viernes, 29 de marzo de 2019

EL "PEREGRINO RARO"





Ramón Mesonero Romanos es un clásico escritor costumbrista de finales del siglo XIX que a base de indagar en la historia madrileña y publicar centenares de artículos y varios libros sobre las costumbres de la capital, fue nombrado y así se le consideraba, Cronista oficial de la Villa.
Gracias a él conocemos infinidad de historias, curiosas unas, dolorosas otras y vergonzosas algunas, sucedidas en la capital del reino a lo largo de siglos.
Una de ellas, de las más vergonzosas, es la que relata aquelarres en los conventos y los curiosos amoríos que se daban en las altas clases sociales, en la nobleza y con más infamia, en la realeza.
Empecemos por los aquelarres. En la calle de San Roque, una perpendicular a la famosa Gran Vía madrileña, existía un convento llamado de San Plácido, del que en la actualidad solo queda la iglesia que estaba integrada en él.
Dicho convento fue creado allá por 1620 por una mujer perteneciente a una poderosa familia de la época. Era doña Teresa Valle de la Cerda, descendiente de la famosa Princesa de Éboli, la cual estaba prometida en matrimonio con otro personaje de la nobleza española de la época, Jerónimo de Villanueva, protonotario mayor de Aragón y posteriormente secretario personal y consejero del rey Felipe IV.

