viernes, 27 de enero de 2017

¿QUÉ SE PERDIÓ EN ALEJANDRÍA?



En un programa de radio de hace ya varios años, el locutor le preguntó a un invitado por qué se añoran tanto los conocimientos perdidos en la Biblioteca de Alejandría, a lo que el invitado respondió que, precisamente por eso: porque se han perdido.
Y se ha perdido para siempre, sin posibilidad alguna de recuperarlo, el noventa y cinco por ciento de los escritos, códices, grabados y demás documentos que en aquella época ya tenían tres mil años de antigüedad.
Es decir, apenas se conserva un cinco por ciento del saber acumulado en aquella Biblioteca, una cantidad completamente irrisoria y que, no obstante, da buena muestra de los conocimientos que se llegaron a poseer.
Por fortuna, sí que se han conservado, porque nunca estuvieron en aquella Biblioteca, las múltiples crónicas que escribieron los hombres de ciencias, geógrafos, historiadores y eruditos en general, que estudiaron y trabajaron en aquella famosa cantera del saber y de la investigación.
Por eso han llegado hasta nosotros referencias a tratados sobre materias tan diversas, que de haberse conservado, la visión del mundo, de la historia, de la civilización, de la ciencia, tendría que ser forzosamente revisada. Un claro ejemplo es la obra de Beroso el Caldeo, un sacerdote babilónico de principios del siglo III antes de nuestra Era, que es famoso por haber escrito una obra llamada “Babiloniaka”, una Historia de Babilonia, escrita en tres libros y en lengua griega, que no era su legua madre y en la que, al parecer, no era muy versado.
Beroso era el sacerdote principal del templo del dios supremo Marduk , lo que le daba acceso a los archivos restringidos que en abundancia contenía aquel culto.
Habría sido un erudito en varias ramas del saber como la astronomía y la astrología, ciencias que cultivó y que se sabe por referencias a obras suyas que han hecho otros hombres ilustres, como el historiador Flavio Josefo, que narra que en los tratados de Beroso se hablaba de un extraño ser, mitad hombre, mitad pez, que instruye a los primeros pobladores de Mesopotamia sobre las formas en que se han de hacer las cosas.
También dejó una lista de reyes anteriores al diluvio que los historiadores modernos consideran como mitológica, pero que a Josefo le parecía más que verdadera.
Además, se perdieron con aquella Biblioteca, los escritos del mayor inventor de la antigüedad: Herón de Alejandría, un personaje abandonado en la historia al que nunca se le ha dado el trato que realmente se merece.
Hoy se considera que Herón era un ingeniero y un matemático, apasionado por la mecánica que descubrió, sin saberlo, el principio de “acción reacción” y eso, muchos siglos antes de que Isaac Newton formulara, en 1687, las tres leyes que le hicieron famoso, la tercera de las cuales dice que toda fuerza aplicada a un punto de un cuerpo, crea una reacción de la misma magnitud, pero de sentido contrario.
Eso es lo que descubrió Herón con una simple máquina de vapor que consistía en una esfera sujetada por un eje central y en la que se habían colocado en su parte superior un codo hueco y en la inferior otro igual, pero con la salida en dirección contraria. La esfera llena de agua era calentada y cuando el vapor comenzaba a salir, la esfera giraba sin parar.

La máquina de Herón, conocida como “Eolípila”

