viernes, 28 de septiembre de 2018

LA "GENERALA MULATONA"




Últimamente encuentro una gran satisfacción leyendo sobre la historia de España en el siglo XIX y me aficioné porque hace unos tres años, un familiar me comentó que se acababa de leer los Episodios Nacionales completos, momento en el que yo, en mi fuero interno sentí una especie de envidia o de extraña vergüenza, pues solamente me había leído el primero de los libros, el de Trafalgar y eso porque cuando se celebró el segundo aniversario de la batalla se habló tanto del tema que terminé leyendo la novela, que ciertamente me gustó.
Así es que por no ser menos que mi familiar, me dispuse a leerme todos los Episodios y tardé varios meses en acabarlos, pero los leí completos. La obra es ingente y amenísima y sobre todo da una magnífica visión de la historia de España desde la calle, desde la propia sociedad española, sin dogmatizaciones ni conclusiones estereotipadas, contando las cosas como habían sido.
Eso me ha hecho seguir leyendo sobre el siglo XIX y la verdad es que cada vez salgo menos de mi asombro cuando voy enterándome de cosas, hechos, circunstancias que la historia ortodoxa ha pasado de largo y que son, en realidad, los ingredientes más llamativos de esa controvertida historia nuestra.
Ese es el caso que me gustaría relatar y que dice mucho del carácter español.
La reina Isabel II fue coronada por una cabezonería de su padre, Fernando VII, que en su lecho de muerte derogó la Ley Sálica, cuyo verdadero nombre era Reglamento de Sucesión de 1713 y promulgó la Pragmática Sanción que permitía reinar a las mujeres. La infanta tenía tres años, su padre se moría y el gobierno iba a quedar en manos de los validos de su madre la reina María Cristina.
En vez de eso, tendría que haber dejado que su hermano Carlos María Isidro, ocupase el trono, porque era a quien le hubiera pertenecido. Eso nos metió en una guerra fratricida que tuvo varios episodios y que inició un germen que se haría crónico: el de las dos Españas. Desde entonces se radicalizan liberales y absolutistas, carlistas e isabelinos, monárquicos y republicanos, rojos y azules…
Cuando la reina tenía trece años, el gobierno decretó su mayoría de edad y tres años más tarde se emplazaron para casarla adecuadamente. Y por presiones internacionales y de orden interior, la casaron con su primo hermano por parte de padre y madre, Francisco de Asís, al que el pueblo bautizó con el nombre de “Paquita”, dado su pronunciado carácter homosexual.
Según parece, la noche de boda no hubo consumación del matrimonio y que se sepa, jamás se consumó, pero la reina tuvo hasta doce embarazos, desde 1849, cuando tenía diecinueve años y parió un varón que nació muerto, hasta 1866 en el que tuvo a otro varón que falleció a las pocas semanas.
Si hacemos caso al eminente doctor Marañón, ninguno de esos doce embarazos pudo ser obra de su esposo que además de homosexual padecía disfunción eréctil severa e incluso micropene, con lo que era imposible no ya dejar embarazada a la soberana, sino consumar el matrimonio.
Pero la reina era “borbona”, lo cual quiere decir que era de temperamento ardiente y aunque por su físico, según vemos en algunas fotografías, no era una mujer muy atractiva, ni tan siquiera apetecible, es indudable que el morbo masculino de acostarse con la reina, podía hacer que ese escollo se resolviera favorablemente y así, por la cama y la entrepierna de la soberana pasaron numerosos amantes, uno de los cuales, el capitán Puigmoltó, es considerado por muchos como el padre del futuro rey Alfonso XII.
Quizás en esto la reina salía a su madre que a los dos meses de quedar viuda ya tenía un amante, el sargento de la guardia real Fernando Muñoz, con el que tuvo varios hijos.
Políticos y militares afectos a la soberana estaban muy contentos con el reinado de esta, pues fue una época en que el Parlamento tuvo mucho poder, ya que la reina, incapaz de pensar en otra cosa que en sus amoríos, creyó que era mejor dejar el poder en manos de muchos que no en las de un solo valido, como había sido costumbre.
Pero había un grupo de militares de muy alta graduación que no estaban conforme con el régimen, entre ellos dos de enorme prestigio y trascendencia en la vida de España: Prim y Serrano, al que la reina llamaba “El General Bonito” y que quizás se sentía despechado por la soberana, la cual lo había tenido en su cama y es reconocido como el primer amante oficial de la reina.
Entre estos dos generales, el almirante Topete y el que va a ser protagonista de esta historia, Domingo Dulce, se gestó la famosa Revolución de 1868, conocida como La Gloriosa, que acabó con el reinado de esta ninfómana que tuvo que exilarse con toda la familia.
Domingo Dulce era un brillante general nacido en La Rioja que llegó a ser gobernador militar de Cuba. Muy joven, ingresó en el ejército y participó en la Primera Guerra Carlista a las órdenes del general Espartero, con el que trabaría una gran amistad para toda la vida.

