viernes, 26 de septiembre de 2014

LA CONTAMINACIÓN MEDIÁTICA




Por Rafael Herrero Casaleiz (1)     


Ocurre hoy algo bastante generalizado en nuestra sociedad: Se habla mucho de todo, se sabe poco de casi todo y se reflexiona menos, “… si los españoles sólo  hablaran de lo que saben, se produciría un gran silencio que podríamos aprovechar para estudiar…” (M. Azaña.) (y para reflexionar, agregaría yo). ¿Quien puede poner en duda que, si ello fuera alcanzable, aportaría peso y solvencia, no sólo a la organización mediática, que lo necesita, sino también a una opinión pública, que también lo necesita, y en la que tanto influye aquélla? Sería una noble aportación de los medios que aplacaría las opiniones y juicios vehementes que tanto dañan a la opinión pública.

No es ningún secreto que la actitud de gran parte de nuestros medios está produciendo en la sociedad una contaminación mediática que, a juicio de muchos, es poco soportable. La constante reiteración de noticias seguidas de tan desafortunados como insolventes comentarios, no siempre los más alegres, caen sobre una sociedad que acepta con absoluta credibilidad y sin gran esfuerzo sensorial (le basta con oír o ver) la información que se le ofrece. Al menos, frente a esto, el lector de prensa tiene que realizar el esfuerzo de leer (e incluso reflexionar) y posiblemente sea la causa que justifique la constante caída de sus ventas -pese a su digilitación-.

En un interesante artículo (“La independencia, la verdad”) publicaba L. Enríquez Nistal que: “El respeto por la libertad de nuestros periodistas a la hora de informar o plasmar su opinión sólo tiene un límite: la veracidad de los hechos en cuestión. Garantizar esta premisa (de) libertad y respeto por la veracidad, constituye el eje principal de nuestra gestión. Siempre hemos creído que sin periodistas libres y rigurosos no habrá negocio, del mismo modo que sin negocio no habrá sitio para periodistas libres”.

La atención es la virtud por excelencia que nos enseña a ejercitar el espíritu crítico permitiéndonos no ajustarnos a ningún patrón, sino al propio criterio que forma parte de un estilo de formación y de vida. Vivimos en una sociedad en la que cada vez hay más “ruido”, más dispersión y menos capacidad de concentración, atención y reflexión. La consecuencia más nociva se manifiesta en la pérdida de rigor intelectual y calidad humana. Al propio tiempo destaca una “masa” que acepta con absoluta credibilidad aquello que les ofrecen los medios de comunicación sobre temas escasamente contrastados. Hemos llegado a un momento en que cada vez se pone más de manifiesto la contradicción cantidad/calidad, tanto por la faceta activa como pasiva, en buena parte de los estamentos y niveles de nuestra sociedad.

No es cuestionable que haya que respetar la libertad de nuestros profesionales de la información, pero corresponde a ellos dar a conocer la verdad de los hechos, midiendo los límites a la hora de plasmar sus opiniones y comentarios sin salirse de la veracidad contrastada.

Defendía Martín Municio que: “La libertad, en su más amplia acepción, y como criterio de valor, depende hoy del acceso sin trabas a las fuentes de información y a la cultura de la ciencia. Y, en una sociedad democrática, sólo una ciudadanía adecuadamente informada podrá contribuir de forma responsable a la toma de decisiones”.

Necesitamos, por tanto, una opinión pública que reciba referencias estables, tanto más en un país adicto al pesimismo que aún soporta el legado que nos dejaron  bastantes intelectuales de la “Generación del 98”  (“Me duele España”, de Unamuno, o “Es español el que no puede ser otra cosa”, de Cánovas, etc., etc.). No le hicieron un favor a las generaciones futuras o no eran conscientes de la responsabilidad y transcendencia  de unas manifestaciones, que tanto  iban a influir, negativamente, en el ánimo de nuestra sociedad a lo largo de los años, y que inexorablemente tanto se encona en las situaciones críticas de nuestra historia.

