jueves, 24 de septiembre de 2020

CABALLEROS VEINTICUATRO



    A veces pensamos que la composición de los ayuntamientos nunca ha sido democrática hasta la llegada de la Constitución del 78 y no reparamos que a veces la designación de los miembros que componen las corporaciones locales, aunque estaban tuteladas por la “autoridad”, que podía ser el rey, el virrey, el señor de la villa, etc., también tenían miembros elegidos libremente entre las clases más desfavorecidas.

    La necesidad de introducir en los ayuntamientos, cabildos y concejos una limitación a los poderosos es muy antigua y viene desde que las ciudades y villas se van haciendo cada vez más fuertes en la gestión de sus propios recursos.

    A finales del siglo XV la ciudad más importante de Castilla era Sevilla que estaba gobernada por una asamblea llamada Cabildo, nombre con el que sigue conociendo a la corporación municipal.

    Esta asamblea se reunía tres días a la semana y estaba compuesta por los alcaldes mayores, el alguacil mayor, los regidores y los jurados.

    Estos dos últimos grupos estaban formados por una mezcla heterogénea integrada por los alcaldes de la tierra y los de justicia, los fieles ejecutores y “los caballeros veinticuatro”.

    ¿Quienes eran estos caballeros? Para saberlo hay que remontarse en la historia y dar marcha atrás un par de siglos.

    Alfonso X, llamado El Sabio, se percató del desbarajuste que la falta de una gobernabilidad coherente estaba produciendo en una ciudad tan poblada y próspera como Sevilla, recién conquistada por su padre Fernando III y así, dispuso que las veinticuatro “collaciones” en las que estaba dividida la ciudad eligieran entre sus ciudadanos a dos jurados cada una.

    Collación es una palabra que está en desuso, pero fue muy utilizada en tiempos anteriores y su traslación al significado actual sería el de barrio.

    Su hijo, Sancho IV, dio forma definitiva a la fórmula de su padre y en 1286 aprobó la propuesta del concejo sevillano de que doce nobles y doce ciudadanos del pueblo llano fueran integrados en el gobierno de la ciudad.

    De ahí viene su nombre y aunque en la realidad no eran veinticuatro, sino el doble, la elección se producía entre dos estamentos muy concretos de cada una de las veinticuatro collaciones, pues se nombraba un representante entre las clases altas y otro entre la burguesía o los gremios y en donde se integraban también algunas clases menos protegidas, como judíos neoconversos. 

    Su designación real convertía en vitalicio el oficio que habían de desempeñar, lo que los apartó de la ciudadanía, creándose al final una nueva oligarquía.

    Su labor era fundamentalmente la fiscalización de las actuaciones del concejo y la defensa de los ciudadanos y sus intereses. Tenían voz, pero no tenían voto en las reuniones de los ayuntamientos.

    A finales del siglo XV, momento en el que estábamos situados más arriba, había en Sevilla sesenta y cinco jurados, pues la ciudad había crecido enormemente.

    Pero había un gran problema y es que la ciudad tenía un dueño.

    Un noble que ejercía toda su autoridad sin acatar la autoridad real ni ninguna otra que no fuese la suya propia. Este noble era el poderoso duque de Medina Sidonia, don Enrique de Guzmán, que rivalizaba con otro poderoso, Rodrigo Ponce de León, marqués de Cádiz.

    Tras la pugna entre las dos casas, el de Medina Sidonia comenzó a gobernar la ciudad a su antojo y la floreciente Sevilla empezó a caer en una etapa de verdadera descomposición.

  La corrupción llegaba todos los rincones de la ciudad con claro enriquecimiento del duque y sus gentes y perjuicio de la corona y del pueblo llano, pero esa situación de privilegio se acabó con la llegada al trono de los Reyes Católicos, pues estos se propusieron como primera medida, visitar las ciudades más importantes de Castilla y asegurar su sometimiento efectivo a la autoridad de los monarcas.

    En Sevilla fue primordial liberar la dependencia que tenía del duque de Medina Sidonia y como primera medida dispusieron que éste, el marqués de Cádiz y algunos otros señores importantes de la baja Andalucía, no volvieran a pisar ninguno de los pueblos dependientes de la ciudad y su cabildo.

    La ciudad estaba fuertemente protegida por numerosas fortalezas situadas tanto en el interior de las murallas, como extramuros y, naturalmente, todas estaban en manos de la nobleza, por lo que recuperarlas se hizo vital. 

