viernes, 26 de abril de 2019

UN TRIBUTO HISTÓRICO





Hace unos días, un amigo me prestó un libro sobre curiosidades escondidas de la historia, con un título ciertamente atractivo: Eso no estaba en mi libro de Historia de España.
El libro analiza una docena de casos, algunos de los cuales ya habían sido objeto de atención por parte de este blog, hace ya varios años, como la victoria de Blas de Lezo sobre el almirante inglés Vernon en la llamada Guerra de la Oreja de Jenkins, la Inquisición y sus tormentos, la expedición de la vacuna de Balmis, o el descubrimiento de las fuentes del Nilo por el jesuita español Pedro Páez Jaramillo, pero hay varios más, todos muy bien documentados que merecen la pena leer, como este del que voy a hablar y sobre el que ya tenía conocimiento por unos amigos navarros y alguna documentación, escasa.
La cuestión es que, en la actualidad, existe un pacto entre dos comarcas a ambos lados de los Pirineos navarros que se viene cumpliendo, documentalmente, desde 1376, como consecuencia del cual, los habitantes del lado francés tienen que pagar un tributo a los españoles consistente en tres vacas de la llamada raza pirenaica.
Aunque hay historiadores que dicen que este tributo es mucho más antiguo, remontándose a la ápoca de dominación romana, solo que hasta el siglo XIV se contemplaba como un acto consuetudinario y desde la fecha indicada, fue recogido por escrito a raíz de unos graves incidentes ocurridos entre los vecinos del valle del Roncal, en el lado navarro y los del valle de Baretous, del lado francés.
En aquel momento, todo el territorio pertenecía a la corona navarra, pero con el tiempo se deslindó y parte del territorio en conflicto quedó en Navarra y parte en Francia.
Entonces y ahora ambas comarcas eran casi exclusivamente ganaderas, aprovechando la bonanza de los pastos y las muchas fuentes que riegan los valles. Precisamente por el aprovechamiento de una de aquellas fuentes surgió una pelea entre Pierre Sansoler, de Baretous y Pedro Carrica, del Roncal. La brutalidad incontrolada de aquella difícil época hizo que la discusión terminara en tragedia y Carrica mató a Sansoler y se inició un conflicto entre las dos comarcas que ensangrentó el lugar.
Los vecinos de Sansoler tomaron venganza y su primo, junto con un amigo, fueron a la casa de Carrica y al no encontrarlo, pues estaría en el monte con sus tareas de ganadero, mataron a su mujer, que estaba embarazada.
Como una reacción natural en la época, el asunto no podía quedar así y el roncalés con algunos acompañantes tan exaltados como él, fueron a la casa del primo  y lo encontraron junto con algunos amigos, lo que hace suponer que estaban esperando la visita. También estaba su mujer, con un hijo pequeño.
Carrica y su gente mataron al primo de Sansoler y a los acompañantes, pero respetaron la vida de la mujer y el niño.
Los franceses no dejaron pasar el asunto sin más derramamiento de sangre y en una emboscada mataron a varios ganaderos navarros que, según alguna documentación, pudieron ser veinticinco.
Tan teñido de sangre se volvió el asunto que la convivencia era imposible, pero también se dificultó la realización de los trabajos propios de la ganadería, por el temor de una acción de los del bando contrario.
No faltaron aventureros y hombres de fortuna que de uno y otro lado se allegasen en aquellas tierras para dar fortaleza y poderío a cada uno de los dos bando en conflicto que se organizaron como pequeños ejércitos.
Dicen las crónicas que a los franceses los dirigía un tal capitán Agote y a los navarros el capitán español Lucas López de Garde, seguramente un mercenario que acabó con la vida del francés.
Puede que la fantasía popular exacerbase la realidad, pues al capitán Agote lo describe como un individuo medio monstruoso, con cuatro orejas, pero también es posible que éste fuera un individuo perteneciente al reducido y autóctono grupo humano de los “agotes” , una minoría que presenta características morfológicas propias, excluida socialmente que vive aún a ambos lados de los Pirineos, desde Navarra hasta Huesca y de cuya existencia no se conoció hasta bien entrada la Edad Media.
Las relaciones se fueron enconando cada vez más, aglutinando a los pueblos desde los más cercanos a los más distantes de ambas regiones que, armados, se iban uniendo a las improvisadas huestes de uno y otro bando, hasta terminar en la batalla de Aguincea, donde murieron treinta y cinco navarros y casi doscientos franceses.
Tal proporción adquirió aquella lucha constante que el rey de Navarra, Carlos II, apodado “El Malo” y el vizconde de Foix, Gastón III, a cuyos dominios pertenecían el valle francés, vieron la urgente necesidad de poner fin a aquel asunto que tenía dos vertientes perfectamente definidas: por un lado estaba el fondo del mismo que era el aprovechamiento de las aguas y los pastos; por el otro, más grave, el enconamiento y el odio suscitado en ambas vertientes pirenaicas.
Y eligieron un fórmula civilizada como es la de proponer un organismo mediador, una especie de árbitro imparcial que llegando a la raíz del problema determinase culpabilidades y negociando entre las dos partes alcanzase un acuerdo que a todos satisficiera.
El “hombre bueno”, como entonces se llamaba a esta figura, fue el alcalde de Ansó, un pueblo de Huesca situado en el Pirineo, fronterizo con Navarra, que con otros cinco “hombres buenos” se reunieron en una iglesia del pueblo y estudiaron detenidamente el tema durante veinte días, en una especie de conclave del que no salieron hasta haber adoptado una decisión.
Debía de estar muy clara la mayor carga de culpabilidad en el conflicto, pues el fallo de aquel tribunal popular fue claramente favorable a los intereses navarros.
Cabe también la posibilidad de que el enfrentamiento entre un vizconde, no demasiado poderoso y un rey que reunía en sus manos todo el poder que en aquel momento se podía tener, inclinara favorablemente la balanza hacia los vecinos de el Roncal, los cuales, cada día 13 de julio, recibirían de los franceses un tributo consistente en tres vacas de la raza autóctona, de dos años de edad y sin daño en la cornamenta, la dentadura o las pieles, es decir, en perfecto estado de revista.
La decisión contentó a todos, o al menos los franceses se comprometieron a respetarla por “ciento et un aynnos”, formula que supone perpetuidad y de manera sorprendente, cada año, en el lugar estipulado por el dictamen de los “hombres buenos”, la “Piedra de San Martín”, los habitantes del valle francés de Baretous, encabezados por su alcalde, luciendo sus mejores galas y en comitiva festiva, se dirigen al lugar y hacen entrega del tributo, mientras van exclamando “pax avant, pax avant”.
Desde entonces, nunca ha dejado de cumplirse el tratado, si bien han habido varias vicisitudes a lo largo de los más de seiscientos años. Lo primero es que actualmente las vacas vuelven a Francia y los franceses pagan su valor en euros, cosa que ya habían hecho durante la Guerra de la Independencia, cuando no pudieron cumplir el compromiso de entregar las vacas.
En 1858 la Piedra de San Martin fue nominada como mojón 262 del nuevo trazado fronterizo entre ambos países y es allí donde se celebra el acto.