Estado actual del Convento de San Plácido

A pesar de que ambas familias exultaban de alegría con un enlace tan ventajoso, doña Teresa, de la noche a la mañana, rompió su compromiso, manifestando su deseo de profesar hábitos.
Inexplicablemente el despreciado novio se tomó el asunto con una calma más propia de otras latitudes y en unión de su ex novia, decidieron la construcción de un convento en el que Teresa sería la priora y donde podrían buscar cobijo y consuelo espiritual hijas de buenas familias de la Villa que así lo deseasen.
Con un capital inicial de veinte mil ducados por cada una de las dos partes, Villanueva compró unos terrenos aledaños a una finca de su propiedad en la calle San Roque y se inició la construcción que concluyó unos años más tarde en un espléndido edificio con iglesia adjunta.
Pero el de Villanueva no era todo lo conformista que pudiera a simple vista parecer y desde su finca, lindante con el convento, hasta las entrañas de los sótanos de éste, hizo construir un pasadizo secreto, quizás con la intención de visitar privadamente a doña Teresa, o cualquier otra intención, desde luego poco confesable.
De inmediato el convento fue recibiendo jóvenes de destacada posición social, integrando su jerarquía un confesor, el sacerdote Francisco García Calderón, un hombre de cincuenta y seis años y de oscuro pasado y con el que ocurrirían extrañas cosas.
Hasta treinta novicias albergó el convento en poco tiempo y apenas habían pasado unos años desde su inicio, cuando en todo el barrio que hoy se conoce como de Malasaña, en el que se ubicaba el convento, se comenzó a hablar de las misteriosas voces, gritos y otras extrañas circunstancias que se estaba produciendo en su interior.
Es de señalar que por aquella época se estaba extendido una herejía en forma de secta religiosa conocida como los “alumbrados” o “iluminados”, cuyas raíces se pierden en el tiempo y que alcanzó gran difusión primero en Alemania y luego se fue extendiendo a otros países.
Según su doctrina, el “alumbrado”, ahonda tanto en su propia esencia que consigue llegar a un extremo de perfección y de irresponsabilidad que ya el pecado no es pecado, sino un acto de exaltación de su pureza.
Como casi todas estas sectas de oscuros orígenes y más oscuros objetivos, la lujuria era la condición humana que más se desataba y sus reuniones terminaban en orgias con explosión de delirantes gritos, contorsiones y expresiones.
Supuestamente, algunas de aquellas novicias encerradas en el convento ya venían de la calle tocadas por esa semilla de posesión maligna que había de ser curada y desde la priora, doña Teresa, hasta la casi totalidad de las jóvenes monjas, aceptaban de buen grado participar en aquellas milagrosas curaciones que el sacerdote, confesor de todas ellas, practicaba.
Como es comprensible, aquel director espiritual ejercía una enorme influencia en aquellas novicias, muchas de ellas casi niñas que encerradas en la clausura, no veían más que por los ojos del sacerdote. Este malvado personaje, del que no se llegó a aclarar si era realmente un profeso de la fe de los “alumbrados”, o si era realmente un pervertido que daba salida a sus más bajas pasiones con aquellas pobres desdichadas, empezaba por hacerles creer, incluida doña Teresa, que estaban poseídas por el demonio que se presentaba bajo la forma a la que llamaban el “Peregrino raro”.
Las manifestaciones externas de aquellas supuestas posesiones eran gritos, convulsiones, terroríficas visiones y otras que en la actualidad están descritas en la psiquiatría como episodios de histeria colectiva, pero que en la época, el médico que examinó a las novicias, no dudó en asegurar que estaban poseídas por el demonio y que el exorcismo era el único procedimiento a seguir.
Nadie mejor que el confesor para llevar a la práctica el ritual que realizó sin respeto a la liturgia que la Iglesia tenía establecida y dio rienda suelta a su más bajos instintos haciendo que, una a una, las novicias se le fueran entregando para realizar con ellas los más aberrantes actos sexuales, mientras las pobre infelices creían que aquellos actos sexuales las estaban librando del maligno, a la vez que podrían ofrecerle la gloria de engendrar a un nuevo profeta.
Pero entre las novicias había unas que ni presentaban sintomatología, ni podían comprender que aquellas practicas sexuales estuvieran encaminadas a liberar a sus hermanas del “Peregrino raro” y a través de sus familias, dieron conocimiento al Santo Oficio que actuó de inmediato sobre el sacerdote, la priora y veinticinco novicias que fueron trasladados a Toledo a las cárceles secretas que la Inquisición tenía en la ciudad.
Allí se obtuvieron las confesiones de todos los implicados y se dictaron las sentencias que, a pesar de la gravedad de los hechos, no fueron de gran dureza, salvo para el cura que fue condenado a reclusión permanente. Pero doña Teresa solamente fue condenada a una reclusión de cuatro años en el convento de Santo Domingo el Real, de Toledo, tras los cuales pudo regresar a San Plácido continuando de priora. El resto de las monjas fueron distribuidas por diferentes conventos sin ninguna otra sanción.
Curiosamente, tras estos vergonzosos hechos, la priora comenzó a adquirir cierta fama como adivinadora y potenciada esta dudosa habilidad por su antiguo novio que en ningún momento desapareció de la escena, aunque si estuvo ajeno a los aberrante sucesos, la fama de vidente llegó hasta el valido del rey Felipe IV, el Conde Duque de Olivares, don Gaspar de Guzmán, el cual comenzó a visitar el convento de San Plácido obsesionado por la falta de heredero que perpetuara su estirpe.

