viernes, 31 de marzo de 2017

GALIÓN Y PABLO DE TARSO




Hace ya unos años, cuando más me atraía conocer los orígenes del cristianismo, su expansión y sus controversias, compré un libro que se llama “Saulo, el incendiario”, escrito en 1992 por el periodista científico francés, Gerald Massadié, que a la vez es historiador, investigador y ensayista y que, durante veinticinco años dirigió la prestigiosa revista francesa “Ciencia y Vida”.
El autor revela en el libro algunos pasajes de la vida de Pablo de Tarso, realmente poco conocidos, como su parentesco con la familia de Herodes, sus diferencias con otros  apóstoles, sobre todo con Pedro y su afán de difundir la nueva doctrina a los gentiles.
Para Massadié, Pablo es el verdadero artífice de la expansión del cristianismo. Magníficamente investigado y argumentado, no revela un acontecimiento de la vida de Pablo que pudo tener una gran importancia para la posterior expansión del cristianismo y que si no fue así, se debió a la intervención de un hispano, más concretamente, de un cordobés de primera línea en la política romana.

Portada de mi libro

El suceso, ocurrido allá por el año cincuenta y uno, se relata en los “Hechos de los Apóstoles”.
En el mes de julio había llegado a la provincia romana de Acaya, en la actual Grecia y cuya capital era Corinto, un nuevo procónsul, la máxima autoridad. Su nombre era Lucio Junio Galión y pertenecía a una de las familias más prestigiosas de Hispania, procedente de Córdoba. Su padre era Marco Anneo Séneca, profesor de retórica y su hermano mayor era Lucio Anneo Séneca, el famoso filósofo que la historia ha equiparado a Aristóteles y Platón.
Originariamente su nombre era Marco Anneo Novato, pero fue adoptado por un íntimo amigo de su padre, Lucio Junio Galión y con el nombre de su nueva familia, ha pasado a la historia.
A poco de llegar, le fueron presentados los casos que los ciudadanos denunciaban, esperando la justicia romana, una de cuyas acusaciones estaba formulada por Crispo, el administrador de la sinagoga de Corinto que presentaba como denunciado a un extraño personaje: un ciudadano romano, nacido en Tarso y de nombre Saulo, al que acusaba de predicar en su templo doctrinas opuestas a las creencias judías y en contra de la ley de Roma.
En el imperio romano la ley era durísima y actuar en su contra podía suponer la muerte por crucifixión, como ocurrió con Jesús, o en el caso de ser ciudadano romano, por decapitación.
Los judíos de las sinagogas y los incipientes cristianos eran una constante preocupación para los gobernantes, pues estaban permanentemente en disputa sobre Cristo: los judíos, sus conciudadanos, no lo reconocían como el Mesías anunciado por las escrituras y al que seguían y siguen esperando; mientras que los cristianaos no sólo creían que Jesús era el Mesías, sino que lo habían elevado a la categoría de Hijo de Dios.
Pablo, persona de inteligencia poco común, con mucha facilidad de comunicación y una alta instrucción, iniciaba siempre sus prédicas sobre el cristianismo en las propias sinagogas, a las que acudía como judío y en las que aprovechaba para predicar la fe de los nuevos tiempos. Como es natural, esta actitud enfurecía a los judíos que pensaban que era una ofensa a sus creencias.
Roma siempre fue tolerante con las religiones de los países que conquistaba y permitía todos los cultos, por lo que todas las religiones se consideraban con derecho a ser protegidas por la justicia romana.
Ante Galión se presentaron las acusaciones según el procedimiento romano, hablando primero la acusación particular, representada por Crispo, el cual expuso lo que ya se ha relatado sobre la forma de predicar de Pablo que aseguraba que el mesías ya había llegado y que el fin de los tiempos estaba cerca, menospreciando las arraigadas convicciones de los feligreses judíos.
Galión también era un hombre culto, de magnífica educación y muy posiblemente, como su hermano Séneca y una gran parte de la élite de la sociedad romana, estoico convencido, doctrina que se basa en el control de las cosas y los hechos que perturban la vida y que, precisamente, comenzó a declinar con el auge del cristianismo. Escuchó a la acusación, pero no la dejó acabar su alegato y cuando Pablo quiso defenderse, ni siquiera le dejó comenzar.
