras penas, se formó una mínima escuadra que tenía como misión llegar al El Callao, el puerto de Lima y apoyar la resistencia contra los independentistas, con San Martín a la cabeza, que quería hacerse con Perú. Estaba formada por los navíos San Telmo, nave capitana y el Alejandro I, navío ruso igual que el San Telmo, rebautizado la fragata Prueba, y el mercante Primorosa Mariana, de igual procedencia, destinada al transporte de tropa.

Pintura del San Telmo

El uno de mayo de 1819, se entregó el mando de la exigua escuadra al prestigioso brigadier, Rosendo Porlier, que entre sus muchos avatares, había sido segundo de Gravina en la batalla de Trafalgar. El buque insignia era el San Telmo, un navío de dos puentes, setenta y cuatro cañones, poco más de cincuenta metros de eslora y catorce de manga. Un magnífico buque de tres palos, pero con más de treinta años de navegación, construido en El Ferrol y que por falta de fondos había pasado muchos meses atracado en Cartagena.
El once de mayo, salió la escuadra que se avitualló en Cádiz y un mes después, regresaba el Alejandro I porque su maderamen no resistía los embates de la mar y hacía agua por todas sus cuadernas.
La expedición debía bordear el Cabo de Hornos, para evitar el Estrecho de Magallanes, donde podría ser sorprendida por las marinas de los países sublevados.
Pasaron meses y se tuvo noticias de que la fragata Mariana, había llegado a El Callao y que la Prueba, también lo había hecho, aunque pasó de largo ante la presencia de buques enemigos, pero del San Telmo no se sabía nada. La última vez ha sido avistado por la fragata Mariana el dos de septiembre que anota en el cuaderno de a bordo que se le aprecian graves averías en el timón, el tajamar y en la verga mayor, dudándose que pueda haber doblado el Cabo de Hornos.
Cuenta Pío Baroja, que un señor llamado Andrés Arévalo, embarcó poco después de la desaparición del  navío en el buque italiano “Volturno” que hacía la ruta de El Callao a España y que al pasar al sur de Hornos, con grandes tormentas y huracanados vendavales, divisaron un banco de hielo de enormes dimensiones que iba derivando hacia el Este y sobre el hielo se divisaba una masa negra que al ir aproximándose vieron que era un buque atrapado en aquel iceberg. Botaron una chalupa y se acercaron a la gigantesca mole de hielo, hasta distinguir que era un barco desarbolado, de tres puentes, que había empotrado su proa contra el bloque de hielo y en él quedó incrustado. En popa se veía una bandera que aún ondeaba con el escudo de España y bajo ella, en gruesas letras, su nombre: San Telmo.
Subieron a bordo y encontraron varios cadáveres congelados, entre ellos el del brigadier Porlier que estaba en su camarote, vestido con su uniforme y tendido sobre un camastro, a sus pies había un perro igualmente congelado.
Del resto de la tripulación, compuesta por seiscientas cuarenta y cuatro personas entre marineros, soldados y personal auxiliar, no se supo nada. Pero esta es una historia llena de buena voluntad para darle una conclusión al barco desaparecido, aunque no es muy de fiar. (Artículo publicado en La Vanguardia el 2 de febrero de 1954 que puede consultar en este enlace: http://hemeroteca.lavanguardia.com/preview/1954/02/02/pagina-5/32792399/pdf.html )
Sí es cierto que, un mes después de haber dado el barco por perdido, un velero inglés, capitaneado por William Smith, descubridor de las Islas Shetland del Sur, divisa tierra helada en coordenadas cercanas a la última situación del San Telmo. Esta isla no es explorada de momento, pero al llegar a Londres, el Almirantazgo británico dispone que vuelva a aquella situación y confirme el descubrimiento. Así lo hace y, oficialmente se convierte en el primero en pisar la Antártida, descubriendo un archipiélago como se dice más arriba.
Pero en el recorrido por las diversas islas, descubre que hay restos de un naufragio anterior que él mismo apunta que puede ser un buque español desaparecido en aquellas latitudes y así lo hace constar con fidelidad a la verdad, e incluso a una de las islas que descubre, pone por nombre “Isla Decepción”, clara referencia a la certeza que tiene de no haber sido el primero en llegar allí.
Pone luego rumbo a Valparaíso, en Chile, donde da cuenta de su hallazgo y las circunstancias de no haber sido el primero, pero las autoridades británicas le hacen callar ese detalle, para así tomar posesión de las nuevas tierras descubiertas. Pero a bordo, iba el teniente Edward Bransfield, con la misión de confirmar el descubrimiento, el cual anota en su cuaderno que han encontrado un pecio perteneciente a un barco español de setenta y cuatro cañones y que incluso el capitán Smith ha cogido la madera del ancla para hacerse su ataúd, cosa que era acostumbrada entre los marineros de la época.
No pudieron ocultar la realidad y se conoció que no habían aparecido restos humanos, pero sí muchos de focas y peces, lo que les hacía suponer que había habido supervivientes al naufragio.
Tanto aceptaron los ingleses aquella situación que hace unos años, al desclasificarse documentación del Almirantazgo, se ha podido comprobar que a determinados accidentes geográficos como cabos y bahías, le habían puestos los nombres de “San Telmo” y “Porlier”.
No tuvo el gobierno español interés alguno en realizar comprobaciones acerca del naufragio y la llegada de los primeros hombres a las costas de la Antártida, hasta 1990, en que una expedición hispano-chilena se desplazó hasta la zona, pudiendo comprobar varios detalles como la presencia en los fondos marinos de gran cantidad de hierro, detectado por sensores magnéticos, una sandalia de cuero, de apariencia similar a las usadas en tierras cálidas, hacia donde en realidad se dirigía el barco y la mandíbula de un cerdo que era un animal que solía acompañar a todas las navegaciones largas, pues es fácil de mantener vivo a bordo y se aprovecha todo para el consumo humano.
Hay muchas cosas más que decir de esta apasionante historia, pero a mí, lo único que me resta decir es que los primeros hombres que pusieron sus pies en el helado continente del sur, fueron españoles que salieron del puerto de Cádiz y fueron capaces de sobrevivir durante algún tiempo en tan inhóspito lugar sin ir realmente preparados para tal eventualidad.

