jueves, 25 de mayo de 2023

DE ROMA A CINCINNATI

  

 

Ya no podemos ni debemos quejarnos más de la situación por la que estamos atravesando; ha llegado la hora de actuar, pero la actuación de los ciudadanos es tan insulsa que parece que de poco va a servir.

Oía a un político emergente decir eso mismo hace unos días. De qué sirve que el que llegue al poder con la promesa de derogar unas leyes consideradas indeseables si después de ocho años no ha derogado ninguna.

O que más da que prometan no pactar con estos o aquellos si luego se revuelcan en el mismo colchón.

El alzamiento de parte del ejército contra la República tenía como finalidad restablecer el orden, no acaudillar el país, pero al final fue así.

Y de por medio, todos los arribistas de la política con una sola idea: situarse bien en lo social y en lo económico, sobre todo en esto último.

¡Que distinta la realidad de la promesa! y contra la falta de escrúpulos de la clase política, tenemos un arma de papel que ya vemos sirve de bien poco.

En la España colonial, los gobernantes eran sometidos a “juicio de residencia” tras sus mandatos y se fiscalizaba hasta la última de sus acciones.

Y antes, mucho antes, en Roma, las cosas pintaban de otra manera para los que hacían el “cursus honorum” que no era otra cosa que la carrera política. Éste se iniciaba accediendo al cargo de edil de su ciudad, para ascender luego a otras magistratura que se explican perfectamente en los libros de historia

Cuando un ciudadano quería ganarse la fama entre sus vecinos para ser elegido para la curia local, de su dinero, financiaba reformas de edificios, embellecimiento de la ciudad e incluso la construcción de una vía, como la llamada Vía Apia en honor a su financiador, Apio Claudio, el Ciego, que unía Roma con Brindisi, el puerto más importante en el sur de Italia.

Hombres y mujeres, de sus propias fortunas, engrandecieron sus ciudades con bibliotecas, templos, estatuas, fuentes, etc., con lo que se ganaban el reconocimiento y el agrado de sus conciudadanos, incrementando su fama.

Como sucede en la actualidad, las ciudades se gestionaban por los concejales, entonces llamados “curiales”, los cuales debían procurar los ingresos, mediante tributos, para cubrir las necesidades y aportar, primero al reino, luego a la república y por último al imperio, los fondos que este les requería para mantener toda la organización que empezó siendo pequeña, pero terminó ocupando el mundo conocido.

Lo mismo que ahora, si una ciudad no cumplía con sus obligaciones, era intervenida por el gobierno, por medio de una institución llamada “curator civitatis” que gestionaba las finanzas hasta que la ciudad volvía a ser viable económica y fiscalmente.

O sea, como la mal llamada “troika europea” o “los hombres de negro” que actualmente operan en situaciones similares, pero con una salvedad y es que actualmente la capacidad de endeudamiento no conoce límites.

En Roma, las personas sensatas proponían a las curias de la ciudad que se hiciesen planes de ahorro y se redujese el gasto en boato ceremonial, festivales gratuitos para el pueblo y otros gastos superfluos, y se hiciese frente a las verdaderas necesidades, pero no, en Roma imperaba el pan y circo.

Algo parecido a lo que ocurre ahora, con gastos injustificados pero con una salvedad y es que si la cuantía de la recaudación de impuestos no llegaba a la cantidad que el estado les exigía, o no llegaba a cubrir las necesidades de la ciudad, el déficit lo tenían que cubrir los curiles (concejales) de sus bolsillos.

Exactamente igual que ahora, ¿no?: se llevan el dinero y que lo ponga otro que el dinero público no es de nadie.

Claro está que la medida causó profunda mella en las vocaciones políticas y la merma de aspirantes fue tal que casi nadie quería iniciarse en el “cursus honorum” y había que buscar candidatos con mil triquiñuelas, como hacer el cargo hereditario. Y eso teniendo muy en cuenta que para optar a una plaza de edil tenía que haber sido antes “cuestor”, una especie de recaudador de impuestos, secretario de algún cónsul, administrador del tesoro público, administrador de la ciudad.

A estos cargos le seguía el de pretor, una especie de magistrado que ejercía la justicia en la ciudad y de los que había hasta ocho, según la entidad, entre los que competían para convertirse en lo que hoy llamaríamos alcalde.

Bueno, como se ve en esta quizás enrevesada exposición, para llegar a alcalde había que pasar todo un calvario y siempre sin cobrar ni un “as” que era la unidad monetaria romana, y continuarlo si se quería llegar a lo más alto de la carrera: cónsul.

Y si después de haber ejercido de cónsul y enjuiciada su trayectoria, su figura salía sin mancha, accedía a “censor”, cargo más honorífico que ejecutivo. Pero si no superaba la prueba, el cónsul podía ser condenado a la pena más grave que podía soportar el ciudadano romano que era la “damnatio memoriae” que consistía básicamente en borrar todo cuanto pudiera recordar a esa persona, aunque en la mayoría de los casos se condenaba previamente al destierro y tras su muerte se aplicaba la pérdida de la memoria.