No quiero terminar sin aludir, una vez más,  a la memoria del gran filósofo y sociólogo Karl Popper, que en una transcendente conferencia celebrada en Munich en 1988, afirmaba: “…desgraciadamente son los periodistas…quienes buscan sensacionalismos, cuando ya tenemos sensaciones…Afortunadamente, la verdad puede comprobarse fácilmente: la verdad de que vivimos en Occidente, en el mejor de los mundos que nunca ha existido… Tenemos que llevar a los medios de comunicación a que vean y digan la verdad. Y también tenemos que llevarlos a que vean sus propios peligros y a que todas las instituciones saludables, desarrollen la autocrítica y se pongan en guardia a sí mismos. Se trata de una nueva tarea para ellos. Son grandes los daños que provocan en el presente. Sin su cooperación es prácticamente imposible permanecer optimistas”.

20 septiembre 2014




(1) Es economista. Miembro del Grupo de Opinión “Salvador de Madariaga”

viernes, 19 de septiembre de 2014

PIEL DEL DIABLO





Hace ya unos meses tenía preparada alguna documentación e iniciado un artículo sobre un personaje del siglo XVIII que pese a ser considerado actualmente como todo un erudito, había entrado en las páginas de la historia casi exclusivamente como literato y, por cierto, con no demasiado prestigio, aunque su figura y su trayectoria se están reivindicando.
Mi intención era sacar un poco del anonimato a ese personaje que se llamaba Diego Torres de Villarroel, cuando escuchando un programa de radio, hablaron de él, resaltando su vida de pícaro y su trayectoria intelectual y, sobre todo, su faceta de adivinador del futuro. Esta faceta, quizás la más llamativa, era a mi entender la menos acreditativa de la existencia de un personaje intelectualmente bien dotado, aunque ciertamente la más espectacular.
El hecho de que se refirieran a él en un programa radiofónico, me restó interés por seguir investigando sobre el personaje y, con toda la documentación que ya poseía, quedó arrumbado en una carpeta.
Pasado el tiempo di con un nuevo dato sobre el personaje, cuando encontré una descripción que hace de un fenómeno celeste, ocurrido sobre el cielo de Salamanca y que da toda la sensación de ser un avistamiento OVNI.
Fue entonces cuando decidí que el artículo había que terminarlo, aunque solo fuera para resaltar la descripción del fenómeno y para compensar las diferencias habidas entre erudito y nigromante, sus dos actividades más destacadas. A grandes rasgos, su historia es esta.
Hijo de un librero, nació en 1694 en Salamanca y debió ser un buen mozo, tal como él mismo se describía, con más aspecto de nórdico que de castellano. Brillante en los estudios, simpático en la calle y alocado todo el tiempo, obtuvo una beca para estudiar en el Colegio Trilingüe de la Universidad de Salamanca, en donde se aprendían las llamadas lenguas bíblicas (griego, hebreo y latín).
Diego era muy inteligente aunque no demasiado buen estudiante, pero además era un muchacho díscolo y travieso, un verdadero pícaro al gusto del momento. Su temperamento vehemente le impulsaba a faltar a clase, meterse en peleas, incluso con apuestas de por medio, robar las meriendas de los compañeros y toda clase de travesuras, lo que le hizo ganarse el calificativo por el que era conocido de “Piel del Diablo”.
En la librería de su padre leía con verdadero entusiasmo y sin orden alguno, apasionándose de cada libro que abría y así se aficionó a la astrología o a las matemáticas, ciencia que en aquella época había quedado en desuso prácticamente.
Al salir del colegio y debido a sus muchos desmanes, se vio obligado a huir a Portugal, en donde llevó una vida llena de aventuras habiendo sido desde estudiante de medicina y curandero, hasta bailarín y torero, pasando por ermitaño, alquimista y astrólogo, militar y desertor.
Cuenta en su biografía novelada, llamada Vida, ascendencia, nacimiento, crianza y aventuras del doctor don Diego Torres de Villarroel, que regresado a Salamanca y para ganarse la vida, montó un negocio que consistía en escribir y editar almanaques y pronósticos que firmaba con el pseudónimo de “El gran Piscator de Salamanca”, haciéndose famoso rápidamente y al que mucha gente acudía para conocer qué le depararía el futuro.
Ciertamente el joven astrólogo y adivinador, hizo varias predicciones en las que acertó plenamente, como la muerte del rey Luís I, el reinado más corto de la historia de España, (ver mi artículo: http://unalupasobrelahistoria.blogspot.com.es/2013/03/el-mas-breve-y-el-mas-largo.html), que lo publicó en el Almanaque de 1724 y cuya muerte ocurrió, efectivamente, en agosto de aquel mismo año, así como predecía la climatología, sucesos próximos y dos curiosos acontecimientos: el Motín de Esquilache de 1766 y la Revolución Francesa en 1789.