El procónsul actuó como debería haber hecho Pilatos, dos décadas antes. Consideró que aquella era una cuestión que nada tenía que ver con un tribunal de justicia romano. Ciertamente había diversidad de criterios pero eso no iba contra la ley de Roma; estimó, categóricamente, que la denuncia presentada era sobre cuestiones teológicas, religiosas, materia de creencias y que por tanto habrían de solucionarse dentro de sus propios círculos y sus propias convicciones y que el procónsul de Roma no estaba para perder el tiempo en denuncias como aquella.
¿Qué supuso aquella decisión para el cristianismo? Pues sin duda alguna que se vio fortalecido y amparado para seguir ejerciendo su apostolado de la forma que lo venía haciendo.
Por el contrario, si Galión hubiese fallado a favor de los judíos, como ya hicieron otros juzgando la misma materia, Pablo habría sido encarcelado, lo cual no hubiera sido novedad en su vida, pues sufrió otras prisiones y muy posiblemente le hubiera supuesto la muerte por decapitación. En cualquiera de los dos casos, el cristianismo que se extendía por el mundo greco-romano, gracias exclusivamente a las predicaciones de Pablo, hubiera sufrido un tremendo parón, e incluso, en el peor de los casos, hubiera dejado de extenderse hacia occidente, donde Roma lo controlaba todo.
Ambas orillas del Mar Mediterráneo estaban dominadas por Roma y al contrario de lo que pueda pensarse, por comparación con la situación actual, todo el norte de África, había alcanzado un altísimo grado de civilización, desde Egipto, el extremo oriental, hasta la Mauritania Tingitana, por occidente.
En esa zona había florecido, tiempo atrás, la poderosa Cartago, enemiga mortal de Roma, a la que puso en jaque hasta que fue destruida por Escipión. Pero la cultura de la zona no desapareció y por anteposición a la religión romana, muchos de los mauritanos fueron de los primeros en abrazar el cristianismo.
En ellos se apoyó Pablo, tras el incidente narrado, para llegar a la misma capital del Imperio y posteriormente a Hispania.
Según las últimas investigaciones, hacia el año sesenta y dos, el cristianismo llegó a Hispania y precisamente de la mano de Pablo que como venía siendo habitual en su forma de introducir su nueva religión, buscaba las comunidades judías.
Su deseo de predicar en Hispania está recogido en documentos y cartas que Pablo dirigía a sus comunidades ya cristianizadas y su afán por hacerlo no estaba solamente en ampliar el círculo de sus conversos, sino porque Hispania era el final de la tierra conocida: “El Finisterre”, con lo cual se daba por concluida la predicación hacia esta parte del mundo.
En aquella época y según los datos que se manejan como ciertos, Tarraco, la actual Tarragona, era una de las ciudades más importantes de la Península y en ella había varias comunidades judías, por lo que puede suponer que Pablo llegara a Hispania a través de Tarragona.
Desde allí se extendería bordeando la costa, hasta Andalucía, para terminar infiltrándose en todo el país, gracias al apoyo que recibía del norte de África, desde donde enviaron predicadores.
Es de señalar que todo esto podía producirse por la gran facilidad que aportaba un idioma común, como era el latín y en menor medida el griego, por lo que dominando estos dos idiomas se podía viajar por el mundo conocido sin ningún reparo.
Pablo, por supuesto conocía los dos idiomas, además del arameo, su lengua vernácula, que era la única que hablaron los demás discípulos, por lo que sus prédicas no tuvieron la universalidad de las de Pablo.
Por esa razón, de haberse producido una sentencia contra Pablo, la expansión del cristianismo hubiera sido de otra manera. España no habría llegado tan pronto a la cristianización casi total y Roma tampoco.
Se cuenta como anécdota que Galión, tras un corto espacio de tiempo en Acaya, tuvo que dejar el cargo por haber contraído unas fiebres de las que no se recuperaba, marchando a Egipto, donde sus médicos eran muy afamados.
También se cuenta que Pablo conoció personalmente a Séneca, el hermano mayor de su salvador que era el preceptor del emperador Nerón, tarea que había abordado con escaso éxito, como demuestra el hecho de haberse tenido que suicidar por orden del emperador.
El proceder de Galión no tenía precedentes. Tampoco sirvió de ejemplo en lo sucesivo, de hecho, ahí están las numerosas persecuciones a los cristianos posteriores a aquella fecha.

