Una mañana de principios de julio del
año dos mil dos, nos levantamos sobresaltados con una noticia de alcance
internacional: Marruecos había desembarcado y ocupado la isla del Perejil, un
islote de titularidad española.
Aquella ocupación fue un incidente
armado patrocinado por media docena de gendarmes marroquíes y un número igual
de Guardias Civiles españoles que desembarcaron también para restablecer el
dominio español.
Al margen de que una estupidez como
aquella nos podía haber llevado a un conflicto con Marruecos y que felizmente
se resolvió sin emplear la violencia, la inmensa mayoría de españoles se hacía
otra pregunta: ¿Dónde está la isla de El Perejil?
Y es que nadie había oído hablar de
aquella isla, salvo los ciudadanos de Ceuta y los que de una u otra manera
hubiéramos estado vinculados a aquella ciudad.
Allí, en Ceuta, cuando alguien quería
aparentar más de lo que era, o mostraba en público su falta de modestia,
rápidamente era nombrado “Marqués de la Isla de Perejil”.
El islote es un peñasco inhóspito, en
donde solamente viven unas cuantas cabras que un cabrero marroquí cuida, sin
que nadie se haya metido nunca con él, porque nunca nadie ha tenido interés
alguno con esa peña que está a ocho kilómetros de Ceuta, pero oculta para la
ciudad tras el promontorio del pequeño poblado de Belyounes, en donde tiempo
atrás hubo una factoría ballenera española.
El incidente no tuvo más mérito que
sacar del anonimato un “importante enclave español” al que después de
recuperarlo militarmente, se le ha seguido dando la misma importancia que tenía
antes, es decir, ninguna.
Y hago toda esta reflexión para sacar
a colación algo que muchos españoles hemos ignorado durante muchos años y es
que España, además de las Baleares, las Canarias, las Cíes, Alborán, las tres
Chafarinas y el peñasco de Perejil, posee la titularidad legal sobre varias
islas diseminadas por esos mares del mundo.
A ciento sesenta y cinco kilómetros al
norte de las Canarias hay un mísero archipiélago que recibe el nombre de Islas
Salvajes. Está compuesto por
tres islas y varios islotes rocosos y en todo el conjunto solamente hay dos
casas, uno del gobierno y otra de una pareja de ingleses que suele visitarlas
de vez en cuando.
Estas islas habían sido descubiertas
por pescadores canarios, cuando un navegante portugués dijo haberlas avistado
por primera vez, cosa que era falsa. Desde hace quinientos años, España y
Portugal mantienen ese litigio que no se ha solucionado y que, sin embargo,
careciendo de interés político, esas islas tienen un gran interés económico de
cara al futuro, pues ejercen la soberanía sobre una enorme extensión de mar y
su fondo marino, de cara a futuras explotaciones, tanto pesqueras como de todo
tipo, sin contar su potencial como turismo ecológico, ya que esas exiguas islas
encierran numerosas especies autóctonas, tanto animales como vegetales.
En plena guerra civil española,
Portugal presentó ante los organismos internacionales, demanda de titularidad
de aquellos islotes que al no ser contestado por España que por razones obvias
estaba a otros asuntos de mayor interés, fue fallado a su favor, pero por la
parte española nunca fue aceptada aquella titularidad.
Una de las Islas Salvajes
Pero lo más llamativo en lo referente
al tema que se trata es la titularidad española sobre varias islas del Océano
Pacífico.
Después de haber sido durante siglos
la primera potencia mundial presente en el distante océano, tanto que la
historiografía lo llama “El lago español”, España entró en épocas de declive,
como todo el mundo sabe, y que terminaron con la pérdida en 1898 de las Islas
Filipinas, nuestro más importante enclave comercial en oriente.
Pero antes de que aquella pérdida
ocurriera, ya potencias emergentes, como Alemania, habían tratado de apropiarse
por la fuerza de algunas colonias españolas del Pacífico. Fue la llamada Crisis
de las Carolinas, que por una vez y sin que sirviera de precedente, dado
nuestro proverbial infortunio, se concluyó de manera favorable a los intereses
españoles.
Años después llegaría la debacle y
perdimos lo poco que nos quedaba como colonias importantes; eso sí, aunque una
gran mayoría lo ignorábamos, conservamos numerosas posesiones en diferentes
archipiélagos diseminados por el Índico y el Pacífico, a los que nadie
interesaba, pues de otro modo los Estados Unidos, que nos arrebató Guam,
Filipinas Puerto Rico y Cuba, hubiera hecho lo mismo con aquellos archipiélagos.
Acabadas las guerras de Cuba y
Filipinas, España y EE.UU firmaron el llamado Tratado de París, por el que
cedimos toda soberanía sobre las colonias.