Dagerrotipo del general Domingo Dulce

En el año 1841 estaba destinado en la Guardia Real cuando el asalto de octubre al palacio real por parte de los generales Diego de León y Manuel de la Concha, que pretendieron secuestrar a la reina Isabel II y que lo hubieran conseguido de no ser por la tenaz resistencia del entonces capitán Dulce que defendió el palacio con uñas y dientes. Esta acción le valió el reconocimiento real.
Tuvo luego varios destinos y en 1854 ya era general de caballería con cuatro cruces de la Laureada de San Fernando.
En 1862 le nombraron gobernador de Cuba y allí se desplazó, realizando una labor meritoria y trayéndose para España, al cumplir su mandato, un enorme bagaje político y militar y una espléndida esposa criolla, es decir, una mujer de ascendencia española nacida en las colonias americanas.
Esta mujer se llamaba Elena Martín, condesa viuda de Santovenia y era hija de un riquísimo industrial azucarero que aportó al matrimonio una fortuna increíble.
Aun viuda y ya no muy joven, esta mujer era de una extraordinaria belleza, tanto que llamaba la atención en todos los círculos que frecuentaba y no hace extraño que el gobernador Dulce, se fijara en ella y la criolla, en el apuesto gobernador que además era soltero.
Terminado el mandato, la feliz pareja se vino a Madrid, donde en la corte el general tenía su sitio y así, acompañado de su esposa asistió a una recepción en palacio en donde la reina ninfómana se fijó de inmediato en la exuberante cubana.
No le gustó a su majestad que en la corte hubiera mujeres tan espectaculares, capaces de distraer la atención de los caballeros a los que la reina quería tener monopolizados y por eso bautizó despectivamente a la señora Martín como la “Generala Mulatona”, con el afán de ofender, pues la señora era criolla pero no mulata.
El general Dulce era “afecto al régimen”, es decir, no había caído en la captación que Prim y Serrano trataron de hacerle para que se uniera a la causa rebelde y seguía siendo leal a su soberana, a pesar del apodo con el que llamaba a su querida esposa.
Cierto día se encontraban el general y la bella cubana sentados en las silla que se colocaban en el Paseo del Prado, por donde pasaban los carruajes de la nobleza y los señores poderosos, en un carrusel continuo entre las plazas de Cibeles y Atocha, con el único fin de hacerse ver por el pueblo, cuando el general observó que en una calesa descubierta paseaba la reina con algunas de sus damas.
Al observarla, dijo a su esposa que se levantara para saludar a la soberana a su paso, cosa que hicieron ambos esposos, esperando a que el carruaje llegase a su altura, pero unos metros antes, la reina se volvió de espaldas al matrimonio, fingiendo hablar con una de sus acompañantes y despreciando abiertamente al general y su mujer.
Como es natural, aquel desplante afectó al militar que por su rango y categoría personal se merecía al menos un leve saludo de la reina, pero aún afectó más a su mujer que inmediatamente se puso el traje de Eva en el paraíso y tentó a su marido, increpándole: “Que esperas para unirte al general Prim”.
Y se unió a los rebeldes y poco tiempo después firmó el manifiesto que se conoce como  “España con honra” que supuso un levantamiento militar que terminó con el exilio de la reina en París, a donde se llevó a su querido Puigmoltó y en donde también se instaló su esposo “La Paquita”, aunque ya, sin ningún pudor, en viviendas separadas.
Un simple desprecio de la reina pudo más que toda una vida de fidelidad a la corona.