En el próximo artículo contaré la otra historia que también tiene esta ciudad como protagonista.

viernes, 18 de agosto de 2017

BELLA E INDÓMITA




Si en la convulsa Italia medieval hay un personaje verdaderamente insólito, es una mujer: Catalina Sforza, conocida como “La diablesa roja” y “La virago cruelísima”.
Tradicionalmente el papel de la mujer durante toda la Edad Media y buena parte de la Moderna, estaba circunscrito a unas pocas actividades, como el matrimonio, el convento, la brujería y la prostitución, sin embargo ha habido notables excepciones y una de ellas es la mujer que protagoniza esta historia.
Nació Catalina en 1462 en la ciudad de Milán, gobernada por la poderosa familia Sforza, que en aquel momento dirigía el famoso Ludovico, apodado El Moro. Era hija bastarda de un hermano de éste, Galeazzo María Sforza y de su amante, Lucrecia Landriani, esposa de Gian Pero Landriano, amigo íntimo de Galeazzo al que no debía molestarle demasiado los adornos que su esposa le ponía con su mejor amigo, pues la pareja de amantes tuvieron otros dos hijos más.
Aun cuando hija ilegítima, fue reconocida por su padre que, nombrado duque de Milán, se la llevó a vivir con él, ofreciéndole una esmerada educación.
En la corte milanesa, la acogió su abuela y más tarde la esposa de su padre, Bona de Saboya. Estas dos mujeres influyeron poderosamente en el carácter de la joven Catalina.
Con solo diez años y tal como era costumbre, fue prometida en matrimonio a Girolamo Riario, sobrino del papa Sixto IV, que era veinte años mayor que ella. Cuatro años más tarde, apenas cumplidos los catorce, se consumó el matrimonio.
Estaba el papa Sixto tan
contento con aquel matrimonio que lo emparentaba con la familia Sforza, que compró el señoría de Imola, al sur de Bolonia, que actualmente es famosa por el circuito de velocidad dedicado a la marca Ferrari y que regaló al matrimonio.
Más tarde, no contento con el regalo hecho a su sobrino, el papa compró otro señorío, el de Fiorli, al sur de Milán y los convirtió en condes.
Con estas posesiones y con el respaldo de ambas familias, se trasladaron a Roma, a la corte vaticana, en donde Catalina destacó prontamente, tanto por su extraordinaria belleza, su pelo rojo y su atractiva figura, como por su astucia política y sus conocimientos militares.

