viernes, 25 de septiembre de 2015

ESPERANDO A LOS BÁRBAROS




Hace unos días, remitía a mis amigos un artículo de Pérez-Reverte que me había causado sensación y que puedes consultar en este enlace: http://www.finanzas.com/xl-semanal/firmas/por-arturo-perez-reverte/20150913/godos-emperador-valente-8841.html
El artículo trata de la invasión de los pueblos bárbaros en el siglo cuarto de nuestra Era, aprovechando el declive del imperio romano y, como es natural, lo pone en paralelismo con la situación que estamos viviendo en la actualidad, cuando Europa esta sufriendo una verdadera invasión procedente tanto de Oriente Medio, como de África.
A mi correo respondió un buen poeta y mejor amigo que me adjuntaba unos versos del griego Constantino Cavafis que hacían alusión precisamente a esa misma invasión de la que hablaba Pérez-Reverte.
El poema dice así:

-¿Qué esperamos congregados en el foro?
Es a los bárbaros que hoy llegan.

-¿Por qué esta inacción en el Senado?
¿Por qué están ahí sentados sin legislar los Senadores?
Porque hoy llegarán los bárbaros.
¿Qué leyes van a hacer los senadores?
Ya legislarán, cuando lleguen, los bárbaros.

-¿Por qué nuestro emperador madrugó tanto
y en su trono, a la puerta mayor de la ciudad,
está sentado, solemne y ciñendo su corona?
Porque hoy llegarán los bárbaros.
Y el emperador espera para dar
a su jefe la acogida. Incluso preparó,
para entregárselo, un pergamino. En él
muchos títulos y dignidades hay escritos.

-¿Por qué nuestros dos cónsules y pretores salieron
hoy con rojas togas bordadas;
por qué llevan brazaletes con tantas amatistas
y anillos engastados y esmeraldas rutilantes;
por qué empuñan hoy preciosos báculos
en plata y oro magníficamente cincelados?
Porque hoy llegarán los bárbaros;
y espectáculos así deslumbran a los bárbaros.

-¿Por qué no acuden, como siempre, los ilustres oradores
a echar sus discursos y decir sus cosas?
Porque hoy llegarán los bárbaros y
les fastidian la elocuencia y los discursos.

-¿Por qué empieza de pronto este desconcierto
y confusión? (¡Qué graves se han vuelto los rostros!)
¿Por qué calles y plazas aprisa se vacían
y todos vuelven a casa compungidos?
Porque se hizo de noche y los bárbaros no llegaron.
Algunos han venido de las fronteras
y contado que los bárbaros no existen.

¿Y qué va a ser de nosotros ahora sin bárbaros?
Esta gente, al fin y al cabo, era una solución.

¡Claro que sí! Durante mucho tiempo, los bárbaros entonces y los musulmanes ahora, han sido una solución. Una solución de mano de obra barata y sin quejas, que hiciera el trabajo desagradable que ya los europeos no queríamos hacer. Y llegaron por millares y se fueron asentando en nuestros países sin acatar las más fundamentales normas de convivencia y sin que nadie hiciera los esfuerzos necesarios para socializarlos al estilo occidental, el de nuestras vidas y nuestra sociedad. Los recién llegados se retiraron a barrios periféricos y viviendo entre ellos sin siquiera aprender las lenguas de Europa.
Pero a la vez fueron hablando más allá de nuestras fronteras de las excelencias de estas tierras, provocando el efecto llamada que ahora estamos padeciendo.
No los queríamos, pero no podíamos prescindir de ellos y ese detalle me hizo recordar una anécdota que viví en los primeros meses de mi destino en Ceuta.
Como todo el mundo sabe, Ceuta es una ciudad de unos ochenta mil habitantes, con un término municipal que no llega a los veinte kilómetros cuadrados, casi todo en monte escarpado.
Condenada a vivir cara a Marruecos, es una ciudad a la que dicen que el Estrecho no la separa, sino que la une, pero no es verdad.