Ayuntamiento de Sevilla en grabado de la época

    La segunda medida fue la de prohibir que lugartenientes de alcaldes mayores, de alguacil mayor y otros oficios con los que la nobleza se había introducido en la vida política de la ciudad, concurrieran a las reuniones del cabildo, obligándoles a dedicarse a las labores que tenían encomendadas que no eran otras que la justicia, la paz urbana, la limpieza y otras cuestiones menores.

    Por el contrario, fueron incorporando al gobierno municipal sevillano a más de cuarenta nuevos caballeros veinticuatro, elegidos entre personas de su confianza en sustitución de los que iban falleciendo, pues al ser cargos vitalicios, solamente la muerte solucionaba el problema.

    En pocos años más de la mitad de los regidores de la ciudad eran nuevos en su oficio y todos marcados por el común denominador de fidelidad a la corona.

    Un veinticuatro venía a ser lo que hoy entenderíamos como concejal y desde su inicial creación para Sevilla se extendió a otras ciudades de Andalucía como Granada, Baeza, Úbeda, Jaén, Córdoba y Jerez de la Frontera y algunas castellanas como Salamanca y Palencia, donde se los conoció con el mismo nombre.

    Pero se produce el descubrimiento de América y Sevilla se convierte en la entrada de todas las riquezas procedentes del Nuevo Mundo y donde hay dinero, ya se sabe, comienza la corrupción.

    En la época de Felipe II, con la Casa de Contratación funcionando a pleno rendimiento, el dinero corría por las calles de la ciudad, pero la corrupción era tal que hasta se produjeron los primeros “grafitis” en murallas sevillanas, alertando del desorden y mal gobierno que imperaba en la ciudad.

    Se había llegado al caso de que determinados cargos del cabildo eran comprados de forma vitalicia y entre ellos los de los caballeros veinticuatro. Una práctica ya muy antigua que se había realizado incluso en el seno de la Iglesia y que se conocía como “simonía” o venta de cargos religiosos.

    El desbarajuste era tal que resultaba imposible tomar ninguna determinación jurídica, porque siempre había otra norma que se le enfrentaba y si no la había se confeccionaba al momento, así que la corona decidió hacer una recopilación de todas las leyes, ordenanzas municipales y disposiciones de todo tipo que se habían ido promulgando desde la reconquista de la ciudad y en 1527 se publicó por el cabildo de la ciudad lo que sería la primera recopilación de normas y jurisprudencia que hicieran posible adoptar acuerdos dentro de ese marco jurídico.

    Otra cualidad de esa recopilación fue la descripción rigurosa de las funciones que correspondían a cada uno de los cargos que componían el cabildo municipal, así como la creación novedosa del cargo de “Asistente”, nombrado por el rey que participaba en la administración de la justicia y en la política de la ciudad, de la que, como única circunstancia, el designado no podía ser vecino. 

El Libro de Ordenanzas de Sevilla 

    Como es natural, esta figura fuel alcanzando una gran influencia y poder, fácil también de corromperse, pero al tener por encima solamente al rey, su desviación ya se sabe lo que suponía.

    El siguiente cargo en influencia era el Alguacil Mayor, al que también nombraba el rey y que también debía ser forastero en aquella ciudad y que a su vez, nombraba una especie de brazo ejecutor de sus órdenes que eran los Aguaciles a Caballo.

    Habían después cuatro Alcaldes Mayores, elegidos entre letrados y los alcaldes ordinarios y a inferior nivel estaban los “regidores”, los “Caballeros Veinticuatro” que mantuvieron ese nombre aunque su composición fue aumentando constantemente.

    Estos, que siglos más tarde se empezaron a llamar “representantes del común”, tenían un campo de actuación amplísimo que iba desde la fijación de los impuestos, el funcionamiento de los mercados o las prisiones, urbanismo, etc.

    Pero la corona, tan inmensamente rica por momentos como pobre las más de las veces, necesitaba una fuente de ingresos constantes para mantener los frentes que durante tres siglos tuvo abiertos y esta necesidad de financiación la suplía como en el refrán: volviendo la burra al trigo y a finales del siglo XVII, por unos ocho mil ducados se compraba un cargo de caballero veinticuatro.