jueves, 13 de septiembre de 2018

HIJO DE LA TIERRA



Seguimos hablando de hijos bastardos que cuando lo eran de reyes, nobles o altas dignidades civiles, militares o eclesiásticas no estaban tan mal vistos como cuando eran del pueblo llano, muchos de los cuales terminaban en el arroyo o en la inclusa.
El 7 de abril de 1629 nacía en la calle Leganitos de Madrid, un niño al que pusieron por nombre Juan José.
Era hijo de una actriz muy famosa llamada María Calderón, a la que se conocía popularmente como “La Calderona” y de Felipe IV, rey de España.
El niño fue bautizado por un padrino de renombre, todo un caballero de la Orden de Calatrava y con una anotación curiosa en el margen de su hoja de bautismo: “Juan hijo de la tierra”.
El rey se había casado en 1615 con Isabel de Borbón, hija de rey francés Enrique IV, con la que ya tenía cuatro hijas y esperaba, embarazada por quinta vez y esperanzada de que aquello que llevaba en su vientre fuese un niño, un heredero, la estabilidad de un reino.
Mientras, esta “embarazosa” circunstancia era aprovechada por el monarca para echar sus canitas al aire acompañado de su amigo y favorito, el duque de Medina de las Torres, Ramiro de Guzmán.
En una de esas noches de juerga, Ramiro llevó al rey al famoso Corral de la Cruz, en el que actuaba una compañía de cómicos, en su mayoría perteneciente a la misma familia: los Calderones.