Catalina Sforza

Rápidamente adquirió fama de magnífica intermediaria entre el papa y los señores feudales que gobernaban la península italiana. Cuando llevaban nueve años de matrimonio Catalina tuvo su sexto hijo, pero no por ello eran un matrimonio bien avenido, pues Girolamo, el marido, era un hombre infiel por naturaleza, y la bella esposa hubo de soportar innumerables infelicidades.
En 1484 falleció el papa, su tío político y benefactor y la vida del matrimonio Riario cambió radicalmente. En primer lugar, tras la muerte del papa se desató en Roma una oleada de saqueos, asaltos y desordenes, mientras la curia vaticana debatía sobre el cónclave a celebrar y el nombramiento del nuevo pontífice.
Uno de los palacios saqueados fue, precisamente, el del matrimonio y lo que es peor, los cardenales reunidos querían recuperar todas las posesiones que Sixto IV había dispendiado, entre las que se encontraban las de los Riario.
Ante la pasividad del esposo, Catalina, decidida a hacerse valer, tomó un puñado de soldados, posiblemente contratados al efecto a algún condotiero y se dirigió al castillo de Sant’Angelo, refugio curial en tiempos de guerra y antes de que nadie pudiera impedirlo, tomaron la fortaleza por asalto, secuestrando a toda la curia y amenazándolos si no se avenían a sus peticiones. Tenía veintiún años y estaba embarazada de siete meses, pero nada fue obstáculo para su decisión.
La curia accedió a que mantuvieran sus posesiones, una fuerte indemnización por los daños en su palacio y el nombramiento de Girolamo como capitán general de los ejércitos pontificios.
El nuevo papa, Inocencio VIII, pertenecía a una familia enemistada de antiguo con los Sforza y los Riario, por lo que las cosas empezaron a ponerse feas.
Retirados en sus posesiones y cortados todos los puentes con el poder de Roma, el matrimonio sobrevivía penosamente, soportando conjuras y amenazas, hasta que a finales de 1485, Girolamo fue asesinado y Catalina y sus hijos hechos prisioneros.
Nuevamente salió a relucir el carácter de la dama, la cual, al tener conocimiento de que una fortaleza de su señorío llamada Rivaldino, se resistía a rendirse a los conjurados, convenció a sus captores de que la dejaran persuadir a la guarnición para que depusiera su actitud.
Los conjurados, a los que encabezaba un hijo ilegítimo del papa, cedieron a su petición, si bien se quedaron con los hijos como rehenes.
Una vez en la fortaleza, Catalina que no tenía otra intención que la de capitanear la resistencia, dispuso lo necesario para soportar el asedio. Al comprender su error los conjurados, amenazaron con matar a los pequeños y ahí se produce un hecho legendario que no se sabe si es cierto o es simplemente una leyenda, al estilo de lo de Guzmán el Bueno. Dicen que Catalina subió al torreón de la fortaleza y alzándose las ropas mostró a los atacantes sus desnudeces, mientras poniendo su mano sobre el pubis les hacía que poseía lo necesario para hacer mas hijos (Ho con me lo stampo per farne degli altri).
No es fácil que se hubiese salido con la suya de no ser por los refuerzos que envió su tío, Ludovico el Moro, con los que derrotaron a los conjurados y restituyeron el orden.
Tras recobrar sus posesiones, gobernó Imola y Forlí, como regente de su hijo mayor y heredero, demostrando también en esta faceta su buen hacer y consiguiendo el beneplácito de su pueblo.
Como todo en la vida Catalina se lo tomaba con apasionamiento, en el amor, también fue una mujer apasionada.
No se sabe si tuvo algún desliz durante su matrimonio, pero es más que posible, dado su carácter y las infidelidades de su esposo, al que es casi seguro que le pagaría con la misma moneda. El mismo año de su muerte y cuando ella tenía veinticinco años, se casó en secreto con Giacomo Feo, de diecinueve y que por cierto nada tenía que ver con su apellido pues era un bello joven y con el que tuvo un único hijo, Carlo. Pero Giacomo era un joven malvado y cruel, incluso con los hijos de Catalina y muy pronto se ganó la enemistad del pueblo de Forli, hasta el punto de que el veintisiete de agosto de 1495 fue asesinado en una nueva conjura delante de su esposa.
La venganza que Catalina tomó sobre los culpables, fue terrible y recayó incluso sobre sus familias. Torturó y mató a numerosas personas, muchas de ellas inocentes. Esta lamentable acción le trajo desagradables consecuencias, pues nunca más volvió a recuperar el afecto de su pueblo.
Pero Catalina se rehacía pronto y un año después conoció a Giovanni de Medici, del que se enamoró perdidamente y con el que se casó y tuvo un hijo que se convirtió en uno de los mayores héroes y de los últimos condotiero de la historia italiana de la época: Giovanni dalle Bande Nere (Juan de las Bandas Negras). Las Bandas Negras era una compañía e soldados mercenarios que formó el propio Giovanni y guerreando con la cual, murió al gangrenársele una herida en un muslo.
A Catalina los maridos le duraban poco y éste murió también un año más tarde, aunque de enfermedad común.
En 1499 se enfrentó a la liga que formaban el papa Alejandro VI y el rey francés Luís XII, que quería desposeerla de sus dominios. Enrocada en su fortaleza de Ravaldino, se dispuso a soportar el asedio de la liga pontificia, que había mandado a César Borgia, hijo del papa, al frente del ejército conjunto. Su cabeza tenía un precio: diez mil ducados para el que la capturase viva o muerta.