   Después de esta última fase, ya podemos imaginarnos lo que sucedería: visitas a los clubs de alterne de la época (tablaos, corral de comedias, etc.), mariscadas, borracheras, “pagarés black”…

    En fin, nada nuevo bajo este cielo andaluz tan bello. 



jueves, 17 de septiembre de 2020

CRUELDAD FEMENINA

 


Sin ninguna duda el centro de Europa es la región más enigmática de nuestro viejo continente.

Pegados unos a otros, países de larga tradición histórica, forman fronteras entre ellos, con el común asentamiento en una cordillera también enigmática: los Montes Cárpatos.

Una cadena montañosa de 1.600 kilómetros de longitud y hasta 500 de anchura que discurre por Rumanía, Moldavia, Ucrania, Chequia, Eslovaquia, Austria, Serbia y norte de Hungría.

 Parajes enigmáticos que los romanos llamaron “La Dacia” y en los que consumieron gran parte de sus efectivos luchando contra los indomables habitantes de aquella zona, cuyo principal caudillo fue Decébalo, verdadero azote y enemigo de Roma.

Durante muchos siglos toda la región de los Cárpatos fue una sucesión de convulsiones, conquistas, ocupaciones, matanzas, pertenencia al imperio otomano, o al austro/húngaro. Luego invasión del  “imperio nazi” y después del “bolchevique”, hasta que al desmembrarse este último, cada territorio parece haber accedido a su verdadera identidad, no sin nuevas convulsiones.

De todas las regiones de aquellos Montes, Transilvania se lleva la palma en lo que a enigmática se refiere y no solamente porque la literatura decimonónica situara allí a uno de los personajes de terror más trascendentes de cuantos se han creado: El Conde Drácula, sino porque allí mismo se había dado un personaje real en el cual se inspiró el autor: Vlad Tepes, o Vlad el Empalador.

Fue el segundo hijo del rey Vladislad II, conocido como Vlad Dracul, y desde muy niño su padre se vio en la obligación de entregarlo como rehén al imperio otomano con el fin de garantizar la paz. Conseguida la liberación del yugo turco, el príncipe Vlad descargó todo su odio y su sanguinario instinto en sus enemigos, a los que ejecutaba empalándolos, de ahí el sobrenombre por el que es conocido.

Pero no fue éste el único personaje sanguinario de aquella recóndita región, pues hubo otro y esta vez una mujer, que ha pasado a la historia por su crueldad y carencia total de sentimientos hacia las personas.

Se llamó Erzsebét Báthory de Ecsed y nació en 1560 en el seno de una de las familias más antiguas y poderosas de Transilvania, fruto del matrimonio de dos primos hermanos, Giorgi y Anna Báthory.

Pasó su infancia en territorio de la actual Eslovaquia, en el intrigante castillo de Cachtice, en donde la pequeña ya dio síntomas de padecer alguna enfermedad, quizás epilepsia, que sin embargo se mitigó con el paso de los años.

Recibió una educación esmerada, a la que casi ningún varón de la época podía acceder y dio muestras de una inteligencia fuera de lo normal. Hablaba perfectamente húngaro, latín, alemán y varios idiomas de las zonas próximas, cuando la mayoría de la nobleza era totalmente analfabeta, por no hablar del pueblo llano.

Con once años fue prometida en matrimonio con el conde Ferenc de Nadasd y un año después se trasladó a la residencia de su prometido para desposarse.

Después de la boda, la familia se trasladó al castillo donde la joven había pasado su infancia.

El matrimonio tuvo cuatro hijos, el último de los cuales nació cuando Erzsebét tenía treinta y ocho años.

De extraordinaria belleza y culta, la joven tuvo una vida afortunada, aunque su esposo pasaba más tiempo fuera de casa, guerreando contra todos, que en el hogar familiar y como todos los vencedores de aquellas zonas, imponiendo a los vencidos las más crueles torturas y vejaciones.

El alejamiento de su marido lo aprovechaba la condesa para visitar a su tía Karla Báthory, de gustos lésbicos, donde la joven condesa experimentaba toda clase de relaciones sexuales en orgías que su tía organizaba.

Ruinas del castillo de Cachtice 

Al parecer, entre los esposos se intercambiaba mucha correspondencia, en donde ella, entre otras cosas, solicitaba instrucciones para la buena gobernanza del castillo y sus posesiones y recibía los consejos del conde sobre cómo castigar a los sirvientes, con medidas tan crueles como la introducción de agujas bajo las uñas de las doncellas, para castigar cualquier falta por leve que fuera.

