jueves, 27 de abril de 2017

CONEJOS Y ESTORNINOS




Dice el Diccionario de la Real Academia Española de la Lengua que una plaga es la aparición masiva y repentina de seres vivos de la misma especie que causan graves daños a poblaciones animales o vegetales, como la peste bubónica o la filoxera.
En una segunda acepción, define la plaga como calamidad grande que aflige a un pueblo.
No todas las plagas han sido obra de la naturaleza, muchas veces es la mano del hombre la que ha provocado una gran calamidad, queriendo intervenir en el curso natural de las cosas.
Eso pasó, por ejemplo, con el cangrejo de río americano, cuando se quiso repoblar los ríos españoles con esta especie, parecida a nuestro característico cangrejo, pero tan diferente, que acabó con la especie. Pasó con el eucalipto australiano que se puso de moda en caminos y parques y se plantó indiscriminadamente y ahora ha colonizado tanto el territorio que sus raíces causan graves daños en caminos, carreteras y viviendas.
Al fin y al cabo estas dos plagas pueden ser controlables, pero qué ocurre cuando se va de las manos; cuando no se puede controlar lo que en principio parecía una cosa fácil: un desastre, una verdadera calamidad. Como cuando se hace una barbacoa en el monte para diversión  de un grupo de amigos y se le descontrola el fuego extendiéndose hasta arrasarlo todo.
En el año 1859 en Australia no había ningún conejo. Su suelo estaba plagado de especies raras y únicas en el mundo, pero el común y vulgar conejo, no tenía un solo representante.
Los ranchos australianos eran inmensos, como lo es todo el continente y los granjeros dedicaban su tiempo libre a recorrer sus tierras acompañado de sus perros  para divertirse con la caza. Thomas Austin era un rico hacendado dueño de enormes terrenos que se divertía disparando a todo lo que se movía, pero echaba en falta la caza del suculento conejo, la liebre y la exquisita perdiz, que eran tan comunes en su Inglaterra natal.
Por eso, en 1859, mandó traer de Inglaterra una remesa de parejas de los tres animales y concretamente le llegaron setenta y dos perdices, cinco liebres y veinticuatro conejos, que soltó en sus tierras con la malsana intención de disfrutar luego matándolos en el dudoso deporte de la caza.
Lo que el señor Austin desconocía era la tremenda repercusión que su acción traería consigo.
Las perdices contaban con sus depredadores naturales que eran los reptiles y las rapaces, además de su escasa proliferación: una o dos camadas al año; las liebres quizás no se adaptaron bien al terreno, o la escasa población inicial no supuso un crecimiento anormal de la nueva especie, pero los conejos, con una alimentación abundante, sin depredadores naturales y con su extraordinaria proliferación, vinieron a constituir un problema de gran magnitud.
Efectivamente, una hembra de conejo alcanza su madurez sexual antes del año  y no entra en celo como las hembras de los otros mamíferos (igual que sucede con la mujer) y acepta la cópula con cualquier macho en todo momento, incluso estando preñada. Su periodo de gestación es de un mes, después del cual paren hasta catorce gazapos, a los que amamanta hasta que vuelve a parir.
En este ciclo que se puede repetir hasta siete veces al año, puede poner en el mundo más de treinta gazapos por término medio, teniendo en cuenta que la mortalidad en las primeras semanas es muy alta.