Grabado de Diego Torres


Esta última, con una curiosa y enrevesada poesía que dice:

Cuando los mil contarás
 con los trescientos doblados
 y cincuenta duplicados
 con los nueve dieces más,
 entonces, tú lo verás
 mísera Francia, te espera
 tu calamidad postrera
 con tu rey y tu delfín
 y tendrá entonces su fin
 tu mayor gloria primera.

La profecía se explica así: 1000+(300x2=600)+(50x2=100)+(9x10=90), lo que equivale a 1790, cuando la Revolución estaba en todo su apogeo.
Pero es evidente que como Piscator de Salamanca tuvo que tener otros aciertos que lo encumbraran, pues el Motín de Esquilache no ocurre hasta cuatro años antes de su muerte, en 1766, mientras que la Revolución Francesa no fue hasta diecinueve años después de muerto.
Es decir, estas dos adivinaciones pudieron darle fama póstuma, pero no presente.
Portada de su autobiografía

Después de querer ganarse la vida en el seno de la Iglesia, se hizo subdiácono, pero comprendió que su vida iba por otros derroteros y en 1726 optó a la cátedra de matemáticas de la Universidad de Salamanca, vacante desde hacía muchos años, la cual obtuvo, comenzando a impartir clases a pesar de reconocer él mismo que sus conocimientos de la materia eran bien escasos, aunque superiores a los de los demás opositores a la cátedra.
Su inquieto carácter le impedía asentarse en ningún lugar y por eso, dejó todo en Salamanca y alquilando un borrico, se trasladó a Madrid con todas sus pertenencias.
Si Torres de Villarroel hubiese vivido en nuestros días, sin lugar a dudas que hubiese sido un visitante asiduo de programas sobre esoterismo, ciencias ocultas, fenómenos paranormales y expedientes OVNI y buena prueba de ello son las dos anécdotas que se relatan a continuación.
Una vez en Madrid, se ganaba la vida como buenamente podía, con más intención que fortuna, llegando casi a dedicarse al contrabando si no es porque el mismo día en que iba a salir para Burgos a trasladar unos fardos de tabaco, se encontró a un clérigo conocido suyo que sabiendo la despreocupación tan característica del personaje, le pidió, por favor, que fuese a la residencia de la condesa de los Arcos, un palacete de la calle Fuencarral, en donde cada noche se sucedían extraños fenómenos, por si él era capaz de desentrañar aquel misterio que estaba llenando de terror a la familia de la condesa y a todos sus sirvientes.
Pensando que en tan noble casa llenaría la panza, aquella noche se dirigió al palacete, en donde tras una buena cena, se dispuso a dormir en el salón de la casa, lugar en el que se habían refugiado todos los moradores, tanto familiares como sirvientes, para así, en compañía, darse ánimos con los que poder conjurar los miedos que los atroces ruidos, como de truenos, que cada noche se oían a partir de la una de la madrugada, provocaban en los moradores.
Aquella primera noche, con puntualidad, fue despertado por los ruidos que se escuchaban en toda la casa. Provisto de un hachón y una espada, Diego recorrió todo el palacete, no encontrando causa alguna que justificase semejantes ruidos.
Así fue durante once noche hasta que en la última, al subir a la primera planta, una fuerza inexplicable apagó la antorcha, sumiéndolo en la más absoluta oscuridad. Reptando como pudo, bajó al salón, mientras se seguían escuchando los tremendos ruidos y cómo los cuadros y lámparas se iban descolgando de sus soportes y cayendo al suelo con gran estruendo.
No pudo comprobar nada, pero sacó la conclusión de que una fuerza desconocida se había apoderado de aquel palacio, aconsejando a la condesa que cambiase de vivienda, cosa que hizo.
Dos años estuvo hospedado en la casa de la condesa, durante los que continuó haciendo sus predicciones y pronósticos, los cuales recogió en un compendio que se titula “Extracto de los pronósticos del gran Piscator de Salamanca”.
Testigo presencial de un extraño suceso ocurrido sobre el cielo de Salamanca, lo describe y se recrea, en un opúsculo que dedica a su amigo don Juan Ventura, cuya lectura recomiendo y que se titula: “Juicio y pronóstico del globo y tres columnas de fuego que se dejaron ver en nuestro horizonte español el día dos de noviembre de este año de 1730 y unas preparaciones medicinales para librarse de la malicia de sus vapores y humos”. (la obra puede encontrarse aquí:
Empieza diciendo que del suceso que va a narrar hay precedentes y que tanto de Navarra, como de Andalucía, le ha llegado constancia de que años antes se ha producido un extraño fenómeno muy similar y que él describe minuciosamente, situándolo con precisión en la esfera celeste, entre los signos de Cáncer y Leo, no en vano era docto en astrología y astronomía.
Continúa describiendo el fenómeno como un enorme globo de fuego junto al que sitúa lateralmente dos columnas que le parecen subir y bajar, adquiriendo mayor luz que cambia de color y que duró hasta las cuatro y media de aquella madrugada.
Como es natural, tratándose de aquella época, el primer pensamiento se refiere a la posibilidad de un embajador celestial, enviado para mostrar al mundo la indignación divina. Prosigue analizando que cuantos fenómenos como eclipses, cometas y otras cosas raras de los cielos, se han hecho presentes, otras tantas calamidades han sobrevenido a posteriori y con una clara equivalencia, por lo que aquel fenómeno que él pudo apreciar y que duró más de cuatro horas, traerá, de manera invariable, cuatro años de “destemplanzas”.
Termina con lo que denomina “Prevenciones para huir de la mala condición de los influjos del fenómeno” entre las que recomienda estar alegre, hacer ejercicio, beber “horchata de cuatro simientes”, observar la higiene, comer carne fresca, verduras variadas y leche de cabra y desaconseja las purgas. En fin, una dieta sana, como la entenderíamos en estos tiempos.

