jueves, 26 de marzo de 2020

ZENOBIA, LA REINA GUERRERA




Para todas las cosas hay sazón y todo lo que se quiere debajo del cielo, tiene su tiempo.
Eso dice el Eclesiastés al inicio del capítulo tercero. Y sí que tenemos tiempo, estamos tan sobrados que no sabemos en que gastarlo. Tenemos tempo para todo, confinados en nuestras casas, más histéricos que asustados de verdad y pensando nada más que en cosas malas.
Yo soy muy hogareño y mi mujer también, así que desde que se avisó del Estado de Alarma, no hemos hecho cosa demasiado distinta de la que hemos venido haciendo durante todos los últimos años.
Solamente siento una preocupación, bueno, mejor dos. La primera es qué país le vamos a dejar a nuestros hijos y nietos; la segunda es que no estoy nada seguro de que nuestros dirigentes estén acertando verdaderamente más preocupados por la salud de los ciudadanos, que por su imagen pública. Más atareados en zurcir descosidos dentro del propio gobierno, que aplicando políticas que nos saquen de todo esto.
Por hacer visible a la mujer, se prorrogó la declaración de Alarma más allá de lo recomendable y así muchas de las damas que estuvieron en las masivas manifestaciones están cayendo enfermas del coronavirus.
Y haciendo una reflexión sobre estas damas que se empeñan en “dar visibilidad” a la mujer, como si el movimiento feminista lo hubieran inventado ellas, olvidando con su ignorancia a la propia historia, me he acordado del famoso debate literario surgido en los finales del siglo XIV y que solamente acabó cuando lo hizo terminar la Revolución Francesa. Este debate se llamó “La querella de las mujeres” y surgió de manera espontánea para defender la capacidad intelectual de las mujeres y su derecho a acceder a todas las actividades sociales en la misma magnitud que los hombres. Este movimiento ya afirmaba consignas que ahora resulta que han inventado nuestras “mujeres progresistas”, que es como a ellas les gusta llamarse y se manifestó públicamente con tertulias, manifiestos, escritos e incluso alguna novela de la que más adelante hablaré.
Efectivamente y por tanto, esta oleada de feminismo no lo han inventado las mujeres actuales, por mucho que alguna, desde el propio gobierno, se lo haya atribuido, pero sí que han ayudado a propagarlo, lo mismo que han ayudado a propagar el virus CoViD-19 que es el que nos tiene confinados, con el consentimiento de la absurda coalición política que dice gobernarnos.
Volviendo a la famosa “Querella”, hace ya unos meses me tropecé con un libro clave en la doctrina feminista y eje principal sobre el que giró el movimiento y que se titula “La ciudad de las Damas”. Esta novela fue escrita en los albores del siglo XV por una señora llama Catherine Pizán, la cual da una muestra de erudición y conocimiento de la historia digno de elogio.
En resumen, la obra que se compone de tres partes, se inicia cuando a la autora se le aparecen tres damas: Razón, Rectitud y Justicia, las cuales le comunican que ha sido elegida para clarificar todas las cuestiones que giran alrededor de las mujeres y para lo cual habrá de construir una ciudad en la que se irán ubicando un grupo de heroínas que protegerán a las mujeres de los permanentes ataques de los hombres.
 En las tres partes se le van haciendo presente a la autora mujeres de gran trascendencia histórica, alguna de las cuales repiten en las otras dos partes; en la primera parte aparecen desde la Reina de Saba o María Magdalena hasta una mujer cuya historia es realmente intrigante y sobre la que al fin va a tratar este artículo. Se trata de Zenobia, reina del legendario reino de Palmira, pasando por muchas otras pertenecientes a la mitología, tanto griega como romana y otras destacadas en la política o las artes.
Zenobia debió nacer alrededor de 240 de la era cristiana, descendiente por vía paterna de la familia real de Egipto, los Ptolomeos, aunque su madre era una esclava egipcia, cosa muy común en la época y desde muy joven dio muestras de coraje, determinación y bravura, hasta el extremo de que armada con una jabalina y una espada, escapaba de su casa para adentrarse en los bosque a fin de cazar animales de todo tipo, desde venados hasta peligrosos osos o leones. Del mismo modo también destacaba por su belleza y su inteligencia.
Su padre murió muy pronto, dejando a la pequeña Zenobia a cargo de unos familiares que la criaron como padres adoptivos.
Todo el amor que sentía por la caza y la vida al aire libre se tornaba en desinterés hacia la vida social y el matrimonio, así que llegada la hora, con catorce años apenas cumplidos, sus padres la obligaron a casarse con Odenato, rey de Palmira y quiso la fortuna que fuesen almas muy parecidas en cuanto a sus gustos y hábitos de vida, así que el matrimonio resultó un éxito.
En aquel momento, Palmira alcanza su mayor grado de esplendor y riqueza. Goza de la protección de Roma a quien compensa defendiendo la frontera oriental del imperio contra la amenaza persa.