La condesa no solo se solaza con sus doncellas sino que a una que hablaba mucho ordenó que le cosieran la boca y a otra con fama de libertina la hizo sentarse en una parrilla al rojo vivo.

En 1604 falleció el conde y ella quedó viuda con 44 años y ya no hubo de ocultar sus instintos sexuales y criminales ante nadie y la primera medida que adoptó fue la de expulsar de sus tierras a toda la familia de su difunto esposo, incluida la madre y a continuación hizo prisioneros a todos los sirvientes de la casa Nadasd, a los que encerró en los sótanos de su castillo, infligiéndoles caprichosos castigos.

No existe constancia fiel, pero parece que cierta anciana decrépita, de la que la condesa se burló, le echó una maldición, diciéndole que ella también se convertiría en vieja en muy poco tiempo.

Orgullosa de su belleza, Erzsebét no podía asimilar que ella se fuera a convertir en una anciana decrépita como aquella y empezó primero a estudiar y luego a experimentar extrañas fórmulas y pócimas para alargar la juventud, una obsesión tan antigua como el ser humano.

Dicen que profundizó en ritos de la llamada “magia roja”, una práctica de brujería en la que se utiliza sangre humana, bebida directamente de las heridas causadas a las víctimas y con el fin de obtener la ansiada juventud.

La falta de escrúpulos de esta bella mujer, que ya con su edad podría haber sido considerada como una anciana en su época y que, sin embargo, mantenía una belleza y juventud envidiables, le llevaba a escribir un diario en el que anotaba minuciosamente cada una de las torturas que daba a sus víctimas y que según su propia redacción llegaron a ser ¡SEISCIENTAS DOCE!, siempre mujeres y jóvenes.

 Mordía directamente a la víctima en mejillas y pechos y bebía su sangre, o las introducía en la llamada “doncellas de hierro”, una especie de sarcófago antropomorfo cuyo interior estaba erizado de pinchos que se iban clavando en la carne conforme se cerraba.

La condesa Erzsebét Báthory

Qué clase de placer pudiera experimentar en tan sádicos y macabros actos, es cosa que se escapa a la comprensión, pero lo cierto es que algo debía percibir que excitara sus instintos porque el número de víctimas indica una práctica muy dilatada en el tiempo. Y efectivamente así fue, porque durante años la condesa actuó con absoluta impunidad, no solo por su situación privilegiada y poderosa, sino porque la extracción social de sus víctimas hacía que en muchos casos nadie se interesase por ellas.

Pero la voz se corría y el pueblo llano sabía lo que se escondía tras aquellos muros palaciegos y las jóvenes empezaron a huir de la zona, en donde sabían que su muerte sería segura y comenzaron a faltar doncellas con las que continuar las escabrosas prácticas y ahí cometió, afortunadamente, un tremendo error.

Empezó a utilizar a jóvenes de la nobleza para sus horrendos crímenes y las desapariciones de esas jóvenes si que despertaron sospechas entre los poderosos que obligaron al rey, Matías II a que iniciara una investigación y éste ordena a un primo de la condesa, el conde Thurzo que entre en el castillo y averigüe qué pasa allí.

Así lo hace el día 30 de diciembre de 1610 y lo primero que encuentran en el patio del castillo, es a una mujer en un cepo, instrumento de tortura y en estado agónico. Dentro del castillo los descubrimientos son terroríficos. Hay una joven desangrada en el salón y otra con todo el cuerpo agujereado por haber sido sometida a la “doncella de hierro” antes descrita. Más de treinta cadáveres son desenterrados en los alrededores del castillo y todo estaba impregnado de un olor a sangre y carnes en putrefacción.

La condesa y algunas personas que le ayudaban en tan siniestra operaciones fueron sorprendidas en medio de uno de aquellos rituales, procediendo a su detención inmediata.

Hay quien asegura que el conde Thurzo llevó a su prima a juicio y que fue condenada, igual que sus sirvientes fieles, pero parece ser que no fue así.

La investigación solamente pudo probar la muerte, o mejor dicho, el asesinato, de ochenta doncellas, a pesar de que el diario al que antes hacía referencia habla de más de seiscientas y si bien los sirvientes fueron condenados a la hoguera, por brujería, a Erzsebét Báthory solo le impusieron una pena de confinamiento, emparedada en una minúscula celda.