El Conde Duque pintado por Velázquez

En una de esas visitas, el poderoso valido, por indicaciones de su amigo Villanueva, se fijó en una joven, sobrina de la priora y de nombre sor Margarita de la Cruz, la cual había ingresado en el convento por decisión paterna y para apartarla del masculino asedio a que era sometida debido a su extraordinaria belleza.
El de Olivares pudo apreciar los encantos físicos de sor Margarita y con la intención de acrecentar su poder sobre el monarca, conociendo las tendencias sexuales de éste, le comento las excelencias de la novicia. Poco le falto al rijoso monarca que en público se mostraba extremadamente religioso, pero en privado era todo un dechado de vicio y depravación, para querer conocer a la pobre criatura, para lo cual, Villanueva, valiéndose de su fuerte vínculo con la priora, preparó una entrevista de ésta con el monarca, so pretexto de que el rey quería conocer las interioridades del convento, asegurándose que sor Margarita estuviese presente y el monarca pudiera contemplarla.
Ni que decir tiene que la belleza de aquella joven trastocó al Austria que de inmediato no dudó en poner en marcha toda la maquinaria palaciega y valiéndose de aquel pasadizo secreto que el de Villanueva había construido, penetrar en el convento para satisfacer sus libidinosos apetitos.
Una pequeña comitiva en la que iban el rey, el valido y Villanueva, se puso en marcha una noche cuando ya todo el plan había sido perfeccionado y usando aquel pasadizo llegaron a los sótanos del convento y desde allí se dirigieron a las celdas de las monjas conduciendo a un rey al que aquella aventura preocupaba mucho más que todos los problemas de estado, que a la postre era lo que el valido pretendía.
Pero al ir aproximándose a las celdas, empezaron a escuchar cánticos mortuorios, a ver luces de velas bailando en la oscuridad y un ambiente de tristeza y duelo a la puerta de una celda en cuyo interior se encontraba la priora y sobre el catre el cadáver de una monja.
A pesar de lo subrepticia de la entrada del rey y su cortejo, doña Teresa no pareció sorprenderse de la extraña presencia a altas horas del la noche y con gran compostura comunicó a los recién llegados que lo hacían en mal momento, pues estaban velando el cadáver de sor Margarita, les dijo mostrándoles el ataúd iluminado por cuatro hachones y en el que reposaba el cuerpo de la novicia.
La comitiva real se dio la vuelta y sin mediar palabra salieron del convento por donde mismo habían entrado, pero con mucha más prisa y pánico en el cuerpo.
Solamente Villanueva sabía lo que se iban a encontrar, pues tras conocer la decisión del rey de abordar de aquella forma a la monja, urdió con su inseparable Teresa el plan que ahuyentara al monarca y dejara tranquilo al convento.
Margarita estaba, naturalmente, viva y viva continuó muchos años en la paz del convento; el rey encontraría alguna otra joven doncella en la que fijar su libido y el Conde Duque inició su declive como valido, hasta perder la vida poco tiempo después.
El rey, en su “magnanimidad”, quiso compensar al convento por haber sido objeto de sus desmanes y le regaló un cuadro que actualmente se admira en el Museo del Prado y que se titula “El Cristo de Velázquez” y un espléndido reloj de carillón.
Aunque el asunto parece haberse resuelto en la intimidad de un claustro, lo cierto es que hasta el papa tomó cartas en el asunto, ya que informado por la Inquisición, quiso saber de lo ocurrido, obligando a un notario real llamado Alfonso de Paredes que confeccionase un informe y que lo llevase a Roma, pero los tentáculos del de Olivares hicieron desaparecer a notario y a informe cuando iba en camino de la Ciudad Eterna.

