jueves, 28 de febrero de 2019

SOFONISBA DE ANGUISSOLA




Es posible que ahora, con esa fiebre feminista que les ha entrado a todos, incluso a los hombres, alguien se acuerde de algunas mujeres que fueron injustamente ignorada en su tiempo y hasta nuestros días, simplemente por el hecho de ser mujeres.
Yo estoy a favor de la igualdad de géneros, no podría ser de otra manera, pero muy en contra de conceptos tales como “la paridad” o “las cuotas”.
Cualquier persona, hombre o mujer, pero sobre todo en mujer es más frecuente, que alcance un puesto del tipo que sea porque en el escalafón han de haber el mismo número de varones que de hembras, no debería sentirse orgulloso, antes al contrario, tendría que saber que debe su puesto a una métrica del sexo y no a sus conocimientos o su valía personal.
Destacar siempre por lo que cada uno vale o sabe, o por lo bueno que es en su oficio y no por completar un casillero en el tablero de la “paridad”.
Reconocer la valía de una mujer es algo natural en la actualidad pero, ciertamente, en épocas pasadas era muy difícil para una fémina abrirse paso en determinadas actividades, una de las cuales era la pintura.
Hay poquísimas mujeres que hayan alcanzado la fama como pintoras, así como escultoras o músicos, frente a un número mayor en otras artes como la literatura, y una de esas escasas mujeres fue la que da título a este artículo.
Sofonisba de Anguissola tenía ciertamente un nombre raro, casi desconocido, pero ahora se explicará. Había nacido alrededor de 1535 en Cremona, una ciudad al sureste de Milán, hija mayor de cinco hembras y un varón y en el seno de una familia acomodada y amante del arte, perteneciente a la baja nobleza lombarda. Su padre se llamaba Amílcar y su único hermano, Asdrúbal, pues la familia era una ferviente admiradora de Cartago y su cultura y desde cuatro generaciones, al menos, venía manteniendo estrecho vínculo con todo lo que representaba a la antigua colonia fenicia.
En la sociedad cartaginesa, Sofonisba, hija del general Asdrúbal, fue usada como moneda de cambio en matrimonios, buscando la alianza de otros reinos en sus guerras contra los romanos, concretamente en la Segunda Guerra Púnica. Casó con Sifax, rey de Numidia, un territorio próximo a Cartago con el que se alió precisamente por matrimonio y tras la derrota ante los romanos, ella prefirió suicidarse antes de caer en su poder.
De ahí le viene el nombre a la joven italiana que con solo catorce años fue enviada, junto a su hermana Elena a estudiar pintura con Bernardino Campi, un pintor renacentista poco conocido que tenía un taller en Cremona.
Allí, las dos hermanas, aprenden los rudimentos de la pintura: preparar el lienzo, elaborar pigmentos, mezclar colores y comienzan a realizar sus primera obras, copias de otro cuadros.
Unos años después, otras dos hermanas se incorporan al taller de Campi hasta que en 1549 el maestro se marcha de Cremona y ellas continúan su aprendizaje con otro modesto pintor llamado Gatti. A partir de ese momento continuará sola en el mundo de la pintura, pues su hermana Elena decide ingresar en un convento y las otras dos carecen del talento necesario.
Pero Sofonisba destaca como pintora de retratos solo que por su condición de mujer y el ambiente pueblerino de su ciudad, su horizonte está muy limitado y aparte de no poder pintar desnudos, no era admitida en otras escuelas y sus cuadros se circunscriben al círculo de su familia y amistades muy cercanas; nadie la contrata para un retrato.
Pero ella continúa su formación en solitario, perfeccionando su técnica y alcanzando un alto grado de maestría pictórica, hasta el punto de que su fama se empieza a extender y decide que es el momento de ampliar horizontes y con la ayuda de su padre, que confía plenamente en ella, se traslada a Roma donde el gran Miguel Ángel acepta recibirla y estudiar su pintura.