Qué impulsó a este hombre justo a tomar una decisión como aquella, es algo que se escapa al conocimiento, aunque es muy probable que estuviera influenciada por su concepción estoica de la vida.

viernes, 24 de marzo de 2017

EL INFIERNO DE CABRERA



Mi primer destino en la Policía fue Palma de Mallorca. Yo, que venía de un pueblecito perdido en el sur de la Península, a donde el turismo no había llegado, quedé deslumbrado ante el abigarrado colorido de vestidos escotados, escuetos bikinis, rubias melenas y ojos verdes.
Allí, al que en aquella época no ligaba, le decían que estaba para irse a la isla de Cabrera. También te mandaban a Cabrera como frase despectiva ante cualquier desliz que hubieras tenido.
Yo no sabía qué significaba aquella frase y nunca lo pregunté, porque los que la repetían ,tampoco sabían muy bien qué significaba.
Cabrera es la mayor de los islotes que forman un archipiélago al sur de la isla de Mallorca. Debe su nombre a la cantidad de cabras que hubo en otro tiempo, pero ya no queda ninguna. La isla está deshabitada pero en el primer cuarto del siglo XIX tuvo una población importante, aunque es necesario explicar cómo se formó aquella concentración humana.
Todo empezó tras la primera derrota sufrida por la tropas de Napoleón, en Bailén, el 19 de julio de 1808.
Tras la batalla, entre los soldados que se rindieron y los que se hicieron prisioneros, se formó un contingente de unas dieciocho mil personas, incluidos desde generales, oficiales, suboficiales, soldados, paisanos que hacían funciones de abastecimiento y hasta las mujeres que acompañaban al ejército, con niños incluidos; unas eran esposas de los combatientes, otras desempeñaban oficios varios.
Los generales y algunos oficiales fueron entregados a los franceses por medio de algún intercambio, pero el grueso de prisioneros formó una interminable columna que puso rumbo sur, con dirección a la provincia de Cádiz.
El plan era embarcarlos en pontones y trasladarlos con buques ingleses, hasta diversos puertos de Francia, pero lo cierto es que durante la estancia en Cádiz, fueron dispersando a los prisioneros y la mayor parte de ellos fueron trasladados a Sanlúcar de Barrameda, otros permanecieron en Cádiz, hacinados a bordo de pontones y un contingente importante fueron trasladados a las Islas Canarias.
Resultaron ser los más afortunados; aunque abandonados en las islas, pronto consiguieron ir integrándose en la sociedad y la inmensa mayoría terminó su vida allí, totalmente diluidos entre los canarios.
La peor parte la llevaban los prisioneros embarcados en las pontonas fondeadas en aguas de la Bahía de Cádiz. Más de siete mil hombres y mujeres malvivían a bordo de aquellos extraños calabozos flotantes, en donde el hambre, las enfermedades y la promiscuidad eran los fantasmas que sobrevolaban las miserables vidas de aquellos desdichados.
La esperanza era que se produjera algún intercambio de prisioneros, o un rescate por precio, pero Napoleón y su estado mayor no estaba para perder tiempo en negociaciones estériles. No les importaba en absoluto la suerte de aquellos desgraciados, cuando estaban empezando a tener dificultades en los frentes europeos; y en la propia España, las cosas se les ponían más difíciles por días.
Desesperados, mal comiendo en una España que ya de por sí pasaba una hambruna atroz, aquellos prisioneros se fueron diezmando, a la vez que iban contagiando sus enfermedades a los carceleros y éstos, a la población militar y civil de Cádiz.
La situación se hacía insostenible por días, hasta que el gobernador militar de la ciudad optó por deshacerse de aquellos prisioneros, para lo que se pensó dejarles abandonados en alguna isla desierta y que se buscaran la vida como pudieran.
Y la isla tenía que ser desierta porque en Canarias había habido numerosos incidentes entre los desesperados soldados prisioneros y los habitantes de las islas, aunque, ciertamente, se fueron mitigando con el tiempo.
Así las cosas, remolcados por navíos ingleses y españoles, emprendieron aquellos pontones una travesía hacia el este. Se trataba de buscar por el Mediterráneo un lugar donde soltarlos.
La terrible escuadra que remolcaba nueve mil esqueletos, tuvo que soportar, además del hambre, las enfermedades y la sed, terribles tempestades en su ruta, llegando, por fin, a la isla de Mallorca, donde fondearon en la bahía de Palma. Pero las autoridades civiles y militares impidieron el desembarco de aquella tropa famélica y agresiva y se empezó a buscar un lugar en el que desembarcarlos.
Frente a las costas meridionales de Mallorca existe el pequeño archipiélago mencionado anteriormente y hacia allí se dirigió la tétrica flota.