Partida de nacimiento de Juan José de Austria

El rey quedó prendado de la belleza de una de las actrices cantantes que se desenvolvía en la escena con un aire natural y sensual a la vez y la que su favorito, terminado el espectáculo, le presentó: La Calderona, a la cual conocía muy bien, como a toda la familia, pues aquella exuberante mujer era amante suya de tiempo atrás y toda la familia vivía beneficiada del apoyo que el duque les prestaba por “beneficiarse” a su vez a aquella prenda.
Muy a su pesar y visto el interés del rey por la guapa, el duque no dudó en hacerse a un lado y dejar al monarca vía libre hasta el lecho de aquella espléndida mujer.
Rápidamente se corrió la voz de que el rey tenía una nueva amante, cosa que era normal en la época e incluso consentida por las esposas en la realeza y la nobleza, pero en aquel caso la Calderona era tan espectacular que la reina no conseguía tragar aquel sapo y así, cierto día que se celebraba un espectáculo taurino en la Plaza Mayor de Madrid al que asistían los reyes y también la Calderona, la reina ordenó a su guardia que expulsaran a aquella mujer de la Plaza. La reacción del rey no se hizo rogar pues a los pocos días dispuso la reserva de un balcón de la plaza para su amante, al que llamó “Balcón de Marizápalos” en honor de un baile muy especial que ejecutaba su amante, balcón que aun conserva ese nombre.
Juana Calderón quedó prontamente embarazada y fruto de aquella unión fue el Hijo de la Tierra al que antes hemos aludido. Pero las malas lenguas decían que el duque Ramiro se seguía viendo con la actriz y que el hijo que engendraba era de él y no del rey, aunque para el caso es lo mismo, porque nada más nacer y bautizarlo, el pequeño fue entregado a un ama de cría que se trasladó con el recién nacido a León, donde permaneció varios años, hasta la muerte de su nodriza que había actuado como madre y así se lo reconocía el pequeño. A partir de esa orfandad ficticia el pequeño fue trasladado a Ocaña, donde empezó a recibir una esmerada educación, nombrándosele un ayo y dos preceptores que dirigieron su instrucción.
Tan buena disposición mostraba el adolescente que no faltó quien reviviera las circunstancias de su nacimiento y encontrara en él más a un hijo del duque Ramiro que al del propio rey, persona que no destacaba precisamente por galanura ni su agudeza intelectual.
Un escrito de la época describe así al joven: “En las facciones del cuerpo, como en las habilidades e inclinaciones del ánimo, salió este niño una vivísima imagen de don Ramiro de Guzmán, semejanza que se ha ido recogiendo más claramente al paso que ha ido adelantándose en la edad, el talle, el semblante, el pelo, la voz, la lascivia, la ambición, la venganza, el fausto, la fantasía, la ineficacia y las facciones se ven, tan correspondidas en uno y otro, como la copia corresponde al original”.
Sin duda un mal amigo, pues por lo que escribe parece conocer muy bien al muchacho y a su supuesto padre, lo que hace pensar se tratase de una persona próxima al entorno.
La reina había dado a luz un hijo varón, el príncipe Baltasar Carlos, unos meses después del nacimiento del bastardo, por lo que la corona de España estaba asegurada, pero eran tiempos muy difíciles y pocos infantes llegaban a la edad adulta.
Así, en 1646, con diecisiete años y cuando iba a asistir con su padre a unos funerales en Zaragoza por la muerte de su madre, ocurrida dos años antes, se sintió indispuesto y tuvo que guardar cama. Pocos días después moría víctima de la viruela, una enfermedad terrible en aquellos tiempos.
La situación se tornó caótica, pues había muerto el heredero de la corona que quedaba desierta, con un rey viudo al que quedaba solamente una hija de las tres que había tenido.
Tal fue la desesperación de toda la corte que incluso se pensó como sucesor en el bastardo Juan José de Austria, el cual, en 1642 había sido reconocido por el rey como hijo natural suyo.
Como era costumbre que ya se mencionó en el anterior artículo, el rey quiso disponer que su hijo ocupase altas dignidades eclesiásticas y le nombró Gran Prior de la Orden de Malta, pero ya los tiempos no eran como un par de siglos antes que el rey hacía lo que le venía en gana y en este caso, el infante Juan José no podía profesar por no tener edad suficiente, que cumplió en 1645, a los dieciséis años.
Un año después moría su hermanastro y se convulsionaba la corte.
Rápidamente se buscó una nueva esposa para Felipe IV, al que casaron con su sobrina Mariana de Austria. El rey tenía cuarenta y cuatro años y la reina quince. Muy apropiado, cuando además la joven era su sobrina carnal, hija de su hermana.
Hasta qué extremos llegaba la estupidez humana que rodeaba a la realeza, es difícil de comprender, porque aun no existiendo constancia médica o científica de la forma en la que la descendencia se iba degradando conforme aumentaba la consanguineidad de los matrimonios, era bien visible que los bastardos parecían personas más normales, más fuertes e inteligentes que los hijos habidos en los endogámicos matrimonios reales.

 
Hijos de un mismo padre. La diferencia es sensible

Pero en este caso la diferencia sería palmaria. Llegaría al extremo de acabar con una dinastía, porque en el matrimonio de Felipe y Mariana nacieron varios vástagos, de los que solo sobrevivieron dos, una niña llamada María Teresa, feísima como su hermano que llegaría a ser emperatriz y un niño, Carlos II de España.
El infante Juan José, a pesar de sus cargos religiosos, igual que otros infantes bastardos, empezó a destacar en terrenos militar y político. Aquí aprovechaba el buen sabor que su antecesor, el hermanastro de Felipe II, don Juan de Austria, había dejado en la historia de España.
En este caso, la contribución del infante a nuestra historia no fue menor, si bien no del renombre de haber sido vencedor de Lepanto, pero este Hijo de la Tierra desarrolló sus labores en todo el reino de Nápoles, al que apaciguó tras unas graves revueltas debidas a unos impuestos inadecuados; fue virrey de Sicilia y participó muy activamente en la guerra en Cataluña, consiguiendo la capitulación de Barcelona, donde ocupó también el cargo de virrey; más tarde fue gobernador en los Países Bajos y por último capitán general del ejército que trató infructuosamente de conquistar Portugal.
Como se ve por su trayectoria, fue un hombre activo y eficaz, muy alejado de lo que era su hermanastro Carlos, el tristemente nombrado como “El Hechizado”, que tras su muerte sin descendencia y un reinado francamente sombrío, dio paso a una nueva dinastía, la borbónica, a una Guerra de Sucesión y a una convulsión social y política en todo el país.
La desgracia de Juan José y con ella la de nuestro país, fue haber fallecido un año antes que su hermanastro, pues de haberle sobrevivido, los destinos de España hubieran sido posiblemente otros quizás mejores, quién sabe.