La famosa Piedra de San Martín


Durante los años de la Segunda Guerra Mundial, los alemanes impidieron la celebración del acto y cuando se pudo reanudar, los franceses entregaban cuatro vacas, en compensación, hasta que cubrieron el déficit producido.
El Tratado también tenía una parte compensatoria y era, como parece natural, acerca del aprovechamiento de los pastos y las aguas del lado navarro, estableciendo las fechas en que el ganado francés podía pastar en lado español y el uso que se daría a la fuente origen del conflicto, que se utilizaría solamente para consumo humano y para amasar pan.
En la actualidad es el tratado más antiguo de los que continúan vigente y con pleno cumplimiento, habiéndose convertido en toda una festividad muy celebrada entre los vecinos de ambos lados de la frontera y que concita una gran afluencia de público.
Como decía al principio, algunos historiadores y estudiosos de las viejas tradiciones han apuntado que el pacto por el que se entregaba tres vacas a cambio del aprovechamiento de pastos y aguas es mucho más antiguo y se remota nada menos que al siglo II antes de nuestra Era y que la verdadera causa por la que se inició el conflicto fue el incumplimiento de éste por el lado francés.
Un último detalle es que la comitiva francesa ataviada con traje de época y la bandera francesa cruzada en el pecho, luce descubiertas sus cabezas, mientras que los roncaleses, también con trajes de época, van cubiertos con sombreros y la bandera española no figura por ninguna parte.