viernes, 22 de marzo de 2019

NEY, EL RUBICUNDO MARISCAL





El 28 de febrero de 1815 Napoleón escapó de su fingida prisión en la isla de Elba y con unos mil soldados que conservaba como una especie de guardia personal, desembarcó en Antibes, ciudad costera entre Niza y Cannes. Había elegido voluntariamente su destierro en Elba cuya escasa población lo recibió con recelo y donde de inmediato comenzó a realizar importantes obras de infraestructura que los vecinos acogieron con entusiasmo. Pero su única intención era la de volver a París y hacerse nuevamente con el poder.
Mientras, Francia había nombrado rey a Luis XVIII, el cual, nada más tener noticias del regreso de Napoleón, envió al Mariscal Michel Ney, para que lo capturara.
Dicen que Ney, al recibir el encargo directamente del rey dijo que traería a Napoleón en una jaula de hierro, emprendiendo la marcha de inmediato al frente del Quinto Regimiento de Línea.
Pero entre los muchos errores que el rey había cometido en su corto reinado, quizás el más importante fue el de no haber purgado el ejército de militares leales a Bonaparte, el cual era considerado un genio militar y profundamente admirado por las altas jerarquías castrenses.
 Días más tarde se encontraron en las inmediaciones de la ciudad de Grenoble, al pie de los Alpes, en donde Napoleón marchó totalmente solo a encontrarse con el ejército del mariscal Ney y tras una breve exhortación a los soldados del Quinto Regimiento, el mariscal se pasó al bando del emperador y juntos marcharon hacia París.
No fue esta la única deserción, pues por donde las tropas sublevadas iban pasando, se les iban adhiriendo infinidad de soldados, incluso regimientos enteros, como ocurrió el 19 de marzo, cuando el ejército acampado en las afueras de París para su defensa, se pasó en bloque a las filas napoleónicas.
De inmediato el rey comprendió que todo estaba perdido y huyó de París hacia Holanda, albergándose en Gante.
Napoleón y su fiel Ney entraron triunfantes en la capital del Sena y dio comienzo a lo que se ha dado en llamar “Imperio de los Cien días”.
Porque eso fue lo que duró hasta la derrota de Waterloo, donde Napoleón y Ney fueron hechos prisioneros.
El emperador fue trasladado a la isla de Santa Elena y Ney juzgado y condenado a muerte, fue fusilado en el muro trasero del palacio de Luxemburgo, el día 20 de noviembre de 1815.
Pero antes de continuar, es preciso hacer un poco de historia sobre este brillante militar, cuya muerte, como se verá no deja de estar recubierta por un halo misterioso.
Michel Ney nació en 1769 en la región fronteriza de Lorena, hijo de un veterano militar francés reconvertido en tonelero y madre alemana.
Aunque empezó muy joven a trabajar en el mundo de los licores, cuando tuvo la edad reglamentaria se alistó en el ejército francés, del que tanto había oído hablar a su padre y en donde inmediatamente destacó por su inteligencia natural y su valor y en donde empezó a ser conocido cariñosamente por “El rubicundo” dado el color sonrosado de su cara. Con veinticinco años ya era capitán y dos años más tarde, por méritos de guerra, fue ascendido a general de brigada.
Tras el golpe de estado de Napoleón, al que no conocía personalmente, se coloca claramente en su contra, pero su esposa, Aglaè Augié, amiga íntima de Hortensia, hija de Josefina, la primera esposa del futuro emperador, lo convence para que cambie de bando.
Cuando ambos militares se conocen, quedan mutuamente impresionados, iniciando una amistad que duró siempre.
Fue ministro y mariscal, la más alta graduación militar y así llegó hasta el momento de su ejecución.
Cuando tras la derrota de Waterloo los ingleses mandados por el duque de Wellington lo hacen prisionero, lo entregan al rey de Francia que inicia un juicio contra el mariscal a resultas del cual es condenado a muerte por traición, llevándose a cabo la ejecución en presencia del propio Wellington.
Un piquete de soldados formó frente al muro del Palacio de Luxemburgo, actual sede del senado francés y según todas las crónicas, disparó al corazón de Ney que cayó ensangrentado.