También estudió el comportamiento de los líquidos y de la presión del aire, inventando un artilugio conocido como “La fuente de Herón” que aún se enseña en clases de física.
Pero quizás en lo que este inventor avanzara más, con respecto a su tiempo, es con un texto titulado “Los autómatas”, considerado actualmente como el primer tratado sobre robótica, aunque solamente nos han llegado referencias.
También habló de la forma de propagarse la luz, de cuya naturaleza no se tenía ni idea, construyó lo que hoy podría ser un teodolito, para mediciones terrestres y desarrolló la famosa Formula de Herón, por la que se conoce la relación que existe entre los lados de un triángulo y su área.
Otra de las obras de gran trascendencia que desapareció con los repetidos incendios fue un escrito del primer encargado de la Biblioteca, Demetrio de Falera, que se titulaba “Sobre el haz de luz en el cielo”, que nos ha llegado referido y que se puede considerar como la primera descripción del fenómeno ovni.
Algo más de suerte hubo con la obra histórica de Manetón, de la que se han conservado fragmentos y muchas referencias de otros historiadores, principalmente de Flavio Josefo, al que ya se ha mencionado con anterioridad.
Manetón fue posiblemente el sumo sacerdote del poderoso dios Ra, en su templo de Heliópolis y toda una autoridad en el culto de la diosa Serapis. Escribió siempre en griego, cosa común en la clase culta egipcia desde la llegada al poder de los Ptolomeos y, de su extensa producción literaria, destaca la Historia de Egipto, que estaría contenida en tres volúmenes y comprendía toda la cronología de las diferentes dinastías que se fueron sentando en el trono egipcio, así como los principales acontecimientos acaecidos en cada una de ellas, hasta la invasión y conquista de Alejandro Magno.
Fue él, precisamente, el que acuñó el termino dinastía, para encuadrar a las distintas familias de faraones y desde entonces se ha venido utilizando, no conociéndose otra manera para esa clasificación. La moderna egiptología acepta sin reservas esta larguísima sucesión cronológica, en la parte que se conoce.
Pero, indudablemente, el mayor daño, lo hizo Diocleciano que en su afán de arrancar de cuajo la identidad de todo un país que había sido el más culto y floreciente hasta Grecia y Roma, mandó quemar absolutamente todo el contenido de las salas que estaban dedicadas a Egipto.
Allí se perdió una parte importantísima de su historia y de su cultura, ya que posiblemente hubiéramos podido saber cómo y para qué se construyeron las pirámides, de dónde procedían sus conocimientos de astronomía, matemáticas, etc.
También se arrasó con todo el material relativo a ciencias herméticas, esoterismo y alquimia, con la idea de que si a través de esos conocimientos, los egipcios eran capaces de fabricar oro, no lo pudieran usar en su provecho para ir contra el imperio romano.
En el mundo ha habido muchas otras bibliotecas, así como colecciones de libros que han terminado en la hoguera y para eso basta solo recordar a la Inquisición, pero un saber tan antiguo como el que se acumuló en Alejandría, no ha existido en ninguna otra.
Una cosa llama poderosamente la atención y es que el pueblo egipcio no se benefició en nada de toda aquella fuente de conocimientos. Ni siquiera inventos como la máquina de vapor de Herón tuvo un empleo útil y solamente sirvió como juguete para los niños.
La única explicación encontrada es que el pueblo egipcio estaba formado por un escaso número de habitantes, gente privilegiada y millones de esclavos, que eran los que realizaban todas las tareas, por lo que no existía preocupación alguna por aligerar los trabajos de estos.
Lamentablemente solo tenemos las referencias que, sorprendidos investigadores que llegaron hasta allí con el afán de estudiar y aprender, encontraron en las obras contenidas entre aquellas sabias paredes y las reflejaron en sus escritos.
Entre las cosas  más sorprendentes que nos han llegado recogidas por los sabios y estudiosos que allí trabajaron, es que en los años en que la Biblioteca estuvo activa y en todo su esplendor, existía la creencia entre los estudiosos que consumieron sus vidas en sus múltiples salas, de que allí había descripciones de objetos, procedimientos, fenómenos, tecnología y conocimientos, que procedentes de tiempos perdidos en la memoria, habían sido manejado por civilizaciones anteriores y que ellos eran incapaces de comprender y mucho menos, poner en práctica.

Eso da idea del enorme despiste en el que se mueve esta civilización que cree saberlo todo y que, de manera innegable, ha conseguido logros que quizás jamás se hayan alcanzado en este planeta llamado Tierra, pero que, sin lugar a dudas, ha habido otras civilizaciones muy anteriores a la nuestra que han estado muy cerca.