Ha sido una suerte que este personaje fuese testigo directo del extraño fenómeno y es una satisfacción para mí el sacarlo, en la medida que me sea posible, del ostracismo en el que ha estado inmerso y destacarlo como erudito, literato extraordinariamente prolijo, adivinador y hombre de ciencia.

viernes, 12 de septiembre de 2014

TIRARSE POR EL VIADUCTO




Casi cada pueblo tiene su tradicional sistema de suicidios que a lo largo de la historia, han ido configurándose de forma adaptada a los nuevos tiempos.
En la Grecia clásica beber la cicuta era el sistema tradicional; en Roma recurrían al físico que seccionaba las venas de los antebrazos. En el Japón se recurría al Hara-Kiri y los azafranados bonzos recurren al fuego purificador.
Pero lo más tradicional ha sido el ahorcamiento, la defenestración, el pistoletazo en la sien, cuando se inventaron las pistolas y arrojarse al tren en los tiempos más modernos.
Una forma de defenestración, palabra que procede del francés y que quiere decir tirarse por la ventana, era la de arrojarse desde cualquier lugar elevado y en este sentido, la ciudad de Madrid tiene un lugar preferido que es lanzarse al vacío desde el puente llamado Viaducto de Segovia, situado en la calle Bailén, muy cerca del Palacio de Oriente.
Este sistema para quitarse de en medio, efectivo donde los haya, comenzó a hacerse popular a mediados del siglo XIX, a raíz de ciertos acontecimientos ocurridos en la capital y de los que ahora vamos a hablar.

