A finales
del siglo I comenzó Plutarco a escribir una obra que le haría famoso: Vidas Paralelas. Tardó veinte años en
acabar una colección de biografías de célebres personajes griegos y romanos, a
los cuales emparejaba al encontrar alguna similitud en sus vidas que
consideraba les había hecho vivir con cierto paralelismo, si bien, al final de
cada emparejamiento, en un corto apartado, exponía lo que de distinto tenía
cada personaje.
Contiene la
obra que ha llegado hasta nosotros, un total de cuarenta y ocho biografías en
veinticuatro capítulos en los que empareja personajes en
un abanico tan extenso, que va desde héroes mitológicos, como Teseo y Rómulo,
militares y estrategas como Alejandro Magno y Julio Cesar u oradores de la
talla de Demóstenes y Cicerón.
De todas
estas biografías, veintidós pares corresponden exactamente al propósito de la
obra: el emparejamiento greco-latino, pues actualmente se incluye el único
capítulo que se conserva de la obra dedicada a emperadores romanos y que versa
sobre Galba y Otón, dos personajes muy
desconocidos que forman la primera parte del cuarteto de emperadores que
accedieron al trono en el año 69 y que se conoce como “el año de los cuatro
emperadores”. Los otros fueron Vitelio y Vespasiano que, por fin, consiguió estabilizar la vida de Roma e inició la dinastía Flavia (Vespasiano, Tito y Domiciano). La última pareja de
biografías corresponden al rey persa Artajerjes y Arato, militar y estratega
griego, que era una obra independiente pero que actualmente se incluye en las
Vidas Paralelas.
La obra es
larga y un poco pesada de leer por la erudición que despliega su autor que, en
aquella distante época, en la que documentarse sobre alguien debía ser harto
complicado, demuestra unos conocimientos, una información y una cultura, dignos
de envidia; pero si se leen solamente los finales de los capítulos, en donde se
encuentra lo distintivo de los personajes, la lectura se lleva mucho mejor.
Sin embargo,
justo en la época en que Plutarco empieza a escribir su obra magna, todo el
mundo conocido, que era el entorno del Mediterráneo, anda de cabeza detrás de
dos hombres.
Dos hombres
que han revolucionado el pensamiento de la época, que han influido en los
pueblos y en los gobernantes y hombres, en fin, a los que se le atribuyen la
cualidad de obrar milagros y realizar actos tan extraordinarios como poco
comunes.
Uno de estos
hombres era Apolonio de Tiana, el otro era Jesucristo.
Sus
nacimientos debieron estar muy próximos en el tiempo y ambos recibieron una
educación esmerada que debió contener conocimientos profundos de las religiones
orientales, egipcias y persas. Ambos también predicaron un mensaje de paz, le
siguieron algunos incondicionales discípulos, e hicieron milagros. Luego,
fueron mal vistos por el imperio romano y los dos murieron en extrañas
circunstancias, siendo vistos ambos después de su muerte.
Curiosamente
y a pesar de todo lo que se ha escrito sobre Jesucristo, sabemos muchísimo más
de Apolonio de Tiana que del fundador de la religión más importante del mundo,
así como conocemos que en la época que a los dos les tocó vivir, Apolonio era
muchísimo más conocido en todos los puntos del imperio romano, sin que esta
aseveración trate de molestar a nadie.
Y eso fue gracias
al filósofo Filóstrato que escribió su biografía a petición de la esposa del
emperador Séptimo Severo, aproximadamente un siglo después de la muerte o
desaparición de Apolonio, pues, ciertamente, nadie sabe cómo ni cuándo murió
definitivamente ya que con anterioridad había simulado su muerte, reapareciendo
a continuación.
Apolonio
nació en Tiana, en la actual Turquía asiática, en aquel momento parte de Grecia
y desde muy temprana edad dio muestras de una inteligencia poco corriente y una
afición por aprender que hicieron que destacase sobre todos sus contemporáneos
y no solamente por su sabiduría, sino por lo acertado de sus consejos y
sentencias que sobre muchísimas materias le presentaban a diario.
Incluso
durante una larga época, más de cuatro años, en los que decidió no pronunciar
ni una sola palabra para poder escuchar mejor lo que los demás tuvieran que
decirle, seguía dando, por señas, consejos y soluciones a problemas, cualidad
que le valió la reputación de persona sensata e instruida.
Al morir su
padre heredó, junto con su hermano, una gran fortuna, que enseguida repartió
entre personas necesitadas, quedándose con lo justo para vivir.
No predicaba
pero tenía seguidores, a los que aconsejaba no comer seres vivos, andar
descalzo, vestir con ropas blancas y meditar. Era un gran admirador del
Pitágoras, el gran filósofo y matemático griego, nacido unos siglos antes que
él y creador del embrión de las escuelas esotéricas, faceta poco conocida de él
.
Siendo
joven, viajó a la India, donde estudió con las personas que guardaban saberes
ancestrales y ya en su madurez reconoció que había recibido el conocimiento de
personas que viven en este mundo, pero no eran de este mundo.
