viernes, 20 de diciembre de 2019

UN PRÍNCIPE DESAFORTUNADO





Solamente por el enorme desconocimiento que se tiene de la historia de España, me puedo explicar cómo es que el independentismo catalán no rinde culto a este personaje del que hoy voy a escribir.
En el año 1421 nacía en la ciudad vallisoletana de Peñafiel, Carlos de Trastámara y Evreux, más conocido en la escasa historia que sobre él trata, como “El Príncipe de Viana”.
Su padre era Juan de Trastámara, segundo hijo del rey de Aragón Fernando I, al que sucedió su primogénito conocido como Alfonso V, El Magnánimo.
Es con este rey que se entronca en una misma persona las casas reales de Aragón y de Castilla, pues Alfonso era nieto de Leonor de Aragón y de su esposo Juan I de Castilla.
Alfonso murió en 1458 sin descendencia y esto hace que le suceda en el trono de Aragón su hermano Juan que reinó como Juan II.
La madre del príncipe Carlos era Blanca de Evreux, once años mayor que su padre, por aquel entonces infante de Aragón y que reinaría en Navarra como Blanca I.
Aquel matrimonio no tenía más finalidad que recuperar la alianza entre la corona de Aragón y el reino de Navarra, rota desde el momento en que Blanca enviudó de su primer marido, también perteneciente a la familia real aragonesa y en aquel entonces, rey de Sicilia, Martín el Joven.
El nuevo matrimonio se ha pactado con la condición de que el primogénito de aquella unión reinase sobre Navarra.
Cuando tenía siete años fue jurado por las Cortes de Navarra como Príncipe de Viana, título que su abuelo materno, Carlos III, el Noble, instauró para él, siendo apenas un niño de tres años y como heredero del trono de Navarra.
Pero la reina Blanca murió cuando su hijo y futuro rey tenía veinte años y un padre ambicioso convertido en rey consorte de Navarra y príncipe de Aragón que no estaba dispuesto a cumplir los extremos plasmados en el acta matrimonial, mientras que su hijo reclamaba sus derechos sucesorios, tal como estaban estipulados.
A su vez el príncipe Carlos inclina sus gustos más hacia lo humanístico que lo bélico, aunque había tenido una educación muy compensada en todas las facetas de la vida de un futuro rey.
En las capitulaciones matrimoniales se había incluido una disposición, aceptada por la princesa Blanca, según la cual para que su hijo reinase debería obtener el consentimiento de su padre.
Se inicia aquí un agrio y largo enfrentamiento entre padre e hijo, en el que interviene incluso la corona de Castilla que envía a su condestable, Álvaro de Luna, con un fuerte ejército para apoyar las reivindicaciones del príncipe Carlos. El rey consorte Juan, una vez viudo no piensa renunciar a la corona que no le pertenecía y que sí correspondía a su hijo Carlos, pero no da el plácet para que éste sea coronado, compensándole con el nombramiento de lugarteniente general del reino.
El hijo, de carácter poco belicoso, acepta el nombramiento con la esperanza de que en algún momento la situación se pueda revertir, aunque también es probable que lo aceptase por su escaso afán de enfrentarse a su padre. Pero había dos bandos enfrentados en Navarra: Beaumonteses y Agramonteses.
Los primeros, descontentos con esta medida empezaron a acercarse al bando del Príncipe de Viana y tenían el apoyo de Castilla. Los agramonteses se oponían al príncipe y estaban apoyado por Aragón y por Francia.
A la muerte de Alfonso V, el padre accede al trono de Aragón, dándole mayor fuerza en el conflicto que se desvía hacia toda la cuenca del Mediterráneo, donde la corona de Aragón ejerce su hegemonía y principalmente hacia Valencia y Cataluña.
El rey viudo contrae un nuevo matrimonio con Juana Enríquez, hija del almirante de Castilla, matrimonio de conveniencia para restar poder al condestable Álvaro de Luna, deseoso como estaba de intervenir en los asuntos de Aragón y Navarra.
 De este matrimonio nacerá el príncipe Fernando que al correr los años se convertiría en el Rey Católico, que por tanto era hermanastro menor de Carlos y treinta años menor.
En esas muere Alfonso V, rey de Aragón y su padre se convierte en el nuevo rey Juan II.
El reino de Navarra empieza a ver con malos ojos lo que está ocurriendo en su trono y comienzan hostilidades contra el consorte, en apoyo de su hijo, el verdadero heredero del trono.
Entonces el padre, en una rabieta, deshereda a Carlos y nombra heredera del trono a Leonor, hermana menor del príncipe.