Autorretrato, donde ya se observa su depurada técnica

Para demostrar su preparación le pide que pinte a un niño llorando y ella pintó  un cuadro que causó la admiración del maestro: ”Niño mordido por un cangrejo”. A partir de ese momento y durante dos años, Miguel Ángel estuvo supervisando sus obras.
Ser discípulo de un genio como aquel, era ya una excelente carta de presentación.
Con ese bagaje regresa a Cremona hacia 1556 y allí pinta a sus hermanas, a su padre Amílcar con su hermano Asdrúbal y su hermana Minerva y a otros familiares, mientras empieza a recibir encargos de la nobleza, dada la fidelidad con la que Sofonisba reflejaba a los retratados en sus cuadros.
Dos años después, encontrándose en Milán, conoció al Duque de Alba, al que le pinta un retrato que está desaparecido, pero que causa tal impresión en el duque que aconseja a Felipe II que invite a la corte española a la pintora, lo que hace como dama de compañía de Isabel de Valois, futura esposa del monarca español.
Muy pronto, entre la pintora y la reina, aficionada al dibujo, surge una corriente de simpatía y afinidades, pues ambas habían recibido una educación muy superior a las de las damas españolas, con las que la reina tenía más difícil conectar.
Empieza a dar lecciones de pintura a la reina, mientras entra a trabajar con el afamado pintor Alonso Sánchez Coello, el cual era pintor de la corte.
La joven pintora italiana comienza a retratar a miembros de la familia real, de los propios reyes o del príncipe Carlos y casi todos ellos se han venido atribuyendo a Sánchez Coello, el pintor más importante de ese momento.
Cuando murió la reina Isabel, las damas de honor volvieron a sus lugares de origen, pero Sofonisba decidió quedarse en Madrid, contando con la protección que le dispensa el rey Felipe II.
Tenía la pintora ya cuarenta años cuando se concierta su boda con el hijo del virrey de Sicilia, Fernando de Moncada, con el que se casa por poderes, cosa muy frecuente en la época y marcha a Sicilia a reunirse con su marido.
Durante cinco años, no se sabe casi nada de la vida de Sofonisba, ni de su producción artística, pero tras ese tiempo fallece su marido en un asalto de piratas, momento en el que ella decide volver a su casa de Cremona, pero durante la travesía en barco desde Sicilia a Génova, se enamoró perdidamente del capitán del barco en el que viajaba, Orazio Lomellino, con el que se casó, estableciéndose en Génova, donde abrió un taller de pintura en el que recibía a jóvenes pintores.
Cuando tenía ya ochenta y tres años, decidió trasladarse a Palermo, en la isla de Sicilia, a donde fue para conocerla, el que sería un genio de la pintura flamenca: Van Dyck.
Murió en 1626, con más de noventa años, aunque no se puede precisar debido a que no se conoce exactamente su fecha de nacimiento.
Tras su muerte, toda su obra pasó al olvido y allí ha permanecido hasta que la terca realidad se ha empeñado en sacarla a la luz.
No fue hasta el siglo XIX que empezó a hablarse de ella, pero sin demasiada convicción, pues la mayoría de las obras que había realizado se habían atribuido a pintores afamados de la época.
Un ejemplo clarísimo es un retrato de Felipe II que cuelga en el Museo del Prado, el cual ha estado catalogado desde hace muchos años como de Alonso Sánchez Coello, el pintor de la corte de aquella época. Sin embargo, con motivo del doscientos aniversario de la creación del Museo, se hicieron una serie de exposiciones y estudios de las obras más emblemáticas, entre ellos el mencionado cuadro, llegándose a la conclusión indubitada de que su autora era Sofonisba.

Retrato de Felipe II, obra de Sofonisba de Anguissola

Lo mismo ha ocurrido con una obra atribuida a El Greco titulada La dama del armiño, de la que ahora se está absolutamente seguro de que también es obra de la italiana.
Y así ocurre con otras importantes obras atribuidas a hombres, cuya relación sería tediosa, pero que se han estudiado en profundidad y los catálogos de los museos y colecciones se han visto en la necesidad de cambiar la autoría que tenían atribuida, para asignarlas a esta pintora.
Aparte del enorme mérito que como pintora tiene Sofonisba, no es desdeñable el de haberse impuesto a un mundo de hombres, hasta alcanzar un reconocimiento mundial, pero, sobre todo, haber sido capaz de trasladar a España las técnicas de la pintura renacentista que ella dominaba a la perfección.
Su condición de mujer, pese a haber triunfado plenamente en la expresión de su arte, le impuso unas limitaciones que, a la postre, nos ha impedido disfrutar de muchas de las facetas de la pintura que ella no pudo ni siquiera rozar,
Por ejemplo, no podía pintar cuerpos desnudos, como ya se ha dicho, sino vestidos hasta el cuello, solamente con las manos y la cara al aire, tampoco pudo pintar naturalezas, en las que seguro que también abría destacado.
Han pasado muchos años desde que desapareció, pero ha vuelto a aparecer y con enorme fuerza, provocando un reconocimiento mundial como a una de las primeras mujeres pintoras y la primera en colgar cuadros en el Museo del Prado y actualmente la crítica la considera la mejor retratista detrás de Velázquez.

