lunes, 1 de abril de 2013

EL CONDE DE SUPERUNDA


Publicado el 13 de noviembre de 2011




Las desgracias nunca vienen solas. Es un dicho muy antiguo y muy cierto y es que a toda la situación de crisis que está viviendo el mundo hay que sumar desgracias como el reciente terremoto de Japón, el posterior tsunami, la crisis en la central nuclear y la guerra de Libia. En fin, para no estar tranquilos.
Pero nuestro mundo está acostumbrado a las desgracias y una vez tras otra se repone y sale adelante; hoy, con la ayuda y el esfuerzo de todos, hace siglos, con el coraje y valentía de unos pocos.
Y entre esos del coraje se encuentra la persona que da título a este artículo. El Conde de Superunda.
¿Y quien era este conde de tan extraño nombre?
Hay que remontarse un poco en la historia y situarnos a mediados del siglo XVIII y en las llamadas Indias Occidentales y más concretamente en el Virreinato del Perú.
Por Real Cédula de 24 de diciembre de 1744, extendida por Felipe V casi al final de su reinado, se nombró virrey del Perú a José Antonio Manso de Velasco y Sánchez de Samaniego, en aquel momento, gobernador de Chile.
Manso de Velasco nació en 1688 en Torrecilla de Cameros, La Rioja, en el seno de una familia que por los apellidos, no parece necesario explicar en qué situación se encontraba y más en aquellos tiempos. Muy joven ingresó en el ejército con el que participó en la Guerra de Sucesión, el Sitio de Gibraltar, la conquista de Orán, y varias expediciones militares, las guerras de Italia y muchas otras acciones militares, en las que siempre destacó, siendo ascendido por méritos de guerra en varias ocasiones, hasta que en la corte se fijaron en él y fue nombrado Gobernador de Chile en 1736. El 15 de noviembre del año siguiente, llegó a la capital del territorio.
Ocupó el cargo hasta 1744 en que se le nombró Virrey del Perú, llegando a Lima a mediados de julio del año siguiente.
Era virrey, por tanto, cuando aconteció en la costa del Pacífico, un tremendo maremoto que, seguido por un tsunami, produjo enorme devastación en muchos miles de kilómetros de la costa del Pacífico y hacia el interior.
En aquella época no había sismógrafos que midieran la intensidad, pero aplicando la escala de Mercalli, anterior a la de Richter, y que evalúa el terremoto en función de los daños producidos, su intensidad fue de XI sobre XII, lo cual da una idea de hasta donde llegó la catástrofe.
Desde hacía más de veinte días, la población de El Callao, el puerto de Lima, decía observar que del mar salían exhalaciones de un vapor caliente y que, debajo de la tierra se oían ruidos como el mugir de miles de vacas y lejanos disparos de artillería, pero nadie prestó demasiada atención a aquellas percepciones, hasta que el viernes, veintiocho de octubre de 1746, a las diez y media de la noche, la tierra comenzó a temblar y no paró por espacio de cuatro largos minutos.
Templos, conventos y edificios públicos, todos sólidamente construidos, cayeron derribados como si fueran de papel, mientras una nube de polvo cubría la ciudad de Lima y su puerto, tan espesa, que según testimonios de la población casi podía cortarse y hacía imposible la respiración.
En aquel momento la ciudad de Lima contaba con sesenta mil habitantes y, casi tres mil edificaciones sólidas, construidas con piedras, se repartían en un diseño rectangular de ciudad moderna compuesta por unas ciento cincuenta manzanas de casas.
De todas ellas, solamente veinticinco consiguieron resistir el temblor de la tierra y más de mil personas perecieron aplastadas por los escombros en sus propias viviendas, pues el seísmo sorprendió a la inmensa mayoría de los habitantes durmiendo.
Casi de inmediato, el mar empezó a retirarse para volver poco después convertido en una gigantesca ola de diecisiete metros de altura que pasando por encima de la Isla de San Lorenzo, penetró en el puerto de El Callao, arrasando todo a su paso y entrando hasta cinco kilómetros tierra adentro, destruyó todo lo que estaba en la costa desde miles de kilómetros arriba y debajo de El Callao.
Hasta las cinco de la mañana se estuvieron produciendo réplicas del terremoto que pararon y volvieron horas después, contabilizándose en los diez días siguientes hasta doscientas veinte réplicas y en el año siguiente, hasta casi seiscientos temblores de diversa consideración.
Tal fue la destrucción que provocó aquel maremoto y su consiguiente tsunami que ha sido calificado como el más fuerte de los padecidos en aquella zona hasta el Terremoto de Arica en 1868.
Ante el desolador panorama, muchos pensaron recoger las escasas pertenencias que aún conservaban y marcharse de aquella ciudad en ruinas, en donde a los pocos días, los olores de la podredumbre, la insalubridad de las aguas de los pozos y la escasez de alimentos, la hacían inhabitable, pero ahí entró en liza el hombre a quien se dedica este artículo, porque el virrey, lejos de descorazonarse, emprendió de inmediato la ingente tarea de, primero, asistir a los necesitados, atender a los heridos y sepultar a los fallecidos, cosa que no era nada fácil pues entre los escombros aparecían constantemente cuerpos aplastados. Nada más que en el hospital para los nativos, murieron sesenta personas sepultadas por el derrumbe.
El puerto de El Callao había sido arrasado por completo y apenas doscientas personas pudieron salvarse, de las casi cinco mil que lo habitaban. De nada habían servido las murallas que se estaban construyendo para proteger el puerto de los piratas, como Francis Drake que asolaban aquellos mares. La primera gran ola sobrepasó sus apenas cinco metros de altura destruyendo varios paños y dejando la ciudad nuevamente desprotegida.

