No me refiero a ese metro que recorre las ciudades
por túneles y subterráneos, sino a aquel que aprendimos a definir como la diez
millonésima parte del cuadrante del meridiano terrestres que pasa por París,
enunciado que se quedó obsoleto cuando se le definió como la distancia que
separa dos trazos realizados en una barra de platino e iridio que se encuentra
en la Oficina Internacional de Pesas y Medidas, también de París, pero que
también se quedó anticuada cuando se sustituyó por la complicadísima fórmula
para encontrar la longitud de onda de un gas noble, y terminar definiéndose,
parece que ya de manera científica y definitiva que un metro es la distancia
que, en el vacío, recorre la luz en la trescientos mil “millonesimoava” parte
de un segundo.
Lógico, si la luz recorre casi trescientos mil
kilómetros por segundo, en metros, mil veces más y la unidad metro será el
resultado de dividir un segundo entre esa cifra astronómica.
Con el kilogramo la cosa estuvo más fácil que con el
metro, si bien gracias a la racionalización de alguien que, durante la
Revolución Francesa, propuso que un kilo equivaliera al peso de un litro de
agua destilada que es el contenido de un decímetro cúbico, a una temperatura de
casi cuatro grados y a presión normal de una atmósfera.
Y para sacar los grados de temperatura hubo que
recurrir también al agua destilada que, tan humilde ella, fue capaz de marcar
el cero y los cien grados de manera distante de cualquier discusión. Cuando se
congela, al nivel del mar, como decíamos antes, está a cero grados y cuando
hierve, está a cien. Sencillo y eficaz.
Pero para coordinarlo todo hacía falta otra medida,
si cabe más importante que todas las demás, que era el tiempo, si bien, en este
caso, el reloj de sol, el de arena o la clepsidra, habían ayudado notablemente,
sobre todo porque, en la medida de esta magnitud, existía un patrón fijo que
era el momento en el que el Sol pasaba por el punto más perpendicular sobre la
tierra, momento en el que se fijó el Mediodía. Desde aquí, dividir la esfera en
grados y horas, fue cuestión de tiempo, pero lo cierto es que la máquina
rudimentaria que dividía en porciones el día, ancestro de lo que hoy conocemos
como reloj, se inventó hacia 1326, por un fraile llamado Richard Wasigford, que
vivió en Inglaterra.
Con el tiempo los relojes fueron alcanzando grandes
perfecciones, hasta llegar a los péndulos, verdaderas obras de arte y de
ingeniería que eran capaces de guardar el tiempo para mostrarlo en cualquier
momento y con mucha precisión. Porque en definitiva lo que hace un reloj es
guardarnos el tiempo a la vez que nos lo muestra.
Con estas cinco magnitudes podemos valernos para casi
todo, pero ¿qué ocurría cuando no había ni metro, ni litro, ni kilo, ni grados,
ni hora?
Para el hombre actual resulta extremadamente sencillo
establecer distancias, pesos, temperatura, tiempo y cualquier otra magnitud que
se nos ocurra, como fuerza, potencia, resistencia, etc., pero qué ocurría
antes, cuando no había un patrón que regulase las mediciones con la precisión y
la universalidad suficientes para que en todo el mundo podamos comprender con
una sola cifra la dimensión de cualquier magnitud. En algunos casos la cosa
estuvo relativamente sencilla, en otros no; veamos un poco cómo evolucionaron
las magnitudes.
Pues que la cosa estaba muy mal regulada y sobre
todo, las medidas de longitud, peso y capacidad, se formulaban en función de
unas constantes que no eran constantes.
Reloj de sol de bolsillo
Me explicaré. Una milla, palabra que pusieron en uso
los romanos y que quiere decir mil, era el resultado de mil pasos con el mismo
pie, es decir, dos mil en total. Un palmo no era la medida de la mano extendida
desde el pulgar al índice, sino la de la mano plegada sin el pulgar. Luego los
codos, los pies, las pulgadas que todos conocemos y que siguen en uso, las
fanegas, los celemines, las gruesas y muchísimas más unidades de medición que
era necesario inventar para poder fijar las transacciones normales entre los
hombre.
Nuestra estimada arroba, imprescindible para el
correo electrónico, era y es una medida de peso y capacidad que si era de
aceite equivalía a unos once litros, pero si era de vino su equivalencia eran
dieciséis y es de las pocas medidas antiguas que, en tonelería, se siguen
utilizando.