jueves, 21 de febrero de 2019

UN PRÍNCIPE IGNORADO




En la riquísima historia de España es muy normal que numerosos personajes hayan pasado desapercibidos, a pesar de su elevada cualificación, engullidos en la enorme vorágine de hombres célebres que la han colmado, pero no es tan normal que hayamos tenido un rey Luís que no se estudiaba en mis tiempos ni que personajes como el que hoy ocupa este artículo, haya sido silenciado, ignorado para casi todos los libros de historia que no entrasen en alguna profundidad.
Me estoy refiriendo al primer vástago de Felipe II, fruto habido con su primera esposa María Manuela de Portugal: el infante Carlos, nacido en 1545 y que desde muy pronto se reveló como una naturaleza débil y enfermiza, a más de un insoportable carácter.
Sus padres era primos hermanos por doble partida, lo que proporciona un elevado grado de consanguineidad que hace difícil la procreación y que en caso de producirse y llegar a término, provoca en el concebido taras y defectos insuperables. De entrada, su nacimiento produjo la muerte de su madre cuatro días después.
Con el ascenso de su padre a la corona de España, en 1560, Carlos fue nombrado príncipe de Asturias, pero su padre sabía que tenía con su hijo un gravísimo problema.
Tan poco le gustó desde el principio, que su educación fue encomendada a sus tías María y Juana, con las que también se había criado el padre, que como príncipe heredero, se pasaba la vida viajando por los dominios europeos.
Así, el niño Carlos creció mimado en extremo y sin que nadie le contrariara ni lo más mínimo, incluso cuando demostraba su extrema crueldad con animales a los que martirizaba por el placer de verlos sufrir.

Retrato del príncipe don Carlos por Alonso Sánchez Coello

Al casarse sus tías, otros familiares continuaron su educación hasta que fue enviado a la universidad de Alcalá de Henares, junto al hermanastro de su padre, Juan de Austria y el íntimo amigo de éste Alejandro Farnesio, inseparables hasta la muerte.
Si el carácter inestable y sádico del joven ya era una desgracia que hacía casi imposible la convivencia en el seno de una familia medio normal, una fiebres tercianas, secuelas de una malaria padecida en la infancia, provocaban periodos críticos en el joven, a los que vino a sumarse un accidente ocurrido en 1662, cuando ya era príncipe de Asturias, que llegó a perjudicar mucho más su vida y sus relaciones con los demás. Se cayó de una escalera de mano cuando pretendía entrar en la habitación de la hija de un portero del palacio arzobispal.
Resultado del golpe fueron múltiples fracturas, alguna de las cuales en huesos del cráneo, concretamente el occipital izquierdo. Después de unas curas de urgencia fue trasladado a sus aposentos en un estado de inconsciencia que no presagiaba nada bueno.
A partir de ese momento, el desesperado padre prometía todo tipo de obsequios a quien curase a su hijo, al que las prácticas médicas de la época no se lo cargaron porque posiblemente su salud era más fuerte de lo que se nos ha hecho pensar; porque en cama, con fractura de cráneo y otros huesos, era sometido a purgas y sangrías constantes que lo único que hacían era debilitarle aun más.
Un curandero morisco del Reino de Valencia, al que se conocía como “Pinterete”, preparaba un  ungüento milagroso que decidieron aplicarlo al príncipe e hicieron venir al morisco, sin ningún resultado positivo, pues la salud iba empeorando.
Incluso se llegó a meter en su cama la momia de Diego de Alcalá, un franciscano muerto cien años atrás al que se tenía por santo milagrero, pensando que solo los poderes sobrenaturales podían hacer algo por el joven.
Por último fue sometido a una trepanación por el doctor Daza Chacón, para colocar en su lugar los huesos fracturados y, milagrosamente, empezó una lenta recuperación. Dos meses después ya conseguía mantenerse de pie, aunque le quedó una deformidad y una apreciable dificultad al andar.
Y sobre todo un notable empeoramiento de su carácter.
Como es natural, Europa entera seguía con el máximo interés la evolución de la salud del príncipe, pues en muchos países iba a gobernar, como en los Países Bajos y en otros podría ser el heredero, como el caso de Portugal.
Parece que al final el joven se repuso, pero su convivencia se hacía insoportable. Corría por la corte el rumor de que era impotente, ante lo que él trataba de demostrar su virilidad acosando a cuanta mujer se ponía a su alcance.
Su tío, don Juan de Austria, parecía tener bastante más ascendencia sobre él que su propio padre y el príncipe disfrutaba de la compañía de su tío y la de su íntimo Farnesio, pero no tenía ni edad ni preparación para estar a la altura de dos personajes del calibre de sus amigos.
Aun con esos inconvenientes, se había pactado su boda con Isabel de Valois, hija del rey francés Enrique II y Catalina de Medicis, pero al quedar viudo su padre de la reina inglesa María Tudor, se decidió casar a Isabel con Felipe II, boda que buena parte de Europa celebró.
Pero el príncipe Carlos no contó para nada en la decisión y le sentó muy mal aquel plante tan ladino, circunstancia que vino a agravar su ya desquiciado comportamiento, pues hacía parecer que estaba completamente enamorado de la que ya era su madrastra, pero sobre todo produjo un paulatino e irremediable alejamiento de su padre, al que esquivaba y con el que perdió todo contacto, abandonando incluso el palacio.
Un aborto doble de la reina, dicen que sumió en la tristeza al príncipe que esperaba la llegada de un hermano. Posteriormente su madrastra tuvo dos hijas que sobrevivieron y una tercera que murió a las pocas horas de nacer.
La ausencia de varón en la descendencia de Isabel y la poca o ninguna esperanza que Felipe tenía en su hijo, al que quiso introducir en tareas de  gobierno con muy escaso éxito, creaban una incertidumbre en el rey y en muchas cortes europeas, perfectamente informadas de la situación de la corona española a través de sus embajadores.
Rumores cortesanos acerca de la actitud francamente belicosa del príncipe contra su padre, habladurías sobre la posibilidad de que el hijo intentase un golpe de mano contra el rey, conversaciones, al parecer con representantes de otras monarquías, dejando entrever su descontento por la política que su padre empleaba en los Países Bajos, a donde quería huir para proclamarse rey y en fin, un estado de ánimo alterado por culpa de una situación que se había hecho insostenible, impulsaron a Felipe a proceder a la detención de su hijo el día dieciocho de enero de 1568, encerrándolo en sus aposentos e impidiendo que saliera de ellos. Tampoco podía recibir correspondencia y las visitas estaban muy limitadas.
Previendo que la naturaleza inestable del heredero pudiera acarrear algún problema añadido, se le prohibió tener no solamente cualquier arma, sino cuchillos de mesa, tenedores y otros objetos punzantes.
Las huelgas de hambre que suelen hacer los presos no es un invento de estos tiempos, pues el príncipe Carlos ya inició una que tuvo que abandonar muy pronto, pues su estado de salud se veía comprometido.
Posteriormente se le trasladó a la torre del Alcázar de Madrid, el mismo lugar en el que su abuelo había tenido preso al rey Francisco I de Francia.
Durante seis meses padeció el encierro y deteriorándose paulatinamente, falleció el veinticuatro de julio de aquel mismo año, aparentemente de muerte natural.