Plano de El Callao antes del terremoto

El empuje personal del virrey, que no se arredró ante la adversidad, tuvo la virtud de infundir ánimos en los limeños que contagiados por el ardor del gobernante, se pusieron manos a la obra para reconstruir la ciudad.
Se tomó gran interés en reconstruir la Catedral Metropolitana y Primada de las Indias Occidentales, que así se llamaba la de Lima, en la que se conserva un cuadro del virrey, retratado precisamente ante su fachada una vez reconstruida.
Mientras en Lima se iban reconstruyendo los edificios oficiales, los conventos y los ciudadanos iban reparando sus casas, algunas de las cuales quedaron completamente arrasadas, en El Callao se inició la reconstrucción de las murallas, con un planteamiento más robusto, tanto que las actuales que conservan parte de aquella construcción, como la Fortaleza del Real Felipe, que fue obra del virrey Manso de Velasco.
Tal fue el afán que puso en la obra que a los pocos años la ciudad y el puerto estaban prácticamente reconstruidos. No pasó su obra desapercibida, tanto que el rey, ya entonces Fernando VI, consideró que era de justicia reconocer aquella tarea y por Real Cédula de 8 de febrero de 1748 le otorgó el título nobiliario de Conde cuyo nombre eligió el propio monarca: Conde de Superunda.
No hace falta explicar que significa, pues parece claro: Súper es grande, enorme y unda es onda u ola: Conde de la Gran Ola.
Aún siguió el virrey gobernando aquellas lejanas tierras hasta el año 1761, dejando su impronta como uno de los más activos de todos los virreyes, de los que éste hacía el número dieciocho. Creó ciudades a lo largo de todo el virreinato y declaró el tabaco artículo estancado, anticipándose a lo que se haría después en España.
Cuando tenía setenta y un años y se encontraba viejo y cansado, solicitó ser relevado de su cargo, petición que le fue admitida, nombrando el rey a Manuel de Amat y Juniet, militar y gobernador de Chile, como nuevo virrey.
El viejo virrey esperó un barco que lo devolviese a la Madre Patria por la ruta de Panamá, pues la travesía del Cabo de Horno se evitaba por su peligrosidad. Tras muchas vicisitudes llegó a la isla de Cuba, donde debía esperar a otro navío para hacer la última parte de la larga travesía. No tuvo suerte en esa etapa, pues el día cuatro de enero de 1762, Jorge III de Inglaterra había declarado la guerra a España, lo que traería funestas consecuencias para la Isla de Cuba y para el virrey.
Consideraba Inglaterra que el Pacto de Familia que los Borbones franceses y españoles habían firmado podría perjudicarle mucho, por lo que se opuso y terminó por declararnos unilateralmente la guerra.
En consecuencia, ante el puerto de La Habana se presentó una poderosa escuadra inglesa con la intención de tomar la ciudad.
La armada, al mando del almirante George Pockock se avistó en La Habana la mañana del 6 de junio de 1762. Desde lo alto de la fortaleza del Morro, el vigía advirtió la presencia de muchas velas en el horizonte que al ir acercándose se convirtieron en navíos de línea y fragatas británica, que traían la intención de tomar la isla. En la armada, además del personal de marinería, venían embarcados catorce mil soldados de tropas escogidas al mando del general Augusto Keppel.