El teatro romano de Palmira da idea de su esplendor

Para la defensa de estos “limes” cuenta Palmira con dos armas valiosísima. En primer lugar el cuerpo de arqueros, considerados los más certeros del mundo conocido y en segundo lugar los “catafractos”, unas unidades de caballería pesada en la que los fuertes caballos empleados iban recubiertos de láminas de metal o cotas de mallas, lo mismo que su jinete, considerándose casi invulnerables
El emperador romano Valeriano, de quien Odenato era cliente, estaba preso en Persia, por lo que el rey de Palmira, junto con un hijo llamado Hiram, fruto de un primer matrimonio y su esposa Zenobia, dispuso de un fuerte ejército dividido en tres alas, cada una de ellas  al mando de ellos tres.
Enfrentados al ejército persa dirigido por el rey Sapor I, consiguieron derrotarlo y liberar al emperador, lo cual les dio enorme prestigio ante Roma.
Hacia el año 266 de nuestra Era, Zenobia y Odenato tuvieron un hijo al que pusieron por nombre Vabalato. Un poco más de un año después, un sobrino de Odenato llamado Meonio, asesinó a su tío y a su primogénito Hiram, por lo que el segundo hijo del rey asesinado ascendió al trono de manera automática, pese a su corta edad. Esta circunstancia convierte a Zenobia en regente y verdadera reina de Palmira.
A partir de ese momento la inteligencia y sobre todo la gran capacidad estratégica de esta mujer es lo que la hacen entrar en la Historia.
El imperio romano estaba muy debilitado por las luchas intestinas de las poderosas familias romanas para hacerse con el poder, pero también debido a las continuas invasiones que sufría de los pueblos bárbaros del norte del Rin, por lo que durante años, las legiones romanas se desviaban a aquella zona para contener el avance que al final fue imparable; y para eso tenían que detraer guarniciones de otras fronteras, consideradas más estables.
Una de estas era la de Siria con el imperio persa, ya que se entendía que desde el reino de Palmira se ejercería esa contención, pero la hábil Zenobia aprovechó el momento estratégico y cuando el emperador Claudio Gótico que había sucedido a Galieno, sucesor a su vez de Valeriano, se encontraba en la frontera del Rin, Zenobia que goza de gran estima por parte de su pueblo al que ha venido administrando juiciosamente, a la vez que embelleciendo y fortificando las ciudades y facilitando la vida de los ciudadanos, logra reunir un gran ejército con el que se lanza a la conquista de Anatolia, lo que actualmente es la Turquía asiática, pasando seguidamente a apoderarse de Siria, Líbano y Palestina, extendiendo sus dominios a todo lo que actualmente se conoce como Asia Menor.
Pero la reina aspiraba a más. Sobre todo aspiraba a convertirse en una nueva Cleopatra, su personaje histórico preferido. Así, con su poderoso ejército de setenta mil hombres, a cuya cabeza se colocaba ella misma, auxiliada por su general, Zabdas, atacó Egipto en 269, en aquel momento, una provincia romana, por lo que se tuvo que enfrentar a las legiones del imperio, consiguiendo vencer y hacer prisionero al prefecto romano, llamado Probo, máxima autoridad de Egipto, al que ajustició.
En ese momento Palmira se había convertido en un imperio capaz de rivalizar con Roma, cosa que la metrópoli no podía consentir y así, habiéndose hecho con el poder Aureliano, se puso al frente de su ejército, cruzando el Bósforo y presentando batalla a las tropas de Zenobia, las que derrotó en la batalla de Emesa.
Zenobia se refugió en Palmira con su hijo Vabalato, pensando en resistir gracias a las fortificaciones que había efectuado, pero lo cierto es que sitiada la ciudad, pudo resistir por poco tiempo y ella y su hijo huyeron hacia Asia Menor, siendo localizada y detenida en las proximidades del río Eufrates.
Aureliano se la llevó a Roma, en donde vivió hasta el final de sus días, que no fueron muchos, pues ,murió a la edad de treinta y cuatro años, pero durante su encierro, el emperador frecuentó muchísimo a su prisionera, hablándose de que incluso surgió un romance entre ellos, lo que justificaría el exquisito trato que le fue dispensado y las sumas de dinero que se le entregaban con frecuencia.
Evidentemente una mujer de carácter, con cultura, sabiduría y sobre todo, determinación, ejemplo del valor de una mujer por si sola, sin tener que esperar a que un matrimonio la coloque en puesto preeminente o lo que casi es peor, que las “cuotas” por las que se rige la política, la coloque sin considerar que haya hombres más preparados.