Real Alcázar de Madrid que ardió en 1734

Pero siglos después, en el XIX, apareció un manuscrito que se ha atribuido a un fraile llamado Joan Avilés y que había sido ignorado por historiadores y estudiosos de aquella época, en el que se revela un tremendo escándalo y no es otro que el príncipe, tras su detención, fue sometido a un juicio secreto, cuyo resultado fue su condena a muerte, que se efectuó por degollación y a los pocos días de haberse producido el traslado a Madrid.
En ese momento, un doctor que se nombra como Vega, habría embalsamado el cadáver y conservado con hielo que se decía que el príncipe se lo hacía traer para quebrantar su salud.
Se tiene constancia documental que el tal doctor Vega percibió una muy considerable suma de dinero y prácticamente desapareció.
Lo que haya de verdad en esta historia es algo que costará demostrar, sobre todo por la escasa atención que se le ha prestado a ese documento que, sin embargo, se ha podido demostrar que es auténtico y que muy bien se pudiera corresponder con una realidad que España trató de ocultar.
Que el infante Carlos era un anormal, está fuera de toda duda. Que se enfrentaba a su padre, criticando su forma de proceder, pero sin aportar nada por su parte, está también demostrado. Que quiso ser rey de los Países Bajos y de algún reino de Italia y que en ello involucró hasta a su tío Juan de Austria, es indubitado, lo mismo que el hecho de que su padre lo mandara detener y encerrar; lo de su ajusticiamiento tras un juicio está menos claro, porque en ese momento Felipe no tenía heredero para su imperio y éste hubiese caído en manos muy dispares que se lo disputaban, así que suprimir al único que podía dar continuidad a la dinastía es una cuestión difícil de creer, sobre todo con la férrea voluntad de aquella época por conservar la corona para la familia.
Pero ahí están los historiadores, para estudiar el asunto.