Dibujo del fusilamiento del mariscal Ney

Pero no se le dio el tiro de gracia, preceptivo en los fusilamientos y su cadáver no fue mostrado ni tan siquiera a su esposa, recibiendo inmediata sepultura.
No pasó mucho tiempo cuando empezó a correr un rumor que fue agrandándose hasta adquirir dimensiones formidables y que hablaba de que el mariscal Ney no había muerto, sino que vivía bajo otra identidad, en tierras americanas.
Hacia 1819, en Carolina del Sur, una de las trece colonias que se separaron de Inglaterra, apareció un hombre que se hacía llamar Peter Stewart Ney y cuyo parecido con el famoso mariscal Ney era sorprendente.
El primero en dar la voz de aviso fue un marinero llamado Philip Petrie, enrolado en un buque llamado City of Philadelfia, que dijo haber sido soldado a las órdenes del mariscal, al que sin ningún lugar a dudas había reconocido como uno de los pasajeros que zarpando de un puerto al norte de Europa, había llegado al continente americano, desembarcando en Charleston en el mes de enero de 1816. Eso sería un par de meses tras su supuesta ejecución.
Curiosamente, el tal Peter hablaba correctamente alemán, chapurreaba inglés y decía no saber francés, aunque en numerosas ocasiones, sus convecinos lo habían sorprendido en librerías y bibliotecas consultando libros escritos en francés.
Es de señalar que tras la independencia de Inglaterra, Francia y España estuvieron muy presentes en las nuevas colonias, por lo que el francés era lengua de uso muy corriente que este ciudadano decía extrañamente no conocer.
Otra circunstancia que le hacían semejarse al desaparecido mariscal es que Peter era un experto espadachín que manejaba el sable a la perfección, sobre todo montando a caballo, actividad que también dominaba.
El mariscal Ney había servido toda su vida en el regimiento de Húsares, que son unidades de caballería.
En sus últimos años había dado clases en un prestigioso colegio de Carolina hasta que falleció en 1846.
Un detalle de su personalidad era la afición a la bebida, a la que se entregaba sin mesura y aunque siempre negaba ser otra cosa que profesor, cuando se encontraba bajo los efectos del alcohol confesaba a sus más allegados ser el verdadero mariscal francés.
Pero no es que solamente dijera eso por alardear es que quienes le escuchaban relataron que contaba con toda suerte de detalles las batallas en las que había participado junto a Napoleón e incluso explicaba la razón por la que se había salvado del fusilamiento, el cual fue un simulacro ideado por el propio duque de Wellington, con el que aparte el lógico enfrentamiento por pertenecer a ejércitos en guerra, le unía el estrecho lazo de ser hermanos masones.
Uno de sus alumnos en el Davidson College, que en realidad es una universidad privada de Carolina del Norte, manifestó que en el año 1821 llevó a clase un periódico que publicaba la muerte de Napoleón en la isla de Santa Elena y que al leer la noticia, el profesor Peter Stewart se desmayó y hubo que llevarlo a la enfermería, en donde el médico oficial del Colegio le hizo un reconocimiento general, comprobando que tenía varias heridas en todo el cuerpo, algunas de las cuales se observaba a simple vista que eran de gravedad y producida por armas blancas, aunque también observó alguna que parecía producto de metralla o de fusilería.
Murió con setenta y siete años, según consta en la placa de bronce de su tumba, que sería la misma edad que tendría el mariscal.


Lápida de Peter Stewart Ney
Como puede leerse en la inscripción, se da por sentado que quien yace allí fue un soldado de la revolución francesa a las órdenes de Napoleón.
Acabada la época napoleónica, José Bonaparte, que había sido rey de España y de donde había huido con un considerable tesoro en joyas y piezas de oro, cargo elevado en la francmasonería, se refugió en los Estados Unidos, desde donde ayudó a muchos bonapartistas masones, a huir a las colonias americanas.
Uno de ellos pudo ser el mariscal Ney, porque en toda esta polémica existe un hecho incontrovertido y es que casi un siglo después, en 1903, concretamente, la tumba de Ney en el cementerio Père-Lachaise, el más grande de los de París, fue abierta para trasladar los restos a otro lugar, comprobándose que el ataúd que debería contener el cuerpo del mariscal estaba vacío.
Es probable que nunca sepamos la realidad de esta historia que suena más a novelesca que a realidad, pero unas pruebas caligráficas realizadas recientemente, sobre escritos indubitados de ambos personajes, arrojan una coincidencia del ciento por ciento.

viernes, 15 de marzo de 2019

LA PLUMA Y LA ESPADA





El título carece totalmente de originalidad, es obvio, pues a lo largo de la historia se ha empleado en la descripción de personajes que han destacado tanto en la literatura como en las armas. El mismo Garcilaso de la Vega mereció ese calificativo, pero eso no es obstáculo para aplicarlo a muchos otros que en nuestro glorioso pasado, usaron de las dos eficaces armas para combatir al enemigo tanto en el campo de batalla, como en la más difícil tarea de desmontar mentiras y falacias, como el personaje del que me propongo escribir.
Ya lo he dicho en varias ocasiones y es cosa casi entendible que personajes españoles de gran talla hayan pasado inadvertidos dada la proliferación de descomunales figuras con las que contemporizaron y ese es el caso de Gonzalo Jiménez de Quesada.
Nació en 1509 posiblemente en Granada, aunque no se descarta Córdoba  pues hay fuentes que lo sitúan en ambas ciudades, en el seno de una familia acomodada en la que el padre ejercía la abogacía.
Fue el mayor de seis hermanos y a la edad adecuada fue enviado a Salamanca donde se licenció en derecho, regresando a Granada, donde su familia estaba establecida, en el año 1533; allí empieza a colaborar con su padre ante los tribunales, en donde pronto se le empezó a conocer como “Gonzalo, el Mozo”, para diferenciarlo de su padre.