viernes, 20 de enero de 2017

LA QUEMA DEL SABER




En una sociedad ficticia un bombero se dedica, por orden del gobierno, a la quema de libros. Esa es la base argumental de una magnífica novela, que fue llevada al cine con notable éxito y que se llama Fahrenheit 451.
La cifra de ese título hace alusión a la temperatura, en grados de esa escala, a la que arde el papel.
La inclinación de todos los regímenes totalitarios a quemar las fuentes del saber es tan antigua como la misma Humanidad, por eso no sorprende nada que desde que entramos en la historia, que es precisamente el momento en que se empiezan a recoger por escrito los acontecimientos que se van sucediendo, hayan sido muchas las veces que los gobernantes, o simplemente, los poderosos, hayan querido anular todo vestigio de aquello que no les convenía; y eso se ha hecho precisamente quemando libros, es más, quemando incluso bibliotecas enteras.
La primera noticia de la quema de una biblioteca se remonta a los últimos años del siglo segundo antes de nuestra era. Reinaba en China la dinastía Ts’in, cuyo primer emperador, Shi-Hoang-Ti, había sido el unificador del país, un hecho muy meritorio, pero que empañó, también de manera notable, cuando mando quemar todas las obras clásicas de las escuelas del pensamiento chino, excepto la que reflejaba su manera de ser y pensar o que elogiara a su dinastía. Una forma de imponer el pensamiento único, pero llevado mucho más allá, porque también ordenó que más de cuatrocientos cincuenta intelectuales, no afectos a su pensamiento, fueran enterrados vivos.
Pero habiendo sido una tragedia, la pérdida del pensamiento chino, mucho más desolador fueron los diferentes incendios por los que pasó la biblioteca más famosa de la antigüedad, la de Alejandría.
Esta ciudad, situada en el actual Egipto, fue fundada por Alejandro Magno en el delta del río Nilo. Su diseño y construcción fue encomendada a un arquitecto griego que dibujó una ciudad de perfectas cuadrículas, como un damero, cuyas calles seguían la dirección del mar y la entrada de los vientos, lo que le permitía ser una ciudad relativamente fresca, aun cuando su clima es tórrido.

Plano de la antigua Alejandría

Pronto se convirtió en una gran ciudad a la que, los Ptolomeos, dinastía reinante en Egipto desde el reparto del imperio a la muerte del conquistador, prestaron gran atención, construyendo magníficos edificios: palacio, teatro, gimnasio, puertos y entre ellos, el famoso faro, una de las siete maravillas de la antigüedad; pero sobre todo destacó la Biblioteca, la más amplia y famosa del mundo conocido.
En realidad, la Biblioteca de Alejandría, eran dos piezas: el Museo, dedicado a las musas, de ahí su nombre y la Biblioteca, en donde a partir de su construcción, se empiezan a almacenar documentos procedentes de todas partes del mundo.
A aquella biblioteca van a parar todos los volúmenes procedentes de la destruida Cartago y se va incrementando cada día gracias a su primer encargado, Demetrio Falero, un ateniense destacado en su tiempo, pero cuya figura ha pasado muy desapercibida. Falero fue discípulo de Aristóteles y destacó como poeta, escritor, orador, político y llegó a ser el líder de Atenas durante diez años.
Hay que considerar que el concepto que hoy manejamos en relación a la palabra libro, o volumen, no se corresponde con la época a la que nos referimos, pues entonces no se encuadernaba, se escribía sobre tablillas, arcilla, papiro, tela, pergamino y cualquier otro material capaz de soportar la escritura, por eso no es de extrañar que en la biblioteca llegasen a reunir casi un millón de, llamémosles, documentos.
Todas las bibliotecas representan un gravísimo peligro de incendio, ya que el material que contienen suele ser muy inflamable, pero aquella lo era doblemente, pues el papiro, la tela o las tablillas son mejor combustible que el papel.
Pero además, parece que una especie de maldición cayó sobre aquel centro del conocimiento y no fue una vez, como se suele creer, las veces que ardió, sino varias.
Y no todas fueron intencionadas, con el afán destructivo de quemar el saber, no.