Vista de Ceuta en la que se contempla casi toda su extensión

Una vez al año, en los meses de verano, la ciudad soportaba una verdadera conmoción con motivo de la Operación Paso del Estrecho. Miles y miles de marroquíes llegaban desde el centro de Europa para pasar el mes de vacaciones en su país.
Llegaban todos de golpe y en uno o dos días se colmataban los llanos preparados en Algeciras para acogerlos a la espera de poder embarcar y cruzar el Estrecho.
Esta Operación, que hoy está prácticamente superada, en el año 92 y sucesivos era de una envergadura tremenda, pues los enlaces marítimos entre Algeciras y Ceuta estaban muy limitados y además ceñidos a barcos tan antiguos como lentos, lo que provocaba larguísimas horas de espera, normalmente a pleno sol y sin las mínimas condiciones de higiene.
Como es natural, en mi calidad de “novato en la materia”, escuchaba en silencio, mientras por dentro temblaba por lo que se nos vendría encima a partir del quince de junio, fecha de inicio de la OPE y, sobre todo, a finales de julio y de agosto, en donde el tráfico de vuelta, afectaba muchísimo más a la ciudad de Ceuta, porque todo lo que se había producido en Algeciras, volvía a repetirse allí, pero con muchísimas más dificultades, fundamentalmente causadas por la falta de espacio.
Ceuta tenía dos problemas; dos cuellos de botella que impedían dar fluidez a la Operación. En el viaje de ida, el problema era la frontera marroquí de El Tarajal. Por varias razones que no es necesario explicar, los aduaneros, los gendarmes, los mehanis marroquíes, retenían el paso, formando tan largas colas que a veces se juntaban en el mismo puerto, donde desembarcaban los marroquíes. A la vuelta, la dificultad la presentaba el puerto y la escasez de enlaces para evacuar a todo el personal allí concentrado. Por el contra, Algeciras solo tenía problema a la ida, en el regreso se dispersaban rápidamente por varias carreteras y salían rápido de la ciudad.
Ya se han dejado de observar, pero en aquellos años era muy frecuente ver verdaderas caravanas de automóviles cargados a tope que, cruzando España, se dirigían a Algeciras para embarcar.
En las múltiples reuniones de seguridad a las que asistí, tanto en Ceuta como en Algeciras y en Madrid, siempre apreciaba el mismo tenor. Había que estar preparados para la catastrófica situación que cada año se planteaba. Allí hablaban los representantes de las navieras, los de Protección Civil, la Autoridad Portuaria, la Cruz Roja, representantes del comercio de la ciudad, la policía Local, la Guardia Civil y todos aportaban sus experiencias de años vividos. Como es natural, yo callaba, escuchaba y tomaba notas.
La situación que se vivía era de verdadero caos: colas interminables de vehículos que recorrían toda la ciudad; ausencia total de higiene, pues los ocupantes pasaban incluso varios días en sus coches, donde comían, bebían su te y hacían sus necesidades. Algunos bajaban a las playas a asearse o lavar sus ropas.
Las escenas que se pintaban causaban terror, pues se hablaba de expansión del cólera, enfermedad que en Marruecos es endémica, deshidratación, robos, riñas y colapso total de la ciudad.
En fin, que era como si Alá nos castigase mandándonos varias plagas por medio de la pacífica invasión de sus creyentes.
Algunos compañeros míos, muy veteranos en aquellas lides, pretendían hacerme ver que las cosas no eran tal como las exponían. Que se habían aportado otras soluciones que hubieran dado mejor resultado y por quienes correspondía, se habían rechazado. Yo no quería creerlos, pues la unanimidad que apreciaba en las juntas era difícil de desmontar.
Nuestra misión, la de la Policía, era fundamentalmente mantener el orden, atender a los casos en los que se precisara y fundamentalmente impedir que en el retorno, embarcaran marroquíes sin papeles, cosa muy frecuente, pues aprovechando lo revuelto de la situación, muchos trataban de colarse, ocultos en los vehículos, o con documentación falsa o insuficiente.
A partir de aquel quince de junio, en que se inició la OPE, empezaron a llegar algunos contingentes de marroquíes, muy desperdigados y, prácticamente sin problemas, eran conducidos a la frontera y pasaban a Marruecos sin dificultad.
Se fue aproximando la fecha en la que se esperaba la primera oleada y todo estaba preparado para recibirlos. Las gasolineras, que las hay casi al pie de los barcos, habían cargado a tope de combustible, que en Ceuta era mucho más barato y los viajeros lo sabían, por lo que esperaban hasta llegar allí para repostar, apurando tanto los depósitos que yo he visto como sacaban sus coches del barco empujándolos hasta la primera gasolinera.
Los supermercados habían hecho acopios de alimentos y agua embotellada. Centenares de vendedores ambulantes mostraban ya sus carricoches con las mercancías. Cruz Roja y protección Civil tenían sus carpas instaladas y con todo su personal en funcionamiento. En fin, todo a punto, esperando únicamente la avalancha.
Y llegaron los primeros días de julio y la avalancha esperada no se producía. Y empezó a cundir un extraño pánico que yo empezaba a comprender y que no quería creer.
-¿Qué pasa? -preguntaba yo haciéndome el ingenuo.
-¡Que no vienen! ¡Que los moros no llegan!
-¡Pues que bien!, que tranquilos nos vamos a quedar este verano.
-¡Qué dices! Esto es una ruina; si no vienen no podemos pasar el invierno. En estos días se hace el negocio de todo el año.
Los nervios estaban a flor de piel. Se consultaba con los puestos fronterizos de los Pirineos, por si estaban pasando, se consultaba con las agencias de venta anticipadas de billetes de barco, incluso yo, por contentar a alguien, llamé personalmente a los puestos fronterizos de Cataluña para informarme de cómo iba el flujo de marroquíes.
Dos o tres días después, empezaron a llegar, primero, tímidamente, luego en oleadas y  cuando los tuvieron a todos allí, colapsando la ciudad, cagando y meando en medio de la calle, lavando a sus hijos en las fuentes públicas e impidiendo la vida normal y la circulación en toda la ciudad, todos aquellos que vaticinaban el caos, volvieron a respirar tranquilos. Todos iban a hacer su particular verano.
Todo era una mentira infame. Estaban deseando que los invadieran, porque como en el poema de Cavafis:

¡Qué iban a hacer sin ellos, si eran la solución!

viernes, 18 de septiembre de 2015

AMORIS Y BÁCULO





El artículo de esta semana es uno de los menos rigurosos que ha salido de las teclas de mi ordenador; antes se diría de mi bolígrafo y más antes, de mi pluma estilográfica, de mi lápiz, de mi cálamo, etc., que esto no viene al caso.
Todo viene porque hace unos días, su santidad el papa Francisco ha emitido un “Motu Proprio”, latinajo que viene a significar “porque me da la gana”, y por el cual agiliza y abarata el divorcio eclesiástico. Hasta ahora para disolver un matrimonio religioso era necesario muy buenos abogados, un fundamento de los admitidos por la Iglesia y dinero, mucho dinero. Con eso y con un poco de paciencia, muchas personas se han vuelto a casar por el rito católico y vestidas de blanco, aunque la pureza que este color representa se hubiese quedado colgada de la puerta de aquel hotel en que pasó su noche de bodas, si no es que la ya hubiera colgado antes.
Lo que Dios ha unido… se ha quedado obsoleto.
¿Y qué decir de con este anillo yo te desposo… en la salud y enfermedad, hasta que la muerte nos separe?
Pues me apetece decir que no. Un no rotundo desde mi platea, pero seguro de que los otros, los que siempre han creído y creen en el sacramento, también dirán que no.
Porque casi todo en la vida es transmisión cultural y colocar el anillo en el dedo anular de la persona con la que vas a contraer un compromiso que se presume de por vida, no es un acto irrelevante. Es algo de trascendental importancia que nos acompaña desde hace más de treinta siglos y que nace de una creencia que se transforma en tradición.
En un programa de la sobremesa televisiva, a esa hora en que esperas que lleguen los documentales para descabezar un sueño mientras los cocodrilos se comen a las pobres cebras que tratan de cruzar el caudaloso río Mara, se hacia una pregunta sobre la razón de por la que los anillos de compromiso matrimonial se colocaban siempre en el dedo anular, ya fuera de una mano o de la otra, que en eso influían las costumbres de cada país.
Dedo anular, que se llama así por la costumbre de colocar los anillos en él.
Pues bien, indagando sobre el asunto vi que desde la más remota antigüedad existía una curiosa creencia y era que por ese dedo, precisamente de la mano izquierda, la más cercana al corazón, pasaba una vena que llevaba directamente la sangre desde el dedo hasta el músculo cardiaco, lugar que se creía residencia de los sentimientos amorosos.
Los egipcios fueron los primeros en pensar que si ese dedo quedaba encerrado por un anillo, regalo de la persona amada, la vena quedaba sellada para siempre y el amor no se rompería. Una tradición tan bella como lejana de la realidad.
La costumbre fue importada siglos después a Grecia, de donde la tomaron los romanos que a aquella vena la denominaron “Vena Amoris” o Vena del Amor
Hoy se sabe que eso no tiene fundamento científico alguno, como muchas otras cosas que han plagado nuestras costumbres pero que, aun sabiendo de su falsedad, siguen incrustadas en nuestro acervo cultural sin poderse erradicar.
Y es que lo que viene de muy antiguo termina por afincarse, como ocurre con una curiosa tradición china que trata de explicar lo estrechamente unidas que están las parejas  en comparación con los dedos de la mano.