El famoso Viaducto de Segovia

De pequeños, muchos de nosotros hemos participado en aquellas cadenas en las que mandabas una tarjeta postal o un sello de Correos a los seis últimos de una lista y con el paso del tiempo recibías miles de tarjetas o sellos. Yo fui, durante bastantes años, muy aficionado a la filatelia, ya lo he comentado en artículos anteriores y en varias ocasiones me apunté a aquellas cadenas milagrosas, de las que debo decir, en honor de la verdad, que nunca recibí nada.
Eran unas cadenas infantiles, desprovistas de maldad en las que los primeros en apuntarse sí que recibían centenares y miles de postales o sellos, pero para los últimos, la cosa era muy diferente.
Estas cadenas, que no dañaban las economías de nadie, tenían su fundamento en otras habidas con mucha anterioridad, en las que sí hubo pérdidas más que cuantiosas, con beneficio exclusivo para el organizador y los primeros enganchados.
Es lo que se ha dado en conocer como Estafa Piramidal, o Esquemas Ponzi que está considerado como delito en muchos países, sobre todo en los llamados civilizados.
Por este sistema se han enriquecido algunos y luego han ido al traste todos; entre ellos empresas tan supuestamente potentes como Sofico, Fidecaya, Gescartera, Forum Filatélico, Afinsa, Madoff y un etcétera al que habrá que agregarle alguna más con el tiempo.
Pero, ¿quién inventó esta forma de estafar?
Casi seguro que estaríamos inclinados a atribuirla a algún avispado financiero/estafador inglés, francés, alemán o americano, pero no. Lo mismo que el Estraperlo lo inventaron dos españoles llamados Pérez y López que junto con el suizo Straus pusieron en marcha el sistema (Stra-Per-Lo), la invención de esta estafa fue de otro español.
En este caso, una española: Baldomera Larra Wetoret, por más señas, hija del afamado escritor romántico, Mariano José de Larra.
Larra era hijo de un médico de los considerados afrancesados que tras la marcha de José I Bonaparte, tuvo que salir de España, con toda su familia, regresando años después con la amnistía de Fernando VII. Debía ser buen médico, pues al poco tiempo ya era médico de la corte, proporcionando a sus hijos un hogar confortable.
No era Mariano José una persona muy equilibrada, antes al contrario, lo que le hizo vivir episodios que en la época se considerarían muy al gusto, pero que evidenciaban que algunos tornillos en su mecanismo interno, no estaban lo suficientemente apretados.
Así, por ejemplo, vino a enamorarse de la amante de su padre, lo que le trajo graves consecuencias familiares, para luego casarse con una mujer simple, Josefa Wetoret, que aparte lo progre de su apellido extranjero, no aportaba a su efervescente vida, ningún matiz.
Con ella tuvo tres hijos, Luís Mariano, libretista de zarzuelas, algunas de mucho éxito, Adela y Baldomera, las cuales tenían cinco y cuatro años respectivamente cuando su padre decidió acabar su vida disparándose un tiro en la sien, a la manera más romántica.
Pero a pesar de la pérdida del cabeza y sustento de la familia, salieron adelante, e incluso las hijas hicieron buenos casamientos, pues la protagonista de esta historia se casó con Carlos de Montemayor, médico sevillano de la Casa Real y también afrancesado, como su abuelo y Adela, más díscola, llegó a ser la amante temporal de rey Amadeo de Saboya.
Amadeo pidió la carta de despido y dejó a Adela con las vergüenzas al aire y  tras la Primera República, con la llegada de Alfonso XII, los afrancesados optaron por salir de España, cosa que secundó el de Montemayor, que marchó a las Américas, abandonando a Baldomera y a sus tres hijos, por lo que, de la noche a la mañana, ambas hermanas se vieron en la calle.
Pero Baldomera era de recursos o al menos, una persona lanzada. En un principio y para sobrevivir, recurrió a prestamistas, en cuyas casas terminaron cuanto de valor tenía el hogar, además de satisfacer unas elevadas cantidades por los intereses.
Fue en ese momento cuando se le ocurrió una forma de ganar dinero que de inmediato puso en práctica. Se trataba de un novedoso sistema, pues acababa de inventar y poner en funcionamiento el sistema de Estafa Piramidal.
Consistía en captar un cliente a quien ofrecía un interés de hasta el cien por cien en pocos meses, en principio dejando en prenda algunas de sus pertenencias. A continuación continuaba con las captaciones y con las aportaciones recibidas por nuevos clientes, abonaba al primero la cantidad aportada y los intereses, siguiendo así con el segundo, el tercero y muchos más.
Esta forma de ganar dinero se corrió rápidamente por todo Madrid, atrayendo cada vez a más clientela, llegando a un número tan elevado de impositores que Baldomera fundó la llamada Caja de Imposiciones, en la que hoy se llama calle Los Madrazo, detrás del Palacio de Las Cortes.