Grabado del incendio de Alejandría

Aunque siempre se pensó que Julio César la mandó quemar, parece que en realidad fue consecuencia de un accidente. Un accidente que provocó, en el año 47 antes de nuestra era, el incendio, esta vez sí intencionado, de la flota de César, amarrada al puerto de Alejandría, que una vez incendiada fue lanzada contra la de su enemigo, Potino.
Parece ser que la configuración cuadricular de la ciudad y la entrada por sus calles del viento procedente del puerto, extendieron el incendio de las naves hasta las primeras casas y desde ahí pasó a unos almacenes que la Biblioteca tenía en el propio puerto, en donde ardieron unos cuarenta mil ejemplares.
Por tanto, no habría sido responsabilidad de César, como se le ha atribuido, el incendio de la Biblioteca y quizás ésta, en cuanto a edificio, ni siquiera fue alcanzada por las llamas.
La cantidad de material perdido no es mucho, comparado con el total y además, se siguió incrementando gracias a una curiosidad digna de resaltar. Cualquier barco que arribara al puerto era registrado y requisados todos los libros que tuviera a bordo, los cuales eran estudiados y en caso de interés, copiados para la Biblioteca y devueltos a sus propietarios.
Desde los siglos II al IV, de esta era, padeció la llamada Guerra Bucólica, el caprichoso saqueo de Caracalla y, sobre todo, la conquista de la ciudad por Zenobia, la reina de Palmira, aunque todavía hubo mucho más daño en la reconquista de la ciudad, por parte del emperador Diocleciano, el cual arrasó a conciencia la zona conocida como el “Bruchión”, en donde se encontraban el Museo y la Biblioteca.
En este caso sí que hubo intencionalidad y además doble, pues aparte de querer destruir toda la historia de Egipto, en especial desde la llegada de los Ptolomeos, Diocleciano tuvo mucho empeño en destruir todos los libros de magia, alquimia y otras ciencias con las que, supuestamente, los egipcios pudieran hacerse ricos, levantar un ejército y presentar nuevamente cara a Roma.
Por si de todo aquel desastre hubiera quedado algún resto aprovechable, entre los años 320 y 1303, Alejandría fue sacudida por veintitrés terremotos, el más intenso de todos el de 21 de agosto de 365, el cual acarreó más de cincuenta mil muertes y hundió bajo el mar más de la quinta parte de la ciudad, incluyendo la zona del Bruchión, donde estaba la Biblioteca.
Pero la capacidad de regeneración de la cultura, no tiene límites y el germen de una sociedad avanzada, con pensamiento propio y afán de superación, siguió presente en aquella ciudad que, de alguna manera parecía maldita y lo sería aún más cuando en 391, el patriarca Teófilo destruyó el Serapeum, monumental templo dedicado a la diosa Serapis, para construir un templo cristiano, creando un clima anticatólico que culmina con el asesinato de Hipatia, una de las mentes más preclaras de su tiempo, en 412.
Este luctuoso suceso, otra forma de quemar el saber, marcó el fin de las enseñanzas neoplatónicas: filosofía, astronomía, astrología alquimia, física, música, matemáticas…
En los últimos años, se viene hablando mucho de una biblioteca extraordinaria, que no fue pasto de las llamas, sino que fue ocultada por su propietario, para preservarla de sus enemigos.
Se trata de la misteriosa biblioteca de Iván IV de Rusia, apodado El Terrible, por la extrema crueldad que demostró a lo largo de su reinado.
Era nieto de Iván III, apodado El Grande, que se casó con la sobrina de Constantino XI, último emperador de Bizancio, Sofía Peleóloga y recibió en dote una parte muy importante de la biblioteca de Constantinopla, seguramente porque su tío temiera que pudiese caer en manos inadecuadas. Esta biblioteca de Constantinopla era una de las más importantes de su época y hay quien dice que se había formado con fondos rescatados de la de Alejandría, cosa que es muy probable  porque cuando Teodosio divide el imperio romano en dos, Egipto queda bajo la égida de Bizancio.
Se dice que más de ochocientos volúmenes viajaron a Moscú con la princesa y a los que había que añadir, además de su valor documental y pedagógico, que tenían joyas incrustadas, tapas de oro y muchas otras filigranas orfebres. Esto debía ser verdad, porque cuando los otomanos tomaron Bizancio, arrasaron con la biblioteca, extrajeron todas las joyas que adornaban los libros y quemaron el resto.
El fin de aquella magnífica biblioteca es un misterio y según la leyenda, el zar Terrible quiso preservarla y la escondió en la inextricable red de túneles que horadan la tierra bajo el palacio del Kremlin.
Unas pocas personas conocían la ubicación de aquella joya y todos fueron asesinados hasta que solamente Iván conocía el destino de sus libros. Pero el zar muere inesperadamente cuando jugaba una partida de ajedrez y se llevó con él su secreto.
Durante años, siglos, tal vez, se ha buscado en los túneles de Moscú. Primero ilegalmente, contra la decisión de los zares y luego con la llegada del bolcheviquismo, con la autorización de Stalin, pero nunca se ha encontrado ni rastro.
Ahora se piensa hacer prospecciones, vía satélite, usando scanners y otros adelantos geodésicos de última generación.
Lo cierto es que todo el saber acumulado en la antigüedad y de alguna manera, reunido en aquella magnífica biblioteca, se ha perdido, quizás para siempre y teniendo en cuenta que los ochocientos volúmenes que marcharon a Rusia, serían mucho más del doble de todos los volúmenes que hoy se conocen sobre las culturas mesopotámicas, egipcias y griegas, su hallazgo supondría un avance del conocimiento difícil de valorar.