Hace dos mil años, los ciudadanos de Roma se defendían de sus gobernantes obligándoles a prepararse antes de entrar verdaderamente en tareas de gobierno y sobre todo a preparar su bolsillo si las cuentas no salían.

Será que ahora somos más ricos o más tontos y no hace falta que el que quiera dedicarse a la política venga preparado, ni mucho menos. De la nada opta a la alcaldía de su ciudad; de la nada a parlamentario autonómico, a diputado, a senador.

Y lo que es mucho peor, de la nada más absoluta, a ministro del gobierno de la nación. Y a cobrar un sueldazo durante toda la vida, que para eso somos ricos.

Roma tenía marcados los puestos de la administración; su número no podía ser alterado pero aquí pasamos de quince a veintidós ministerios en un leve pestañear y si agarramos un cargo, ni con agua hirviendo lo soltamos.

Quizás en Roma también se dieran esas prácticas pero se dieron muchas otras extraordinariamente ejemplares y una de ellas, tras esta larga introducción es la un hombre excepcional.

Se llamaba Lucius Quinctius Cincinnatus y fue designado dictador por el Senado de la República en el año 458 antes de nuestra era.

La situación era dramática. Los celtas, procedente del norte de Europa, se habían asentado en puntos del sur continental y muchas de sus tribus, como los volscos y los eccuos, se habían instalados alrededor de la región del Lacio, cuya capital era Roma y desde sus asentamientos hostigaban a las huestes romanas que los combatían con poca coordinación y menor fortuna.

Decidió el Senado concentrar todo el poder militar en una sola persona y eligieron a Cincinnatus por su valía personal. Había sido cónsul, general de las legiones, donde había dado muestras de valor y talento táctico y, además, era un conocido y reputado demócrata de probada honradez.

Cincinnatus estaba retirado y vivía en el campo, cerca de la Urbe, pero separado por el río Tíber y pasaba su vida cultivando la tierra y cuidando el ganado.

Parece que cuando recibió la visita de los senadores que le emplazaban a presentarse ante el Senado, se encontraba arando, pero al día siguiente se presentó en la curia y aceptó la designación. Puesto manos a la obra, reunió un ejército y en dieciséis días acabó con el problema, venciendo de manera aplastante a los hostigadores, a los que permitió retirarse una vez entregadas las armas y a todos sus jefes. De inmediato se dirigió a Roma donde entregó la toga de dictador y se retiró a sus quehaceres rurales.

 


Visita de los senadores a Cincinnatus

 

Pero Roma volvió a necesitarlo y, por segunda vez y a la edad de ochenta años, el Senado lo invistió de dictador para oponerse a las actividades de un ciudadano romano de origen plebeyo pero inmensamente rico llamado Espurio Melio que aspiraba a convertirse en rey de Roma. Aprovechando la hambruna que padecía la ciudad y valiéndose de su fortuna, comenzó a repartir trigo entre la población y a hacer otros regalos a gentes más importantes, hasta el extremo que el pueblo lo seguía incondicionalmente.

A la vez, organizaba un ejército con el que enfrentarse al Senado que entendía correr un grave peligro de ser arrasado por las turbas que manejaba Espurio.

Era el año 439 y Cincinnatus vistió nuevamente la toga orlada de dictador, máxima autoridad de la Urbe.

En esta ocasión no tuvo que hacer casi nada, solo enviar al jefe de la caballería a que citara a Espurio Melio a su presencia, el cual, conocedor sobrado de la fama que rodeaba al dictador y la efectividad de sus decisiones, entendió que aquello era una celada, por lo que se propuso huir protegido por el pueblo, pero el jefe de la caballería lo detuvo y le dio muerte.

Conocedor el dictador de que el conflicto estaba zanjado, nuevamente entregó la toga y se retiró al agro, lugar donde únicamente era feliz.

Por dos veces se pudo eternizar en el cargo de máxima autoridad de la República y por dos veces entregó sus poderes tras cumplir su cometido.

No sé si guarda alguna similitud con lo que ocurre ahora que el que abraza el poder ya no lo suelta.

A finales del siglo XVIII, al norte de los Estados Unidos se organizó un territorio al que llamaron Territorio del Noroeste, a orillas del lago Eire y surcado al sur por el río Ohio, que dio nombre a lo que luego fue un Estado.

Pues bien, al sur de ese Estado se formó un núcleo de población que se empezó a llamar Losantville, pero poco tiempo después el gobernador del Territorio, Arthur St. Clair, presidente de una asociación de oficiales del ejército que participaron en la Guerra de la Independencia y que recibía el nombre del dictador romano Lucius Quintius Cincinnatus, decidió que la ciudad debería llamarse Cincinnati, en honor a tan ilustre personaje.

Y ahí está.

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