Retrato de Thomas Austin

Echando cuentas, nos encontramos que en el primer año pudieron nacer más de trescientos conejos, que si la mitad eran hembras y se reprodujeron al mismo ritmo, al finalizar el año ya habría cuatro mil quinientos y así, en progresión geométrica, bien alimentados y solamente abatidos por algún disparo del granjero Austin, en cinco años un millón y medio de conejos, moverían sus orejas en el suelo australiano sin otro temor que la puntería de los granjeros. El propio Austin había cazado veinte mil conejos en seis años, una cantidad insignificante para la población que había alcanzado.
Y se fueron extendiendo y reproduciendo y empezaron los problemas. Ya no había suficiente vegetación para millones de ejemplares y empezaron a entrar en huertas y sembrados, a horadar madrigueras en cualquier parte y a hacerse tan presentes que molestaban.
A principios del siglo XX el problema era tal, que en amplísimas zonas, la vegetación había sido arrasada, poniendo en peligro de extinción a otras especies animales herbívoras y llevando al limite de desertización lo que antes eran extensas praderas y afectando, sobre todo, a la cabaña ovina, principal fuente de ingreso ganadera.
Para evitar que su desplazamiento demográfico invadiera todo el continente se incentivó la caza del roedor, distribuyendo trampas, venenos, armas y munición hasta el extremo de hacerse capturas como la que se refleja en la fotografía que se expone más abajo.
Pero todo fue inútil y hacia 1887, aunque se llevaban abatidos veinte millones de conejos, la reducción  e la población era insuficiente y los pastos y huertos seguían estando en peligro.
Se ha calculado que la población de conejos llegó en los años veinte del siglo pasado, a los diez mil millones de individuos, cifra, desde luego, harto difícil de calcular.
Entre medio, se intentó todo, desde cercarlos, con una valla de metro ochenta de alto y más de cinco mil kilómetros, que los conejos salvaban sin ninguna dificultad construyendo túneles, hasta lo que, por fin, se mostró eficaz: la guerra bacteriológica.
En este caso, vírica, pues se usó un virus originario de Sudamérica, llamado “mixoma”, que produce la enfermedad conocida como “mixomatosis” que se trasmite por las pulgas y los mosquitos.
En pocos años, la enfermedad mató seiscientos millones de conejos, pero el daño causado a la cabaña ovina, a las otras especies herbívoras autóctonas y a la agricultura en general, fue irreparable.

Cacería de conejos

La otra plaga de la que va a tratar este artículo es mucho más refinada, más culta, podríamos decir.
Como hay gente para todo, alguien, no sabemos quien, se dedicó a la tarea tan improductiva como innecesaria de contar todas las especies de aves que se mencionan en las obras de Shakespeare. Algo trascendental, como el lector podrá apreciar y se llegó a la conclusión de que eran exactamente sesenta especies de aves entre búhos, alondras, cormoranes, ruiseñores, cuervos, pardillos… y estorninos.
Sesenta especies, que se dice pronto, incluso para Eugene Schieffelin, un neoyorkino, fanático de la obra de Shakespeare hasta extremos insospechados, que quiso tener volando en su ciudad y en su país todas aquellas aves mencionadas por su idolatrado dramaturgo y comenzó a hacer un recuento de las que ya se hallaban presente en los cielos de los Estados Unidos.
Casi todas vivían en tierras americanas, menos los estorninos, unos pájaros gregarios que forman sincronizadas y bellísimas figuras en el aire, cuando vuelan por millares, buscando sus lugares donde dormir.
Corría el año 1890 cuando el tal Eugene soltó en Central Park de Nueva York, sesenta estorninos, con la idea de que se reprodujeran. Un año después soltó otros cuarenta.
Intentó lo mismo con otras especies, pero no consiguió que se reprodujeran, ya por las condiciones climáticas, ya por la presión de los depredadores; lo cierto es que alondras y ruiseñores se quedaban fuera de la lista shakesperiana.
No sabía este señor que su amor por la literatura traería tantos quebraderos de cabeza a toda una nación.
Los estorninos se reprodujeron con suma facilidad y se adaptaron perfectamente al entorno y el hecho de volar en grupos los protegía de sus potenciales depredadores.
Pronto, enormes bandadas de estos bellos pájaros, se veían en los cielos de Nueva York y en muy poco tiempo en todos los alrededores; unos años después, en los estados limítrofes y por fin, desde Alaska hasta Méjico.
Con una inspiración tan literaria, era difícil que nadie se hubiera opuesto al proyecto, o que, en unos primeros momentos, hubiese tratado de controlar aquella invasión, pero décadas después, más de seiscientos millones de estorninos devoraban cada día el doble de su propio peso, esquilmando huertas, cultivos de cereales, frutas y cuanto se pusiese al alcance de su pico, incluso basura si escasean otros alimentos.