Moneda con
la efigie de Apolonio
Según cuenta
su biógrafo, salvó de una epidemia de peste a la ciudad de Éfeso, resucitó a
una joven fallecida el mismo día de su boda y se enfrentó a Nerón, del que dijo
que estaba mejor callado, en relación con la afición del emperador por el
canto. Fue perseguido por el Imperio Romano y condenado a muerte, pero desapareció
milagrosamente, volviendo a aparecer días después en otros varios lugares. Nada
se sabe de su muerte ni del lugar en que está enterrado, solamente que vivió
casi cien años. Y para una mayor coincidencia: Apolonio fue concebido tras un
sueño de su madre en el que se le apareció el dios griego “Proteo” diciéndole
que se encarnaría en el hijo que iba a tener.
Muchas de
estas circunstancias relatadas soportan veladamente un cierto paralelismo con
algunas manifestaciones de Jesús, cuando hablaba de que su reino no era de este
mundo, resucitó a Lázaro o se enfrentó con descaro a Pilatos y poco o nada se
sabe de su muerte.
Parece
indudable que ambos personajes coincidieron en la India, en la región de
Cachemira, donde Apolonio estudió y, si hacemos caso de las investigaciones
realizadas por Andreas Faber-Kaiser y publicadas en su libro “Jesús vivió y
murió en Cachemira”, hay mucha constancia de que después de su crucifixión,
Jesús se refugió en aquel apartado lugar, donde ya había estado formándose en
su juventud, hasta que con treinta años apareció predicando en Palestina. (Se
puede consultar mi artículo: http://unalupasobrelahistoria.blogspot.com.es/2013/03/vivio-jesus-en-cachemira.html)
De su paso
por este mundo, Apolonio dejó numerosas evidencias, como casi un centenar de
cartas que escribió a diferentes personas, una biografía de Pitágoras, hoy
desgraciadamente desaparecida, un Libro de los Sacrificios, también
desaparecido y en el que aconsejaba no hacer a los dioses ningún sacrificio,
sino hacer uso de la razón, única prueba digna del amor a las divinidades. Ambas
obras son conocidas por las referencias que de ellas han hecho varios
escritores.
Además de lo
que escribiera, su figura nos ha llegado, sobre todo, porque muchos fueron los escritores,
historiadores y sabios en general que dejaron constancia escrita de él.
En su tiempo
fue reconocido, en las distintas facetas de su saber, por sus propios contemporáneos
y fue consejero de personajes tan importantes como el rey de Persia, el del
Tíbet y varios emperadores romanos, todos los cuales lo respetaron y
solicitaron su criterio en infinidad de asuntos.
Pero si algo
empareja a estos dos personajes es que ambos hacían milagros. Los de Jesucristo
se anotan en el poder que le daba su “divinidad”; en el caso de Apolonio, que
era todo lo más alejado de lo divino, se sabe que realizaba acciones que
parecían milagrosas y que solamente se pueden explicar con un amplísimo
conocimiento de las ciencias como la física y una rara habilidad y puesta en
escena como la que muestran los mejores magos modernos, a los que hemos vista
atravesar con sus manos cristales para coger objetos, andar sobre las aguas y
hacer desaparecer un edificio entero.
Con varios
meses de antelación, Apolonio vaticinó la muerte del emperador Domiciano, así
como la forma en la que iba a morir, dentro de una conjura palaciega en la que
tendrían papeles de primer orden desde varios oficiales de su corte, dirigidos
por el general Partenio, la sobrina del emperador, Flavia Domitila y el
mayordomo de ésta, Esteban, autor material del asesinato.
El emperador
no le creyó y así terminó su historia.
Tanta
sabiduría terminó levantando suspicacias y la gente se preguntaba cómo era
posible su saber, poder y conocimiento si no era producto de un pacto con las
fuerzas del mal.
Durante los
años en los que Jesucristo predicaba, no hay constancia de que ambos personajes
coincidieran, pero si que es seguro que cada uno de ellos había oído hablar del
otro.
En los
milagros de uno y las actuaciones mágicas del otro estriba la diferencia de
trato que la historia ha dado a cada uno de ellos, aunque quizás en la
intencionalidad que cada uno escondía en sus acciones también estribe la
diferencia. Jesús propugnaba una nueva religión, Apolonio simplemente la
sabiduría.
Estoy
convencido que si hubiese habido otro Pablo de Tarso empeñado en deificar la
figura de Apolonio de Tiana, como aquel lo estuvo con Jesús, hoy tendríamos dos
religiones muy parecidas, o…quizás no tendríamos ninguna.
Apolonio fue más conocido que Jesucristo en la época que le tocó vivir, sin duda alguna, pero hoy es más conocido Jesucristo en todo el mundo que Apolonio.
ResponderEliminarBuen artículo! Jesucrito y Apolonio...dos grandes personajes, donde el saber y la religión se complementan.
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