En estos tiempos en los que las teorías conspiranoicas rinden tan suculentos beneficios, no ha faltado el criterio de algún historiador que haya puesto en solfa todo lo narrado, explicando que la realidad es que el rey Matías II tenía un gran interés en las propiedades de la condesa y para eso se inventó una historia según la cual, ella habría incurrido en graves delitos que acarreaban la pena de muerte, único caso en que el rey podía incautarse de todas sus propiedades, aunque luego conmutara la pena por el confinamiento.

Algo de verdad habría tras aquellas acusaciones, pues de otra manera no se explica la intervención real ni el posterior confinamiento.

De ser verdad todo esto, en nuestra legislación y a pesar de que la condesa tenía género, en este caso femenino, esta conducta no habría sido considerada violencia de género.

La condesa murió en 1614 sin volver a ver la luz del día.

jueves, 10 de septiembre de 2020

DRAGONES DE CUERA

 


Cada tiempo histórico y cada situación geográfica ha dado, a lo largo de los siglos, ejércitos o cuerpos de ejército con unas características adaptadas al momento y la necesidad.

Los ejércitos se han ido modificando para ajustarse a climas diferentes o a tiempos nuevos; desde la falange macedonia de Alejandro Magno o el Batallón Sagrado de Tebas, formado por ciento cincuenta pareja de amantes masculinos, hasta nuestros días, se ha pasado por miles de nuevas creaciones, modificaciones o actualizaciones.

Los conquistadores españoles llegaron al Nuevo Mundo con armaduras que además de causar pavor entre los nativos, los preservaban de casi todo peligro en los enfrentamientos con los indígenas. Eso los hizo invencibles y funcionó en las islas caribeñas y en los primeros contactos con Tierra Firme, pero asentado ya el poder en Méjico y cuando se inició la conquista de los territorios situados al norte de Tenochtitlán, la climatología era cada vez más dura y la geografía más agresiva, con grandes espacios semidesérticos, áridas montañas, continuos secarrales, donde el sol reclamaba su absoluta divinidad, se comprendió que aquellas armaduras eran un martirio, pues el sol las recalentaba hasta producir quemaduras. Pero a la vez era necesario protegerse de los certeros flechazos de los indios.

Había que sustituir aquella protección metálica por otra más llevadera, más fácil de poner y quitar y así nació “La Cuera”.

Era esta prenda en su inicio como una especie de abrigo, sin mangas que llevaba hasta siete capas de cueros firmemente trabadas que protegían hasta los pies.

Con esta nueva indumentaria a finales del siglo XVI, se creó un cuerpo de caballería que pronto se convirtió en la caballería del Virreinato de Nueva España: los Dragones de Cuera, un cuerpo de soldados voluntarios en los que se aceptaban a castellanos, criollos, mestizos e incluso nativos cristianizados e integrados entre los españoles.

 

Dragón con Cuera corta, en pintura de Ferrer-Dalmau

 

Como todos los cuerpos de dragones, iban a caballo y muy fuertemente armados y preparados para descabalgar y convertirse en una unidad de infantería, lo que les daba una versatilidad muy combativa, llevando un armamento consistente en lanza, adarga o escudo de cuero, espada, daga, pistola y mosquete.

Cada soldado tenía hasta seis caballos y una mula de carga, pues su cometido les obligaba a enormes cabalgadas y habían de llevar repuesto para todo, además del propio avituallamiento. Podía contar además con uno o dos asistentes.

Su misión era la de preservar las fronteras norte del Virreinato que iba desde San Francisco, en California hasta San Agustín, en Florida, entonces llamada Tierra Florida. Nada más que cuatro mil kilómetros en línea recta que se convertían en seis mil en la realidad.

Para preservar tan dilatada línea fronteriza de las actuaciones hostiles de tribus indias nativas, algunas de ellas nómadas, como los navajos, arapahoes, comanches, apaches, yumas, etc., y otras sedentarias como los seminolas en Florida, así como otras más reducidas y localistas, derivadas de aquellas que eran las más numerosas, a lo largo de la frontera se construían los llamados “presidios”, antecedente directo del “fuerte americano” que hemos contemplado tantas veces en el cine, con la diferencia de que los presidios españoles se construían con piedra y adobe y no con empalizada de madera.

Conviene aclarar que la palabra presidio deriva del latín “praesídium” que significa “guarnición militar”, aunque otra acepción es la de “establecimiento penitenciario”, pero no fue éste el significado que se aplicó en América.