Escudo del Principado de Viana que actualmente ostenta la Princesa Leonor

Y mientras en la corona de Aragón ocurren estas cosas, Cataluña que ha venido repuntando en feudalismo, cuenta con una nobleza tremendamente fuerte que solo tiene un objetivo, el mismo desgraciadamente que el que existe en estos tiempos y que no es otro que conseguir la independencia del reino de Aragón.
Así, en la confrontación padre e hijo, la aristocracia feudal catalana toma partido por el hijo que se convierte en el líder de aquella aristocracia que gobierna en las instituciones del país catalán.
Esta aristocracia feudal catalana, además del poder político, tiene la propiedad de casi todo el territorio y por ende la única fuerza militar capaz de oponerse a la corona de Aragón.
Las causas de su descontento son las de siempre: “España nos roba”; no aceptan las reivindicaciones sociales del campesinado que vive en régimen de casi esclavitud y sobre todo, el poder que va adquiriendo el rey aragonés Juan II, tanto en la península como en el arco mediterráneo.
La fuerte aristocracia catalana, consigue doblar el brazo real y le arrancan el nombramiento del príncipe Carlos como lugarteniente de Cataluña, lo mismo que lo era de Navarra.
Pero las cosas no van a salir como los catalanes quieren, porque ese nombramiento lo convierte en reforzado heredero del trono y su madrastra, Juana Enríquez no está por la labor.
Los catalanes ven en Carlos a su príncipe salvador, pero ni era un verdadero príncipe ni tenía intenciones de salvar a nadie, como no fuera a sí mismo y por supuesto no entraba en sus cálculos apoyar a Cataluña a conseguir su independencia de la corona.
Más bien él se veía como el heredero que habría de unificar en una sola dinastía todas las tierras de extenso valle del Ebro, unido a las tierras norteñas catalanas. Su ideal estaba muy cerca de lo que había sido la provincia romana de la Tarraconense.
Pero desde la temprana muerte de su madre, sus deseos se fueron diluyendo y el nuevo matrimonio de su padre acabó de apuntillarlo, porque su madrastra ya había parido un varón al que quería ver en el trono aragonés.
Carlos se convirtió en un escollo más para los planes de Juana, no se sabe si apoyado por su marido, el rey, aunque esto es muy probable, dada la permanente confrontación revestida de tensa calma existente entre padre e hijo.
Lo que ahora se dibuja tan idílico como el extender los “Países Catalanes” a la región de Valencia y Baleares, entonces reinos, no era así, ni mucho menos.
Valencia se une a Aragón, frente a Cataluña, que desea convertirse en una República independiente, siguiendo el modelo de algunas pequeñas repúblicas italianas.
Cuando ya la confrontación paterno filial no tiene solución el rey decide dar un golpe de mano y el dos de diciembre de 1460, mientras se celebraban cortes en Lérida, ordena el arresto de su hijo, que inicia un periplo por ciudades en las que estuvo preso en los tres meses siguientes.
En este tiempo los catalanes se pusieron en pie de guerra contra el rey acusándole de impedir los derechos sucesorios del príncipe y de beneficiar descaradamente a su otro hijo, Fernando.
En vista de que todo parecía abocarse hacia una guerra civil, el rey puso en libertad al príncipe que fue recibido como un héroe, cosa de la que distaba de la realidad, pero su salud se había deteriorado mucho en aquel corto espacio de tiempo, nunca había sido un muchacho saludable y fuerte, pero el deterioro sufrido no presagiaba nada bueno.
Sobre este particular se ha especulado mucho y aunque la creencia oficial es de que padecía tuberculosis, a raíz de los síntomas que los cronistas describen, también se ha dicho de la participación de la reina Juana en su desenlace final, envenenándole lentamente para conseguir que su hijo Fernando accediese al trono.
Lo cierto es que el 23 de septiembre de 1461 fallecía Carlos en Barcelona.
Su muerte sirvió de bien poco, pues continuó el conflicto navarro y los catalanes se prepararon para una guerra civil que duraría diez años.
Lo único positivo de tan desdichado personaje es que su muerte propició el acceso al trono de Fernando, que más tarde sería El Católico, el cual contrajo matrimonio con la joven e incierta heredera de Castilla, cuyo matrimonio estaba concertado para Carlos y que se capituló nuevamente para el ahora heredero.
Ese matrimonio real, ha sido, ciertamente, uno de los más fructífero de la realeza española y a raíz del cual, hemos llegado, con dificultades, pero superando obstáculos, a nuestro estado actual.
Con la muerte de Carlos, el  príncipe Fernando no heredó lógicamente Navarra, único reino que siguió independiente tras la reconquista, pero por fin, tras ocho siglos se consiguió la reunificación.