   

Dos bellas formaciones de bandadas de estorninos

Propietarios de granjas empezaron a quejarse y a alejar los molestos pájaros de sus tierras a base de escopetazos, algunos con un sistema de cohetería secuenciada que conseguía a medias su propósito.
Se empezaron a utilizar rapaces como halcones, milanos, azores, etc., que conseguían desplazarlos de zonas muy concretas, como los aeropuertos, en donde empezaban a constituir un enorme peligro. La mayor catástrofe aérea protagonizada por aves, fue precisamente por una bandada de estorninos que el cuatro de octubre de 1960, se introdujo en los motores de un avión que despegaba del aeropuerto de Boston, causando un accidente en la que murieron sesenta y dos personas.
Pero no es esa la única problemática ciudadana que presentan estas aves, que suelen concentrarse en los lugares de dormidas produciendo con sus cantos un ruido infernal que dificulta el descanso de quien tiene la poca fortuna de tener cerca de sus casas árboles altos y frondosos, en los que suelen pernoctar.
No menos desesperación producen en los propietarios de vehículos que encuentran cada mañana una sorpresa.

Defecaciones de los estorninos

Actualmente se cree que la población ha disminuido y solamente alcanza a unos doscientos millones de pájaros, lo que supondría uno por cada ciudadano de los Estados Unidos.

Uno, por uno, otra curiosidad y es que el estornino se menciona en las obras de Shakespeare ¡en una sola ocasión!, concretamente, en el drama “Enrique IV”.

jueves, 20 de abril de 2017

¿POR UNA CAUSA JUSTA?



El  catorce de enero de 1858, cuando el emperador francés Napoleón III y su esposa, la española Eugenia de Montijo, iban en el carruaje imperial camino de la Ópera Garnier, un anarquista italiano llamado Felice Orsini y tres cómplices, arrojaron tres bombas que produjeron ocho muertos y ciento cuarenta y dos heridos, algunos caballos despanzurrados y un carruaje para la chatarra, pero la pareja imperial salió ilesa del atentado.
Orsini, que resultó herido, fue detenido al día siguiente y guillotinado el trece de marzo del mismo año.
Un año antes, con ocasión de un viaje a Inglaterra, Orsini pidió al armero Joseph Taylor que construyera seis bombas que el mismo había diseñado. Se trataba de una bomba arrojadiza que explotaba por impacto, cuando unos resaltes cargados con fulminato de mercurio, el mismo que se utilizaba como “flash” en las primitivas fotografías, iniciaban la explosión de la pólvora que contenía.
Era un artefacto ingenioso que no necesitaba mecanismos de explosión retardado, lo que la hacía efectiva, sin programación previa, en el momento de su utilización. Sin embargo, como se verá, algunas de estas bombas no llegaron a explotar.