Momento ceremonioso junto a la Piedra

viernes, 19 de abril de 2019

EL "SOSIAS" DEL REY HUMBERTO





Hace ya casi cuarenta años, una tarde de feria en mi pueblo, El Puerto de Santa María, me encontraba saliendo de mi trabajo cuando por la puerta de la Comisaría apareció el escritor Camilo José Cela.
Venía acompañado de una señora más joven, vistosa y muy elegante y me preguntó si yo era policía.
Con una cara de asombro que se me debía notar a la legua, comprobé el pronunciado acento argentino de aquel “Cela”, el cual me confirmó que él era comisario de policía de Buenos Aires y no le extrañaba mi estupor ante su extraordinario parecido con el escritor gallego.
Aún recuerdo su nombre: Ernesto Dayafou, aunque no sé si se escribiría exactamente así, pero de esa forma sonaba. Estaba de vacaciones por España y acudía a la Comisaría para pedir consejo sobre las cosas que se podían hacer en la ciudad.
Estuvimos toda la tarde-noche de feria juntos, bebimos más vino fino del que mi nuevo amigo era capaz de soportar y cogió tal borrachera que al final tuve que llevarlos hasta su hotel.
En el curso de las muchísimas cosas de las que hablamos, me contó que en el tiempo que llevaba en España todo el mundo le confundía con el escritor Cela, todavía no premio Noble, pero sí muy famoso y que él creía que era su “sosias”, como en la obra “Anfitrión” de Plauto, mientras no abría la boca.
Nos vimos un par de días más y luego se marchó y no volví a saber nunca más de él.
Hay veces que la naturaleza ofrece estas especies de duplicidades que están constatadas desde muchos siglos atrás, como en la mitología escandinava, donde recibe el nombre de “doppelganger”, una especie de doble que camina al lado y es presagio de graves males.
Algo de presagio maléfico debe haber en la aparición de esos dobles que la literatura ha descrito desde Dostoievski, hasta Saramago y que la historia ha utilizado con profusión.
Se sabe que Churchill, Hitler, Rudolph Hess, Stalin, Ceaucescu, Saddam Husein, Isabel II de Inglaterra y hasta el papa Pablo VI, han utilizado dobles en algunos momentos de sus vidas, para acciones muy concretas.

“Sosias” de D. Trump y de Kim Jong-un

Toda esta introducción viene a cuento para relatar una historia que es tenida como cierta, se cuenta en muchos lugares, la publicó la prensa en su momento, pero debo reconocer que yo no he encontrado una constatación que le dé oficialidad.
A finales del siglo XIX Italia era, por fin, un país unificado. Había sido obra del rey Víctor Manuel II, el cual fallecía en 1878, sucediéndole su hijo que se autodenominó Humberto I de Italia, cuando en realidad le correspondía el ordinal “IV” de Saboya, pero pretendía realzar la corona italiana, sobre su descendencia de la poderosa casa de Saboya.
Humberto era de tendencia ultra conservadora, lo que le acarró no pocos ni leves problemas, tanto en el interior como en el exterior y se caracterizó por su forma de solventarlos, con extremada dureza, sobre todo cuando eran movilizaciones sindicales, organizaciones con las que siempre mantuvo una relación agria y tirante.
En su reinado un hecho de extraordinaria luctuosidad fue la represión de las masivas protestas ocurridas en Milán en 1898 motivadas por la subida del precio del trigo y de ciertos impuestos, contra las que utilizó el ejército ocasionando una masacre en la que perdieron la vida un total de cuatrocientas personas y más de dos mil resultaron heridas.
Este hecho provocó un fuerte odio en el pueblo, sobre todo en las zonas de la Lombardía y el Piamonte, en el norte del país, la zona más industrializada y próspera.
Pero al rey le importaba bien poco lo que se pensase de él. Vivía feliz con su enorme mostacho, tan del gusto de aquella época y su afición a los deportes.
Esta última debilidad le llevó el 28 de julio de 1900 a la ciudad de Monza, al norte de Milán, hoy famosa por su circuito de carreras y ya entonces destacado centro de eventos deportivos.
Allí fue a cenar a un restaurante en unión de sus más íntimos colaboradores y tras la cena tuvo una de las mayores sorpresas de su vida, cuando el propietario del local salió a saludar al monarca.
Al verse, ambos quedaron altamente sorprendidos, pues era como si se estuvieran contemplando en un espejo. Eran dos personas iguales y el rey, sorprendido, le pidió que se sentase a la mesa para conversar con él.
A partir de ese momento se fueron sucediendo una serie de coincidencias que resultan altamente sorprendentes.
El dueño del local se llamaba Humberto, lo mismo que el rey y también había nacido en Turín el mismo día que el monarca, el catorce de marzo de 1844.
No terminaban ahí las coincidencias, pues la esposa del hostelero se llamaba Margherite, igual que la reina y con la que se había casado el mismo día que el rey y aún más, había inaugurado su restaurante el mismo día en que Humberto I había sido coronado rey de Italia.
El monarca no salía de su asombro; era como si hubiese encontrado otro yo, idéntico a él y con las mismas circunstancias personales a lo largo de la vida.
Divertido, invitó a su “sosias” a que le acompañara al día siguiente a presidir las pruebas de atletismo para lo que había ido a Monza, a lo que su doble aceptó gustoso.
Al día siguiente, cumpliendo todos los protocolos, el monarca se dirigió al estadio para ocupar la presidencia del acto, reservando una silla para que la ocupara su otro yo, su “alter ego” que dirían los latinos, pero la prueba comenzó sin que éste hiciera acto de presencia.
Terminó el evento y el invitado no se había presentado, cosa que extrañó mucho al rey que preguntó a su secretario si sabía algo y entonces le comunicó que acababan de darle la noticia de que la persona que esperaban había sido asesinada de un disparo a las puertas del estadio.
Cumplido el protocolo, el rey se despidió de las autoridades y marchó hacia su carruaje que le esperaba a las mismas puertas donde momentos antes había sido asesinado su doble.
Una vez en el coche descapotado, en unión de alguno de sus ministros, se acercó un individuo que sin ser advertido le disparó cuatro tiros, tres de los cuales dieron en el cuerpo del rey que murió casi de inmediato.
El asesino era un anarquista llamado Gaetano Bresci, el cual con su acción magnicida se cobraba venganza por los compañeros muertos en la masacre de Milán.