viernes, 6 de diciembre de 2019

EL "DO DE PECHO"





Una de las frases más socorridas cuando nos referimos a una acción muy meritoria efectuada por alguna persona, incluso en contra de lo que se suponía que pudiera llegar a hacer, es referirnos a ese hecho diciendo: “dio el do de pecho”.
Seguramente que no nos hemos parado nunca a pensar qué es realmente dar el do de pecho y eso es lo que voy a tratar de explicar.
El “do de pecho” es la nota más alta de un tenor que da por métodos naturales, es decir, si emplear técnicas como el “falsete”.
Supone una escala más alta del último do registrado en la tesitura musical que es el “do4”, así pues, el “do de pecho” es el “do5”.
Como muy bien escribía Pavarotti en su autobiografía titulada Mi propia historia, los cantantes tienen dos o tres voces diferentes que van de grave a intermedia y en su caso aguda y uno de los logros más difíciles de alcanzar por los cantantes de ópera es pasar de una voz a otra sin que el público lo aprecie.
Esa dificultad estriba en que en el canto se pasa de la voz de pecho a la voz de cabeza, donde realmente se consiguen estos agudos.
Por lo tanto el “do de pecho”, no es en realidad producido por el pecho del cantante sino por la resonancia del sonido en la cabeza. Es lo que se llama “resonadores faciales”.
Hace ya muchos años, estaba entonces destinado en Zamora, cuando una noche de sábado fui invitado a tomar unas copas del famoso vino de Toro, de cosechas artesanales, a casa de un buen amigo y tocayo.
Allí se encontraba también un matrimonio amigos suyos, cuyos nombres soy incapaz de recordar, pero lo que si tengo presente es la singularidad de estas personas.
El era un hombre inteligentísimo que, como entretenimiento, se dedicaba con su mujer a inventar juegos de mesa u otra clases de juegos o juguetes infantiles.
En cierto momento de la animada conversación, salió el tema de la ópera y entonces aquél demostró sus enormes conocimientos sobre dicha faceta musical, pero es que es más, nos hizo salir a la terraza y comenzó a cantar con una espléndida voz.
Al término, cuando al menos yo fui capaz de cerrar la boca, explicó cómo los grandes tenores obtenían esa potente voz y decía que nos fijásemos en las cabezas, sobre todo en las frentes abombadas de Pavarotti o Plácido Domingo.
Desde entonces me vengo fijando en las “frentes preñonas” que diríamos en mi tierra y, ciertamente, los buenos cantantes tienen cabezas grandes y frentes abultadas.
Esa configuración ósea es la da calidad al canto y curiosamente con la cabeza es como el tenor puede llegar al “do5” o do de pecho. Un buen tenor puede conseguir notas más altas, pero ya empleando la técnica del falsete, que como su nombre indica es una técnica para falsear la voz.
Así pues el nombre está mal puesto. No es “do de pecho” pero es así cómo se lo conoce mundialmente y desde hace mucho tiempo y ha sido el sin par Pavarotti el que más veces y mejor lo ha logrado.
Pero no es esta la única controversia respecto de la citada nota musical, pues los estudiosos de la música clásica y de la ópera en particular, daban siempre por sentado que el primer tenor capaz de producir un do de pecho, del que se tenía constancia documental, había sido el tenor parisino Gilbert Duprez, fallecido en 1896 a los noventa años de edad.