De forma cuadrada o rectangular, con muros resistentes, albergaban en su interior una importante cuadra, el almacén real, capilla, casa de oficiales, de soldados y de familias. En total podía haber más de cien personas en cada uno de ellos.

Esto propiciaba que a su alrededor se fueran asentando algunos comerciantes, artesanos, agricultores, que al abrigo del baluarte terminaban por convertir todo el conjunto en una población.

 

Presidio tipo

 

Conforme las fronteras iban avanzando los presidios iban quedando atrás y eran utilizados para otras actividades.

La guarnición de estos destacamentos de defensa de las fronteras eran los Dragones de Cuera que vivían casi permanentemente cabalgando a lo largo de la frontera y recorriendo cientos de kilómetros cada mes. Al momento de su creación el cuerpo estaba integrado por unos seiscientos hombres para distribuirse los seis mil kilómetros, lo que da idea de lo penoso que debía ser aquel servicio.

Aparte de proteger la frontera, los dragones facilitaban la escolta de algunas caravanas o viajeros hasta dejarlos en lugar más o menos seguro. En muchas ocasiones los dragones tenían que combatir a alguna partida de indios que hubiese traspasado la frontera para efectuar una razia en territorio de cristianos, pero por sí mismos no tenían capacidad para enfrentarse a grupos numerosos y menos a las tribus poderosas, pues carecían de la fuerza militar necesaria.

Eso propició que tribus más aguerridas como los apaches y los comanches intensificaran sus incursiones de saqueo detrás de la frontera defendida por los dragones sin respeto alguno hacia ellos y durante años se vivió en una permanente guerrilla, costosísima en vidas y riquezas, que devastó la región.

 

Línea de presidios al norte de Nueva España

 

Los guerreros indios asolaban las misiones, los ranchos e incluso los poblados de indios que convivían con los españoles y robaban caballerías, ganado, mujeres jóvenes y la única respuesta era la escasa contestación de los dragones.

Cuando se recibía la noticia de que un grupo de indios había traspasado la frontera y atacado poblaciones o ranchos, los dragones se agrupaban en un pequeño batallón de ocho o diez soldados y se ponían rápidamente en marcha en persecución de los salteadores, llevando su recua de caballos que sustituían cuando el animal que montaban estaba agotado. La rapidez de sus desplazamiento hacía que casi siempre dieran alcance al grupo que había protagonizado la incursión y terminaran imponiendo la ley de la frontera.

Pero no se conseguía atajar el problema y las tribus hostiles se crecían más y más, hasta el extremo de llegar a atacar directamente los presidios en un acto ya intolerable para las autoridades de Nueva España.

En consecuencia, cuando el jefe comanche conocido por “Cuerno Verde” atacó varias veces el presidio de Taos, en Nuevo Méjico, el virrey formó un ejército de seiscientos hombres entre los cuales había ciento cincuenta dragones de cuera y algunos indios de tribus amigas.

Usando la misma técnica que los comanches que era caminar de noche y ocultarse de día, cubriendo con trapos los cascos de los caballos, después de casi mil kilómetros de persecución, consiguieron alcanzar a los indios, cuando ya estaban en el vecino estado de Colorado.

No se arredraron los comanches que hicieron frente a las tropas españolas, amparados en su mayoría numérica, pero la potencia guerrera de los dragones y las demás fuerzas, inclinaron la balanza del lado español, sobre todo cuando al caer el jefe “Cuerno Verde”, muchos de sus indios huyeron despavoridos. La victoria fue total y durante mucho tiempo la zona estuvo pacificada. Junto al jefe insurrecto murieron dieciséis de sus hijos.

“Cuerno Verde” fue un jefe del pueblo comanche que para la guerra usaba un tocado con la cabeza de un bisonte y los cuerno pintados de ese color que ya había pertenecido a su padre, otro jefe de la tribu comanche y de ahí le venía el nombre a padre e hijo.

El tocado guerrero de este altivo jefe fue enviado al rey de España, Carlos III como trofeo de guerra; posteriormente el rey lo regaló al papa Pío VI y actualmente esta depositado en los Museos Vaticanos.

Cuando loa Estados Unidos iniciaron la conquista del Oeste Americano, se encontraron en las mismas circunstancias que los españoles, esta vez frente a tribus del norte, sobre todo sioux, cherokee, iroqueses, etc., viéndose en la necesidad de emplear el mismo sistema ya usado doscientos años antes que fue la construcción de los famosos fuertes, donde igual que en los presidios vivían las guarniciones con sus familias.