Dibujo del magnicidio de Humberto I

Fue capturado, enjuiciado y condenado a muerte que le fue conmutada por cadena perpetua, muriendo en la cárcel antes de un año, en lo que se dijo fue un suicidio, pero muchas hipótesis apuntan a que fue asesinado.
A la tercera va la vencida, pues el rey Humberto I había sufrido ya dos atentados; en el primero salió ileso, en el segundo, en Nápoles, fue herido con un cuchillo por el también anarquista Giovanni Passannate y por último fue abatido por otro anarquista.
La historia es cuando menos inquietante, no se comprenden muy bien algunas cosas que quiero resaltar.
Por un lado no he sido capaz de encontrar documentación que acredite la veracidad de la existencia del doble del rey, del que no se conoce ni su apellido, ni el nombre de su restaurante, ni qué ocurrió tras su muerte, lo que resulta extraño.
Por otro lado ni poniéndose en la mentalidad del siglo XIX se comprende que un rey pueda caminar entre el pueblo sin medidas de protección, subir a un carruaje descubierto y permitir que las personas que están presenciando el acto, puedan acercarse tanto como para dispararle casi a quemarropa. Sobre todo cuando ya ha tenido dos atentados anteriores, el segundo de los cuales también cuerpo a cuerpo.
Todo eso me hace pensar que no es que no se adoptaran medidas de seguridad, sobre todo cuando acaba de ocurrir otro atentado en el mismo lugar de una persona a la que, si hacemos caso a la historia, se habría confundido con el rey, sino que algo más se esconde tras estos hechos.
No lo sé y no creo poderlo averiguar porque para eso habría que ir a Monza y realizar una labor de archivos importante, así que dejaremos la historia como está y pensemos que la mitología nórdica tiene razón cuando no presagia nada bueno para “el que camina a tu lado”.