Pero recientemente se ha descubierto que esta apreciación no es cierta y que ese honor lo ostenta un cantante español.
Me gusta la música pero no sé nada de esa faceta artística y aparte de los clásicos muy clásicos, se me escapa cantidad de información sobre las figuras del mundo de la música y este español, al que ahora me voy a referir, era completamente desconocido para mi.
Se le solía llamar Manuel del Pópulo Vicente García, pero su verdadero nombre tendría que haber sido Manuel Rodríguez Aguilar, si consideramos los dos primeros apellidos de sus padres, si bien en aquella época no estaba institucionalizada esta norma.
Nació en Sevilla el 21 de enero de 1775, pero su juventud la pasó en Cádiz, actuando en lo que se ha llamado “los teatros progresistas” en donde se mezclaba la modernidad con el teatro clásico, la tonadilla con la ópera italiana y todo ello con el espectáculo en general.
Sevilla, en aquel momento tenía prohibido todo tipo de ópera, tanto por el consistorio municipal, como por la iglesia, de enorme poder en aquellos momentos, así que el joven Manuel que con seis años había ingresado en el coro de la catedral, al llegar a los dieciséis años comprendió que en aquella encorsetada ciudad no podría desarrollarse musicalmente, viendo esa oportunidad en Cádiz, una de las ciudades más cosmopolitas, bullangueras y florecientes del momento. 
El ignorado García, apellido con el que nos referiremos a él, influyó mucho en transformar lo que entonces se conocía como corral de comedias, en teatro elegante, al gusto italiano, influyendo en la nueva cultura de la escena que se estaba produciendo.
En Cádiz escribió cantidad de música que iban desde tonadillas hasta operetas, obras teatrales como sainetes, comedias y toda una colección de obras dramáticas que él mismo interpretaba, dada su enorme calidad de actor.
En 1779 se casó con una actriz y cantante llamada artísticamente Manuela Morales, con la que tuvo una hija años más tarde y que al pasar de los años también fue cantante.
Pero no fue hasta el año 1798, es decir, cuando tenía veintitrés años, que debutó en Madrid como cantante lírico, donde obtiene un gran éxito.
Pronto se convirtió en director del más importante teatro de Madrid, llamado Los Caños del Peral, situado en lo que ahora es la plaza de Isabel II, al final de la calle Arenal, en lo que actualmente es el Teatro Real.
Sus éxitos se sucedieron y llegó a ser un personaje muy conocido en el mundo de la música, si bien, por la escasa documentación que he podido encontrar sobre su formación musical, me inclino a pensar que era más autodidacta que académico, pero de lo que no cabe duda es de su enorme talento y del profundo conocimiento que tenía de los clásicos, sobre todo de Mozart y Haynd.
Pronto España se le quedó pequeña y comenzó a viajar por los diferentes países que lideraban el panorama musical europeo. Su primera parada fue París, donde cosechó su primer éxito como tenor y compositor.
En 1811 se instaló en Italia, donde perfeccionó sus estudios sobre la ópera, trabando gran amistad con Rossini, el cual lo eligió como tenor principal de sus dos obras más famosas: Otello y El barbero de Sevilla.
Durante esta etapa escribió innumerables partituras para canto y guitarra, instrumento que dominaba.
Pero Europa también se le queda pequeña y en 1816 se trasladó a Nueva York, donde consiguió igualmente un éxito arrollador.