viernes, 15 de febrero de 2019

LOS CONSEJOS DE UN PADRE




Los padres suelen dar buenos consejos a sus hijos, aunque éstos, por múltiples razones que no vienen al caso, raramente los siguen, al menos cuando son jóvenes, pues posiblemente al madurar caigan en la cuenta de cuanta razón tenía su progenitor.
Cuando el hijo es más poderoso que el padre está más inclinado a no obedecer sus consejos, aunque todo lo que tenga le sea debido a él.
Este es el caso de Felipe II, al que se ha llamado “El rey Prudente”, cuando en realidad hubiera merecido otros calificativos menos aduladores.
Su padre, el emperador Carlos, no estaba muy convencido de la valía de su hijo pero aun así, abdicó y se retiró a descansar a Yuste en el año 1556.
Su hijo Felipe, príncipe de Asturias, se había casado por primera vez en 1543 con su doble prima hermana María Manuela de Portugal, un gran matrimonio que años después avocaría la unificación peninsular, aunque por unos escasos sesenta años.
El emperador, preocupado por la juventud y la responsabilidad que adquiría la nueva pareja, le dio algunos consejos a su hijo referidos a su vida personal, a fin de que no cayera en los mismos errores en los que él había sucumbido en su trayectoria: multitud de amantes esporádicas, hijos inoportunos, sobresaltos con maridos enfadados y todas las vicisitudes que acarrea la vida desordenada.
No obstante, comprendía que su hijo caería en los mismos escollos, si bien le recomendaba, para después del matrimonio, fidelidad absoluta a la esposa, pues consideraba carga muy molesta el adulterio.
Claro que en caso de viudez estaba asumida la vuelta a los viejos usos, pero sin tener que soportar culpa alguna.
Así, le decía a su hijo por carta que le rogaba que no se metiera en otras bellaquerías después de casado, por ser eso pecado contra Dios y contra el mundo, aparte los desasosiegos que entre el marido y su esposa produciría esta actitud que terminaría por apartarla de ella.
Pensaba el padre que su hijo, con toda la potencia hormonal de su juventud, no estaría dando descanso a su libido, pero según las habladurías de la corte, los comentarios entre la aristocracia y los embajadores próximos a la corona, el joven príncipe sentía escaso interés por el sexo femenino, a pesar de la innumerable cantidad de insinuaciones que recibía de un entorno bien predispuesto a pasar por la cama del príncipe más poderoso del mundo.
La férrea educación que se daba a los herederos de las monarquías era tan estricta que los príncipes tenían clarísimo que la única finalidad del matrimonio era la de proporcionar un heredero varón que siguiera la línea dinástica y en ningún momento podía sustituirse esa obligación por el amor o el placer sexual; esas sensaciones se encontraban en lugar distinto.
Y el muchacho lo tenía tan claro que en su primer matrimonio, hasta sus suegros, tíos carnales del príncipe, tuvieron que advertirle de que el sacramento había que consumarlo, tal era el desinterés que la muchacha le producía y para justificar aquel distanciamiento carnal aducía que tenía sarna que no quería contagiar, cosa que era cierta.
Pero al final o se curó la sarna o empezó a picarle otra parte de su cuerpo, lo cierto es que dos años después de la boda nacería el príncipe Carlos y cuatro días después moría María Manuela de fiebres puerperales.
No parece que Felipe sufriera mucho la pérdida de su esposa que a la larga le habría servido de cuña para conseguir el imperio portugués, pues en palacio, donde todo se conocía, la presencia de una bella dama en la vida del príncipe incluso antes de su viudedad, era palpable.
Se trataba de Isabel de Osorio, hermosa dama de su madre, la emperatriz Isabel de Portugal, de la que su padre había estado profundamente enamorado y que al morir su señora, quedó en la corte cuidando de la educación de las infantas María y Juana, hermanas de Felipe.
No son más que habladurías cortesanas que no se han acreditado y contra las que pesan razones poderosas como la diferencia de edad y el hecho de haber sido para él como su madre, pero la nefasta crónica negra que sobre España cayó, propiciada en parte por el holandés Guillermo de Orange, acusaba al heredero español de haber mantenido esos amores casi incestuosos, de los que se llegó a decir que habían tenido sus frutos en la existencia de dos hijos, cuyos nombres serían Pedro y Bernardino y que incluso los amantes habían protagonizado una especie de matrimonio secreto que los uniera ante los ojos de Dios, al cual el príncipe no quería ofender bajo ningún concepto.
Lo cierto es que tras el matrimonio, la supuesta amante se disipó paulatinamente, llegando prácticamente a desaparecer para dejar el camino libre y algo de realidad debió de haber porque Felipe la compensó con largueza económica, en vez de buscarle un marido consentidor, que era la norma y eso muy probablemente por lo ostentosa que habría sido aquella relación y así, retirada a Burgos, un tiempo después fundaba un mayorazgo que pasados los años heredarían sus sobrinos, por lo que lo de los hijos debió ser mala fe de la maldita leyenda negra. Falleció en 1589 dejando una sustanciosa herencia entre la que figuraban, además de considerable cantidad de dinero, cuadros valiosos y ricas joyas que la familia aseguraba eran regalos del joven amante real.
De ser esto verdad, como así parece por el contrastado hecho de que una dama de la corte no llegaría nunca a adquirir tanta riqueza, si no le viniese sobrevenida por casos como este, parece que aquel comentario de embajadores y cortesanos en los que se achacaba a don Felipe de escaso interés por las cuestiones del sexo, carecían totalmente de veracidad y estaba mucho más acertado su anciano padre cuando le reclamaba continencia, al menos dentro del matrimonio.
Porque no fue Isabel la única amante del príncipe, el cual, a la muerte de María Manuela, empezó a consolarse con Catalina Laínez, bella hija de uno de sus secretarios que se quedó embarazada, porque ya se sabe, en aquellos tiempos no había condones, ni píldoras, ni “Diu” y mucho menos la posibilidad de que un rey practicara el coito interruptus; en cada ocasión había que entrar a matar y que fuera la voluntad de Dios.
Pero todo tenía fácil solución y bastaba con buscar un marido consentidor dispuesto a cargar con la prole a cambio de un buen destino.
A este asunto siguió otro con una dama cántabra, Elena de Zapata, que se trasladó a Madrid antes de que fuera la capital del reino y que residía en el palacio conocido como de las Siete Chimeneas, actualmente sede del Ministerio de Cultura, al que había accedido por matrimonio con uno de los vastagosa de la poderosa familia Zapata. Parece que esos amoríos fueron escandalosos y la dama fue asesinada en su lecho, apuntando las habladurías a que fue su propio padre, que la emparedó para ocultar el cadáver y que días después de ahorcó colgándose de una viga. No se sabe nada con certeza, pero sí que en unas obras que se llevaron a cabo en el mencionado palacio durante el siglo XIX, tras un tabique aparecieron, los restos de una mujer a cuyo lado había un saquito con monedas acuñadas en el siglo XVI.