 De lo que se perdió en la Biblioteca de Alejandría se trata en el siguiente artículo.

viernes, 13 de enero de 2017

"FURIOSO"




Hace ya unas semanas que venía preparando un artículo sobre un personaje de la historia, un italiano, casi completamente desconocido, que jugó un papel importante en la independencia de los Estados Unidos. Posteriormente, el periódico La Razón, publicó un artículo sobre ese mismo personaje lo que me hizo plantearme que ya no debería escribir aquella historia; pero repasando los datos que había acumulado, comprendí que podría darle un tinte diferente y eso me animó a seguir con mi idea.
Entre los años 1774 y 1776, el Boletín Oficial de Virginia publicó varios artículos que iban dirigidos contra el dominio británico en las colonias de América.
Aquellos artículos estaban firmados con un pseudónimo: “Furioso”, una especie de “indignado” de hace más de dos siglos.
Muy pocas personas sabían quien era aquel personaje que se escondía tras un nombre tan llamativo como agresivo, pero entre ese escaso círculo se encontraba Thomas Jefferson, el redactor e inspirador de la Declaración de Independencia de los Estados Unidos y considerado uno de los padres fundadores de la nación, una lista ciertamente larga, pero en la que Jefferson ocupaba un lugar preeminente.
Años más tarde, Jefferson, fue elegido tercer presidente de los Estados Unidos y durante su mandato se gestó la guerra contra Gran Bretaña de 1812, aprovechando, hábilmente, que el Reino Unido tenía que hacer un gran esfuerzo para detener a Napoleón, que se estaba adueñando de toda Europa.
Jefferson sabía quien se escondía tras aquel pseudónimo, es más, era un buen amigo suyo y él mismo, traducía al inglés los artículos, inicialmente escritos en italiano y en los que se decían cosas como que todos los hombres eran, por naturaleza, igualmente libres e independientes.