Retrato de García, caracterizado de Otello

Entre los Estados Unidos y Méjico, permaneció en América hasta 1830, cuando muy mermado de cualidades y habiendo perdido mucho potencial de su voz, regresó a París, donde abrió una academia de música que regentó hasta su muerte ocurrida en 1832, cuando contaba cincuenta y siete años.
Fue el gran impulsor del gusto por lo español que se extendió por toda Europa y del que salieron obras tan inmortales como el Capricho Español de Korsakof, la Carmen de Bizet o el propio Barbero de Sevilla.
Pues bien, este personaje de la escena musical fue el primero que tiene documentado el haber conseguido el do de pecho en numerosas ocasiones.

viernes, 8 de noviembre de 2019

EL CONDE DE OLIVARES





Alguien pensará que me he equivocado, que no era conde sino Conde-Duque, pero es que no me propongo hablar de Gaspar de Guzmán, Conde-Duque de Olivares, sino de su padre, Enrique de Guzmán, solamente Conde.
¡Pero qué clase de conde!
Nació en Madrid en 1540, en el seno de una de las más poderosas familias aristocráticas españolas en la que recibió una exquisita formación, iniciándose precozmente en los servicios de palacio, pues ya, con catorce años, acompañaba a su padre que estaba al servicio del príncipe Felipe (futuro Felipe II) y con el que viajaron por toda Europa.
Más tarde, como paje del príncipe, le acompañó a Inglaterra donde contrajo matrimonio con la reina María Tudor (María la Sangrienta o Bloody Mery, como la llaman los ingleses).
Como es sabido este matrimonio estaba condenado al fracaso y a la muerte de la Tudor, Felipe se casa de nuevo, esta vez con Isabel de Valois, para cuyo enlace el conde es nombrado embajador en Francia.
Era una persona de muy fuertes convicciones, testarudo, valiente y leal, que sufrió una herida en una pierna en la batalla de San Quintín que le hizo cojear de por vida, aunque él mismo decía que le había sido de enorme utilidad, pues con la excusa de esa notable cojera, se liberaba de cuantos actos le resultaban poco atractivos.
Se casó con la hija del conde de Monterrey, María Pimentel de Fonseca, con la que tuvo cinco hijos, el mayor de los cuales, Jerónimo murió en la infancia, lo que proyectó la carrera de su segundo hijo, Gaspar de Guzmán y Pimentel, que llegó a ser valido del rey Felipe IV, grande de España y sí, éste fue el Conde-Duque de Olivares.
Al fallecer su primogénito, sacó a Gaspar de los hábitos eclesiásticos que le correspondían como segundón de familia y lo tuvo a su lado todo el tiempo, acompañándolo, como él había ido con su padre, a cuantas actividades se vio en la necesidad de afrontar.
Por su fuerte carácter fue designado por Felipe II como embajador en Roma, a donde se traslado con toda su familia. Allí, en el Vaticano, tuvo que lidiar con tres papas, Gregorio XIII, Sixto V y Gregorio XIV.
Durante los diez años que permaneció en el puesto, mantuvo una nutrida correspondencia con el rey Felipe II, que según consta en la real correspondencia le tenía en alta estima y consideración, de hecho lo mantuvo tantos años en el Vaticano, pese a los calentamientos de cabeza que aquella embajada le supuso, como se verá más adelante.
En el año 1569 falleció su padre, el primer conde de Olivares y él heredó el título y la fortuna familiar que no era precisamente escasa y acrecentada por la de su esposa, le convertía en uno de los hombres más ricos de este país y si sumamos a eso el inmenso poder que detentaba ante el monarca, queda bien claro que era un noble preeminente.
Tras esos diez años de embajada, fue nombrado virrey de Sicilia y más tarde de Nápoles, la perla italiana de la corona española.
Incluso hasta en el decir de quienes fueron sus enemigos, ya en vida como después de su muerte, pues entre la nobleza había fobias de lo más descarnadas, el conde demostró tener una cabeza muy bien abastecida y resolvió problemas y conflictos con inteligencia, discreción y agudeza.
Consiguió casi todo en la vida, pero le quedó algo por lograr, mas educó y modeló a su hijo Gaspar para que él lo consiguiera para la familia: ser Grande de España.