La casa de las Siete Chimeneas

Aquella apasionada relación se interrumpió cuando el príncipe marchó a Inglaterra a matrimoniar con su tía María Estuardo y durante ese período, Felipe fue rey de Inglaterra, si bien pasaba más tiempo en los Países Bajos que al lado de su enjuta y rancia tía. Parece que durante su estancia en el continente tuvo una hija, fruto de las relaciones con una dama belga.
En el matrimonio con la inglesa queda bien claro hasta qué punto había que observar la tradición del matrimonio con fines de estado, del que antes se hablaba, cosa que Felipe cumplió a la perfección, si mermar sus desahogos fisiológicos, de los que corrían rumores que lo relacionaron con una panadera del castillo de Windsor, donde vivía la pareja real, o una doncella de su esposa.
Felipe volvió a España sin dejar descendencia en Inglaterra y cuando dos años después murió su esposa, sin haber tenido más que dos embarazos histéricos, quiso continuar la historia con la su cuñada, hermanastra de María Tudor, Isabel que permaneció soltera hasta su muerte.

María Tudor; la dama estaba para un gusto

Felipe se casó otras dos veces, la primera con Isabel de Valois, cuyo matrimonio estaba pactado desde tiempo atrás con el infante Carlos, hijo de la portuguesa María Manuel que murió del parto, pero la apremiante necesidad de un heredero, impulsaron a Felipe a quitarle la novia a su hijo, el cual era un individuo que merece un artículo aparte, y simplemente por el hecho de que aquella Isabel procedía de una familia muy fecunda, pues su madre, Catalina de Medicis, había tenido diez hijos.
Como es natural, el compromiso cayó muy bien en las cortes francesa y española, a pesar de que ella tenía catorce años y él treinta y dos, porque la fama de inestable e incluso deficiente mental del príncipe Carlos, ya había trascendido fronteras y se deseaba un repuesto par la corona.
Pero mientras llegaba la novia, Felipe se entretenía con Eufrasia de Guzmán que nunca pudo demostrar su “limpieza de sangre”, pero que debía ser muy hermosa, pues al rey no le importó cohabitar con una “marrana” con la que tuvo un hijo del que se deshizo por el consabido procedimiento del matrimonio convenido, esta vez con Antonio de Leyva, nombrado Príncipe de Áscoli.
En fin toda una saga amatoria que terminó con otro matrimonio, Ana de Austria, hija del emperador Maximiliano, con la que por fin tuvo un descendiente varón: Felipe III.
Es evidente que la prudencia que ensalza su título popular no era una virtud del rey Felipe y la asignación, también popular de castidad y religiosidad, se le quedan muy desfiguradas.
Tenía razón su padre cuando le aconsejaba mesura sexual, al menos durante los matrimonios.