Mapa de la época

De todas las islas que conforman aquella minúscula reunión, solamente Cabrera tiene superficie suficiente para albergar una población como aquella y con la promesa de enviarles provisiones periódicamente, el mando de la flota se dirige hacia la isla, un islote de apenas dieciséis kilómetros cuadrados con abundante vegetación silvestre y unas pocas cabras, de las innumerables que antes habían dado nombre a aquel trozo de tierra emergida.
Muchos han muerto por el camino y algunas mujeres han parido a sus hijos en aquellas infrahumanas condiciones.
Allí fueron desembarcados los supervivientes, se cree que unos nueve mil y soltados a su libre albedrío en la escueta isla.
Poco tardaron las pocas cabras que quedaban en ir a la olla para paliar el hambre con la que quedaban después del suministro
Éste se hacía cada cuatro días y se componía de escasos alimentos que alcanzaban a proporcionar una subsistencia hambrienta y desesperada.
Los más audaces comenzaron a recorrer la isla y descubrieron una cueva donde manaba un ridículo caño de agua. Las colas ante aquel chorrito de fresca agua eran permanentes e interminables.
La vegetación no era comestible y la fauna escasa: algún conejo, un ave, ratas y otros roedores. El mar circundante tampoco era pródigo.
Pero había sido una solución, dramática, pero al fin y al cabo solución al problema, alejándolo de la vista de todos. Allí, la vigilancia se hacía casi innecesaria y las autoridades españolas pensaban que los prisioneros debían dirimir sus cuitas entre ellos, pues para eso había oficiales de distinta graduación.
Sin saber la trascendencia que este tipo de concentración, tendría en un futuro, lo cierto es que aquella isla se convirtió en un campo de prisioneros.
Se van levantando cabañas usando piedras de antiquísimas construcciones y troncos de matorral en donde se van guareciendo por familias o por afinidades. Se van formando calles, e incluso se construye una especie de plaza central a la que se bautiza como Palais Royal.
Poco a poco va adquiriendo un nuevo perfil, primero cerca de la playa, más tarde ascendiendo por la ladera hasta que a alguien se le ocurrió la idea de bautizar a aquel poblado: Napoleónville, fue el nombre que le dieron. Aun esperaban que su emperador hiciera algo por aquellos desafortunados, pero cada día que pasaba menos espacio mantenían en la mente del dictador que veía cómo su sueño europeo se iba desmoronando.
Han pasado ya un año en cautividad cuando les llega la primera esperanza, aunque es solamente espiritual. El sacerdote español Damián Estelrich se hace cargo de la dirección espiritual de aquella abigarrada población, en donde cada día se va observando el grado de asilvestramiento que se está alcanzando en todos los órdenes de la vida.
El primer domingo se celebra una misa pero entre enfermos, heridos, descreídos y otros desesperados, la afluencia no es mucha. Pero el sacerdote inicia su labor de apostolado dando paz a los enfermos, enterrando a los muertos, que hasta entonces se incineraban, en un improvisado cementerio, bautizando a recién nacidos o absolviendo de pecados a quien deseara confesión.
La labor del cura parece ser importante, pues se van consiguiendo algunas mejoras, como llevarse a los enfermos a algunos hospitales de Palma, aumentar las raciones de agua y víveres.
Pero la evacuación de enfermos y heridos produce un efecto indeseado. Muchos se mutilan horriblemente con tal de salir de aquel infierno y los hospitales de Mallorca y de Mahón se colapsan y la población empieza a protestar de que las camas que a ellos les corresponden, las están ocupando prisioneros franceses.
Se ha negado que existiera canibalismo, pero es más que posible que se dieran casos de devorar cadáveres, ante la tremenda hambruna que se padecía y a veces se han relatado casos de comer sus propios excrementos.
También se cuenta que en cierta ocasión en que algún personaje desembarcó en la isla, mareado por el viaje, vomitó en la playa y más de un prisiones acudió presto a devorar aquella inmundicia.
Por supuesto que hubo intentos de fuga, algunos muy bien diseñados, aprovechando la llegada de la chalupa de los víveres, pero todas fueron abortadas por las cañoneras españolas que vigilaban aquellos islotes y que disparaban sin clemencia sobre los amotinados.
 Han muerto uno de cada tres de los que llegaron a la isla, pero se han ido recibiendo nuevos contingente y la población total ha superado las diez mil personas. Incluso algunos países aliados contra Napoleón, empiezan a enviar a sus prisioneros de guerra a aquella maldita isla.
No se sabe hasta cuantas personas pudieron coexistir en la isla, pero se fueron diezmando con rapidez y en 1814, tras cinco años de reclusión, quedaban solamente unas tres mil personas. Es el momento en el que les llega a libertad. Napoleón ha sido derrotado, ha dejado de reinar y en el trono de Francia hay un rey que se preocupa por su pueblo y manda a por aquellos desafortunados que, por fin, como una procesión de espectros, desembarcan en Marsella.
Han regresado del infierno. Una vergüenza pero no solamente para España, lo es también para Francia, Gran Bretaña y aquellas otras naciones que mandaron allí a sus prisioneros.