Retrato a plumilla de Enrique de Guzmán

Pero volvamos a su estancia en Roma, como embajador español.
En 1572, gracias a su amistad con Felipe II y las presiones de este monarca, salió elegido papa Gregorio XIII, el de la reforma del calendario, que desde entonces se llama “Gregoriano”.
Este papa gobernó la iglesia con inteligencia y autoridad durante trece años, al final de los cuales el conde de Olivares estuvo como embajador, pero a la muerte de este inteligente y estudioso pontífice, fue elegido Sixto V, hombre de carácter enérgico que se proponía acabar con el desorden que imperaba en toda Roma y en los Estados Pontificios.
No era muy diplomático mantener al embajador de España, hombre enérgico donde los hubiera, en un puesto diplomático, donde se las tenía que ver con un papa tan terco o más que él mismo, pero Felipe II era el príncipe más importante de la cristiandad, sostén de la Iglesia y emperador del mundo y en su mentalidad no cabía doblegar su autoridad ante un poder tan escaso como el del papado que de no ser por los poderes seculares, no se sostenía y así, contra todo pronóstico y toda conveniencia política, mantuvo en su cargo al de Olivares.
Las diferencias entre ambos personajes empezaron pronto y por cosas pueriles que el conde trataba de zanjar sin prestar demasiada atención a la rigidez que pretendía el pontífice, pero ocurrió un hecho de lo más grotesco que agrió permanentemente la relación, al menos entre los personajes, ya que las instituciones se guardaban muy mucho de agredirse, sabiendo el daño que se podía acarrear.
Así, empezaron las desavenencias, cuando el papa demostraba un claro enfrentamiento con el rey español, por el que sentía verdadera antipatía y no quiso censurar a los católicos franceses que apoyaban a Enrique de Navarra, contra Felipe II.
El embajador español le pidió que condenase o censurase estas acciones y en vista de la negativa papal, se la exigió con amenazas.
El papa quiso expulsar de Roma al embajador y pidió su cese en varias ocasiones, pero Felipe II no desaprobó a su diplomático. Al final esta situación insostenible la arregló una epidemia de malaria que se llevó al papa por delante, dejando el solio vacante para persona más afín a los intereses españoles.
Pero antes de este episodio, de verdadera crisis diplomática, ocurrieron otros varios, entre ellos éste.
Resulta que el Conde de Olivares tenía por costumbre, como muchos otros nobles, llamar a sus servidores por medio de una campana. Así, para servir los aperitivos, las comidas, cerrar las cortinas o cualquier otra actividad doméstica, el conde hacía sonar su campana.
Según decía el propio papa, esta prerrogativa estaba exclusivamente reservada a los cardenales, por lo que el embajador no podía usar dicho método, ni siquiera en su propia casa, lo que era de todo punto chocante.

Óleo del papa Sixto V

Pero era tal la autoridad espiritual pontificia que una acción como esta, traía consecuencias y Olivares recibió la visita del cardenal Pereto que en principio rogaba al embajador que no la tocase la dichosa campana. A esta petición estaban prestos a unirse todos los enemigos y envidiosos del poder español y el embajador francés y otras personalidades se adhirieron a la postura papal y el conde de Olivares tuvo que prescindir de la campana.
Una persona del carácter del conde no se iba a quedar de brazos cruzados ante semejante ignominia y por tres veces se entrevistó con el papa pidiendo primero y exigiendo después que le permitiese usar la campana.
Entre otras razones, no muy consistentes, pues contra una orden estúpida poco se puede argüir, esgrimía que su rey era el mayor príncipe del mundo y que la Santa Sede obtenía de España dos veces más dinero que de todo el resto de la cristiandad, cosas ambas que eran ciertas, pero que ninguna mella hacían frente a la tozudez de Sixto V.
En una de estas reuniones, el papa, queriendo mostrarse distante con el embajador, jugueteaba con un perrillo faldero, al que parecía prestar mucha más atención que al noble español. Éste, encolerizado, le arrebató el perro y lo dejó en el suelo, obligando al papa a que le prestase atención.
Pero de nada servían las muchas razones aducidas por el embajador, que se encontraba con la férrea negativa del papa a que utilizara una campana para llamar a su servicio.
En vista de que por la buenas no era posible hacer entrar en razones al pontífice, el conde de Olivares, que no se arredraba ante nada, optó por cambiar la forma de llamar a sus servidores y esta fue disparando cañonazos cada vez que se le antojaba que le prestaran algún servicio.
A los pocos días, Roma estaba soliviantada por los tremendos estallidos y los temblores que los cañonazos producían, pero nada podía decir el papa de esta forma de llamar al servicio.
Ante el cariz que tomaban los acontecimientos, el papa le envió un recado en el que le decía que podía seguir usando la campana.
Dicen que los berrinches que agarraba el Santo Padre, por los desplantes impetuosos y altaneros del español, fueron capaces de amargar sus días, ante la impotencia para quitarse de encima a este personaje y que incluso pudieron acelerar su muerte.
Sobre este último punto, parece ser cierto que murió a consecuencia de la malaria, o al menos eso es lo que sus médicos certificaron, pero mucho se habló de que había sido envenenado y de hecho, en una correspondencia encontrada años después, cuando incluso su hijo, el Conde-Duque de Olivares ya había caído en desgracia, se dice que el padre de este valido había manifestado que por servicios a su patria y a su rey tenía en su conciencia haber muerto a un papa, siendo embajador.
Si esto es cierto o no, será difícil de averiguar, pero que coraje no le faltaba, es muy cierto.