Fortaleza Roca de Rivaldino, en Forli

Después de largos días de crudas batallas, la bella señora no tuvo más opción que rendirse a los franceses, los cuales le prometieron tratarla con respeto y la entregaron al Borgia.
En ese momento se conocieron y parece que aquella misma noche se convirtieron en amantes, relación que duró varios años, hasta que consiguió escapar del castillo de Sant’Angelo en la que estaba retenida y marchó a Florencia con sus hijos. Hay quien dice, y es más probable, que la dejaron marchar tras firmar la renuncia a sus territorios.
Y aquí se inició una vida completamente nueva de la bella Catalina, pues empezó a cultivar una de sus aficiones: la alquimia y por derivación compuso un extenso recetario que surge de las prácticas que realiza en su laboratorio y en el que se dan precisas instrucciones para fabricar ungüentos, pomadas, cocciones, aguas medicinales, unas sobre productos “cosméticos” y otras medicinales.
Por ejemplo, hay una receta para blanquear el rostro tostado por el sol, circunstancia que se veía muy desfavorable sobre la condición de las personas; otras para hacer crecer el cabello, o teñirlo de rubio, color que gustaba mucho en Italia. O para tener unos dientes blancos y brillantes, a base de ceniza de tallos de romero; para perfumar el aliento, problema muy extendido en una sociedad que se cuidaba poco de la salud de la boca; contra el dolor de muelas, para lo que empleaba un cocimiento a base de vinagre y raíces de beleño, que es una planta con efectos anestesiante.
Todas estas recetas están recogidas en un libro que se llama Experimentos y que es una muestra bien clara de lo abierta que estuvo su autora a toda clase de aprendizaje.
Sus territorios pasaron a engrosar los Estados Vaticanos, pero a ella le importó ya poco y habiendo estado a punto de recuperarlos tras la muerte de Alejandro VI, al comprender que sus súbditos no habían perdonado su comportamiento con el pueblo tras el asesinato de su marido, desistió de ello.
El veintiocho de mayo de 1509 falleció de una grave neumonía, tras soportar un mes de dura enfermedad. Tenía cuarenta y seis años y había vivido más que ninguna mujer de su época.

