No hace
muchos años, la Iglesia católica nos cambió la letra del Padrenuestro de toda
la vida, aquel que Jesucristo enseñó a sus apóstoles, con una desvergüenza
total y para así contentar a los sectores financieros que no estaban
dispuestos, ni mucho menos, a perdonar las deudas de nadie. Así, pasamos de
perdonar deudas a perdonar ofensas, que es otra cosa muy distinta y que como no
se puede cuantificar, es más fácil de perdonar.
Pero no era
esta la primera vez que la Iglesia cambiaba el sentido de sus creencias para
adaptarlas a los poderosos, ni muchísimo menos. Ya lo había hecho otras veces y
seguramente estará dispuesta a seguir haciéndolo.
Un ejemplo
clarificador es el ocurrido con Constantino I, El Grande, uno de los emperadores
romanos más controvertidos que empezó gobernando una cuarta parte del imperio
para terminar siendo único emperador, después de haber asesinado, o matado en
combate, a sus oponentes.
En el año
312, cuando se dirigía con sus tropas a enfrentarse a su cuñado Majencio, dice
que ha tenido una visión en la que una cruz refulgente se le ha presentado
sobre unas palabras que decían: “Con este signo vencerás”. Y efectivamente,
venció en la famosa batalla de Puente Milvio. Quedaba como único césar de
Occidente, mientras en Oriente, gobernaba Licinio.
Constantino
adoraba al Sol Invictus, un título que en aquella época se aplicaba al dios
Mitra, que de ser originario de Persia, había conseguido un hueco importante en
el panteón romano. Pero sus legiones estaban cada vez más cristianizadas y eso
lo debilitaba ostensiblemente, pues él mismo había sido nombrado emperador por
sus tropas.
Estatua de
Constantino I
Concurría
otra circunstancia no menos importante y es que el emperador tenía graves
problemas de conciencia. Había asesinado con sus propias manos a su hijo y a su
esposa, participado en la muerte de su padre y hasta su madre, que llegó a ser santa
en la Iglesia Católica, santa Helena, le reprochaba su conducta, aumentando así sus problemas de conciencia.
Necesitaba
Constantino dos cosas: apoyo de sus legiones y perdón para sus pecados, de
manera que su conciencia le dejase tranquilo.
Y estas dos
premisas que lo impulsarían a la felicidad, las encontró en la comunidad
cristiana.
Había
solamente un problema, pero de proporciones descomunales: la comunidad
cristiana era un sin número de comunidades todas mal avenidas y todas con un
odio hacia las demás que superaba con mucho el que profesaban a otras
religiones, incluso las politeístas.
Había que
unificarlas a todas; que tuvieran un mismo credo y que leyeran los mismos
evangelios, cosas difíciles de conseguir visto el encarnizado odio que las
distintas comunidades se tenían. Y es que dentro de los cristianos había sectas
que defendían cosas tan dispares como la virginidad de María, frente a quienes
creían que había sido una mujer normal, o la deidad de su hijo, frente a
quienes creían que Jesús era simplemente un hombre.
O el papel
de María Magdalena y de los “hermanos de Jesús"; o si, como había dicho san
Pedro, había que predicar solamente a los circuncidados y no a los gentiles
como propuso san Pablo.
En fin, un
guirigay de dimensiones impresionantes y sobre todas ellas, una: había que
erradicar totalmente la creencia en la reencarnación.
Este último
punto puede sorprender a cualquiera, porque no es un detalle conocido que los
cristianos creyeran en la transmigración de las almas, pero así era y hasta los
propios Evangelios, incluso el Antiguo Testamento, lo recogían en diversos
pasajes.
Había en
esta creencia una indudable influencia hindú -los Vedas, los más antiguos
textos sagrados, base de la religión hinduista y en los que se recoge la teoría
de la transmigración de las almas, fueron escritos en el segundo milenio antes
de nuestra Era y, por tanto, mucho más antiguos que los más vetustos textos
hebreos- pues los judíos creían que su dios, Jehová, había creado un número de
almas judías que se irían alternando en su paso por la tierra.
Esta
creencia se trasladó al cristianismo y el propio Jesucristo se refirió en
varias ocasiones a la necesidad de vivir muchas veces para alcanzar la perfección,
como podemos leer en los evangelios.
Pero llega
un momento en que, eso de volver a vivir, quita fuerza al dominio que se quiere
ejercer sobre el pueblo a través de la religión y Constantino es el primero en
darse cuenta del terrible peligro que eso supone, además de una circunstancia
añadida que a él le afecta muy directamente y es que de haber otras vidas, de
qué le serviría el perdón de sus pecados, que la Iglesia le promete, si no va a
ir directamente al cielo.
El emperador
está tan poco convencido de estas creencias, hasta el punto de que, aunque ha
declarado a la religión católica la doctrina oficial del imperio, ha convocado
el concilio de Nicea para unificar el credo católico y los obispos a sus
órdenes han decidido qué evangelios son los verdaderos y los demás apócrifos,
él sigue practicando su culto al dios Mitra y no es hasta que está en su lecho
de muerte que decide que lo bauticen, seguramente por aquello de ir para el
otro lado con el mayor número de apoyos.
