domingo, 8 de noviembre de 2015

EL TORO Y LA MOSCA HISPÁNICA





Dos ejemplares de la fauna ibérica que se pusieron muy de actualidad durante el mandato del papa español Alejandro VI, más conocido como el papa Borgia, famoso por muchas razones, prácticamente todas detestables.
Una de ellas tenía lugar en la víspera de un día como el de ayer en el que se celebraba la festividad de Todos los Santos. La costumbre popular es la de comer castañas, nueces y frutos secos, costumbre que data de muchos siglos atrás.
En la Roma Vaticana se puso de moda el llamado “baile de las castañas” y que fue introducido, precisamente, para celebrar la víspera de Todos los Santos, por el papa Borgia.
Se producía este baile tras una copiosa cena en la que intervenían un buen numero de invitados junto a la familia del papa y también unas cincuenta de meretrices elegidas de entre los más prestigiosos prostíbulos de Roma, las cuales permanecían durante todo el acto completamente desnudas. Al acabar, se iniciaba el baile, para lo que se regaba el suelo de castañas, las cuales iban siendo recogidas por estas prostitutas, sin usar las manos ni la boca. Cómo las cogían es fácil de adivinar.
 Ochenta mil ducados del año 1492 le costó a Rodrigo Borgia hacerse con la tiara papal y como era un gran admirador de Alejandro Magno, tomo el nombre del rey macedonio seguido por el ordinal sexto.
Padre de familia numerosa, los cuatro primeros, de su amante fija, la famosa Cattaney, venía siendo rico de familia y no era precisamente en gastos en lo que iba a reparar para hacerse con el control absoluto de la iglesia.
Desde un primer momento se supo a qué se iba a dedicar aquel papa, uno de los más nefastos de toda la historia: al nepotismo.
Su rival había sido el cardenal, no menos poderoso, Giuliano de la Rovere, sobrino de Sixto IV, el papa de la Capilla Sixtina, el cual llamó a su santidad “Toro español”, apodo con el que empezó a conocérsele.
Aquello debió dolerle mucho al Borgia, porque inició tal persecución contra su rival, que éste tuvo que marcharse a Francia, donde encontró el apoyo del rey francés, Carlos VIII, el cual, según las crónicas de la época, no era muy listo que digamos y embaucado por de la Rovere, encabezó un movimiento para derrocar al papa.
Pero no contaban con la astucia y sagacidad del Borgia, el cual tuvo de inmediato una idea para poder enfrentarse a los conspiradores.
Pero antes de relatar la ocurrencia de papa valenciano, es necesario retroceder un poco en la historia.
En el año 1485, el poderoso sultán otomano Bayaceto II, se enfrentó por segunda vez a su hermano Djem, que en la corte ostentaba el cargo de “sangiak”, una dignidad inferior a la de sultán y que suponía el mando de cinco mil caballeros, el cual, con la ayuda de los Caballeros Templarios, había conseguido un fuerte ejército, al que derrotó el sultán estrepitosamente, acabando con las aspiraciones que aquel tenía de acceder al trono, pues alegaba que había nacido cuando su padre ya era sultán, mientras su hermano mayor lo hizo cuando el padre era una persona particular.
Una teoría, como cualquier otra estupidez, capaz de dar cuerpo a las ambiciones más desordenadas.
Bayaceto ya estaba harto de las conspiraciones de su hermano y hecho prisionero por los propios templarios, trató de alejarlo lo más posible de sus fronteras.
Así, se lo ofreció a los Reyes Católicos y a Carlos VIII de Francia, ninguno de los cuales quisieron tener nada con él, aun cuando Djem prometía que nunca haría guerra contra los cristianos si le ayudaban a obtener el trono de Constantinopla.
Por avatares del destino, el desterrado, terminó siendo acogido por el papa Inocencio VIII, el cual lo envió en calidad de prisionero a Nápoles.
Cuatro papas habían pasado por la silla gestatoria, sin que ninguno hubiera dado solución a las aspiraciones del ilustre prisionero, por el que recibían anualmente la cantidad de cuarenta mil ducados de Bayaceto para proveer a su férrea custodia y su  mantenimiento, así como el de las personas que le acompañaban.
Así estaban las cosas en 1494, cuando la tragedia parecía ceñirse sobre el Vaticano. Las tropas francesas avanzaban inexorablemente sobre Roma, donde consiguieron entrar el 31 de diciembre de aquel año.
Como es natural, el papa y toda su larga familia se refugiaron en el castillo fortaleza de Sant’ Angelo, comunicado a través de un pasadizo con el palacio vaticano.
Pero las tropas francesas eran poderosas y pusieron cerco a la fortaleza, obligando al orgulloso papa a claudicar.
En el curso de las negociaciones que siguieron, el Borgia volvió a demostrar su astucia, pues a pesar de la aplastante derrota y de todas las pretensiones de los vencedores, entre las que se encontraba la transferencia de la custodia del ilustre prisionero, el rey francés se conformó con llevarse como garantía a César Borgia, abandonando Roma con el rehén, el cual, ladino y astuto, como su padre, consiguió escapar y no consiguieron atraparle.
Volviendo al inicio de las hostilidades, cuando el Borgia advirtió lo que se le venía encima, había tenido una idea brillante.
Escribió a Bayaceto contándole que su hermano Djem se encontraba en trance grave de ser liberado y repuesto en el trono del sultanato por parte de un poderoso ejército francés que contaba también con el apoyo de varios pequeños reinos italianos.
Además de pedirle los cuarenta mil francos de cada año, le pedía tropas para defenderse él y defender el trono del sultán de la segura usurpación de que sería objeto si Djem era liberado.
No se podía imaginar el Borgia la contestación que el hábil Bayaceto le dio, pues era digna de habérsele ocurrido a él mismo.
Lejos de acceder a enviarle tropas, el sultán, en un lacónico comunicado le decía que no le enviaría cuarenta mil ducados, sino trescientos mil, para que hiciera algo mucho más fácil y cómodo: que acabara con la vida de su hermano y se dejaran así de guerras inútiles.
La custodia de Djem era una imposición a plazo fijo que cada año producía sus intereses con regularidad, por lo que conservarle la vida era primordial para el papa, si bien todos eran conscientes de que aquella situación no se prolongaría ya por mucho tiempo.
Aquí se inicia una situación realmente controvertida, porque el veinticinco de febrero de 1495, es decir, dos meses después de los hechos narrados, el ilustre prisionero muere en el castillo de Nápoles.
Según el maestro de ceremonias del Vaticano, Johannes Burtchard, convertido en cronista del papado en aquellas fechas, el turco había fallecido “de algo que comió a pesar suyo”.
Una forma muy sutil de iniciar la controversia sobre la muerte del prisionero, pues era ya entonces bien sabida la facilidad con la que la familia Borgia tiraba de su particular farmacia en la se mezclaban toda clase de pócimas, principalmente los venenos que se fabricaban a partir de la llamada “mosca hispana” o “cantárida”, en cuya preparación parece que hasta el propio Leonardo da Vinci tuvo intervención.
Esta mosca, que en realidad parece más un escarabajo, era muy usada desde la antigüedad para tratar afecciones de la piel, descubriéndose posteriormente que ingerida a pequeñas dosis producía una erección continuada, pero que, en mayor ingesta, era mortal.