Pero aquellos archipiélagos
diseminados seguían siendo españoles, aunque la metrópoli era incapaz de
atenderlos en ningún sentido, por lo que, un año más tarde, firmamos con
Alemania el Tratado Hispano-Alemán, por el que les vendimos, por una cantidad
ridícula, las islas, atolones, islotes, peñascos y archipiélagos, extendidos
por una superficie del Pacífico mayor que la propia Europa. Y su precio fue
veinticinco millones de pesetas.
Se elaboró una relación, una especie
de inventario de todas las posesiones, pero era tan extenso el espacio sobre el
que se actuaba que forzosamente algunas de nuestras posesiones hubieron de ser
pasadas por alto y no se incluyeron en aquella relación.
Concretamente cuatro enclaves quedaron
fuera del tratado pero de una forma tan natural que nadie se percató de que
aquellas posesiones no se transferían. Eran los pequeñísimos archipiélagos de Güedes,
Coroa, Pescadores y Ocea.
El archipiélago conocido por nosotros
como Güedes, se llama
actualmente Mapia y se
encuentra al norte de Nueva Guinea; Coroa es actualmente Rongerik, a doscientos kilómetros al este de las celebre
Islas Bikini.
Pescadores, situada al sur de la Micronesia, se llama
actualmente Kapingamarangi
y por último, Ocea, es un
arrecife semihundido a pocos kilómetros de Güedes.
Mapa de la “Micronesia
española” en rojo
En el año 1948, un jurista empleado en
el Ministerio de Asuntos Exteriores, llamado Emilio Pastor de los Santos,
entretenía su tiempo ojeando los tratados firmados por España en los últimos
años y casualmente fue a dar con el Hispano-Alemán, al que antes se hizo
referencia.
También de forma casual descubrió que
la soberanía de aquellos cuatro archipiélagos no había sido transferida a
Alemania, por una razón muy simple: eran titularidad española, pero España
nunca los había ocupado de manera formal, sino como parte integrante de otros
archipiélagos más considerables.
Por tanto, España seguía siendo la
titular de aquellas tierras, por muy poco importantes que fuesen y así se lo
comunicó a sus superiores que, como suele ser ya una costumbre, actuaron de la
manera que se esperaba.
España era un país muy pobre, apenas
empezábamos a calmar el hambre que por lustros había atenazado a la población,
estábamos aislados del mundo por aquella supuesta alianza con el Eje, no
formábamos parte del concierto internacional y la OTAN nos ignoraba porque no
éramos una democracia. Por otra parte, si España no había ocupado aquellas
tierras cuanto tenía posesiones interesantes en sus alrededores, hacía suponer
el escaso o nulo valor de las mismas y también, y de paso, la desfavorable
interpretación que se pudiera hacer de los tratados internacionales, basándose
en el nulo interés demostrado por nuestras posesiones.
A eso había que sumarle que España
había demostrado claramente su intención de deshacerse de “todas” las
posesiones en el Pacífico y que si se produjeron los lapsus detectados por el
jurista, fueron ajenos a cualquier voluntad, por lo que no se estimaba la
posibilidad de reclamar con éxito la titularidad de aquellas islas.
La respuesta ministerial estaba
acertada, porque, además, aquellas posesiones que nunca fueron ocupadas por
España, estaban afectas a estados soberanos e independientes de la Polinesia,
que por uso y ocupación de los mismos durante siglos, ya estaban asumidos como
propios.
Es evidente que España carecía de
interés ni legal, ni administrativo, ni político para reclamar aquellas islas,
pero quizás debió hacerlo, por una razón que ya antes se dijo y no es otra que
por la soberanía en las aguas territoriales, que de momento no se sabe qué
atesoran.
Afortunadamente, y aunque solo sea por
mantener un principio de romántica dignidad, el propio jurista que había
descubierto el gazapo del tratado, empezó a acuñar un término: Estado de
Oceana, con el que empezó a
describir las posesiones que todavía eran españolas.
Años después, alguien ha revalidado el
título, incluso ha creado una página web que se puede visitar en esta
dirección: http://www.estadodeoceana.org/
.
No es que nos valga de mucho, pero es
una constancia de que España está presente en tres continentes y que aunque lo
hemos perdido casi todo, aún conservamos algunas islas para perdernos.
Kapingamarangi, ¿quién no se
quiere perder aquí?
Y seguimos sin aprender
ResponderEliminarEs lo que necesito, una Isla para perderme una temporada!!
ResponderEliminarTodos los que hemos nacido en una isla pequeña, añoramos el poder visitar cualquiera de ellas, por muy pequeñas que sean.
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