Sin quererlo, Cabrera se había convertido en el primer campo de concentración de la historia.

viernes, 17 de marzo de 2017

OTRO SABIO IGNORADO




No es el primer artículo que dedico a sacar del baúl de los desconocidos a una persona que, de haber vivido en otro país, o bajo otras circunstancias, habría conseguido un permanente reconocimiento mundial, pero tuvo la poca fortuna de venir a nacer a España y así les fue.
Viene siendo corriente que nos olvidemos de personas que, por destacar en lo científico, cultural, político, e incluso heroico, han protagonizado algunos de mis anteriores artículos que llevaban la buena intención de sacarlos del ostracismo, como con Juanelo Turriano, Jerónimo Aynaz, Rafaela Herrera, Gálvez, fray Antonio de Fuentelapeña, Pablo Páez, Beatriz de la Cueva, La Quintrala y muchos más, todos ellos personas notables y notablemente olvidadas.
El personaje de hoy es un científico, literato, poeta, músico, arquitecto, astrónomo, matemático, lingüista y muchas otras cosas más, que destacó de forma brillante en cada una de las disciplinas a las que se dedicó.
Su nombre es Juan Caramuel Lobkowitz y nació en el madrileño barrio de Leganitos el día veintitrés de mayo de 1606.
Además de su nombre y su lugar de nacimiento, debemos considerarlo español porque su padre, un  ingeniero nacido en Luxemburgo y su madre, Catalina Lobkowitz de origen checo, se habían afincado tiempo atrás en España y fue aquí donde el joven Caramuel recibió la primera parte de su formación académica aunque, seguramente, la inteligencia la traía de fábrica.