La potencia de fuego británica quedó pronto de manifiesto y desde la mañana del día siete estuvo machacando las fortificaciones que quedaron arrasadas por un fuego ininterrumpido, durante sesenta y siete días, tras los que abatidas las defensas españolas, atestados los hospitales de heridos y a rebosar los cementerios y no sólo del fuego inglés, sino de la tremenda epidemia de vómito negro que se había producido en la isla desde el verano anterior, los responsables de la defensa decidieron izar bandera de tregua y a las dos y media de la tarde del día , cesó el fuego.
En el lado español se habían producido escenas de heroísmo sin límites, pero fueron inútiles ante el potencial bélico del enemigo que había cogido a la isla por sorpresa y, como siempre, escasas en material y efectivos militares.
Mil muertos en el bando español y criollo, contra mil setecientos en el bando británico, hablan de la numantina defensa que se hizo, pero que al final resultó inútil.
El Conde de Superunda, como militar de mayor graduación de cuantos se encontraban en la Isla de Cuba, fue nombrado Gobernador de Cuba y Presidente de la Junta Consultiva de Guerra, cargo que le entrega Juan de Prado Portocarrero, al que pertenecía dicho cargo.
Tras la declaración de tregua, ofrecida por los españoles el once de agosto, fue hecho prisionero por los ingleses que lo trasladaron a Cádiz, en donde fue mal recibido y fue entregado a la justicia militar considerándosele responsable de la rendición de la plaza y del oprobio que causaba a la corona las condiciones en las que se había rendido.
La sentencia estaba dictada antes que se celebrara vista alguna contra el anciano general que fue condenado a cien años de suspensión de todo cargo militar y confinado en la ciudad de Granada.
De nada sirvieron sus años de servicio a la Patria. De nada que su comportamiento hubiera sido heroico durante toda su vida. De nada que hiciera lo que hiciera, la superioridad británica hubiera terminado por conquistar La Habana, causando muchos más desastres de los ya acarreados y de nada, que se expresaran las condiciones en las que se encontraban las defensas españolas, escasas de hombres y material, diezmadas por una tremenda epidemia de fiebre amarilla que en América se conocía como “vómito negro”. De nada, tampoco, la forma en la que se había visto envuelto en aquel doloroso suceso y cómo aceptó responsabilizarse del mismo cuando era evidente que no le correspondía semejante responsabilidad.
Murió en 1767, cuando contaba setenta y nueve años de edad, pobre, despreciado y en el mayor anonimato, en la ciudad de Priego, provincia de Córdoba, a donde se había retirado cuando le liberaron de la prisión que padeció. Allí, en la iglesia de San Pedro, reposan los restos de un héroe ignorado que consagró toda su vida al servicio de España.
Quizás vaya siendo hora de que reciba la atención que se merece, aunque sólo sea porque los terremotos están de dramática actualidad.


Retrato del Virrey ante la catedral de Lima

No hay comentarios:

Publicar un comentario