viernes, 12 de abril de 2019

CAMPOAMOR, TESTIGO PRESENCIAL





No me estoy refiriendo al escritor Ramón de Campoamor y Campoosorio, autor de bellísimas y románticas poesías que en nuestra juventud aprendíamos de memoria, sino a otra Campoamor, más reciente y de la que se habla mucho en estos reivindicativos tiempos: a doña Clara.
Luchadora impenitente y verdadera madre del sufragio femenino que comenzó a colocar a la mujer en el lugar que verdaderamente le corresponde.
No me gusta escribir de política porque cada hecho, cada acto, tiene una interpretación según la manera de pensar de las personas; me gusta la historia porque es terca y por mucho que se la intente manipular, al final sale a relucir la verdad.
Por eso, aunque el personaje de hoy salió a la luz pública en el mundo de la política, es un personaje real de nuestra reciente historia.
De modistilla en el barrio de Malasaña por imposición cruel de la vida, a política de primer nivel, en un país en donde una mujer podía ser reina, pero no titular de un derecho tan esencial como el del sufragio.
Tenía Clara treinta y tres años, cuando en 1921, decide continuar aquellos estudios que la vida le había truncado y se matricula de bachillerato, compaginándolo con su trabajo, entonces como auxiliar de telégrafos y profesora de taquigrafía.
Dos años más tarde ya es bachiller y se matricula en la universidad, cursando estudios de derecho, en los que se licencia años más tarde. Abre un despacho en Madrid y empieza a crearse un nombre en el mundo de la abogacía y pasado un año ya es tan conocida que incluso se permite rechazar un cargo que le ofrece el dictador Primo de Rivera en su gobierno.
Años más tarde se declara ya abiertamente republicana integrándose en el partido Acción Republicana y con la proclamación del 14 de abril del 31, comienza a alcanzar la máxima popularidad, aunque después abandona su partido y se une a los radicales de Lerroux.

Recorte de prensa resaltando la noticia

En las primeras elecciones de la República, en las que las mujeres no pueden votar, pero si ser elegidas, obtiene acta de diputado.
Forma parte de la Comisión Constitucional, es nombrada delegada en la Asamblea de la Sociedad de Naciones y comienza su lucha para lograr el voto femenino.
La historia ya la conocemos, la he repetido para dejar bien claro el matiz republicano, la formación jurídica y el sentido común de esta notable mujer, pero la intención de este artículo va mucho más allá.
Un periodista, polémico donde los haya, que entrevistaba a Carlos Herrera, le preguntó si a Franco no había que exhumarlo del cerebro de los españoles y Herrera le respondió de inmediato: Sí, sobre todo del cerebro de los de izquierdas. Bueno, más o menos así.
Y es que de unos años a esta parte se ha desatado todo un tsunami mediático para convertir algo que a nadie había importado, en materia de primera necesidad nacional.
Y todo se inicia hace ya unos años con la ley de memoria histórica, a la que yo me niego a escribir con mayúsculas, porque esa ley no resiste ni siquiera un leve destello de la Historia.
Como en el futbol se quieren ganar en los despachos los partidos que se pierden en el campo y eso es lo que la susodicha ley quiere hacer, presentando como buenos, muy buenos a todos los que estaban del lado de la República y malos, muy malos a los sublevados.
Pues bien, estoy leyendo un libro, altamente recomendable, cuya autora es precisamente la titular de este artículo, doña Clara Campoamor y se llama “La revolución española vista por una republicana”.