Retrato de Juan Caramuel

Lorenzo Caramuel, su padre, trabajaba en la corte de Felipe II y además de prestigioso ingeniero era muy versado en otras materias como la astronomía y las matemáticas, disciplinas que inculcó a su hijo desde muy joven y a las que el jovencísimo Caramuel se aficionó de tal manera que su padre se percató que el pequeño, dotado de una mente prodigiosa, tenía que ser refrenado para evitar que, centrado en las ciencias, abandonara otras materias consideradas igualmente importantes en aquella época: filosofía, gramática, teología, retórica, música, etc., en todas las que, pasados los años, también destacó Caramuel.
Aparte de las cualidades innatas que tenía para las lenguas, desde muy pequeño habló con soltura el checo, que su madre le enseñó, español, en el que se educaba y francés, alemán y luxemburgués que su padre dominaba y que también aprendió. Luego aprendió griego, latín, árabe, hebreo, chino, italiano, portugués y hasta un total de veintisiete idiomas.
Desde muy temprana edad, demuestra una enorme afición a escribir y compone sus primeras poesías y más adelante hace anotaciones sobre la gramática que entonces se enseñaba. Ingresa en la Universidad de Alcalá de Henares en la que estudia humanidades y filosofía y en donde se licencia con diecisiete años, edad en la que siente la vocación religiosa y decide ingresar en la orden del Cister.
Ese sería un paso de vital importancia en su vida, pues la prestigiosa orden estaba plagada de cerebros y sobre todo, extendía sus tentáculos por toda la Europa culta, lo que le favoreció notablemente a la hora de estudiar y de difundir sus conocimientos.
De espíritu inquieto, no paraba demasiado tiempo en ningún monasterio, de donde sacaba todo el saber y conocimiento que almacenaba en sus archivos y bibliotecas y de inmediato marchaba a otro en el que hacer lo mismo. Así estuvo en Orense, Salamanca, vuelta a Alcalá de Henares, donde daría clases en la Universidad, luego en Valladolid y a continuación marchó a Portugal, donde tenía conocimiento de que se estudiaban dos materias que le interesaban sobremanera: las matemáticas y las lenguas orientales.
Desde el país vecino se traslada a los Países Bajos, en aquellos tiempos de dominio español, donde permaneció once años y actuó como ingeniero en las obras de fortificación de la ciudad de Lovaina.
Fue nombrado por María de Médicis, con la que tenía una profunda amistad, Abad de Melrosa, una importante abadía cisterciense en Escocia y a la vez, Vicario general del Cister en Inglaterra, Escocia e Irlanda, un título nominal que Caramuel aceptó, pero nunca pisó aquellos países protestantes.
Su constante interés por todo lo desconocido, le llevó a un descubrimiento excepcional y es que en una abadía cercana a Lovaina, donde residió varios años, encontró un escrito del abad Tritemio, maestro alquimista de Paracelso, que se titulaba Esteganografía, o Arte de la escritura oculta.
De inmediato se inició en esta nueva materia, adquiriendo conocimientos que iban más allá de su época y conociendo de la existencia del manuscrito Voynicht (puede consultar mi artículo http://unalupasobrelahistoria.blogspot.com.es/2013/03/tulli-derveni-y-voynicht.html ) decide que tiene que intentar su traducción, lo que no conseguirá, pero sí que sentará en él las bases para conformar la idea de crear un nuevo lenguaje en el que todas las personas puedan entenderse, una lengua universal.
Esta idea ya la acariciaba cuando al estudiar chino se dio cuenta de que los fonemas no describían pensamientos sino objetos, una forma mucho más fácil de comunicarse, pues todos los objetos son percibidos de igual forma sea cual sea el lugar en el que se hallen. Por cierto, escribió la primera gramática china que se hizo en Europa, escrita naturalmente en chino, lo que imposibilitó, tipográficamente, su impresión.
De hecho, en el siglo XIX, el inventor del Esperanto, que es la lengua planificada más hablada en el mundo, el polaco L.L. Zamenhof, hace referencia a Juan Caramuel, cuando habla de cómo había concebido aquel nuevo idioma.
Y después, o mejor, mientras se dedicaba a la teología, la retórica, la música y sobre todo la difusión del Canto Gregoriano, la astronomía o las matemáticas, cultivaba la arquitectura, sobre la que escribió varios tratados, hacía progresos en el cálculo binario, adelantándose más de setenta años a que este sistema de numeración se impusiera, con Leibnitz, en las operaciones de cálculo matemático realizadas por máquinas; advertía que los cuerpos celestes no ocupaban realmente la posición en la que se les veía desde la Tierra, pues al someterse a la refracción de la atmósfera se veían desplazados, así como que sus órbitas no eran circulares, sino elípticas, y, además, imperfectas.
Nada escapaba a su curiosidad ni a su pasión por escribir, habiendo dejado más obra escrita que el propio Lope de Vega, a quien se tiene por el más fecundo escritor español.
Él mismo cuenta una anécdota en la que siendo aún muy joven, con ocasión de una visita que le hizo el emperador del Sacro Imperio, Fernando III de Habsburgo, le mostró un baúl enorme en el se contenían sus escritos. El rey quedó sorprendido ante tan ingente cantidad de material y muchos años después, Caramuel se preguntaba cómo se sentiría ahora el rey cuando ya había llenado cuatro baúles con sus obras.
Todo el mundo ha visto, ya sea en la realidad, película o fotografías, la famosa plaza de San Pedro del Vaticano, con su obelisco central, levantado en el pontificado de Sixto V y a cuyo alrededor, fue construida años más tarde la famosa columnata que da una belleza singular a todo el entorno.
La columnata se conoce con el nombre de Bernini, aunque ya en época de su construcción, muchos sospechaban que la idea no correspondía al escultor y arquitecto italiano.
El conjunto arquitectónico representa unos brazos que, saliendo de la Basílica de San Pedro, quieren abrazar a toda la cristiandad. Aunque han pasado casi cuatro siglos desde su construcción, se le sigue llamando por el nombre antes mencionado, pero en los últimos años del pasado siglo, un prestigioso arquitecto italiano, llamado Bruno Zevi fallecido en el año 2000 y considerado uno de los mejores escritores y crítico de arquitectura del momento, afirmó categóricamente en uno de sus muchos libros sobre arquitectura que la idea de la columnata no hay que atribuirla a Bernini, sino al cisterciense español Juan Caramuel.