Pasaron dos
siglos en los que la Iglesia, ya transformada en poder fáctico, había
conseguido apaciguar a casi todas las sectas que se revolvían en su seno, pero
seguía vigente la creencia en la “metempsicosis”,
auspiciada por la doctrina de personajes tan transcendentales para el pensamiento
católico como Orígenes que en sus obras “Contra
Celso” y “De Principis”,
aseguraba no solo la inmortalidad, sino la preexistencia del alma y la
influencia que sobre ella tenían las acciones anteriores.
Nuevamente,
la necesidad de acabar con aquella rueda sin fin de reencarnaciones, le surge a
otro emperador, esta vez de Bizancio, de quien hablaba en un artículo publicado
semanas atrás: Justiniano I.
Y no
solamente por él, sino por su esposa, la bella Teodora, que tenía, junto a las
múltiples virtudes que resaltaba el artículo referido, un lado de sombras
funestas que pesaban sobre su conciencia, como lo hubieron hecho en la de
Constantino.
Si aquel
peso que agobiaba su alma podría expiarlo en posteriores reencarnaciones, en
futuras vidas, como se desprendía de las mismas enseñanzas de Jesucristo, era
llegado el momento, ahora que tenía poder para hacerlo, de abolir de una vez
por todas aquella doctrina de la reencarnación.
Pero anular
una creencia no es fácil y mucho menos si desde el “poder terrenal” te propones
anular una doctrina que pertenece al “poder eterno”. Además tenía radicalmente
en contra al papa Vigilio, pese a que éste había sido elegido por imposición de
la poderosa Teodora.
Aprovechando
que el papa está en Constantinopla, Justiniano convoca un concilio en el año
553, para celebrarlo en la capital bizantina.
Mapa de la
Constantinopla bizantina
Al papa no
le gusta la idea y decide no presidir el concilio, para lo que se refugia en
una iglesia de la capital y el concilio lo preside el patriarca de la iglesia
de oriente, Eutiquio y al que asisten once obispo de la iglesia de Occidente y
más de ciento sesenta de la de Oriente. El resultado se veía venir y era acatar
la voluntad del emperador, convirtiendo lo que pretendió ser un Concilio
Ecuménico en una reunión privada de los amigotes del emperador, con su jefe.
Allí se
excomulgó la doctrina ancestral que defendía la preexistencia del alma y su
reencarnación, pero el concilio no tomó la decisión de considerar falsa esa
creencia, y así que quedó redactado en sus actas: “El que enseñare una fabulosa preexistencia del alma y una monstruosa
restauración de ella misma, será maldito”.
Aquellas
actas ni siquiera fueron firmadas por el papa, requisito imprescindible para
oficializar las decisiones y aunque la sentencia anterior no era una decisión
del Concilio, caló hondo en el pensamiento de la Iglesia hasta llegar a
convertirse en un “hecho histórico”, cuando no fue más que un capricho, o una
necesidad, de una persona poderosa que deseaba purgar en esta vida todos sus
pecados y, por el milagro del perdón, alcanzar la gloria eterna por
decreto.
Por cierto,
Teodora era “monosofista”, una doctrina religiosa que sostiene que en
Jesucristo solamente está presente la naturaleza divina.
Si era así,
Jesucristo era Dios y como tal no se podía haber equivocado cuando dijo
respondiendo a preguntas de sus discípulos que Juan el Bautista había sido el
profeta Elías, como refiere el evangelio de Mateo; o cuando al contemplar a un
ciego le preguntan si había pecado él o sus padres, para haber nacido ciego,
como relata el evangelio de Juan y que presupone una vida anterior.
Más claro en
el evangelio de Mateo cuando al saludar a su amigo Nicodemo, Jesús le dice que
el que no naciera otra vez no puede ver el reino de Dios.
No es mi deseo cansar, ni mucho menos abrumar con datos, pero lo que hoy los católicos consideran una creencia herética, la transmigración de las almas, fue predicada por Jesucristo, defendida por los “padres de la Iglesia” y proscrita por decreto para perdonar, en esta vida, todos los pecados.
No es mi deseo cansar, ni mucho menos abrumar con datos, pero lo que hoy los católicos consideran una creencia herética, la transmigración de las almas, fue predicada por Jesucristo, defendida por los “padres de la Iglesia” y proscrita por decreto para perdonar, en esta vida, todos los pecados.
Interesante artículo, con profusión de datos, que muestran, cómo el hombre va adaptándolo todo a sus intereses terrenales y por si acaso a los futuros inmortales.
ResponderEliminarNo parece que lo religioso, pese a las nuevas generaciones, decaiga.
Nos encontramos en la actualidad asistiendo a un rebrote de fanatismo religioso que lo ha hecho mas que empezar.
Lo peor es que viene violento y sin raciocinio.
Lo mejor es que por ahora podemos contarlo.
Artículo elaborado y con interesantes argumentos!!
ResponderEliminar