Oleo de la Declaración de Independencia, con Jefferson en el centro

Aquel pensamiento se plasmó en el Acta de Declaración de Independencia que se firmó en Filadelfia el cuatro de julio de 1776 y que dice: que todos los hombres son creados iguales; que son dotados por su creador de ciertos derechos inalienables; que entre estos están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad…”
Jefferson, John Adams o Benjamin Franklin, considerados los padres de aquella Declaración, no tuvieron inconveniente alguno en suscribir el pensamiento de un italiano.
Es de todos conocido que América debe, a personajes italianos, desde su descubrimiento, hasta su propio nombre, pero que en la redacción del Acta fundacional de los Estados Unidos, hubiera influido otro italiano que, además, resulta totalmente desconocido, ya es más extraño.
¿Quién era este personaje y qué hacía en Virginia?
Hay que ahondar un poco en la historia y en archivos para conocer que se llamaba Filippo Mazzei y que había nacido el veinticinco de diciembre de 1730 en La Toscana, hijo de un matrimonio de terratenientes acomodados, lo que le permitió una exquisita educación que completó con estudios de medicina en Florencia.
Acabada la carrera, trabajó como médico en diversas ciudades italianas, trasladándose después a Turquía, donde ejerció en Esmirna y Constantinopla.
Quizás desencantado de la medicina que, en aquella época, bien poco conseguía en su lucha contra las enfermedades, con menos de treinta años, se trasladó a Inglaterra, con la intención de introducir en aquel país los productos que su familia producía en Toscana: vino, quesos, aceite de oliva.
Seguramente apadrinado por el VIII Gran Duque de Toscana, Francisco de Lorena, llegó a crear una sociedad exportadora que muy pronto amplió sus horizontes con toda clase de productos innovadores que por el mundo se iban inventando. En esa actividad, se desplazó a los Colonias americanas con el fin de investigar sobre unas estufas, invención del sabio americano Benjamín Franklin, que estaban causando revuelo.
Eran las actualmente conocidas como “Estufas Salamandra”, el primer sistema moderno de calefacción que aprovecha el calor muchísimo más que el hogar, o chimenea tradicional.
En las Colonias, Mazzei compró diez estufas que trasladó a Inglaterra y en donde fueron un éxito rotundo por lo económicas que resultaban, a la vez que proporcionaban un enorme confort en los hogares.
Pero aquel viaje a las tierras americanas tuvo otra consecuencia añadida, además de iniciar la importación de las estufas y es que le permitió conocer, no solamente a Franklin, un científico e inventor de talla mundial, sino a muchos otros personajes importantes del momento como Adams o Jefferson, los cuales, apreciando el talento del joven italiano, así como las enormes inquietudes que poseía, le convencieron para crear una nueva empresa, esta vez colonial, para fomentar la vid, el olivo, la fruta mediterránea, la producción de quesos y, sobre todo, la introducción del gusano de seda, que en Europa estaba haciendo furor.
Quien desee profundizar sobre la cría del gusano de seda, puede consultar mi artículo sobre el tema en este enlace:
Fue Jefferson quien convenció a Mazzei para que comprara unos terrenos adyacentes a la finca de su propiedad, que se llamaba Monticello. Nació así una amistad que perduró más de cuarenta años.
Puso a su nueva finca el nombre de “Colle” –La Colina- y en ella vivió con su familia y algunos amigos italianos, a los que se trajo para que colaboraran en las tareas de implantación de los nuevos productos. Entre estos se encontraba su paisano Carlo Bellini, hombre de ideas liberales que tuvo que exilarse de La Toscana, viviendo en París y Londres, donde ambos se conocieron.
Otra de las innovaciones que Mazzei introdujo en las Américas, fue la figura del sastre, tal como ya se conocía en Londres, donde la profesión gozaba de un gran predicamento, aunque todavía eran más las mujeres que los hombres, las que se dedicaban a la labor.
No dudó Mazzei en intervenir con las armas, frente a las tropas británicas que trataban de sofocar la revolución de las colonias, aunque hacia 1778, su amigo Jefferson y los otros padres de la patria, decidieron que Filippo sería mucho más útil como “embajador” del nuevo estado de Virginia ante Europa, a donde fue enviado con el fin de conseguir financiación para la guerra, que se preveía larga y costosa.
Tras muchas vicisitudes, entre las que fue secuestrado en alta mar por piratas, Filippo consiguió llegar hasta Irlanda, desde donde escapó a Francia y posteriormente llegó a La Toscana, en donde solicitó la ayuda del Gran Duque para comprar bienes y armas, a la vez que daba a conocer la situación en el nuevo continente.
En 1783, Mazzei volvió a Virginia, en donde permaneció dos años, regresando a Europa para no volver. Pero dejó allí a su familia y en 1788 falleció su esposa, Mary Marti, que fue enterrada en el camposanto de la finca de Jefferson.
Desde Italia, siguió trabajando para la causa americana y ya contrataba arquitectos para construir edificios en la nueva capital de los Estados, Washington, como enviaba artesanos especializados en materias que en el nuevo país interesaban.
En 1788 hizo su gran contribución a la causa americana publicando un tratado sobre la historia y la política en los Estados Unidos de América del Norte, en el que describe concienzudamente desde el germen de la revolución, hasta la independencia de las primeras trece colonias y el desarrollo del gobierno de lo que empezaba a ser una nación.
Aquel libro, de cuatro tomos, se hizo muy popular en Europa y muchos dignatarios quisieron conocer a su autor, entre ellos el rey Estanislao de Polonia, país en el que estuvo algún tiempo como amigo y consejero del rey, ayudando a redactar su constitución.
En 1792 regresó a Pisa y se casó nuevamente, llegando con más de sesenta años a tener una hija, Elizabetta. En la bella ciudad italiana, Filipp olvidó su vida pasada y adoptó una forma de pasar el tiempo, más acorde con su ya avanzada edad. En aquel tiempo se dedicaba a cultivar su huerto, siendo conocido desde entonces como “Pippo el Hortelano”.
Murió en 1816, sin que volviera a sus queridas colonias americanas, cuando contaba ochenta y seis años.
Varios presidentes norteamericanos han señalado y recordado la contribución de Mazzei a la formación de los Estados Unidos, entre ellos Franklin Delano Roosevelt y más recientemente John F. Kennedy, en su libro Una nación de inmigrantes.
Quizás, de la lectura de este artículo, se pueda pensar que el tema no es de excepción; que la contribución de aquel italiano, a la carta fundacional de los Estados Unidos, no es cosa de importancia y que esa carta contiene muchísimas otras declaraciones que empañan las aportadas por Mazzei. Es cierto, pero hay que pensar en el lugar y en el momento y ahí es cuando se produce la tremenda novedad: una persona que habla de que un pueblo tiene derecho a la libertad, porque todos hemos nacidos iguales, pero es que además, todos tenemos derecho a ser felices, lo que entraña no insignificante reto.

Creo no haber seguido la línea del periódico que arriba mencionaba, nada más que en los hechos trascendentales y contrastados y haber introducido vértices nuevos en la apasionante vida de este librepensador, norteamericano de adopción, pero italiano de nacimiento.