Al terminar el artículo de la semana pasada, me hice la firme
promesa de no escribir más sobre el papado, en la certeza de que suficiente
literatura se ha vertido ya sobre la más alta magistratura de la Iglesia, pero
mientras buscaba documentación sobre aquel trabajo, me encontré una anécdota
curiosa, que teniendo como trasfondo las actividades del papa Alejandro VI y de
su familia, en realidad su protagonista era Leonardo da Vinci, el gran sabio
del Renacimiento y no he podido sustraerme a relatar la historia que se
encierra en una de las múltiples disciplinas en las que Leonardo participó
activamente, destacando, como el genio que era.
Nació Leonardo en 1452 en el
pueblecito de Vinci, cerca de Florencia. Después de su primera formación como
pintor, escultor y artista en general, pasó a trabajar para los grandes mecenas
italianos: los Medicis y los Sforza. Después de un breve pero fructífero paso
por Francia, protegido del rey Francisco I, en el año 1502, fue contratado como
ingeniero militar, para la construcción de las fortalezas pontificias que el
papa Alejandro VI pretendía construir y al frente de cuyo proyecto se
encontraba su hijo, el famoso César Borgia.
La fama ya precedía al insigne
maestro florentino, pero sus aptitudes sorprendían constantemente a cuantos les
rodeaban y en Roma, descubren la inmensa capacidad organizadora que posee
Leonardo en relación con festejos, banquetes y otras grandes celebraciones y,
lo que es más, sus magníficas cualidades culinarias.
Como un arte más que es la
cocina, Leonardo despierta en el Vaticano la envidia de los cocineros
tradicionales que habían servido a los papas, pues el sabio florentino era
también un cocinero de máxima categoría, inventor de platos y genio y artista
de los sabores y pronto la familia Borgia le encarga que se ocupe de cualquier
celebración que se haya de realizar en sus propiedades, en la seguridad de que
el sabio nunca defrauda.
En esa faceta, quizás la más
desconocida de la vida de Leonardo, el maestro se dedicó por entero a
experimentar con sabores tradicionales, mezclados con las especias desconocidas
que llegaban del Nuevo Continente, así como a preparar platos completamente
novedosos.
Pronto captó César Borgia la
magnífica y nueva cualidad de su ingeniero y maestro de ceremonias y amparado
en la necesidad que impulsaba la época de poseer venenos con los que quitar de
en medio a los enemigos, o simplemente a los molestos, encargó al sabio que le
proporcionara un veneno que fuera efectivo, pero no de efecto inmediato, que careciera
de sabores y de olores y que fuera perfectamente diluible en agua, infusiones o
vino.
Tantas precauciones obedecían
a que ya no había personaje importante en Roma que no se hiciera acompañar de
su probador; una persona dotada de cualidades, supuestamente, capaces de
detectar cualquier sabor u olor extraño en las bebidas o alimentos que se
servían en los infinitos banquetes romanos.
Un probador de comidas era un
hombre muy bien pagado, pues sabía el riesgo que corría, tanto para su propia
salud, como para la de su patrón, cuya vida dependía de su habilidad para
identificar los venenos.
La tarea encomendada a
Leonardo no era sencilla. La inmensa mayoría de los venenos conocidos tienen un
fuerte olor o sabor, muy difíciles de escamotear entre otros sabores, otros son
muy poco solubles y dejan posos en las bebidas y algunos eran de tan inmediata
acción que el envenenado moría de manera fulminante, cosa que dejaba muy a las
claras la actuación asesina y que nada beneficiaba al anfitrión del banquete.
Leonardo inició sus estudios
por el veneno que los Borgia habían puesto de moda: “la cantárida”, producto de
la ya famosa “mosca hispánica”. Sus efectos era muy conocidos así como sus
características, por lo que desistió seguir trabajando con ella y empezó a practicar
con otro producto, de nombre parecido que era conocido como “la cantarella” o
“agua de Perugia”.
No nos ha llegado la composición de este agua que, al
parecer, contenía sales de cobre, de fósforo y arsénico, aunque también se le
supone mezclado con vísceras de cerdo putrefactas, cuyos exudados era recogidos
y tratados hasta que, la mezcla de todos los elementos, obtenía un aspecto como
de azúcar y era mortal a dosis pequeñas.
Todos los venenos conocidos y
de sabores u olores punzantes, eran descartados, lo que daba a la tarea del
sabio un ingrediente de dificultad, nada fácil de superar.
César Borgia empezó a tener
prisas. Quería de inmediato el veneno que le había pedido porque su primer uso
ya estaba determinado.
Buena parte de la curia romana
estaba harta de los excesos del papa y de toda la familia y esa facción la
encabezaba el cardenal Franco Minetto. Este era un hombre recto, temeroso de Dios y con ganada fama de
inflexible.
En fin, que Minetto era un
estorbo y había que eliminarlo, pero sin levantar ninguna sospecha, así que
César dio un ultimátum a Leonardo: en cinco día tenía que tener preparado el
veneno o se atendría a las consecuencias.
Abrumado por la
responsabilidad de no poder cumplir con lo prometido, Leonardo vagó por las
calles, plazas y mercados de Roma a la búsqueda de una solución para su veneno,
pero no era aquella materia que se despachara abiertamente y a los ojos del
público.
Por fin, tras mucho andar y
parlotear con todos los mercaderes, encontró a una persona de lengua floja.