Detalle de la mano del David de Miguel Ángel; se observa cómo
 la vena amoris se introduce hacia el dedo anular

Eso sería antes, ahora las parejas se rompen con la misma facilidad que se forman, pero en la lejana y antigua China explicaban con las manos cómo eran las relaciones entre los seres humanos.
Para eso apretaban las palmas de ambas manos y luego juntaban fuertemente los dedos coincidiendo cada falange de cada dedo de una mano, con la misma de la otra.
A continuación se explicaba la teoría que consistía en hacer pensar que la persona era la unión de sus ambas manos; para asignar la representación de los padres se recurría a los dedos pulgares, invitándose a que la persona que se sometía a la práctica, intentara separar los dedos, cosa que hacía con suma facilidad y que se explicaba porque de los padres se tiene la necesidad de separarse llegado un momento de la vida.
A continuación, los dedos índices, representaban a los hermanos y otros familiares, comprobando que también se separaban con facilidad. Seguía la explicación con los dedos medios, los cuales representarían a los amigos y los meñiques que sería la representación de nuestros hijos.
Se podía comprobar que ambos dedos se separaban con suma facilidad, como en la propia vida ocurre y había llegado el momento de prestarle atención al dedo que quedaba, el anular. Este representaba a la pareja, al matrimonio, y se comprobaba que separar ese dedo resultaba mucho más difícil que cualquiera de los otros cuatro.
Podemos hacer el experimento que es por demás sencillo, pero comprobaremos que los dedos anulares también se separan, con más dificultad y con menos espacio entre ellos, pero se separan.
Es más que posible que la capacidad para mover ese dedo, de manera independiente al resto de la mano, sea algo que hayamos adquirido en los últimos milenos y que antes estuviéramos menos capacitados y cuando en la China antigua se hacía este ejercicio resultara más difícil la separación, por la misma razón que la indisolubilidad del matrimonio, en todas las creencias y culturas, se ha ido diluyendo hasta el punto actual en el que incluso muchas parejas optan por otras formas de unión que no pasan por el contrato matrimonial.
Pero no siempre se ganan habilidades o se obtienen beneficios de la evolución a la que permanentemente está sometido el género humano. A veces, en ese camino largo perdemos, como ya casi hemos perdido por completo el vello corporal y otras cosas mucho más importante, como a la que se refiere la segunda parte del título de este artículo.
Me explicaré. Si hacemos caso a lo que dice el Génesis, Dios creó al hombre a partir de una figura de barro a la que insufló vida. Luego vino la frase célebre de que no es bueno que el hombre esté solo y sacándole una costilla, hizo a Eva.
Esto sería verdad si los hombres tuviéramos una costilla menos que las mujeres, pero eso no es así. Ambos sexos tenemos el mismo número de costillas.
Una teoría muy antigua perfectamente superada por la de la evolución de las especies, ya tan asumida que ha obligado a cambiar los tradicionales cánones en que se cimentaban las creencias religiosas.
La mujer Eva no fue creada por una costilla de Adán, ni Adán era un trozo de barro insuflado. La especie humana ha ido evolucionando desde los primates, pasando por el “homo antecessor”, el “pitecantropus”, el “australopithecus” etc., hasta nosotros que somos “homo sapiens sapiens”. Millones de años evolucionando hasta convertirnos de unos monos del montón, en la criatura más inteligente que jamás ha existido.
Pero en esa evolución, además del vello corporal, la cara de mono y otras muchas cosas que nos embellecieron notablemente, perdimos algo muy importante.
Perdimos un hueso de nuestro esqueleto. Un hueso que nuestros ancestros primates conservan y que el hombre lo ha perdido. Solo el hombre, porque la mujer nunca lo tuvo y este hueso, que lo poseen la inmensa mayoría de los mamíferos, es el hueso báculo o hueso peneano.
Este hueso hace el milagro de poder realizar el coito sin que haya una erección. Lo poseen además de los primates, como ya se ha mencionado, todos los mamíferos roedores, carnívoros e insectívoros y algunos omnívoros, como el perro y el gato.