sábado, 14 de marzo de 2020

EL AMANTE DE SU ABUELA




Hay numerosos episodios de nuestra historia que han pasado tan desapercibidos que sabemos muy poco de ellos e incluso los ignoramos totalmente.
Uno de ellos, aunque en los últimos años se ha aireado bastante por razones más escabrosas que históricas, es la segunda boda del Rey Católico Fernando de Aragón con Germana de Foix y lo ocurrido a esta dama tras enviudar del rey de Aragón.
En efecto, al quedar viudo de la reina Isabel, quizás la monarca más prestigiosa de toda nuestra historia, Fernando se planteó la necesidad de un heredero para el trono de Nápoles e incluso para el de Aragón, rompiendo así la efímera unidad peninsular, pero sobre todo para evitar que Felipe El Hermoso, esposo de su hija Juana La Loca, pusiera sus manos en el trono de la reciente unidad peninsular y mucho menos en Aragón.
En eso estaba cuando decidió casarse con Germana de Foix, sobrina del rey francés Luis XII, con el que acababa de firmar la paz, después de muchos años de continuas guerras; y para ese matrimonio se firmaron unas capitulaciones matrimoniales que tras la boda, Fernando se afanó en revocar. Entre otras cosas se había pactado que el reino de Nápoles pasaría a la viuda, es decir, Germana, caso de fallecer Fernando sin descendencia, lo que a la postre vendría a significar que pasaría a la corona francesa.
El ladino rey católico, movió Roma con Santiago, nunca mejor dicho y consiguió que el papa Julio II, del que era su adalid, revocara dichas capitulaciones y siguió maquinando hasta conseguir que el papa fuera más allá, que excomulgara al rey francés con lo que en aquella época suponía una medida tan grave.
Fernando tenía cincuenta y tres años y su reciente esposa dieciocho, diferencia más que notable y mucho más en tiempos en que un hombre de esa edad era considerado casi un anciano.

Oleo de Germana de Foix y el escudo de armas familiar.