viernes, 11 de agosto de 2017

SABIOS ENIGMÁTICOS




Si algo distingue a nuestro pasado siglo XX de todos los anteriores, es por el enorme desarrollo científico, cultural y social que experimentó casi desde su inicio.
Hasta buena mitad del siglo XIX, en la que inventos como el vapor o la fotografía irrumpen en la vida, podría decirse que, con algunos avances, los pueblos, las sociedades occidentales, vivían casi como en tiempos del imperio romano.
Las casas no tenían agua corriente, ni sistemas de alcantarillado, ni luz eléctrica, ni existía la pluma estilográfica, mucho menos el bolígrafo y el jabón para el aseo era un bien escaso. Habían ido cambiando las modas en el vestir, pero siempre respetando las pautas de honestidad impuestas por el cristianismo.
Pero llegó el siglo XX y popularizó el cinematógrafo, los automóviles, los largos viajes en tren, en barco o en avión. Y sobre todo, impulsó el conocimiento científico. Empezamos el siglo con Einstein y seguimos con una larguísima lista de físicos, químicos, matemáticos, de renombre mundial, que jalonan los logros y avances más descollantes de todas las ramas del saber.
Sobre todos estos personajes, hay dos que, además de haber destacado sobre todos sus colegas, se han visto envuelto en un aura de misterio que no deja de  sorprender.
El primero es el serbio Nikola Tesla, que actualmente empieza a ser mucho más conocido que lo era hace una década, a raíz de la creación de una fábrica de coches eléctricos que lleva su nombre. Este científico, sobre el que hace años escribí un artículo que puede consultar en este enlace:
que había nacido a mediados del XIX, está considerado un sabio del siglo XX, a quien hoy se le reconoce la verdadera paternidad del importantísimo invento de la radio, el descubrimiento de los Rayos X, que cedió a un amigo para que siguiera investigando, las ventajas de la corriente alterna frente la continua que promocionaba nada menos que Edison y lo que debería ser lo más importante: la conducción de la corriente sin conductores, esos hilos de cobre que ensucian todos los paisajes.
Parece que trabajaba en este sentido, junto con otras muchas materias de alto secreto porque lo cierto es que cuando falleció, en 1943, su domicilio fue asaltado por agentes no identificados del gobierno de EE.UU e incautada toda la documentación allí existente, que era muchísima.
Pero todo esto y algunas cosas más, ya las contaba en el artículo de referencia y ahora lo traigo a colación solamente por el hecho enigmático de que las investigaciones de un científico de ochenta y siete años, tuvieran tan desmedido interés para el gobierno de la nación y este hecho lo quiero poner en relación con el ocurrido con otro científico, una persona de un talento tan excepcional como para que a los treinta años estuviera reconocido como uno de los físicos más importantes de todos los tiempos.
Me estoy refiriendo al tan extraordinariamente desconocido, como adelantado a  tiempo, Ettore Majorana, del que casi nadie ha oído hablar, salvo personas relacionadas con la física y poco más.
Nació Majorana el día 5 de agosto de 1906 en la ciudad de Palermo, en la isla de Sicilia, en el seno de una familia de científicos e intelectuales. Cuarto de cinco hermanos, destacó desde muy pequeño por su capacidad para resolver operaciones matemáticas complejas, sin usar nada más que su mente y a una velocidad increíble, así como su pericia con el ajedrez, del que llegó a ser campeón provincial.
Hasta aquí nada hay de singular. Muchos son los niños prodigio que en su adolescencia experimentan un proceso de delicuescencia y nunca más se llega a saber de ellos, pero este no es el caso de Majorana. Con diecisiete años ingresó en la Escuela de Ingeniería de la Universidad de Roma, en donde ya su hermano Luciano estudiaba ingeniería aeronáutica y en donde conoció al que más tarde sería premio Nobel de Física, Emilio Segré, que lo introdujo en el laboratorio que dirigía el que también sería premio Nobel, Enrico Fermi, uno de los mayores talentos en el campo de la física.
En seis años se doctoró y empezó a trabajar con Fermi a tiempo total y dedicándose especialmente al mundo del átomo, las partículas atómicas, la ionización y todas las disciplinas relacionadas con esas materias.
Después de un viaje a Alemania, volvió entusiasmado de que sus conocimientos hubieran sido altamente apreciados por los científicos de aquel país, pero solamente por unos pocos, los más destacados, entre los que se encontraba el danés Niels Böhr, premio Nobel por sus descubrimiento sobre la estructura del átomo y la mecánica cuántica.