Hueso báculo de un perro, mostrando el canal uretral

En 1978, el zoólogo Richard Dawkins descubrió que este hueso estaba presente al principio de la evolución desde primates hasta nosotros y fue desapareciendo.
De hecho, con un tamaño realmente pequeño, alrededor de tres centímetros, está presente en los grandes simios como gorilas, chimpancés, orangutanes y bonobos. No es mucho, pero sí una ayudita para algunos problemas relacionados con la disfunción eréctil.
El mismo profesor Dawkins expuso una teoría acerca de la pérdida de ese hueso y es que en la selección de la especie las hembras elegían a machos sanos y evidentemente la dependencia de la presión sanguínea en la erección era signo más que evidente de un estado de buena salud.
Hoy se sabe positivamente que esto es así y que enfermedades como la diabetes y sobe todo las neurológicas, inciden negativamente en la erección, como ya intuyeron aquellas primeras mujeres.
Según algunos científicos de la Universidad Johns Hopkins, cuando los humanos primitivos apreciaron la diferencia entre sus cadáveres y los de grandes simios, advirtieron la ausencia del hueso peneano y esa pudo muy bien, ser la causa de la creación de un mito, según el cual, Dios creó a Eva de un hueso y que por un posible pudor a establecer una dependencia tan aferrada al sexo, la Biblia lo cambió por una más insignificante costilla.

viernes, 11 de septiembre de 2015

DO-RE-MI





Decía San Isidoro, el insigne obispo Hispalense: “Si no es retenida la música por la mente del hombre, los sonidos perecen, porque no se pueden escribir”. Y efectivamente así era y así siguió siendo por muchos años, siglos, pues Isidoro vivió a caballo entre los siglos VI y VII y no fue hasta el siglo X, cuando ya se acercaba el cambio de milenio, cuando alguien fue capaz de inventar un sistema de escritura por signos, con los que recoger cada uno de los sonidos para que no se perdiesen.
Ya había ocurrido lo mismo con la escritura que, hasta que se inventaron y popularizaron los distintos alfabetos, la única forma de conservar las tradiciones era mediante la transmisión oral, debidamente aprendida de memoria.
Pero con la música la cosa era muchísimo más complicada que con la escritura, pues una de sus muchas y variadas definiciones dice que la música es el arte de combinar sonidos y silencios, utilizando la melodía, la armonía y el ritmo. Indudablemente era muy difícil plasmar en un papel una notación capaz de contener todos esos elementos para poder ser interpretada igual cada vez que se ejecutase.
Los primeros en utilizar una notación musical fueron los babilonios, unos mil doscientos años antes de nuestra Era, aunque solamente eran capaces de escribir la melodía simple, sin acordes, ni tiempos, silencios, carácter, etc. que es la verdadera alma de la música.
También los griegos pusieron en práctica un sistema de notación musical, complicadísimo que tampoco abarcaba todos los matices de la música y con el que compusieron una especie de “banda sonora” para una tragedia de Eurípides, que se ha conservado en un papiro y data de tres siglos antes de nuestra Era.
En una época en la que la cultura se encerraba exclusivamente en conventos y monasterios, la música prosperó gracias al afán de los monjes de encontrar la forma de alabar a Dios con la máxima dedicación y belleza. Pero era necesario, seguía siendo necesario, aprender de memoria los cantos que resonaban en los coros de iglesias, catedrales y monasterios.

Cubierta del disco del que se vendieron millones de copias

Varios Papas, amantes del canto, propiciaron la propagación de tan cultural costumbre; algunos, como Gregorio I, conocido como San Gregorio, popularizó con su nombre el canto mas bello de cuantos se pueden ejecutar y que algún lector recordará que, no hace muchos años, estuvo de moda y se vendieron millones de discos con las grabaciones de los monjes del Monasterio de Silos, entre otros.
Pues bien, escribir música suponía, en el primer milenio, una tarea poco menos que imposible, de hecho, ni siquiera las notas musicales tenían nombre.
Para designarlas, se las llamaba A, B, C, D, E, F, G y la escala musical no empezaba en Do, como lo hace ahora, sino en La.
Para los que sepan algo de música no suena nada extraña esta denominación, pues aún se sigue utilizando para los acordes. Así “A” es el acorde de La, “B” de Si, “C” de Do, etc., seguidos de una “m”, mayúscula o minúscula para los acordes mayores o menores.
Sin embargo, al finalizar el primer milenio de nuestra era, un fraile benedictino llamado Guido de Arezzo, revolucionó totalmente la escritura de la música.
Este fraile comprobó que muchas veces los monjes no conseguían recordar los cantos gregorianos pues las anotaciones de las que se servían para el canto estaba basada únicamente en cuatro modulaciones de voz, sin alusión alguna ni al tiempo ni al ritmo, así que resultaba imposible interpretarlas si antes no la habían oído.
En primer lugar inventó el tetragrama, cuatro líneas paralelas en la que se escriben las notas que al ascender de espacio significaba una nota más alta y al descender a la inversa, la separación mayor o menor entre las notas quería significar el tiempo de cada una. Cinco siglos más tarde este tetragrama fue sustituido por el pentagrama, innovación de otro fraile italiano, Ugolino de Forli, con cinco líneas paralelas, tal como hoy lo conocemos, y luego le dio a las notas musicales un nombre propio.
Para hacerlo se basó en un himno a San Juan Bautista que solía cantarse muy a menudo y que es conocido por su primer verso: “Ut quendan laxis”  y que seguía:
Resonare fibris  
Mira gestorum               
Famuli tuorum
Solve polluti
Labii reatum
Sancte Ioanes    
Identificando la primera palabra como una nota, llamó a esta Ut, luego cada una de las primeras sílabas, compusieron la escala musical.
Tetragrama con la notación del famoso himno