Pero a pesar de la diferencia, Fernando se afanó en lograr descendencia y a base de afrodisiacos y pócimas truculentas: la mosca hispánica (Cantárida), los testículos de toro, el “potaje crudo” y otros, consiguió embarazar a Germana, aunque  el hijo alumbrado murió a las pocas horas de nacer.
A los diez años de matrimonio, Fernando falleció, dejando a su viuda, de veintiocho años en una situación muy comprometida.
 Hacia España se dirigía en ese momento el heredero de la corona, Carlos de Habsburgo, hijo de Felipe y Juana, un joven de dieciocho años que no habla ni una palabra de castellano y que se encuentra solo ante un país que de momento le es hostil y al que habrá de ganarse poco a poco.
El rey Fernando había legado a su esposa las villas castellanas de Madrigal y Olmedo, además de cuantiosas rentas y cargos con los que la había dotado, como lugarteniente de Aragón, Cataluña y Valencia.
Unas rentas cuantiosas que ordenó a su nieto que cumpliera en su nombre en carta que le escribió poco antes de morir.
Sabiendo el nuevo rey que esas rentas serían muy difíciles de pagar en el futuro, se las cambió a su abuelastra por el señorío de Arévalo y de las dos villas que ya le habían sido legadas, con rango de vitalicio.
Actualmente Arévalo es una ciudad de mucho prestigio culinario, pero no alcanza a tener la importancia que en aquella época tuvo, porque fue incluso residencia real.
En Arévalo la noticia sentó francamente mal, pues habían conseguido, después de muchos años quitarse de encima a los Estúñiga, poderosa familia que ostentó el señorío de la ciudad y su comarca.
Pero Carlos estaba decidido a complacer los deseos de su abuelo y no solamente por obedecerle, sino porque “le había cogido mucha afición a su abuelastra”.
Germana era diez años mayor que él, no era muy guapa y además cojeaba sensiblemente, pero era muy alegre, divertida, buena conversadora, culta y hablaba francés, única lengua que Carlos dominaba, por lo que la corriente afectiva entre ambos surgió de inmediato. A esto hay que sumar que su abuela llevaba diez años en la corte y conocía a todos los nobles de España, por lo que al nuevo rey le resultó muy útil tenerla a su lado y en su afán por seducirla, la agasajaba con toda clase de veladas, torneos y demás fiestas palaciegas.
No tardó mucho en caer Germana en los brazos y en el lecho del rey y poco después de un año nació la infanta Isabel de Castilla, fruto de los amores entre la abuela y el nieto, que nunca la llegó a reconocer como hija y con la que tuvo escasas relaciones.
Desde muy niña fue acogida en el convento de Nuestra Señora de Gracia, en Madrigal de las Altas Torres, de donde Germana era señora y en donde ya custodiaban a dos hijas bastardas del rey Fernando el Católico.
Como es natural, en una España estigmatizada por el pecado, aquellas relaciones incestuosas eran muy mal vistas, pero se encargaron los amantes de disimularlas lo más posible y para acallar voces maledicentes, unos años después casó a su amante con un distinguido miembro de su séquito de alemanes que le acompañaron, concretamente con Fernando, el hermano del duque de Brandeburgo.
El nuevo matrimonio contaba con todo el apoyo real por partida doble y buena prueba es que Carlos la nombró a ella virreina de Valencia y a su esposo capitán general del mismo reino.
Por otro lado y siguiendo con la dación de Arévalo como señorío a Germana, ya decía más arriba que había sentado muy mal, tanto a la población como a su alcaide, el poderoso Juan Velázquez, testamentario de la reina Isabel la Católica, y además muy amigo del cardenal Cisneros, a la sazón regente de España tras la muerte de Fernando.
  Fue el cardenal el que informó a su amigo lo que se cernía sobre Arévalo y este hombre, a pesar de su afección a la corona, decidió enfrentarse a ella, contra la arbitrariedad real de regalar la ciudad a su amante, para no pagarle las rentas que su abuelo había fijado.
Arévalo se preparó para un enfrentamiento armado, levantando barricadas a orillas del río Adaja y haciendo acopios de armas y artillería, así como formando un fuerte ejército con gente de a pie y a caballo.
Se da una circunstancia bastante desconocida acerca del alcaide Velázquez y es que su plana mayor figuraba una persona que andando el tiempo alcanzaría una extraordinaria fama. Se llamaba Ignacio de Loyola y en aquellas escaramuzas con las tropas reales, que no batallas, tomó la primera determinación importante de su vida que fue dedicarse por completo a la carrera de armas, dejando a un lado las relaciones cortesanas, para lo que había sido acogido en la villa por la esposa de Velázquez, María de Velasco, en otro tiempo íntima de la reina Germana.
Su segunda decisión fue crear la Compañía de Jesús, a la que transfirió el espíritu militar con el que había vivido.
Tras esa somera resistencia, más de cara a la galería, en Arévalo se aceptó la entrega a Germana, aunque los vecinos de la villa con su alcaide a la cabeza nunca reconocieron el nuevo señorío y siempre se consideraron integrados en la Corona y el solemne momento de la dación fue pospuesto hasta que el rey estuviese presente.
Al final, con la guerra contra los Comuneros, la importancia estratégica de la villa de Arévalo se consideraba de primer orden y el rey Carlos se vio en la obligación de ceder ante el concejo de la villa y a declarar que no se podía hacer la donación que se había otorgado a la que él llamaba “serenísima Señora Reyna de Aragón”.
Así pues aunque su voluntad era favorecer a su amante y su interés ahorrarse las rentas prometidas por su abuelo, al final la sensatez y el orden le hicieron desdecirse por lo más sensato.
Germana murió en Valencia en 1538, había engordado muchísimo, perdiendo parte de su atractivo, pero aún así fue capaz de enamorar a un tercer marido.