viernes, 7 de septiembre de 2018

MI PADRE ES ARZOBISPO




La Reina Católica, Isabel I de Castilla, se agarró un “mosqueo” fenomenal cuando su marido, el también Rey Católico Fernando II de Aragón, se tomó unas vacaciones para ir a visitar a su hijo Alonso a Zaragoza.
Esta reina lista, ambiciosa, hipócrita y bastante poco amante de la higiene, con una sonrisa en su cara angelical, llamaba a los dos hijos del Cardenal Cisneros los “bellos pecados del Cardenal” y se quedaba tan tranquila. Ella tan católica y el otro tan cardenal, máximo exponente de la Iglesia en España y el hombre con más poder, después de los reyes, que se saltaba el voto de castidad y se revolcaba por cuantas camas podía, presumiendo de sus inmorales vástagos, aunque seguro que no perdonaría lo mismo para los demás e impondría fuertes penitencias por las faltas de concupiscencia.
Unos eran unos “bellos pecados” a los que no había ninguna necesidad de ocultar, antes al contrario, presumir de ellos, pero su esposo no podía visitar a su hijo, habido con una noble catalano-aragonesa, antes de que se casara con Isabel por cuestiones puramente políticas.
Expliquemos la historia. Tenía Fernando alrededor de diecisiete años cuando conoció a una bella y noble dama llamada Aldonza Roig de Ivorra, natural de Cervera, en la provincia de Lérida e hija de un noble catalán llamado Pedro Roig y su esposa la valenciana Aldonza Ivorra.
Tenía la dama tres años más que el príncipe heredero y era una mujer de enorme belleza, a la que sus padres no pusieron pega alguna para que frecuentara la amistad del heredero, con el que en 1470 tuvo un hijo al que pusieron por nombre Alonso y que fue reconocido por su padre, que en ese momento ya se había casado con Isabel.
Dicen las crónicas que Aldonza amaba tanto a Fernando que, vestida de hombre, le acompañaba a todas partes.
Era entonces rey de Aragón Juan II, el cual reconoció también a su nieto e hizo que la madre y el pequeño se trasladasen a Zaragoza para poder atenderlos mejor.
Es posible que Fernando hubiese seguido unido sentimentalmente a Aldonza de haberlo permitido las circunstancias, pero en éstas se cruzó la posibilidad de unir las dos coronas más importantes de España bajo un mismo cetro y Fernando cumplió su deber como futuro monarca, casándose con la futura reina Isabel, de la que era primo.
En ese momento la corte castellana vivía la controversia creada a partir de la aparición en escena de Juana “la Beltraneja”, lo que llevó a los novios a casarse medio a hurtadillas en Valladolid y según cuentan algunas fuentes, después de haber consumado el matrimonio antes de celebrarlo, pues parece que el flechazo surgió entre ambos de manera tan espontánea y efervescente que no pudieron esperar a la solemnidad del desposorio para entregarse el uno al otro.
Alonso creció en la corte y cuando solamente tenía cinco años, su abuelo, el rey más poderoso del Mediterráneo, lo propuso para que fuera nombrado ¡arzobispo de Zaragoza!
Había fallecido el arzobispo Juan de Aragón, hijo natural de Juan II y aprovechó el monarca, al que le gustaba copar los altos cargos de la curia eclesiástica con sus descendientes bastardos, para proponer al nieto, pero el papa no se lo admitió y nombró a Ausias Despuig, un cardenal y político con mucho predicamento en Roma, en donde llegó a ser Camarlengo del Vaticano, una cosa así como el segundo de a bordo.
Pero el rey no estaba dispuesto a ponerle las cosas fáciles al que había quitado el sillón arzobispal a su nieto y dio tanta lata que Ausias presentó la dimisión. Pero no lo hizo con amenazas, coacciones u otras actitudes innobles; sobre todo lo abrumó con cargos, prebendas, promesas, títulos y canonjías a las que Ausias que no era de piedra, cada vez hacía menos ascos, hasta que las aceptó. Un caso insólito y más en aquellos tiempos, siendo el único caso en la historia de un arzobispo dimisionario de la sede zaragozana.