Se trataba de un viejo
marinero que decía haber hecho el tercer viaje con Cristóbal Colón hasta las
Indias, de donde habría traído hojas de una planta a la que los nativos
caribeños llamaban “ichigua” y que por lo que conocemos debería ser una
variedad de tabaco, pues el viejo marino contó a Leonardo que las hojas se
enrollaban y prendían fuego por un extremo, mientras se chupaba por el otro,
consiguiéndose un efecto de adormecimiento o borrachera, a lo que agregó que
puestas a hervir, producían una infusión insípida y mortal.
Leonardo compró todas las
hojas que el marino decía haber traído y corrió a su cocina, donde se encerró
para preparar aquella infusión.
Trabajaba en absoluta soledad
y secreto y no se podía permitir probar aquella pócima con ningún ser humano
que luego pudiera contar lo sucedido, así que decidió utilizar un animal para
probar la efectividad del veneno, y el tiempo que transcurría hasta que hiciera
efecto.
Y en esa disquisición se
encontraba cuando a sus pies se acurrucó un precioso gato de largo pelaje al
que Lucrecia Borgia tenía mucho cariño y con el que paseaba en brazos por todo
el palacio.
Sin pensarlo dos veces, mezcló
la pócima con el plato que pensaba presentar en la cena: truchas con salsa de
eneldo, que dio de comer al felino.
Aquella tarde en que Leonardo
dio a probar su exquisito plato a los delicados labios del felino, Lucrecia
echó de menos a su querida mascota, con la que pasaba horas acariciando el
sedoso pelaje y por más que la buscó en toda la casa, no consiguió hallarla.
Buena noticia era esa para el
florentino. Si el gato no aparecía quería decir que lo más probable es que
estuviera en algún tejado, tumbado panza arriba, o escondido para siempre
debajo de aquellos pesados muebles en los que el gato solía sestear. Es decir:
el veneno había surtido su efecto.
Trucha con eneldos
Al día siguiente se celebraba
el banquete en el que la figura preeminente era el cardenal Minetto y desde muy
temprano las cocinas del palacio Vaticano eran un hervidero de personas que
preparaban los platos, los proveedores que llegaban con las más espléndidas
truchas, pinches y limpiadoras que mantenían todo en el orden perfecto que el
maestro exigía. De vez en cuando aparecía por allí César Borgia, preguntando
impaciente al maestro si la pócima estaría perfectamente dispuesta para
servirla en la cena de aquella noche y al que tranquilizaba Leonardo,
asegurándole que no habría sorpresa alguna y todo saldría según lo dispuesto.
Llegada la hora del banquete,
fueron llegando los invitados que ocupaban, protocolariamente el lugar que el
propio Leonardo les tenía asignado.
Como es de rigor, el cardenal
Minetto, quizás la persona más importante, tras el papa, que concurría al
banquete, ocupó su lugar frente al pontífice y sus hijos César y Lucrecia.
Con una suave música de
flautas, laúdes, liras y cítaras, comenzó el convite sirviéndose los distintos
vinos con las decenas de entrantes que era costumbre servir antes del plato
principal.
Llegó el momento de servir las
truchas y Leonardo escogió el plato que se serviría al cardenal, el cual roció
con la infusión concentrada que se había llevado al gatito de Lucrecia al otro
barrio.
Como es natural, el probador
fue el primero en meter sus narices en el plato bellamente presentado, sin
apreciar nada que excitara su pituitaria. Seguidamente probó la salsa y la
jugosa carne de la trucha, haciendo un gesto afirmativo a su protegido,
autorizándole a consumirlo.
Todos los comensales alabaron
de inmediato la calidad del plato que devoraban con verdadero apetito, cuando a
mitad de la trucha, el cardenal Minetto se levantó como impulsado por un
resorte llevándose de inmediato las manos a la garganta.
Una exclamación surgió
espontánea en toda la sala: veneno.
Asfixiándose, el cardenal cayó
hacia atrás, mientras su probador trataba de socorrerlo, igual que hacía
Leonardo, sorprendido del efecto tan inmediato de aquel veneno.
El papa dirigía a su hijo
fulminantes miradas, alarmado por lo que le podía venir encima si el cardenal
moría envenenado a su propia mesa.
Tumbado en el suelo el
cardenal se debatía en sus últimos instantes de vida, mientras Leonardo trataba
de auxiliarle, agachado a su lado.
El silencio del salón era tan
denso que se escuchaban las entrecortadas respiraciones de los comensales, los
cuales habían dejado sus platos en el mismo momento en que el cardenal se
levantó angustiado.
En aquel gélido silencio,
escuchó Leonardo un leve maullido que le hizo desviar la mirada hacia debajo
del aparador que ocupaba la pared de la que estaban muy próximos y para su
sorpresa, vio como el gatito se desperezaba como despertándose de un largo
sueño.
El cardenal entregó su alma al
Altísimo ante la certeza general de que había sido asesinado en la propia mesa
del papa.
Sabiendo que su supuesto
veneno no había producido aquella muerte, Leonardo buscó otras causas,
encontrando una gran espina del pescado atravesada en la garganta del prelado
que había sido la causa de la muerte. La tranquilidad reinó en todos los
comensales, sobre todo en los Borgia.
Eso es, al menos, la historia
que yo he conocido.
La casualidad a veces juega sus bazas! Un abrazo José Mari.
ResponderEliminarInteresante
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