Baldomera Larra de mayor y sin las patillas

Pronto aquel local se le quedó pequeño y se trasladó a la castiza Plaza de la Cebada. Allí operaba con su secretario, Saturnino Isegas, a la vista de todo el mundo, llegando a pagar intereses del treinta por ciento mensual con el dinero que le iban aportando los nuevos impositores.
Cuando parece ser que tenía unos cinco mil impositores, había recaudado más de veinte millones de reales (unos cinco millones de pesetas, cantidad impensable en aquella época), de los que muy buena parte eran sus ganancias.
Alcanzó tal fama con su novedoso sistema que trascendió las fronteras y la prensa de París, Bruselas y otras capitales europeas, se hicieron eco del formidable negocio que Baldomera regentaba.
A Baldomera empezaron a llamarla “La madre de los pobres”, como apelativo cariñoso opuesto a otro con el que se la conocía también, que era “La Patillas”, por dos tirabuzones que llevaba pegados a las orejas y cuando sus impositores le preguntaban en qué sistema se basaba para proporcionar aquellas fabulosas ganancias ella, muy ufana, contestaba que era tan simple como el huevo de Colón.
Como es natural, después de una primera impresión favorable, personas técnicas en finanzas empezaron a hablar del peligro de aquellas inversiones y la prensa, tan favorable en los comienzos, se decantó abiertamente en contra de aquel sistema que ya empezaba a verse como una estafa.
En el año 1876 una buena mañana, los impositores encontraron cerradas las oficinas de Baldomera; había huido con todo el dinero que en ese momento tenía en la caja y sus últimos impositores quedaron de una pieza y sin su dinero.
Dos años más tarde, se tuvieron noticias de que Baldomera vivía en Auteil, una pequeña ciudad de Francia al oeste de París.
El juez de Madrid que llevaba el caso solicitó de las autoridades francesas la extradición, cosa que se consiguió y se la sometió a juicio.
Fue condenada a seis años de cárcel, igual que su secretario, ingresando ambos en prisión, mientras que su abogado, Felipe Aguilera, recurría la sentencia basándose en algo que sería una burla, pero una burla legal.
Baldomera era una mujer casada que carecía de la pertinente autorización de su marido para contratar y obligarse, totalmente imprescindible en aquella época, de forma que los contratos de préstamos suscritos por ella eran nulos, por tanto, todo lo demás ocioso. Es decir, no había acreedores, ni alzamiento de bienes, ni fuga de la justicia.
El 1 de febrero de 1881 fue puesta en libertad junto con Saturnino por sentencia del Tribunal Supremo, para el que los actos cometidos eran de una trascendente inmoralidad, pero que no pudieron constituir obligaciones legítimas sujetas a la acción de los tribunales.
Tras su salida de prisión se le perdió la pista y hay quien dice que marchó a Cuba, en donde vivía su marido y otros que se fue a Argentina, en donde murió a principios del siglo XX.
Sea come fuere, de lo que no hay duda es que a Baldomera le cabe el dudoso honor de haber sido la primera persona del mundo en emplear un sistema o método de estafa encubierta que luego han puesto en práctica muchos otros.
¿Y qué tiene que ver lo del Viaducto? Pues muy sencillo, cuando a la “financiera” le preguntaban qué garantías existían en la Caja de Imposiciones, contestaba con muchos descaro: ¿Garantías?, ninguna, tirarse por el Viaducto.
Curiosamente, desde aquella fecha, se puso de moda en Madrid suicidarse arrojándose por el Viaducto.

Y una última cosa que no me explico: ¡Su padre, tan fino y tan romántico y ponerle a su hija Baldomera! ¿Es que no había otro nombre?