Bomba Orsini

Años mas tarde, las bombas Orsini se habían popularizado tanto, que eran la bomba habitual de los anarquistas.
En España se utilizaron varias veces este tipo de bombas, siendo las más famosas las que se usaron por el anarquista Santiago Salvador Franch en el teatro del Liceo de Barcelona.
El final del siglo XIX y el principio del XX fue un época dura, violenta. En una España convulsa, las ideas anarquistas, importadas principalmente de Italia, habían arraigado en zonas muy concretas, pero sobre todo en Cataluña, Levante y Andalucía. Los anarquistas empezaron primero con encarnizadas huelgas, cuya intención era más acabar con los beneficios de la producción, en manos de los aborrecidos burgueses que conseguir mejoras sociales o salariales para ellos mismos. Al no conseguir por estos medios su propósito de descabalgar a la burguesía, dieron paso a los robos, atracos a mano armada y atentados, y dentro de estos, a los más sangrientos: los cometidos con bombas.
Circulaba en manos de las células anarquistas, un libelo llamado El Indicador Anarquista que era un compendio de directrices e instrucciones en donde, entre otras cosas, se enseñaba a fabricar bombas Orsini, e incluso había un par de relojeros en Barcelona que acoplaban un dispositivo de relojería para una explosión retardada.
1893 fue un año especialmente sangriento. Se había atentado contra la casa de Cánovas del Castillo, que seis años después fue asesinado por los disparos del anarquista italiano Angiolillo, cuando se encontraba en un balneario de Guipúzcoa descansando.
Ese mismo año, el veinticuatro de septiembre, el anarquista Paulino Pallás, arrojó una bomba Orsini en una parada militar en Barcelona, con la intención de matar al gobernador militar de Cataluña, el general Arsenio Martínez Campos, autor de la proclama por la que se reinstauró la monarquía tras la Primera República.
El general Martínez Campos salió herido levemente, pero como resultado de la explosión murió un guardia civil. El autor fue detenido y en su juicio alegó que lo había hecho para vengar a tres compañeros anarquistas, ejecutados en Jerez de la Frontera el año anterior.
Como prensa estúpida y sensacionalista la ha habido siempre, algunos periódicos presentaron a Pallás como un héroe y un mártir de la causa, hasta el extremo de exacerbar los instintos de algunos de sus correligionario, como el referido Santiago Salvador, que con unos compinches quiso incluso robar el cadáver de su amigo y compañero para que fuera venerado en círculos anarquistas.

Fotografía de Santiago Salvador

No se conoce muy bien cómo este joven, nacido en Castelserás, un pueblo de Teruel, en el Bajo Aragón, muy próximo ya a Cataluña, que en aquella época tenía poco más de dos mil habitantes y en el que sus padres eran unos agricultores acomodados, había llegado a radicalizarse tanto en el anarquismo.
Sí se conoce que con dieciséis años tuvo que abandonar su pueblo por haber tratado de matar a su padre y marchó a Barcelona, en donde ejerció varios oficios, incluso el de contrabandista, en ninguno de los cuales parece haber cuajado. Como no tenía medios de subsistencia, se dedicó durante un tiempo a los robos, por lo que fue detenido en alguna ocasión y debió ser en la cárcel, cuando por contagio de algún otro recluso, encontrara en el anarquismo un medio de justificación a sus tropelías, pues el movimiento anarquista vivía de los atracos y robos que sus integrantes efectuaban.
Ante la imposibilidad de robar el cadáver de Pallás, decidió vengar su muerte, para lo que el día siete de noviembre, un día frío y lluvioso, vestido como un obrero y con una bata o blusón amplio, de color gris que los artesanos solían usar, entró en el Palacio del Liceo de Barcelona llevando escondidas en una faja, dos bombas Orsini. Subió hasta el quinto piso y allí, en “el gallinero”, esperó el momento propicio para cometer el atentado.
Evidentemente las bombas irían dirigidas al patio de butacas, donde se concentraba la burguesía catalana que tanto escozor producía en el anarquista.
Y el momento propicio lo encontró al final del segundo acto de la ópera Guillermo Tell, que era la que se estaba representado y cuando el público ovacionaba a la cantante, arrojó la primera de las bombas que pulverizó cuatro asientos y destrozó otros muchos a su alrededor, causando veintidós muertos y treinta y cinco heridos.
En ese momento de gritos, carreras, humo, sangre y todo lo que una explosión conlleva, arrojó la segunda de las bombas, que vino a caer en el regazo de una señora que ya estaba muerta por la explosión. La bomba rodo por el suelo inclinado del Liceo y fue recogida intacta.
Con el revuelo formado, Salvador pudo escapar del teatro, que fue rápidamente cerrado y después de deambular varios días por distintas poblaciones, se fue a Zaragoza, a casa un primo llamado Julio Sánchez, que vivía en la calle San Ildefonso 23.
Pero el terrorista no es nada si no proclama sus actos y el de esta historia se dedicaba a ir contando, a quien le quisiera escuchar, que él había sido quien tiró la bomba del Liceo, porque había que acabar con la burguesía.