viernes, 8 de febrero de 2019

LA INFANTA EULALIA




Pocas veces la historia se ha ocupado tan escasamente de una familia real española. Cierto que la familia era lo suficientemente atípica como para que no produjera el más mínimo interés.
La infanta Eulalia fue la última de esa familia; hija de Isabel II, la reina promiscua casada con un homosexual reconocido y aceptado que tuvo numerosos descendientes, todos ellos fruto de su poco común furor vaginal y su escasa moral.
Claro que en aquellos tiempos decir reina era como decir hago lo que me da la gana y me paso por las entrepiernas a todo el que me gusta.
Su esposo, Francisco de Asís de Borbón, mariquita impenitente, era conocido popularmente como “Paquita” y según la propia esposa, la noche de bodas no solamente llevaba más encajes que su dama, sino que no fue capaz de consumar el sacramento.
Formaron una pareja extraña que es de todos conocido, pero lo que no es tan sabido es que incluso llegaron a compartir un mismo amante.
Así como suena; hubo un individuo que se acostaba con la reina y con el rey.
Se trataba de Antonio Ramos de Meneses que se hacía llamar conde de Meneses, un oscuro individuo de los que se decía “de fortuna”, natural de Morón de la Frontera e hijo de un boticario, supuestamente bien situado.
Muy joven se dedicó a viajar y así apareció en Cádiz, frecuentando “timbas” y garitos de mala nota y en donde conoció a una enigmática mujer sobre la que existe un halo de misterio.
Se llamaba Blanca Mastai, era italiana, muy bella y muy rica que viajaba en carruaje propio y con doncella, signo muy evidente de poderío económico. Nadie sabía exactamente a qué debía su fortuna, pero ciertamente trataba con asiduidad con banqueros españoles y a la que, por identidad con el apellido del papa Pío IX (Mastai Ferreti), se la relacionaba con  él.
El joven Meneses que era de buen porte, enamoró a la bella italiana con la que contrajo matrimonio.
La buena relación de Blanca con las esferas de poder económico y con la aristocracia, introdujeron a Meneses en la corte en la que ella se movía con desenvoltura y explotando su belleza y sus dineros, conseguía amistades de mucho postín.
Pero los vuelos de la italiana debían de ir mucho más allá que cargar con un atractivo y simpático “muerto de hambre” y el matrimonio duró poco, eso sí, ella le dejó el riñón bien cubierto y la puerta abierta de unas magníficas relaciones cortesanas. Así conoció a un sevillano como él, José Luís Sartorios, conde de San Luís que lo introdujo en el círculo íntimo del rey, el cual quedó prendado del guapo andaluz y lo metió en su cuarto.
Entre ellos se trabó una amistad que duró toda la vida y con el que se asoció en varias entidades mercantiles, como la que explotaba los nuevos cementerios que se construyeron en Madrid y en otras grandes capitales.
Entre medio, la reina, ardiente y caprichosa, puso los ojos en el Meneses que, no haciendo ascos a nada, también pasó por sus habitaciones.
La reina Isabel II tuvo varios abortos y doce partos, de ellos el primero fue un varón que nació muerto, el quinto una niña prematura que falleció al día siguiente de nacer, el sexto otro varón que también nació muerto y el duodécimo, otro varón que falleció a las pocas semanas.
Eso colocó a la infanta Eulalia, fruto del décimo primer parto, como la infanta más joven.
De los doce embarazos y abortos de la reina, su marido, “Paquita”, no tuvo nada que ver y sí la larga colección de amantes que pasaron por su dormitorio y de los que alguno, se ha conseguido relacionar con un hijo concreto, como es el caso de Enrique Puigmoltó, al que se atribuye la paternidad del futuro rey Alfonso XII.
Lo mismo sucede con algún otro de los hijos, pero en el caso de la infanta Eulalia, nacida en 1864, no se tiene constancia cierta acerca de su paternidad, si bien ella misma confesó en cierta ocasión que su amor por el mar le venía de herencia de su padre, un marino.
Con cuatro años tuvo que salir de España, cuando su madre fue derrocada por la revolución llamada “La Gloriosa”, que trajo, primero, un rey de pacotilla y luego la Primera República, para acabar con el golpe de estado del general Pavía y la restauración monárquica en la persona de Alfonso, su hermano mayor. Durante el exilio la familia se instaló en París, donde la joven infanta recibió una educación esmerada y en donde permaneció hasta unos años después de que su hermano ocupase el trono.
Sus relaciones con el resto de la familia real no fueron nunca buenas, pero sobre todo tenía constantes enfrentamientos con su hermana Isabel, a la que el pueblo madrileño puso el apodo de “La Chata”, la cual había adoptado el papel de reina consorte que no le correspondía en absoluto y que Eulalia no aceptaba.