Retrato del arzobispo Alonso de Aragón

Habían pasado casi tres años, estamos en 1479 y el joven Alonso tenía por tanto casi ocho y esta vez el papa no se pudo negar al poderoso rey y el joven fue investido arzobispo, como es natural sin haber sido ordenado sacerdote y por tanto imposibilitado para ocupar una dignidad mayor. Pero eso importaba poco a un rey todopoderoso que dominaba todo el Este español y buena parte de Italia y sus islas.
Como es natural, el niño Alonso no sabía siquiera qué cosa era la vocación religiosa, requisito que parece hoy imprescindible para profesar, pero es que, además, nadie se sintió en la obligación de hacérselo ver y el arzobispo niño que no aparecía por la sede para nada, se interesaba mucho más en cuestiones políticas y militares que las que conducen al reino de los cielos.
Hasta 1501, con treinta y un años y veintidós desde que era arzobispo, no se ordenó sacerdote y cantó lo que fue su primera y última misa, pues no volvió a vestir alba y casulla ni a consagrar el pan y el vino eucarístico.
Un caso inconcebible, pero que sucedía y con más asiduidad de la que fuera de desear. Basta echar una mirada a las cuestiones de las investiduras, la simonía y muchas otras irregularidades que se permitió la Iglesia y que de haber sido cometidas por otra institución, hoy no tendríamos de ella nada más que el recuerdo, pero no cabe duda de que es la que administra la fe en el que todo lo puede, que hizo el milagro de dejarla existir a fuerza de perjudicar su crédito personal.
Pero volvamos con Alonso al que interesaban la política, las intrigas, las mujeres y en general la vida mundana que nada tiene que ver con la santidad, la oración o la vida contemplativa. Por eso, siendo muy joven se encariño con una noble aragonesa, Ana de Gurrea, señora de Argavieso, un pequeño municipio de la provincia de Huesca, con la que tuvo al menos siete hijos.
Dada su condición de religioso no pudo contraer matrimonio con su amante, pero eso no fue un impedimento en su vida que se siguió desarrollando en los planos civil, militar y social, mucho más que en el religioso pues aunque hizo algunas obras en la catedral de la que era titular, poca relación tuvo con la Iglesia.
Así, en 1507 sustituyó a Gonzalo Fernández de Córdoba, el Gran Capitán, como lugarteniente del Reino de Nápoles y años más tarde participaba activamente como jefe de las tropas que cercaron la ciudad de Tudela hasta su rendición, prosiguiendo luego con la conquista del Reino de Navarra.
En 1516 murió su padre, el Rey Católico, el cual testó a su favor, quedando como Lugarteniente General de Aragón hasta la llegada de su sobrino Carlos I que iba a actuar como representante de su madre la reina Juana la Loca.
Cuando falleció Alonso, en el año 1520, le sucedió su hijo primogénito, Juan que con veintidós años fue nombrado arzobispo de Zaragoza, aunque tampoco había recibido órdenes sacerdotales.
A éste le sucedió su segundo hijo, Hernando, que se colocó la mitra arzobispal y empuñó el báculo en 1539.
Pero sin duda alguna la descendiente más brillante fue Juana de Aragón, su tercera hija, la cual se casó con Juan de Borja y Enríquez de Luna, duque de Gandía. De esa unión nació el famoso jesuita, tercer general de la orden, Francisco de Borja, elevado a los altares en 1671.
No hay nada como tener un padre arzobispo para promocionarse bien en la vida.