jueves, 4 de septiembre de 2014

EL PAN DE LAS EMBARAZADAS





Sin duda alguna, el mayor avance que la medicina ha experimentado en el campo de los medicamentos, ha sido el descubrimiento de la penicilina.
Es este un tema muy estudiado y publicado y sobre el que pocas cosas nuevas se pueden decir, si no es contar alguna anécdota que haya resultado poco conocida, o desmentir otras, tan extendidas como falsas.
Empezaré por esto último porque sobre el descubridor de la penicilina se han contado muchas cosas y bueno es que éstas se sepan, pero también se han contado falsedades que no venían a cuento ni hacían falta ninguna para dar brillantez a una historia tan deslumbrante como la de Alexander Fleming.
Como casi todo el mundo conoce, Fleming nació en el Reino Unido, concretamente en una pequeña aldea de Escocia, donde vivía su padre con su segunda esposa, de la que tuvo cuatro hijos, al tercero de los cuales pusieron de nombre Alexander.
Su padre murió cuando nuestro protagonista tenía solamente siete años y fue su madre y la ayuda de los hijos mayores, habidos en un matrimonio anterior, los que sacaron adelante a Alexander y sus hermanos pequeños.
Nace aquí un leyenda, demostrada recientemente como falsa, que cuenta que en aquellos bellísimos parajes de Escocia, la familia Churchill acostumbraba a pasar largas temporadas veraniegas y que en una de esas vacaciones estivales, el jovencísimo Winston, que llegaría a ser el más conocido de todos los primeros ministros británicos, jugaba junto a un pantano. El joven resbaló y cayó al agua cenagosa, en la que pronto empezó a hundirse.
A los gritos de auxilio que el joven lanzaba, acudió Hugh Fleming, campesino que cuidaba su ganado que pastaba en las proximidades y que, con habilidad y gran riesgo de su vida, consiguió sacar del absorbente cieno al joven Winston.
Conocido por el padre del muchacho la heroicidad de aquel campesino, cuentan que cierto día se presentó en la casa de los Fleming y reconociendo la enorme deuda que su familia tenía con él, le hizo entrega de cierta cantidad de dinero para que los hijos de aquellos humildes labriegos pudiesen tener la misma educación que su hijo Winston recibiría llegado el momento.
La historia es bonita y emotiva, pero es falsa. Al quedar huérfano, Alexander tenía siete años, iniciando los estudios primarios que acabó con trece, momento en el que se trasladó a Londres, donde vivía el mayor de sus hermanos, producto del primer matrimonio de su padre y que trabajaba en un hospital, el cual lo acogió mientras realizaba dos cursos de estudios superiores en un instituto de la capital, concluidos los cuales, encontró un empleo en las oficinas de una compañía naviera.
Con diecinueve años se alistó como voluntario en el llamado Regimiento Escocés de Londres que se iba a desplazar a Sudáfrica para participar en la Guerra de los Boers, pero antes de que partiera el regimiento, terminó la guerra, por lo que Alexander se quedó con las ganas.
Pero le había gustado la vida militar que llevó aquellos meses y no se desenroló, sino que permaneció agregado al Regimiento Escocés, con el que participó, más tarde, en la Primera Guerra Mundial.
Siempre admiró el trabajo de su hermano en el hospital, por eso, cuando a los veinte años recibió cierta cantidad de dinero, probablemente de la venta de las tierras que la familia tenía en Escocia, decidió emplearlos en estudiar medicina.
Esa fue la verdadera procedencia del dinero que le permitió dedicarse a la actividad que le proporcionaría fama mundial y no un regalo de los Churchill, con quien se le volvió a relacionar muy posteriormente en otra anécdota que también resulta ser falsa.
Contaban que durante la Segunda Guerra Mundial, siendo Winston Churchill primer ministro, enfermó de neumonía, temiéndose seriamente por su vida.
Ya estaba descubierta la penicilina, si bien su uso no se había extendido, quizás por dificultades técnicas, quizás porque otras preocupaciones más importantes ocupaban los planes británicos, pero lo cierto es que hasta que Estados Unidos se interesó por el medicamento, al que consideraban muy superior al poder que tenían las sulfamidas, única medicina contra las infecciones, el antibiótico no despegó realmente.
Esa leyenda dice que Fleming ofreció su penicilina para curar a Churchill y que gracias a ella, sanó.
Hoy, y consultados los archivos médicos del hospital en el que estuvo ingresado el primer ministro, se sabe que no es cierto que se le inyectase penicilina, sino que siguió un tratamiento a base de un medicamento llamado “Sulphapyridine” de los laboratorios May&Baker, al que se refirió Churchill en una entrevista en la que decía que aquel medicamento le había salvado la vida.
Tras muchos esfuerzos, Fleming consiguió que la penicilina se produjese masivamente, no habiendo querido nunca patentar su descubrimiento que muy pronto se mostró como el principal agente para combatir las infecciones, sobre todo en las guerras, en donde el científico había comprobado que la mayoría de los heridos no morían por la gravedad de las lesiones sino por las infecciones producidas, entre ellas la “gangrena gaseosa”, causante de una gran mortandad.