Pero hay en esta explicación una circunstancias que merece la pena subrayar y  es que ya no se utiliza el nombre de la nota  Ut (salvo en algunos países, como Alemania) y que fue sustituida por Do en el siglo XVII cuando lo propuso un músico, también italiano, llamado Giovanni Doni, quizás en honor a la primera sílaba de su apellido, alegando que Do era de mejor adaptación musical que Ut que además, era más difícil de pronunciar por los latinos.
Guido de Arezzo llamó a este sistema de notas, colocadas en el tetragrama, Solfeo, tal como hoy lo conocemos y en atención a las dos claves más utilizadas en la música, las de “Sol” y “Fa”.
Sin embargo, a la hora de escribir música, no solamente se ha de reflejar la altura del sonido, sino la duración, el silencio, la intensidad y muchas más cosas que hacen de la música el arte que verdaderamente es y como dijo Napoleón, el menos desagradable de los ruidos.
El fraile fue perfeccionando la notación musical hasta aproximarla bastante a como la entendemos en nuestros días y eso teniendo en cuenta la simplicidad de los instrumentos musicales de la época, en la que era precisamente la voz humana el más completo de todos.
Todos sus progresos, sus innovaciones y sus aportaciones los fue recogiendo en una obra literaria, compendio de todos sus conocimientos titulada Micrologus de disciplina artis musicae, que escribió hacia el año 1025, cuando debía tener alrededor de treinta años.
Luego escribió varias obras más, todas muy técnicas y perfeccionadoras de los conocimientos obtenidos hasta entonces.
Como es natural, su nombre fue adquiriendo gran fama, a la vez que despertaba las envidias de los mediocres músicos de su tiempo y hasta el papa, Juan XIX, que gobernó la Iglesia entre 1024 y 1033, lo invitó a establecerse en Roma, cosa que hizo Guido, pero con tan mala fortuna que pronto enfermó de lo que en la época se llamaba fiebres romanas, lo que le obligó a trasladarse a un lugar más sano, esta vez a la Abadía de Pomposa, en la provincia de Ferrara, cercana a Venecia, donde permaneció hasta que se recuperó de sus dolencias. Más tarde se trasladó a la ciudad de Arezzo, donde vivió largo tiempo y que le dio el apellido por el que lo conocemos.
Siglos después, el erudito polaco Meninski expuso la hipótesis de que las denominaciones de las notas no procedían de la invención de Guido de Arezzo, como se había creído y se sigue creyendo, sino que procedían del alfabeto árabe y que el autor del Himno a san Juan Bautista las había usado como encabezamiento de cada uno de sus versos.
No se sabe con seguridad qué es lo cierto, si fue una aportación árabe o es una casualidad, pero es una tremenda coincidencia la similitud, como puede apreciarse en el cuadro de abajo.
Correspondencia entre la notación árabe y la europea
Letras árabes
mīm
fāʼ
ṣād
lām
sīn
dāl
rāʼ
Notas musicales
mi
fa
sol
la
si
do
re

La verdad es que poco importa que los nombre de las notas musicales procedan de una u otra fuente, lo verdaderamente importante es que contamos con ellas y con un sistema lo suficientemente sencillo y comprensivo como para que cualquiera que desee dedicarle algo de tiempo a su aprendizaje lo consigue con cierta facilidad. Distinta cosa es que luego sea algo más que un mediocre intérprete, pues llegar a la categoría de concertista es, como en todas las ramas de las artes, algo muy difícil y complicado.