La prensa internacional se hizo eco del atentado

Como es natural a los pocos días, y más concretamente el uno de enero de 1894, la policía irrumpió en el domicilio donde Salvador se encontraba acostado. Para que no lo cogiesen vivo, ya que los anarquistas temían las torturas a las que decían que los sometía la policía, llevaba siempre un revolver cargado, con el que se disparó en un costado y trató de beberse un veneno de un frasco ya preparado, lo cierto es que el disparo le produjo una herida leve y el frasco no se lo llegó a beber.
Como es natural fue encarcelado, enjuiciado y sentenciado a muerte.
Al preguntársele si al arrojar la primera bomba no se había sobrecogido al ver el dramático escenario que se presentaba, con cuerpos ensangrentados y gritos de terror, el anarquista respondió con una flema que hace pensar en el irregular funcionamiento del cerebro de estas personas, que en un primer momento se quedó impresionado, pero en seguida se sobrepuso y arrojó la segunda bomba, porque creía que actuaba por una causa justa, como era acabar con la burguesía.
Eso mismo repitió en la prisión, hasta la saciedad, a dos sacerdotes que quisieron conseguir su arrepentimiento y que no lo lograron y a los que decía que hasta Jesucristo, en caso de que hubiera existido, sería anarquista.
Salvador fue ejecutado a “garrote vil”, el día veintiuno de noviembre de 1894, un año después del atentado, en el llamado “Patio de los cordeleros”, por el verdugo de la audiencia de Barcelona, Nicomedes Méndez.
El famoso cuadro de Ramón Casas denominado Garrote vil y pintado por aquellas fechas, muy bien podría corresponder a la ejecución de Salvador.

El cuadro de Casas, Garrote vil

Dos curiosidades adornan esta historia: la primera es que en el Museo Histórico de Barcelona se exhibe una bomba Orsini de la que se dice que fue la que no estalló en el atentado del Liceo. Esto es falso, según se ha podido demostrar hace ya unos años. La bomba que no estalló se la llevó a su casa el secretario de la Audiencia Provincial de Barcelona, Pedro Armengol Cornet y actualmente está en manos de su familia
La segunda, ronda en torno a la ópera que se representaba: Guillermo Tell, casualmente era la misma ópera a la que se dirigía Napoleón III, cuando Felice Orsini le impidió disfrutar de su diversión preferida, arrojándole una bomba que desde entonces lleva su nombre.
 ¿Por qué he contado todo esto?
¡Ah, sí!, porque hace muy pocos días hemos tenido que soportar las declaraciones del llamado “El Carnicero de Mondragón”, autor de diecisiete asesinatos y cuyo nombre me resisto a escribir, en las que decía, además de no estar arrepentido de nada, que no se consideraba un asesino, sino un ejecutor, que desconocía los nombres de sus víctimas y no iba a pedir perdón.
Seguramente que este canalla también actuaba por una causa justa.