Bruno Zevi

De hecho, en 1673, seis años después de concluir las obras de la columnata, Caramuel publica un tratado de arquitectura, en el que critica la construcción de la columnata, de la que llega a decir que contiene tantos errores como columnas.
Si alguna crítica se ha hecho a este sabio del Barroco es que dispersó sus conocimientos en demasía, no llegando a profundizar en ninguno de ellos, donde seguramente hubiese alcanzado un reconocimiento mundial.
Sin embargo, su dispersión enciclopédica, le impulsó a estudiar innumerable cantidad de temas, sobre todos los que dejó obra escrita, casi siempre en latín y en el idioma del lugar en donde se encontrara en ese momento.
Cuando fue a publicar uno de sus libros, se dio cuenta de las carencias que la imprenta presentaba en aquel siglo XVII y escribió varios tratados sobre tipografía, en donde trataba de los usos de las distintas clases de letras, como cursivas o negritas, la forma de impresión o la encuadernación.
A la hora de defender una fortaleza, cosa que tuvo que hacer en más de una ocasión, diseñó baluartes y defensas e incluso perfeccionó un cañón de repetición que había diseñado su padre.
Solamente le faltó pintar y esculpir para poder decir de él que fue uno de los hombres más completamente sabios de todos los tiempos.

A pesar de eso, casi desconocido por la posteridad, porque, ciertamente, en su tiempo, fue una persona famosa en toda Europa y  terminó sus días como obispo de la ciudad de Vigevano, en Lombardía, donde murió el 8 de septiembre de 1682, después de diseñar y construir la fachada de la catedral y rediseñar la plaza en la que se encuentra, para integrarla mejor en el entorno.