Portada del libro

Desde el comienzo del libro, por cierto amenísimo, se entrevé el pensamiento de Campoamor. Comienza por analizar las causas por las que los insurgentes se alzan contra un Estado de Derecho, contra un gobierno nacido de una consulta popular totalmente legal y democrática celebrada en febrero de 1936.
Su análisis no tiene una sola fisura y explica lo que ella vivía como protagonista, en primera línea de aquella sociedad española a la que los líderes de izquierda y derecha prometían cosas que no podían llevar a cabo.
Tras el triunfo de la izquierda, republicanos socialistas y comunistas se ven obligados a formar bloque con los anarquistas, el verdadero núcleo duro y que empezaron a imponer sus programas que los no ácratas no conseguían detener. Se rompió así la continuidad política con los gobiernos anteriores y empezaron a radicalizarse las posturas, a encarnizarse las relaciones entre unos y otros y todos con los de derecha. En fin, una imposible armonía absolutamente necesaria para gobernar ya que el llamado “frente obrero” imponía unas exigencias cuyo cumplimiento se alejaba tanto de las posibilidades del gobierno que éste alargaba las cuestiones lo indecible, ante el incremento del nerviosismo y la agresividad de los otros.
Huelgas interminables asolaron Madrid en donde los del frente obrero iban a comer a hoteles y restaurantes, negándose a pagar las facturas y amenazando a los dueños, mientras que sus mujeres hacían lo mismo con sus compras, acompañadas de fornidos hombres que hacían ostentación de los revólveres que portaban en el cinto.
Se cortó, por averías, el suministro de agua a las casas y el Ayuntamiento, incapaz de arreglarlo optó por repartir agua en grandes cubas que circulaban por las calles. Mas tarde las huelgas empezaron a paralizar toda la ciudad, en donde los ascensores dejaron de funcionar por sabotaje de los obreros de las empresas del ramo, lo que produjo el confinamiento de miles de personas que eran incapaces de bajar las escaleras y a eso había que añadir las cinco o seis bombas que diariamente colocaban los huelguistas en los edificios en construcción, haciéndolos saltar por los aires.
Amnistía para todos los presos de revoluciones anteriores, reposición obligatoria en sus antiguos puestos de trabajo y otras exigencias inadmisibles. El gobierno ya es incapaz de mantener un mínimo de orden público y la agitación y la violencia se trasladan a las zonas agrarias, donde los campesinos revolucionarios iniciaron ataques contra los que no pensaban como ellos y, sobre todo, contra los patronos: ocupación de tierras, palizas, incendios de edificios religiosos y civiles, extorsiones, bandolerismo al estilo del siglo XIX, matanzas de gente de derecha, etc.
Haciendo correr el bulo de que las señoras católicas y los sacerdotes distribuían caramelos envenenados entre los niños, se desató una histeria colectiva que produjo incendio de iglesias y conventos, matanzas de religiosos, señoras católicas y algún vendedor de caramelos. Una verdadera locura.
La delación se impone y por no pagar una deuda se acusa de fascista. Las tapias de la Casa de Campo y la Pradera de San Isidro amanecen cada día llena de cadáveres amontonados. Se imponen los famosos “paseos”, seguidos de un tiro en la nuca.
La propia Campoamor hace un recuento de los primeros tres meses de gobierno del Frente Popular que estremece: centenares de incendios de edificios, laicos y religiosos, a veces con sus moradores dentro; más de setecientos atentados con setenta y dos muertes… y un gobierno incapaz de tomar una decisión contra tamaño disparate.
Ocurre entonces lo irremediable y es que la derecha fascista no sigue dispuesta a dejarse matar sin tomar protección o venganza y aunque eran muy pocos, sin siquiera representación parlamentaria, se enfrentan a los que los están acribillando a balazos y así se llega hasta el asesinato del teniente Castillo y del líder de la derecha Calvo Sotelo, un peso previo al alzamiento militar.
Cuando Campoamor dedica un capítulo entero a este último asesinato, lo hace desde el conocimiento y la frialdad de un análisis que produce escalofríos y lo cuenta ella como testigo presencial y de excepción, pues no cabe duda de que era conocedora de datos que a la mayoría escapaban.
Ella misma se pregunta si al gobierno le sorprende la sublevación militar, cuando desde hace mucho tiempo ha estado sordo y ciego a sus preparativos, es incapaz de reaccionar y lo único que hace es entregar armas a las organizaciones políticas.
Alaba la determinación con la que el pueblo hace frente a los ejércitos sublevados en ciudades como Madrid y Barcelona, pero critica que el gobierno de la República no gobernara ni fuera capaz de detener la entrega de armas y describe a Azaña como un prisionero de los socialistas.
España giraba más y más a la izquierda y las milicias populares, fuertemente armadas no se sometían a ninguna disciplina, actuaban a su aire y fueron las que dirigieron en Madrid el asalto a los cuarteles sublevados, hasta que los sitiados izaron la bandera blanca de la rendición. Se les había prometido respetar sus vidas, pero no fue así y fueron todos fusilados y sus cuerpos amontonados en el patio de los cuarteles, poniendo de manifiesto la falta de mesura por ambos bandos.
Leyendo a Clara Campoamor se comprende fácilmente que algo tenía que pasar, que la situación por la que se atravesaba era de todo punto insostenible y que en el horizonte había solamente tres opciones: la instalación de una república comunista libertaria, auspiciada por los anarco-sindicalistas, o caer bajo la egida de la Rusia bolchevique.
La tercera opción fue la sublevación militar. ¿Hubiésemos preferido cualquiera de las otras dos?
No se lo contó nadie, ni lo leyó en los libros de historia manipulados por los sectarismos. A lo sumo lo pudo leer en la prensa del día, el diario de sesiones del Congreso o en las caras de las gentes por la calle.