viernes, 4 de septiembre de 2015

LOS CADÁVERES DE LLERENA




Llerena es un importante municipio de la provincia de Badajoz que actualmente tiene alrededor de seis mil habitantes y que en 1966 fue declarado Conjunto Histórico Artístico, dado el alto valor de su patrimonio arquitectónico.
Sin lugar a dudas, el edificio más emblemático de la ciudad es la Iglesia de Nuestra Señora de la Granada, iniciada su construcción a finales del siglo XIV y en la que se han ido aplicando varios estilos arquitectónicos. El edificio es muy singular pues en un lateral tiene dos balconadas que dan a la Plaza Mayor del pueblo, elementos impropios en una iglesia, y que tenían como finalidad el poder presenciar desde allí los acontecimientos de todo tipo que se celebraban en la mencionada plaza y que iban desde fiestas populares, corridas de toros, representaciones teatrales, actos solemnes de la ciudad y sesiones del Tribunal de la Inquisición.
En el año 1964, es decir, hace un poco más de cincuenta años, una comisión local encabezada por el notario Antonio Carrasco, pretendía buscar, en la Plaza Mayor y el interior de la iglesia, una antigua construcción que había pertenecido a la mezquita donde más tarde se erigió el templo.

La famosa iglesia con su balconada y la torre alminar

Los trabajos en la Plaza pusieron de relieve un enterramiento colectivo que fue asociado con la existencia de un antiguo cementerio en aquel mismo lugar, por lo que fue cubierto sin más trámite y se continuó con las prospecciones en el interior del templo.
Llevaban todo el día haciendo catas en diferentes puntos, sin que hubiesen obtenido ningún resultado, cuando observaron la existencia de un muro al pie de la esbelta torre minarete que no parecía guardar relación con el resto de la construcción. Para no dar el día por perdido del todo, se decidió atacar aquel muro y para sorpresa de todos, tras él, apareció una puerta, visiblemente muy antigua.
Intentaron abrirla sin éxito, pues parecía como si algún obstáculo interior impidiera su apertura. Tras numerosos esfuerzos consiguieron abrir una rendija suficiente para permitir el paso de una persona, a la cual consiguieron introducir y que alarmada contó a los presentes que la estancia se encontraba repleta de cadáveres amontonados, algunos de los cuales parecían estar momificados.
Retirados algunos cadáveres que impedían la total apertura, el notario y los integrantes de la comisión penetraron en la estancia, quedándose perplejos ante el espectáculo que se ofrecía a su vista. Centenares de cadáveres se amontonaban en posturas de lo más extraña y forzada, apreciándose en algunos que aún conservaban rastros faciales, sus caras con gestos de verdadero horror.
La procedencia de aquellos cadáveres no estaba nada clara. Pensaron en un primer momento que se trataba de una enclaustración colectiva, pensaron también que podrían ser víctimas de limpiezas de sangre por parte de la Inquisición y pensaron también en víctimas de la Guerra Civil, aun cuando no se había desatado el incendio de la memoria histórica.
Faltos totalmente de explicaciones a aquella macabra aparición, decidieron volver a cerrar la puerta, reconstruir el muro y conjurarse todos a no decir nada de lo que allí habían observado.
Pero era muy difícil mantener el sigilo sobre algo de tanta trascendencia y poco a poco, se fue extendiendo por el pueblo un rumor sobre el hallazgo, aunque al no producirse una contestación oficial, se fue extinguiendo hasta que nadie volvió a hablar ya de los cadáveres.
Tuvieron que pasar casi quince años hasta que la Dirección General de Bellas Artes, que desde la transición había adoptado un importante papel en la restauración de edificios emblemáticos, llegase a Llerena y bajo su dirección se comenzara a restaurar la Plaza Mayor hasta la iglesia de la Granada. Naturalmente se volvió a encontrar el muro y tras él, la puerta, que volvió a abrirse y presentar nuevamente el espectáculo.
Esta vez se contaron los cadáveres, que superaban los seis mil, apreciando que casi cincuenta de ellos estaban en estado de momificación, pero el resto era un amasijo de esqueletos, muchos o casi todos, desmembrados y que aparecían amontonados sin orden alguno y que por los diferentes estados de descomposición que presentaban, se suponían de distintas épocas.
En esta ocasión fue imposible ocultar el hallazgo y un periódico regional se hizo eco de la noticia y la dio a conocer, saltando a las páginas de los periódicos más importantes de la época.
Enseguida se empezó a clasificar los cadáveres que mejor se conservaban según diversas circunstancias, entre ellas su estado de preservación, vestimentas, sexos, etc. y debidamente embalados se enviaron a diversos departamentos universitarios cuyos laboratorios se habían ofrecido a investigar aquel dramático descubrimiento.