Con la fanega, que aún se usa en algunas zonas de
España como medida de superficie y que antes lo fue también de capacidad,
ocurre algo similar que con la arroba y es que si era una fanega de trigo, su
capacidad era distinta a si lo era de avena o de centeno, los cereales más
comunes.
Pero para todas esas mediciones se partía de
elementos tan aleatorios como el paso de un hombre que no es idéntico al de
otro, o el palmo o la pulgada.
Muchas personas eran conscientes de estas
deficiencias que el sistema presentaba y así, trataron de remediarlo, aunque,
careciendo de un patrón común, la cosa no tenía arreglo.
Eduardo I de Inglaterra quiso unificar el valor de
una pulgada, entendiendo que era la medida de tres espigas de avena puestas
juntas y suponiendo que dichas espigas eran bastante similares en todas las
partes del mundo.
De hecho la espiga de avena sirvió para algo más y
fue cuando se utilizaron para señalar la longitud de los calzados. Cuando hoy
pedimos un cuarenta y dos en la zapatería, no sabemos a qué nos estamos
refiriendo, pues ese cuarenta y dos no se corresponde con ninguna medida
conocida y es que deriva, precisamente, de las espigas de avena y sería el
número de espigas necesarias para completar la longitud del calzado.
Todo muy confuso y poco concreto, muy sometido a la
especulación, lo que traía como consecuencia bastante desconcierto en las
transacciones mercantiles.
Espigas de avena
La legua era una medida más de itinerancia que de
longitud, pues era la distancia que un hombre recorría en una hora, ya fuera a
pie a o caballo, siempre que éste fuera al paso. Como todos pensamos, la
diferencia de paso de una a otra persona podía variar tanto, que la legua en
realidad lo que media eran horas de marcha y no distancias concretas.
Pero si en tierra era difícil medir las distancias,
en la mar la cosa se complicaba muchísimo más. No había manera de medir la
distancia que recorría un barco, ni la velocidad a la que se desplazaba, hasta
que a alguien se le ocurrió una idea singular. En las embarcaciones llevaban un
cabo en el que hacían nudos a intervalo de una braza, que es la distancia que
hay entre dos brazos extendidos, aproximadamente dos metros, y con ese cabo se
medían las profundidades de las aguas, en brazas, lógicamente.
Con el cabo suelto por la borda y el barco navegando,
la fuerza de la velocidad, hacía que ese cabo flotara en uno, dos, e incluso en
tres o más nudos, que quedaban a la vista y de esa forma se fijó un patrón de
velocidad que, dada la imprecisión de los elementos que entraban a formar
parte, podía dar resultados mus distantes.
Los cabos no eran exactamente iguales, los nudos
tampoco y las brazas dependían de la persona que extendiera los brazos.
En la actualidad se emplea el término nudo para medir
la velocidad tanto en mar como en el aire y se corresponde a una milla náutica
a la hora.
Aun se mide la velocidad y la dirección del viento en
los aeródromos valiéndose de una manga cónica, con sectores de varios colores
que según la velocidad del viento, se mantienen horizontales o cuelgan, un
sistema muy similar al de los nudos marinos.
Afortunadamente, desde hace ya muchos años, las cosas
son de otra manera. La inmensa mayoría de los países han adoptado como sistema
de medidas el métrico decimal, aun cuando sigan manteniendo unidades de medidas
propias que usan para determinados servicios.
En Estados Unidos y un par de países más, rige el
llamado Sistema Anglosajón de Unidades. Eso significa que la gasolina se vende
por galones y no por litros, las distancias se miden en pulgadas, pies, yardas
o millas. Y el petróleo se compra y se vende en todo el mundo por barriles.
Los británicos también tienen sus unidades, es el
llamado Sistema Imperial y básicamente es igual que en Estados Unidos, pero
algunas de sus unidades varían en relación al mundialmente aceptado sistema
métrico.
El afán de unificar conceptos ha llevado a la
creación de una ciencia llamada Metrología que estudia las mediciones y
garantiza su normalización, al objeto de que las unidades de medida, cualquier
magnitud que midan, sean idénticas en cualquier tiempo y lugar.
No es muy probable, pero es posible que en un futuro,
todo el mundo se rija por el mismo sistema, aunque a veces es muy difícil poner
de acuerdo a las personas y buena prueba es que para algo tan simple como es la
circulación viaria, no hubo manera y varios países de influencia británica,
circulan por la izquierda, cuando el resto del mundo lo hace por la derecha.
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