Oleo de Gonzalo Jiménez de Quesada

Pero escasa vocación de leguleyo debía tener el joven porque dos años después decide dejar el derecho y enrolarse en una expedición hacia las Américas, en la que lo acompañaron sus dos hermanos, Hernán y Francisco.
Mandaba aquella expedición Pedro Fernández de Lugo, un acreditado conquistador de las islas de La Palma y Tenerife, castigador de la piratería berberisca del Mediterráneo y Adelantado de Canarias, desde donde organizó su expedición hacia el río Magdalena, en la actual Colombia acompañado, como segundo en el mando, por su hijo Alonso Luís.
Pronto el De Lugo advirtió las grandes cualidades de Gonzalo y tras desembarcar en Santa Marta, en la costa caribeña del Reino de Nueva Granada, como lo bautizó precisamente Gonzalo, organizaron una expedición que llevaría dos frentes, uno fluvial, con seis bergantines que se adentrarían por el intrincado río Magdalena y otra parte por tierra, siguiendo el curso de dicho río.
Esta segunda expedición fue puesta a las ordenes de Quesada y estaba compuesta por más de seiscientos soldados. La intención perseguida era la de buscar una ruta terrestres hacia el Perú.
La doble expedición partió a remontar el Magdalena el día cinco de abril de 1536, encontrándose con las enormes vicisitudes de atravesar bosques y ciénagas, como las que García Márquez refiere en su novela Cien años de soledad, en donde se escondían innumerables peligros, además de los hostiles nativos de la región, sobre los que llevaban instrucciones de procurar su amistad, pero también la de sacarle todo el oro y plata que tuvieran.
Gonzalo Jiménez permaneció más de tres años en el interior de aquellas selvas, hasta reunirse con otras dos expediciones que habían partido de Ecuador y Venezuela.
Es difícil imaginar cómo es posible que tres expediciones partidas de puntos diferentes y en distintos momentos fueran capaces de encontrarse en la inmensidad que aquel territorio suponía, pero lo cierto es que así fue y mientras esperaba a las otras expediciones, en un lugar conocido como Sabana de Bogotá, mandó construir una iglesia que el seis de agosto de 1538 celebró su primera misa y en cuyo lugar fundó la ciudad de Santa Fe de Bogotá, actual capital de Colombia, que toma la fecha de la celebración de aquella primera eucaristía, como la de la fundación de su ciudad.