jueves, 13 de abril de 2017

EL DEDO ACUSADOR



Hace ya bastantes años, cuando empezó a popularizarse Internet, circuló un escrito en el se resaltaban varias coincidencias existentes entre los asesinatos de Abraham Lincoln y John F. Kennedy.
La lectura de aquella relación era estremecedora, tan llena de funestas coincidencias que ponía el vello de punta. Había aparecido por primera vez en 1964, un año después del asesinato de Kennedy, en la prensa estadounidense.
Aunque en un principio se le dio total credibilidad, años más tarde fue desmentida en su mayor parte por el divulgador científico Martin Gardner, en la prestigiosa revista América Científica.
Algunas cosas no eran ciertas, otras no eran casualidades y algunas estaban tan introducidas a martillazos en la relación, que pronto se dejó de hablar de aquello.
Pero llegó Internet y muchas de las cosas que habían sido olvidadas, fueron sacadas a la luz, ahora con una distribución millones de veces superior.
Lincoln y Kennedy han sido el primero y el último presidente de los Estados Unidos asesinados. Por en medio ha habido otros dos: James Garfield y William MacKinley. Otros cuatro fallecieron durante el mandato, pero en realidad ninguno de ellos importa a los fines de este artículo, solamente Lincoln y Kennedy.
Si Kennedy no hubiera muerto tan prematuramente, muchas cosas habrían cambiado.
En primer lugar su imagen de héroe, político exitoso, esposo amantísimo y padre ejemplar, se hubiera desmoronado con mayor crueldad de lo que lo ha ido haciendo en años posteriores. Si no hubiera muerto víctima de un complot, que ni el informe Warren, ni los miles de estudios que posteriormente se han hecho, han sido capaces de elucidar, quizás nos habríamos enterado de algo. Algo habría cambiado.
Sin embargo, con la muerte de Lincoln, varias cosas no cambiaron. Siguieron por el derrotero en el que se habían iniciado y que el presidente, aunque las abanderaba, no era partidario de aquel rumbo.
Abraham Lincoln había nacido en Kentucky el 12 de febrero de 1809, en una familia modesta de granjeros que no proporcionó a sus hijos una educación más allá de lo necesario para contribuir al desarrollo de la granja. Pero Abraham hacía grandes esfuerzos para adquirir una educación que le permitiera salir de aquella vida que no le gustaba.
A los treinta y un años se casó con Mary Todd, hija de un banquero adinerado que, sin embargo, no había tenido una vida fácil que revertía en su insoportable carácter.
Lincoln dijo en muchas ocasiones que los estudios de derecho que consiguió acabar, así como la exquisita educación de la que él mismo hacía gala, eran fruto de su esfuerzo personal; que a lo largo de toda su vida había ido aprendiendo por donde pasaba y que la necesidad le había hecho superarse.
Parece ser que su temperamento no era muy estable y pasaba por altibajos de carácter que hoy estarían perfectamente diagnosticado como episodios depresivos.
Su biógrafo, Clarence Arthur Tripp, activista gay, psicólogo y terapeuta, escribió de Lincoln que fue a su casamiento con la misma alegría con la que va un buey al matadero y que si se casó con Mary Todd fue porque en una incipiente búsqueda de identidad sexual, había tenido acceso carnal con la joven, a la que dejó embarazada y su padre, el banquero, le obligó a casarse, para reparar el daño.
Lo cierto es que el joven Lincoln había mantenido una seria relación de cuatro años, con Joshua Speed, el cual lo abandonó para casarse, lo que le sumió en una depresión muy seria. Una amplia correspondencia acreditan esta relación de alcoba y en las que Abraham se despide con un invariable: “Siempre tuyo”.
Antes había mantenido una relación amorosa con un primo que estaba perdidamente enamorado de él. Billy Green, tenía dieciocho años y Lincoln algunos más.
Como es natural, el matrimonio no mitigó sus ocultos deseos sexuales y siendo ya presidente de los Estados Unidos se llevó como ayudante militar al coronel Elmer Ellsworth, a quien había conocido años antes en Chicago y con el que le unía una íntima amistad.
Da la casualidad de que Ellsworth fue el primer oficial del ejército de la Unión muerto en la Guerra de Secesión.
Su desaparición produjo una honda pena en el presidente, que lo llamaba “mi muchacho”, pero como un clavo saca a otro clavo, poco tardó el primer inquilino republicano de la Casa Blanca en buscarse un sustituto, esta vez en la persona de lo que hoy sería su “jefe de seguridad”, el capitán de la “Compañía K”, David Derickson, con el que se escondía en un refugio que la Casa Blanca tenía a las afueras de Washington para descanso y solaz de los presidentes.