Böhr, Fermi y Segré, premios Nobel de Física y admiradores de Majorana

Pero no quiero aburrir con esta tediosa relación de méritos, cuando lo que a esta historia importa es el misterioso desenlace.
Majorana se encontraba muy deprimido, pues sus alumnos en la universidad de Nápoles, donde había sido nombrado profesor, no entendían sus explicaciones y cada día abandonaban su aula, hasta quedar desierta. También lo estaba por alguna otra circunstancia desconocida aunque muy probablemente relacionada con sus descubrimiento sobre la estructura de los átomos, que le hacía pensar en negros barruntos.
Tan es así que su mentor, el profesor Fermi, le obligaba a publicar algunos de los trabajos que realizaba sobre las estructuras atómicas, en las revistas especializadas, a lo que él se negaba sistemáticamente, por lo que se hacía con nombres ficticios o de otros investigadores.
En la noche del 25 de marzo de 1938 tomó un barco correo para ir desde Nápoles hasta Palermo, a visitar a su madre, pero lo cierto es que no se tiene la certeza sobre si desembarcó en aquel puerto.
La primera versión que se dio del extraño caso es que Majorana se había arrojado al mar, ahogándose, pero ese detalle no se pudo comprobar, si bien es cierto que semejante comprobación tiene sus dificultades, de no aparecer el cuerpo del ahogado. No obstante esa fue la versión oficial.
Antes de embarcar, escribió dos cartas; la primera quedó en su habitación del Hotel Boloña, en el que se alojaba en Nápoles. Iba dirigida a sus familiares y les pedía que no guardaran luto por él y que si por razones sociales se veían obligados a hacerlo, que no durase más de tres días. Era una clara advertencia de suicidio, pero existieron dos cartas más y entre ambas, un telegrama. Estas comunicaciones iba dirigida al director del Instituto de Física de Nápoles, Antonio Carrelli, la primera también con tintes suicidas, pero tras echarla al buzón de correos, debió arrepentirse, pues puso un telegrama a la misma persona, pidiéndole que no tomara su carta en consideración. Seguidamente escribió otra carta en la que daba a entender que había desistido del suicidio y que continuaría con sus clases. Pero lo cierto es que nunca más se le volvió a ver.
A pesar de eso, pocos creyeron en el suicidio, porque la familia, muy apesadumbrada, empezó una campaña de búsqueda, con publicación de su foto en los periódicos y solicitando información sobre aquella persona. A las pocos semanas se produce el primer resultado, aunque resulta infructuoso: el abad de un convento de clausura de Nápoles, dice haber recibido a un joven muy parecido al de la foto que se está publicando, que a principios de abril le solicitó ingresar en aquel convento, sin más trámite. La petición fue denegada por la forma irregular de realizarla y el joven, sin insistir, se marchó. Pero poco después se recibió otra información, esta vez del convento de San Pascuale, de la ciudad de Portici, muy próxima a Nápoles, con las mismas características que la anterior y en cuyo convento también fue rechazado.

Una de la pocas fotografías del científico


Ninguna noticia más de Italia, ni de Europa, pero años más tarde, concretamente en 1950, el físico italiano Giorgio Dragoni que viajó a Argentina en el buque “Giovanna C”, manifestó a su llegada a Buenos Aires que el desaparecido Majorana, había hecho aquel viaje y que lo había reconocido a bordo del buque.
Algunas investigaciones que se realizaron en Argentina, también revelaron la presencia allí de Ettore Majorana, pero su localización ha sido imposible, aunque con nombre y apellidos, se le ha identificado por dos veces, pero por el tiempo transcurrido no fue posible seguir su pista.
Sobre las causas por las que una persona de la brillantez de este hombre, con apenas treinta y dos años, decide desaparecer de todos los escenarios, se ha especulado mucho y sobre todo lo ha hecho su más importante biógrafo, Leonardo Sciascia y posteriormente el escritos Alfio Caruso, el cual especula, quizás con buen sentido, que Majorana fue un científico muy adelantado a su tiempo y que, muchos años antes de que se hubiese determinado de forma precisa la estructura del átomo, tal como hoy la conocemos, él ya la había descubierto y lo que es más, había comprendido el enorme poder que se escondía dentro de aquella estructura microscópica: la fisión del átomo; el principio para la construcción de las bombas atómicas, en las que todavía se estaba a algunos años de poder desarrollar, pero que evidentemente los gobiernos y entre ellos el de Mussolini, estaban muy interesados en forzar la investigación.
Conocedor de los efectos que ese arma podría tener en manos desaprensivas, optó por desaparecer antes de que pudieran obligarle a trabajar para unos fines indeseables.

Esta hipótesis puede ser tanto verdad como engañosa, pero de cualquier forma ofrece una posibilidad de aclarar las causas de la desaparición del físico nuclear más importante del siglo XX.