Así pues, el famoso 7º de Caballería tiene su antecedente en nuestros Dragones de Cuera.

jueves, 3 de septiembre de 2020

UN BANDOLERO CON "DON"

 


El bandolerismo es un fenómeno universal y muy antiguo que ya padecieron Grecia y Roma y que en España ha tenido una fuerte presencia desde épocas de la dominación musulmana.

El bandolerismo fue, durante muchos años, un grave problema para las autoridades, sobre todo en el sur de la Península y con mayor intensidad en la deprimida región Subbética, pero no estuvieron libres otras regiones como Cataluña o Galicia.

Este fenómeno violento nació sobre todo por las desigualdades económicas y sociales en una tierra que siendo rica y fértil, estaba en manos de unos pocos que de ninguna de las maneras querían perder sus privilegios, los cuales obtenían tiranizando a un pueblo paupérrimo. Pero la razón por la que el bandolero se mantuvo activo durante tantos años hay que buscarla en el interés en mantenerlo que ese fenómeno despertaba en algunos elementos del sistema.

 La palabra bandolero viene a expresar lo mismo que bandido cuyo significado es el de fugitivo, huido de la justicia reclamado por un bando.

El romanticismo imperante en la época, disfrazó a estos bandidos con una capa de humanidad realmente desconcertante, haciendo creer, al estilo del literario Robin Hood, que se dedicaban a robar a los ricos para dárselo a los pobres.

Nada más lejos de la realidad; todos los bandoleros llegaron a esa situación por causas muy diferentes y dejando aparte que en algún caso puntual socorrieran a algún pobre o a familia que le hubiera dado cobijo, sus intenciones y sus fines en el bandolerismo eran muy otras y entre ellas las había incluso políticas, pero muy poco filantrópicas.

 

Típica imagen del bandolero andaluz

 

Ha habido en España muchos bandoleros famosos: El Empecinado, El Tempranillo, El Merino y una lista muy larga, todos ellos personas del pueblo que acuciados por causas muy diversas que iban desde la pobreza a la persecución por la justicia, cogieron las armas y se lanzaron a la sierra.

Pero a finales del siglo XVII y principios del XVIII hubo un bandolero que no respondía a esas expectativas. Se le llamaba don Agustín Florencio Hinojosa, natural de Jerez de la Frontera y nacido en noble cuna.

Su historial delictivo se inicia en una casa de juegos de Jerez en donde tras una reyerta dio muerte a un mancebo de la casa. Perseguido por la justicia, volvió a dar muestras de su violento carácter, esta vez con el asesinato de un mulato al que asestó catorce puñaladas.

Explicable solo en aquella época, por pertenecer a familia noble, estos dos delitos solo le valieron un destierro a Ceuta, donde nuevamente expresó sus instintos asesinos, dando muerte a un militar, lo que le obligó por sentencia a entrar en el ejército, concretamente en un Tercio de Granaderos con el que estuvo batallando contra los moros que hostigaban las fronteras.

Cumplida su condena, volvió a Jerez, aunque sin ningún afán de redimirse, pues tras algunas extorsiones, se vio en la obligación de abandonar la ciudad, trasladándose al pueblo de Zuheros, en la provincia de Córdoba, donde asaltó la cárcel para liberar unos compañeros de fechorías.

Pasó luego por Cádiz, donde también dejó huellas de sus malas acciones y se refugió en Osuna, pueblo de la provincia de Sevilla, donde se inició en una vida recubierta de normalidad.

Contrajo matrimonio con una mujer de familia reconocida en la ciudad y comenzó a codearse con lo más granado del municipio.

Sin embargo sus actividades, con las que se ganaba espléndidamente la vida, no eran todo lo honradas que se suponía, pues Florencio se dedicaba al contrabando de especias, tabaco, carnes, tela y todo lo que le proporcionara un beneficio, capitaneando una cuadrilla de contrabandistas que actuaban en toda la zona.

Aunque en Osuna pasaba casi desapercibido, él y su cuadrilla tenían atemorizadas a ciudades como Cabra, Lucena, Doña Mencía y muchas otras poblaciones de los alrededores, en donde vivían con el permanente miedo de que la cuadrilla apareciera por aquellos parajes, cosa que hacían con cierta asiduidad.