Fundación de Santa Fe de Bogotá

Años después. Quesada regresó a España con sus hermanos Hernán y Francisco, los cuales, después de haber pasado por infinidad de peligros y riesgos en su etapa de conquistadores, fallecieron en España cuando los alcanzó un rayo en una tormenta.
La figura de Gonzalo Jiménez de Quesada, teniendo una gran importancia histórica, ha pasado desapercibida al coexistir con personajes de la talla de Hernán Cortés, Francisco Pizarro, Diego de Almagro, Cabeza de Vaca y muchos otros que alcanzaron tal notoriedad que eclipsaron totalmente a hombres de la talla del que nos ocupamos.
Sin embargo y después de haber conquistado un reino, fundado ciudades y haber engrandecido notablemente las posesiones españolas en el Nuevo Continente, su figura estaba diluida y prácticamente hasta el pasado siglo XX, nadie hablaba de él si no era en estudios profundos y casi siempre de pasada.
Pero vino a ocurrir un hecho que puso en primer plano la figura Jiménez de Quesada y es que se descubrieron unos escritos publicados por él, a los que los historiadores de la época y posteriores habían prestado poca o ninguna atención.
Al regresar a España tras su viaje de conquistador, empieza a apreciar cómo la Leyenda Negra está calando profundamente contra España y que es alimentada, fundamentalmente desde dos frentes.
Por uno, el más famoso y consabido frente protestante, alentada por Lutero y por Guillermo de Orange, entre otros y apoyada por la siempre sibilina Inglaterra, celosa del enorme poder que estaba alcanzando España. Por otro lado una parte importante de la supuesta intelectualidad italiana que cargaba tintas contra nosotros, en un frente que lideraba el obispo de Nocera, Paolo Giovio, a quien se conoce como Paulo Jovio, un médico, humanista, historiador y prelado de la Iglesia que arremetía contra los españoles acusándoles de todas las barbaries imaginables. A él se debe la falsificada información del famoso Saco de Roma, en donde los soldados españoles participaron de una forma testimonial dentro de un contingente alemán, holandés y belga, pues aquella acción no fue obra de España sino decisión del emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, de castigar las veleidades del papa.
Cierto que el emperador del Sacro Imperio era también el rey de España, pero las atrocidades que dicen se cometieron en aquel saqueo fue obra de soldados que no eran precisamente españoles: lansquenetes, tudescos, mercenarios alemanes, a los que no ha afectado el baldón que para los españoles ha supuesto la participación en aquel desafortunado incidente.
En la Italia renacentista, más que Leyenda Negra, se desarrolló un proceso de “hispanofobia”, como relata Elvira Roca Barea en su libro y que suponía un odio a todo lo español, pero el germen de ese odio no era otro que una insana envidia al ver cómo era España la única que protegía sus costas de los ataques berberiscos, o cómo el imperio español no paraba de crecer en extensión y riquezas, o como fue precisamente con capital español que la ciudad de Roma había adquirido el esplendor imperial de su pasado, o el hecho de que a finales del siglo XVI, un tercio de la población de Roma fuera española, o que muchos italianos prefirieran hacer carrera de armas en los ejércitos españoles, mucho más eficaces y mejor considerados, o en la propia administración.
Y a pesar de todo, el odio hacia España se incrementa luchando contra una realidad incuestionable y el tal Jovio escribía y escribía atacando en sus obras a nuestra patria, sin que fuera contestado apenas.
Hasta que llegó Jiménez de Quesada a España de vuelta de su exitosa expedición creando el Reino de Nueva Granada y su capital, Bogotá.
Se sorprende e indigna contra la feroz e injusta crítica del obispo Jovio y no duda en arremeter contra él, usando la pluma, esa otra arma que hace más daño que la hoja de acero de la espada y que permanece por más tiempo abriendo la herida del enemigo.
Poseído de cólera escribe “El Antijovio” cuando percibe que los escritos obispales, inicialmente en latín, están siendo traducidos al español y al italiano, por lo que supone que están teniendo éxito y que pueden influir muy negativamente en la propia estima de los españoles.
Pero así es España y el libro no fue editado, lo que aclara perfectamente la escasa preocupación por contrarrestar ese odio que se está generando.
El libro no se publicó hasta 1952, cuando ya era muy tarde y se hizo con la intención de que se conocieran voces que clamaban contra lo antiespañol.
Jiménez Quesada era un hombre del Renacimiento que hablaba latín, griego, español, italiano y árabe, que antepuso a su confort natural, al pertenecer a una familia rica y dedicarse él a una notable profesión, el riesgo permanente de engrandecer su querida patria. Murió cuando había cumplido los setenta años, en una ciudad colombiana llamada Mariquita, completamente arruinado por las numerosas expediciones que realizara por las selvas del continente, algunas de las cuales lo fueron en la quimérica búsqueda de El Dorado.
España sigue siendo igual y sus enemigos ya nos llamaron marranos y bestias, como hizo el reformador Lutero y como sigue haciendo algún presidente autonómico, cuyo odio a su país es incluso mayor que el del obispo de Nocera.