viernes, 6 de marzo de 2020

LOS PREMIOS STELLA




¡Cuántas veces hemos dicho que la estupidez humana no tiene límite!, y lo peor es que seguiremos diciéndolo.
Pensamos y en los últimos tiempos con mucha razón, que en España ya no cabe ni un tonto más pero, con desesperación, vamos comprobando que sí que caben y a manojitos, como decimos en mi tierra. Y creemos que ese en un fenómeno típicamente español, pero la realidad nos demuestra que la insensatez es un acontecimiento mundial, si no, lean esta historia.
En el año 1992, una señora de 79 años llamada Stella Liebeck, llegó a un McDonall de una ciudad de Nuevo Méjico, Estados Unidos, en un automóvil que conducía su sobrino Chris. Se dirigieron a la zona de McAuto y encargaron unas bebidas y comida rápida.
Se sabe que la tal Stella pidió un café que le fue servido en el habitual vaso de cartón con su correspondiente tapadera.
Recogida la comanda, el sobrino continuó el viaje y sin detenerse a degustar los alimentos, prefirieron consumirlos en ruta.
La señora Stella sujetó el vaso de café entre sus rodillas, abrió la tapa y vertió el sobre de azúcar, momento en el que por alguna circunstancia derivada de la conducción, el coche efectuaría algún extraño que hizo que la señora cerrase un poco las piernas, estrujando el vaso de café con el consiguiente derrame del contenido que, a una temperatura de 85 grados, le produjo algunas quemaduras en los muslos.
Ciertamente las lesiones debieron ser importantes, pues Stella tardó casi dos años en curarse, por lo que la señora demandó a la cadena McDonall y pidió una indemnización de tres millones de dólares.
Hasta aquí todo entra dentro de lo normal: vas circulando en un coche, colocas el café recién hecho entre las rodillas, las cierras por la razón que sea, se te derrama el café y la reacción es demandar a quien se lo ha servido, porque estaba caliente.
Lo natural es que el café esté caliente, salvo que lo pidas con hielo, que ya es otra cuestión, y lo natural sería demandar a su sobrino por no haber conducido con más precaución; o más natural aún: callarse la boca y aguantarse con las consecuencias de una cadena de actos imprudentes, porque lo normal hubiera sido parar, comer y beber y luego continuar el viaje.
Pero no, la señora, seguramente asesorada por algún abogado de esos que viven en hospitales, comisarías, centro comerciales, etc., a la caza de clientes para interponer reclamaciones, presentó la demanda contra la cadena McDonall.
La estupidez humana ya ha hecho su aparición en este caso, pero esa cualidad no era exclusiva de la señora Stella, porque el juez que entendió en la demanda falló a su favor, aunque solamente le concedió 480.000$.
Desde entonces han ocurrido dos cosas: que los vasos de café de McDonall advierten que el contenido está caliente y caso de derramarse puede producir daños por quemaduras y que un avispado decidió establecer un premio anual para la demanda más absurda que se produjese.
Así, en 2002, tuvo lugar el primer fallo del jurado de los Premios Stella (Stella Awards) que ganaron las hermanas Bird  que llevaron a su madre muy enferma a un hospital y la carrera de los sanitarios para atenderla rápidamente les produjo tal conmoción que se “vieron obligadas” a demandar al hospital.
Desde entonces, los registros de los Premios Stella contienen un sin fin de casos demandados ante los tribunales, todos ellos escogidos de entre los que la estulticia humana coloca en la cima de su clasificación.
Entre ellos nos encontramos el caso de Allen Ray Heckard, el cual sostenía ante la justicia que tenía tal parecido físico con el famoso baloncestista Michael Jordan que la gente lo confundía por la calle, creándole un grave sufrimiento emocional, por lo que demandó a la estrella del basket por un total de 416 millones de dólares, y la misma cantidad le pidió a la firma de prendas deportivas Nike, sponsor de Jordan, por patrocinarle.
Otro caso de evidente estupidez es el de un ciudadano de Oklahoma City llamado Grazinski que en noviembre de 2000 se compro una autocaravana marca Winnebago.
En su primer viaje y mientras conducía por una autopista, seleccionó una velocidad de crucero de 120km/h y se fue a la parte trasera del vehículo a prepararse un café. Como es natural en la primera curva, el vehículo tomó la tangente y se estrelló.
Después de recuperarse de sus heridas, el desahogado Grazinski denunció al fabricante por no advertir que el programador de velocidad no es un piloto automático que tome curvas o frene cuando sea necesario y lo más estúpido es que un juez le dio la razón y condenó a Winnebago a indemnizar al conductor con 1.750.000$ y a reemplazarle el vehículo. Desde entonces la empresa incluyó en el manual del vehículo una advertencia en ese sentido.