Los primeros resultados no tardaron mucho en llegar, pues eran circunstancias que se apreciaban a simple vista, ya que muchos de los cráneos presentaban violentas fracturas, aplastamientos y otras gravísimas lesiones que se habían producido en vida de aquellas personas, en algunos de cuyos rostros momificados se conservaba el rictus de horror y sufrimiento que debieron padecer antes de morir.
En la universidad de Barcelona, una de las que recibieron muestras, se llegó a la conclusión de que se trataba de un confinamiento en vida, que aquellas personas habían sido emparedadas vivas, dejándolas morir en el interior de aquella torre.
Pero el número de personas que si es así, allí fueron encerradas, hace difícil creer que se pudiera producir un emparedamiento tan masivo y por otra parte, la postura en que algunos esqueletos fueron encontrados hace pensar que habían sido arrojados allí estando ya muertos.
De todas las formas, la mayor incógnita que sobrevolaba el caso era aclarar quienes y por qué, perpetraron aquella barbaridad.
Ya habían sonado algunas voces que hablaban de víctimas de la Guerra Civil del 36, pero la antigüedad de los cadáveres, descartó de inmediato esta teoría, centrándose el tema en repasar un poco la historia para señalar una circunstancia que sí podría tener influencia.
En el año 1508, por indicación de un asesor de los Reyes Católicos llamado Luís Zapata, que hizo ver a sus católicas majestades que en la baja Extremadura había una gran concentración de población morisca y hebrea, se creó un Tribunal del Santo Oficio sin sede fija, que atendía de manera ambulante a aquellos núcleos de población que demandaban sus intervenciones. Posteriormente, en 1527, este Tribunal se estableció definitivamente en Llerena.
Curiosamente, aunque se asentó en un pueblo de mediana importancia, fue el tercer tribunal de toda España en importancia por la jurisdicción que abarcaba, pues llegaba desde Ciudad Rodrigo, hasta Badajoz, pasando por las importantes ciudades de Plasencia, Cáceres, Mérida y otras.
Como es natural, la sola mención de que la responsabilidad de lo acaecido en Llerena pudiera caer sobre el Santo Tribunal, provocó un enfrentamiento entre los investigadores y los grupos religiosos que llegó a ser de tal magnitud y agresividad que muchos investigadores decidieron retirarse y en otros casos se modificaron las hipótesis, eludiendo siquiera nombrar a la Inquisición y ocultando los detalles escabrosos que presentaban los cadáveres.
Las autoridades locales y provinciales también salieron al paso en la confrontación, ofreciendo una nueva teoría en la que se hablaba de un antiguo cementerio muy próximo a la iglesia que hubo de abandonarse y que los cadáveres encontrados en la torre de la iglesia procedían de aquella necrópolis.
Pero esta teoría funcionaba poco porque no explicaba las graves heridas encontradas en algunos cráneos, ni el apilamiento que presentaban, ni casaba con esta teoría el que la propia Iglesia no diese cristiana sepultura a aquellos despojos y los amontonase como si de animales se tratara.
Por último se barajó otra idea que tampoco ha sido ni suficiente ni científicamente estudiada y que menciona a un grupo de individuos que profesaban un credo que se conocía como “Alumbrados”, en Italia, “Iluminatis”, se habían asentado en la baja Extremadura, como consecuencia de que el Tribunal de la Inquisición se había trasladado a Plasencia en 1572.
Estos “Alumbrados” eran personas malditas para la Iglesia, pues estaban contra toda la liturgia, además de que no se privaban de profanar lugares sagrados u obligar a realizar actos sexuales como penitencias.
Pero las represalias contra los integrantes de esta secta no podía partir de ningún otro estamento que la Inquisición, por lo que la polémica volvía a surgir.
Han pasado ya muchos años desde el descubrimiento de aquella escena terrorífica y se ha escrito algo, en periódicos, alguna revista especializada de corta tirada y poco más. No se ha llevado a cabo una investigación seria y valiente que ponga de manifiesto la realidad de lo ocurrido y de explicaciones convincentes sobre si aquellos cadáveres fueron trasladados allí desde un cementerio cercano, o si por el contrario fueron encerrados vivos y dejados a su suerte que no pudo ser otra que la muerte colectiva.

Es posible que nunca sepamos realmente lo que ocurrió en ese tranquilo pueblo extremeño, pero si quiere más información y ver imágenes sobre el hecho, puede echar un vistazo a este video: https://www.youtube.com/watch?v=bsEt-X71QzA