Una de las últimas fotografías del Dr. Fleming

Estas son las dos anécdotas a las que quería referirme sobre la vida de Fleming, las cuales, aun no siendo verdad, no desmerecen para nada el trabajo de este sabio al que se le reconoció su valía con la concesión del Premio Nobel, entre otros muchos reconocimientos.
Pero ¿qué hacía la humanidad antes de que a su disposición estuvieran herramientas poderosas para luchar contra las enfermedades?
Pues hacía lo que podía, eso sí, con un poco de sentido común y mucha menos técnica, aunque hubiera muchos avispados galenos, adelantados a su tiempo que comprendieran, aunque de manera rudimentaria, algunos procesos de las enfermedades.
Se encendían hogueras y antorchas para combatir la propagación de la peste, de eficacia discutible, pero con la lógica finalidad de purificar por el fuego el aire que se había de respirar; también se quemaban los cadáveres y las ropas y enseres y algunos aprendieron que atando fuertemente un pañuelo empapado en agua a la nariz y la boca, la enfermedad no penetraba.
En otro campo, en el de las batallas, desde tiempo inmemorial, algunos curanderos que acompañaban a los ejércitos como médicos o ensambladores, preparaban un pócima cuyo resultado les era bien conocido, aunque no entendían el proceso.
Usaban masa de pan, con la levadura natural que en la época se usaba y dejaban la masa fermentar por unos días en un ambiente fresco y húmedo. Pasado ese tiempo disponían de ella de manera que a los heridos en las batallas, les aplicaban sobre las heridas aquella masa, comprobando que a muchos de ellos no se les infectaban las mismas.
Llegaban incluso a realizar terapias más que agresivas, como cuando algún noble o caballero hubiera sufrido una herida profunda y entonces el médico introducía en la masa fermentada del pan, una espada similar a la que le había herido, dejándola un tiempo, para extraerla e introducirla seguidamente en la herida, con lo que se lograba atajar la infección.
A veces los procedimientos eran más drásticos como el uso de larvas de moscas cadavéricas para devorar las células muertas por necrosis en las ulceraciones.
Se basaba esta práctica en una realidad que nuestros antepasados habían constatado y es que estas larvas solamente consumían la carne muerta, sin que el tejido vivo que la circundaba sufriera la agresión de estos gusanos.
Pero quizás el procedimiento más científico es el que se utilizaba en el sur de España.
En el este de la provincia de Málaga hay una zona intermedia entre la costa y las sierras del interior que se llama Axarquía, en donde durante muchos años se practicó una singular medicina con las parturientas.
Los índices de fallecimiento por fiebre puerperales han sido siempre muy elevados, dada la escasa higiene que se observaba en los partos, en los que se contraían infecciones que acababan, de manera trágica, con la vida de la madre.
Una bárbara costumbre que tuvo vigencia hasta bien entrado el siglo XIX era colocar un zapato viejo en las entrepiernas de la mujer, una vez producido el alumbramiento. Obviamente esta salvaje práctica acabó con la vida de muchas mujeres que en otro caso habrían sobrevivido al parto de manera natural.
Pero contra salvajadas como ésta, otra práctica era observada en la Axarquía, sin que se tenga información de que en otros lugares se empleara también.
Allí, cuando una mujer estaba próxima al parto, la comadrona o la familiar que la iba a asistir, preparaba unos trozos de pan, a los que humedecía y guardaba en un cuarto oscuro y húmedo. A los pocos días, el pan presentaba en toda su superficie un moho verdoso que se daba de comer a la embarazada que hasta el momento del parto, e incluso después, estaba consumiendo aquel pan enmohecido.

Situación de la Axarquía

Tras el parto, no solían presentarse las temidas fiebres y en pocos días las heridas normales del alumbramiento cicatrizaban y la madre podía hacer vida normal.
Este pan era conocido como se dice en el título de este artículo: “El pan de las embarazadas” y no era otra cosa que un aporte de antibióticos naturales procedente de las levaduras fermentadas en la masa de pan.

En definitiva, que la raza humana es inteligente, tanto para descubrir la penicilina, como para emplearla sin haberla descubierto: así de sencillo.