Con esta alegoría se premia la denuncia más disparatada

Hace falta tener desparpajo para querer sacar tajada de las acciones negligentes o imprudentes que se cometan, pero hace falta un grado de estupidez considerable para aceptar dichas demandas por parte de quien se pretende con una formación jurídica y humana suficiente para desarrollar tan delicada labor como la de juez y además fallar a favor de semejantes demandantes.
Porque la cosa no termina ahí, las hay mucho más sorprendentes, como el caso de un ladrón llamado Terrence Dickson, de Pennsylvania que entró a robar en una casa que sabía que estaba momentáneamente deshabitada. Una vez realizado su latrocinio, decidió salir por la puerta del garaje, pero estaba averiada y no se podía abrir, así que se dio la vuelta, encontrando que la puerta por donde accedió al garaje se le había cerrado y no era posible abrirla sino con llave, por lo que se quedó encerrado en el garaje durante ocho días, hasta que los propietarios regresaron de sus vacaciones.
Después de detenerlo la policía puso una demanda contra el dueño de la vivienda porque durante aquellos días había tenido que alimentarse con unos sacos de comida para perro y algunas latas de refrescos, lo cual le había causado unos daños morales irreparables.
Lo sorprendente de este caso es la demanda se vio en un juicio con jurado y los sesudos ciudadanos que lo componían fijaron una indemnización de medio millón de dólares para el ladrón, que tuvo que pagar el propietario de la casa.
Aquí la estupidez fue colectiva. ¡A dónde se nos ha ido el sentido común!
Pero no solo algunos jueces y jurados accedieron a conceder indemnizaciones estúpidas, es que hubo un caso en el que el demandante era un juez, como el caso de Roy L. Pearson que demandó a una tintorería a la que llevó unos pantalones los cuales se extraviaron y no se los pudieron devolver.
Basándose en un cartel colgado en la lavandería que decía: “Satisfacción garantizada”, el juez solicitó una indemnización de ¡sesenta y siete millones de dólares! Por haber perdido sus pantalones, lo que le había causado un gran desasosiego moral.
El citado personaje fue investigado por el departamento correspondiente y suspendido en sus funciones jurisdiccionales. Prevaleció por una vez el sentido común.
En los centros comerciales se producen muchos incidentes, dado el gran número de personas que por allí pululan. Una de esas personas era la señora Roberston de Austin, Tejas, que fue indemnizada con 780.000$, porque mientras compraba tropezó con un niño que correteaba por el almacén, y como consecuencia cayó y se rompió un tobillo. Hasta aquí todo normal, si no fuera porque el niño con el que tropezó era su propio hijo.
Afortunadamente también hay personas sensatas, una de las cuales fue el propio creador de los Premios Stella, el cual, en el año 2007 decidió acabar con la efímera vida de aquellas dudosas condecoraciones a la estupidez y los premios dejaron de darse. Hubo varias razones para acabar con los premios y una de ellas fue que la estupidez humana es algo tan sin límites que fueron varias personas las que inventaron haber sufrido accidentes o desgracias tan absurdas que, tras denunciarlas, su pretensión no era la de recibir una indemnización, sino la recibir un “Award Stella”.
“Explosividad litigiosa”, es el nombre que los expertos analistas han dado a este afán de llevar a los tribunales cualquier reclamación por estúpida que parezca, ¿pero qué nombre habríamos de dar a los tribunales que las aceptan y además se pronuncia a su favor?
En vez de calificar de racista a una mujer que denunció el pánico que le producía tener que trabajar en la misma oficina en la que había empleados de raza negra, un tribunal le concedió una indemnización de 40.000$.
¡Ni un tonto más!