Uno de sus asesores escribía de esas relaciones: Hay un soldado devoto del presidente, conduce con él y cuando la señora no está en la casa, duerme con él
La situación sentimental tormentosa en la que vivía el hombre más importante de la nación más nueva del mundo, era insostenible, a la vez que conjurada por un sello de silencio inquebrantable. Lincoln no podía “salir del armario”, como se dice ahora, momento en los que, hasta los sacerdotes, cuyos votos de castidad son de férreo cumplimiento, confiesan públicamente sus amores homosexuales, no ya sin pudor, sino con exultante y victoriosa alegría.
Pero aparte de esta faceta de la vida privada del presidente, Lincoln ha llegado a esta página por otra circunstancia mucho más trascendente: El paradigma de la abolición de la esclavitud, era un racista intransigente y recalcitrante.
Cuando en el año 1858 hacía campaña con el partido republicano para el Senado, dejó bien claro en sus discursos que él ni era, ni nunca había sido, partidario de la igualdad entre blancos y negros, subrayando que existían tantas diferencias que resultaba imposible que pudieran vivir juntos en situación de igualdad, tanto social, como política, por lo que si en algún momento se produjera aquella conjunción, sería en una posición de inferioridad de la raza negra. Aun así, tres años después se presentó para presidente y arrasó en los estados del norte, donde la inmensa mayoría estaba por la abolición de la esclavitud.
Había cambiado su discurso y ahora se presentaba como defensor de acabar de una vez con la difícil situación en la que vivían los esclavos, pero solamente cambió de discurso, sus sentimientos seguían siendo los mismos y en 1862, siendo ya presidente de los Estados Unidos, recibió en la Casa Blanca a un nutrido grupo de líderes negros a los que advirtió que aunque dejaran de ser esclavos, estaban muy lejos de ser iguales a los blancos y les reconvino a que buscaran la forma de vivir separados, porque eso sería lo mejor para ellos.
Gracias a las biografías que se van escribiendo en los últimos tiempos, fruto del estudio y la investigación, se ha conocido que entre 1854 y 1860, Lincoln pronunció ciento setenta y cinco discursos en los que siempre insistía en que abolir la esclavitud era una medida anticonstitucional.
Evidentemente cambió de criterio y en la Guerra de Secesión, lideró a los Estados de la Unión contra los Estados del Sur, llamados Confederados.
La abolición de la esclavitud estaba empezando a ser bien vista en todo el mundo y con esa bandera ganó la guerra, pero, curiosamente, en un principio, solamente abolió la esclavitud en los Estados confederados, los perdedores, sobre los que todavía no tenía casi control, pero en el norte, de momento, no hizo nada.
La realidad, también cruda con la idea de abolicionista que le encumbra, es que de los más de tres millones de esclavos, solo se emanciparon doscientos mil y eso pensando que, como resultado de su decisión, los negros nunca llegarían a tener iguales derechos que los blancos.
Poco antes de acabar la guerra, estudiaba con sus más directos colaboradores la posibilidad de deportar a todos los negros a algunas tierras fértiles, con buen clima, en donde pudieran vivir sin mezclarse con blancos y pensaba en Brasil, Guayanas, Surinam…
Más tarde, el presidente Monroe compró todo un país en África, al que puso de nombre Liberia y al que deportó miles de negros.
La idea de Lincoln fertilizó años más tarde, cuando ya no había posibilidad de solución a un problema que solamente se hubiese evitado si la esclavitud nunca hubiese existido, pero desgraciadamente no fue así.
En Washington se ha levantado un monumento llamado “Lincoln Memorial”, para conmemorar al presidente que “abolió la esclavitud”. Es un edificio bellísimo a cuyo frente hay un larguísimo estanque en el que se refleja el obelisco erigido en memoria de George Washington. Este obelisco de casi ciento setenta metros de altura, fue el más alto del mundo hasta que se construyó la Torre Eiffel. Desde la entrada principal, arriba de las escaleras que conducen al atrio del “Lincoln Memorial”, se ve el obelisco reflejado en las cristalinas aguas del estanque.
Su punta se dirige a la colosal estatua de Abraham Lincoln que preside la entrada del edificio y parece como si fuera un dedo acusador que quisiera recordarle las mentiras que fueron su vida.

Vista del obelisco reflejado en el estanque