Pero no solo estaba Florencio al contrabando o al asalto, sus instintos criminales iban también a la violación y hay bastante documentación que acredita haber cometido varias violaciones bajo amenazas de muerte, algunas tan aberrantes como la ocurrida en la localidad de Doña Mencía, donde, encaprichado de una joven que iba a contraer matrimonio, la violó en presencia de su madre, mientras la apuntaba con un trabuco.

Los miembros de su banda no le desmerecían en aberraciones criminales, hasta el extremo que se creó una compañía de soldados para perseguirlos, momento en el que la ciudadanía de la zona empezó a respirar más tranquilamente.

Era el mes de septiembre del año 1709 cuando Florencio alcanza el cenit de su carrera delictiva. En la localidad de Herrera, hiere gravemente a su alcalde y mata a su padre que acude en auxilio del hijo.

Tras este hecho, el bandido y su banda, buscan refugio en Osuna, donde se hizo fuerte con su cuadrilla de forajidos y reclamados por la justicia, con los que según escrito del Capitán General de Andalucía al arzobispo de Sevilla: “Este hombre tenía aterrorizada a toda la Andalucía, amedrentados los pueblos, atropelladas las justicias y en tal confusión que en todo este país no habrá paraje que no haya experimentado los insultos de su atrevimiento.”

Pero hasta Osuna llegó también la compañía de soldados que lo perseguía y entonces el cabecilla, con algunos de sus hombres, buscó refugio en la torre de la Iglesia Colegial.

Acogidos a sagrado, como se acostumbraba en la época, Florencio y sus hombres permanecieron tres meses atrincherados en aquel recinto, pero con la connivencia de los frailes y la ayuda de algunos ciudadanos, más por miedo a represalias que por deseos reales de ayudarlos, lo cierto es que salían y entraban por pasajes subterráneos y recibían comida y mujeres, ante las queja de las autoridades de toda Andalucía.

Pero la queja que hizo más mella fue la del abad de la Colegial, que manifestó al arzobispo de Sevilla que la presencia de los sitiadores impedía a los fieles entrar en la iglesia a cumplir con sus devociones. Como el responsable de la tropa no accediera a levantar el asedio, inició contra él un proceso de excomunión

Ante semejante desbarajuste el propio arzobispo de Sevilla se plantó en Osuna, consiguiendo que la tropa permitiese la entrada en el templo, pero aprovechando que sus puertas se abrieron para dar entrada a la feligresía, los soldados entraron en tropel y tras registrar el templo encontraron a Florencio y sus hombres ocultos en una cripta subterránea.

Por fin fueron todos presos y enviados a Granada para ser juzgados, acabando así con aquel disparate.

Agustín Florencio fue condenado a la horca y tras su ejecución, su cabeza fue expuesta en una pica en la ciudad de Osuna. Una de sus manos le fue cortada y enviada a Herrera para ser expuesta también.

Aunque la historia no dedicó demasiada atención a este personaje, afortunadamente su trayectoria aparece escrita en los llamados “pliegos de cordel”, esas hojas impresas a manera de remotos antecedentes de los periódicos que se exponían para su venta colgando de cuerdas en plazas y mercados y de ahí su nombre.

Gracias a estas primitivas aproximaciones a la prensa, se puede reconstruir la vida del que llegara a ser el más cruel bandolero de Andalucía y el primero de la época moderna, pero según informe que el capitán de la compañía perseguidora enviara al Capitán General de Andalucía, su actividad criminal se mezclaba con la política, pues removía alcaldes y otras autoridades locales, exigía el pago de impuestos que correspondían a la hacienda pública, incluso llegó a deponer a un comendador.

Es decir, se había convertido en una especie de reyezuelo que hacía y deshacía en gran parte de las provincias de Córdoba, Jaén, Sevilla y norte de Cádiz y que durante buena parte de su horrible carrera delictiva, estuvo, si no protegido, al menos ignorado por las autoridades.

En plena Guerra de Sucesión, don Agustín Florencio tomó parte por el bando del Archiduque Carlos, frente al rey Felipe V, en una tierra claramente partidaria de monarca Borbón.

El propio bandolero llamaba Carlos III al Archiduque y decía que mientras el rey no venía, era él quien lo representaba; era él quien reinaba.

Ese fue el matiz que en esta ocasión y en muchas otras posteriormente, emplearon los bandoleros españoles para justificar sus andanzas, con el beneplácito de la facción política a la que se declaraban adeptos.