La Infanta Eulalia, una mujer atractiva

En 1878 murió la primera esposa de Alfonso XII sin descendencia y se volvió a casar, esta vez con María Cristina de Habsburgo y aunque quedó embarazada muy pronto parió dos hembras y la realeza estaba inquieta pues quería asegurarse un descendiente varón.
Cuando por fin llegó el varón, Alfonso XIII, su padre ya había fallecido, así que fue rey desde el mismo momento de su nacimiento.
Pero Eulalia continuaba soltera y el trono no estaba asegurado, por lo que la obligaron a casarse, cosa que hizo con su primo Antonio de Orleans y Borbón, un cabeza loca, aficionado al juego, las mujeres y la vida disoluta que llevó el matrimonio a un hundimiento casi inmediato, a lo que ella también colaboró pues la fidelidad tampoco era una de sus grandes dotes.
Antonio de Orleans mantenía una relación sentimental fija con una bellísima mujer conocida como “Carmela”, de baja extracción social que había llegado, por méritos de su físico, a convertirse en amante de importantes personalidades españolas hasta que terminó en los brazos de Antonio y Antonio casi terminó con su fortuna personal y la de su esposa por contentar los desmedidos deseos de “Carmela”.
En vista de cómo estaban las cosas en la familia, Alfonso XIII decidió enviar a sus tíos a tierras extrañas en viaje mitad de recreo, mitad diplomático y recalaron en Cuba y posteriormente en Chicago.
Estando en La Habana, al abrir Eulalia la valija del correo, descubrió una carta dirigida a su marido y firmada por la tal “Carmela”. Tras el viaje, la infanta puso tierra de por medio con su esposo y se marchó a París, mientras Antonio hacía ostentación de su querida a la que paseaba en carruajes y que empezó a ser conocida como la Infantona .
Eulalia, con treinta y dos años, en contra de toda la corte, logró obtener el primer divorcio de toda la aristocracia europea del momento.
No quedó la valentía de la infanta en eso solamente, muchísimo mejor preparada intelectualmente, más culta y con dotes naturales hacia la escritura, en 1911 publicó un primer libro en francés: “Al hilo de la vida” (Au fil de la vie) firmado con el pseudónimo de Duquesa de Ávila, unas memorias que provocaron un enorme revuelo en la corte española que prohibió su publicación en España.
Cuatro años más tarde publico en inglés “La vida en la corte desde dentro”, otro escandalazo y en 1925 apareció un nuevo libro: “Cortes y países tras la Guerra”.
Cinco años más tarde publicó unas “Memorias” plagada de recuerdos y experiencias personales.
Por último, en 1946, cuando ya residía en España, publicó su obra más polémica: “Para la mujer”, donde están reflejadas sus ideas feministas.
Tras la guerra civil se postuló como partidaria de Franco y se instaló en Irún, dada su proximidad con Francia, a donde pasaba casi a diario.
Fue allí donde confesó que le encantaba el mar, que sosegaba su espíritu y que esa era herencia de su padre, marino de vocación, pero no desveló nunca la identidad de éste, permaneciendo siempre como hija del marido de su madre, el consorte Francisco de Asís.
Es indudable que Eulalia no fue una infanta al uso, si bien sacó de su madre la pasión por los hombres, llenando su vida de amantes, es también innegable que de su padre debió recibir algo más que su amor al mar.
La realeza española y la de otros muchos países han dejado escritas algunas cartas y algún pensamiento aislado, pero una copiosa obra literaria es realmente inusual y mucho más, plasmar en ella hasta los sentimientos más íntimos, como declararse abiertamente feminista en una sociedad donde el machismo y el patriarcado llegaba a las últimas consecuencias.
Aunque se han escrito algunos trabajos sobre la persona y la personalidad de  la infanta Eulalia, creo que no se ha divulgado suficientemente la singularidad de esta “tía tatarabuela” de nuestro actual soberano.