Mosca hispánica

A ella se atribuye la muerte del rey Fernando el Católico, cuando se casó en segundas nupcias con Germana de Foix, de la que a toda costa quería tener un heredero para el trono de Aragón y evitar la unión con Castilla.
Y a ella atribuyeron algunos cardenales italianos la muerte del rehén, propiciado por el comentario del maestro de ceremonias, pero por una vez y sin que ello sirviera de precedente, no fue la mano de Alejandro VI la que propició la muerte de su príncipe prisionero, aunque puede que consintiera el desenlace y cobrara aquellos trescientos mil ducados que Bayaceto le había ofrecido.
Incluso un siglo más tarde, Francesco Guicciardini, uno de los historiadores clásicos del siglo XVI y de los más críticos con los Borgia, seguía hablando de envenenamiento con cantárida, lo que popularizó aún más el famoso “veneno de los Borgias”.
Para aclarar este punto es necesario a recurrir a la historia escrita desde la parte turca y a las crónicas occidentales menos significadas por el odio hacia la familia pontificia.
Al parecer, según historiadores turcos y en eso el pontífice hubo de tener participación, hasta el castillo prisión del príncipe Djem, llegó un emisario turco que pronto se granjeó un hueco en la familia prisionera y adquirió tal ascendencia sobre el rehén que se convirtió en su barbero personal y aquel veinticinco de febrero, mientras lo afeitaba, lo degolló, huyendo a continuación.
Poco creíble sería esta historia de no contar con un fuerte respaldo papal, por lo que de ser cierta no exime al pontífice de responsabilidad.
Otra crónica, quizás la más cercana a la verdad dice que el príncipe estaba aquejado de bronquitis y que en el húmedo castillo de Nápoles se le agravó hasta desembocar en pulmonía, de la que falleció.

Nunca se sabrá la verdad acerca de esta historia, pero lo que sí deja bien a las claras es que el santo padre era capaz de todo.

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