A lo largo de nuestra historia reconocemos que junto
a los auténticos zoquetes que nos gobernaron o que se dejaron gobernar, hemos
tenido mentes preclaras que, de haber vivido en otros entornos y si hubieran
podido ejecutar sus ideas, nos hubiera ido de manera muy distinta.
Pero en nuestro querido país, en donde la envidia es
uno de los pecados capitales más comunes, ni “se come ni se deja comer” y ante
la posibilidad de que alguien demuestre su valía, un ejército de mediocres se
pone de inmediato en marcha para desacreditar a aquel que parece brillar.
Una de esas mentes privilegiadas, unida a otras
muchas cualidades, entre las que la honradez y la lealtad están muy presentes,
se conjugaron en un hombre de enorme talla y, lamentablemente, muy olvidado por
nuestra historia, aunque su reconocimiento es indudable.
Este hombre era Pedro Pablo Abarca de Bolea, cuyo
nombre puede no decir mucho, si no se le asocia con el título nobiliario que
ostentaba: X Conde de Aranda.
Retrato del Conde de Aranda
Nació en 1719 en la provincia de Huesca y en el seno
de una ilustre familia aragonesa que le proporcionó una esmerada educación,
haciéndole estudiar en diferentes seminarios italianos, así como fomentando su
afición a viajar, lo que hizo y mucho, por toda Europa, en donde contactó con
los incipientes movimientos enciclopedistas.
Con veinte años y una notable cultura y formación,
ingresó en el ejército, en donde su carrera fue meteórica y en el que al poco
tiempo se advirtió la claridad de su inteligencia y su valía. Fue enviado a
Prusia, en donde conoció a Federico el Grande, en aquella época uno de los más
importantes representantes del Despotismo Ilustrado, pero cuyo apelativo, el
Grande, obedece precisamente a sus muchos éxitos militares.
Fue embajador en Portugal durante el reinado de
Fernando VI y con Carlos III fue nombrado gobernador de Valencia.
Pero su salto a la notoriedad vendría tras el Motín
de Esquilache, cuando el rey abandonó la Corte para trasladarse con toda la
familia a Aranjuez, asustado como un pajarillo que se cae del nido, por el
cariz que tomaban los acontecimientos y por la no demasiado remota posibilidad
de que el ejército se uniera a los descontentos, lo que sería extremadamente
grave.
Tras el motín de la capa y el chambergo (consultad mi
artículo De la trucha a la capa), el rey había accedido a las peticiones del
pueblo que se centraban en que se desterrase a Esquilache, que la Guardia
Valona saliera de España, que los ejércitos volvieran a sus cuarteles, que se abaratara
el precio del pan, así como que desaparecieran las llamadas Juntas de Abasto.
En realidad detrás de todo el conflicto estaban estas dos últimas cuestiones y
la poca simpatía que los ministros extranjeros, traídos de Italia por el rey,
tenían entre el pueblo de Madrid.
Como el rey había accedido a todo, era necesario
deshacer el acuerdo y para eso se eligió al Conde de Aranda que aunaba el
prestigio militar y el reconocimiento ciudadano, el cual inició un proceso que
culminó con notable éxito y por dos vías. La primera entablando un diálogo
abierto con el pueblo y con las personas que se habían erigido en portavoces
durante el motín, así como sosegando a los mandos militares, al borde del
levantamiento; y la segunda abriendo un proceso investigador que trataba de
demostrar que tras los acontecimientos se encontraba la Compañía de Jesús, cuya
expulsión de todos los territorios del imperio español en 1767, fue uno de los
hechos mas discutidos del reinado de Carlos III.
Con este monarca y con su sucesor, su hijo Carlos IV,
el conde de Aranda alcanzó la época de máximo esplendor, desempeñando los
cargos de Presidente de la Junta de Castilla y Secretario de Estado, hasta que
fue sustituido por Manuel Godoy, un guardia de corps zafio e inculto, pero de
quien la reina María Luisa estaba enamorada y lo mantenía como amante.
Aranda se retiró a Jaén, desterrado, el mismo día en
que Godoy se hizo con el poder.
De entre las muchas ideas, inspiradas en el
enciclopedismo que el conde de Aranda aportó a la política española, sin lugar
a dudas la más revolucionaria era la que había forjado respecto de las
Colonias.
Por supuesto que estas ideas no se pusieron en
práctica, pues iban en total contraposición con las del monarca absolutista que
era Carlos III, al que servía en aquel momento.
Pensaba Aranda que España debía deshacerse de los
territorios de América, conservando solamente Cuba y Puerto Rico, como bases de
aproximación al continente, en donde, colocando como reyes a tres infantes, se
formarían los reinos de Méjico, Perú y el resto de Tierra Firme, mientras el
rey de España conservaría el título de Emperador de todos los territorios.
Se basaba Aranda en dos hechos incontrovertibles: el
primero que dada la lejanía de aquellas tierras, era imposible atenderlas desde
España, como se estaba haciendo desde su descubrimiento y por tanto era mucho
mejor considerarlas como reinos independientes, federados entre sí y con España
que pudieran establecer sus propias políticas, tanto económicas, como de
defensa.
El segundo punto, quizás más preclaro, era la
posición que estaban alcanzando las colonias inglesas al norte de los
territorios españoles. Conseguida la independencia de varios estados, con la
ayuda de España y Francia, Aranda consideraba y con mucho criterio que aquellas
colonias eran unos territorios muy pequeños en medio de un vasto continente y
que por tanto su aspiración sería anexionarse mas territorios, para lo que
habrían de iniciar descubrimientos hacia el Norte y el Oeste y apropiarse de
zonas del Sur, fundamentalmente la Florida, con lo que dominaría el Golfo de
Méjico, para después empezar a extenderse hacia nuestros territorios de Méjico
que desde España no se podían defender y mucho menos contra una nación que
formaba frontera y por añadidura, joven, ambiciosa y poderosa.
Sus conjeturas resultaron verdaderas profecías y un
siglo después, entre los Estados Unidos y Méjico, se desencadenó la guerra que
todos conocemos incitada por el avance expansionista de los vecinos del norte,
aunque en aquel momento Méjico ya se había emancipado de la hegemonía española.
(Visitar mi artículo El grito de Dolores)
Los historiadores que han tratado este tema señalan
que los infantes disponibles en aquel momento para hacerse cargo de los tres
nuevos reinos, podrían haberlo hecho sin demasiada dificultad, pues Carlos III
y su esposa María Amalia de Sajonia, tuvieron trece hijos y los infantes
podrían haber sido:
Fernando, nacido en 1751 y futuro rey de Sicilia.
Gabriel, nacido en 1752, aunque éste murió en 1788,
el mismo año que su padre.
Y Antonio Pascual, nacido en 1757.
Eso, por dejar fuera a las infantas María Josefa
Carmela y María Luisa, únicas que sobrevivieron a la infancia, durante la que
fallecieron cinco de sus hermanas, aunque según la legislación vigente en aquel
momento que estaba recogida en la Ley de Sucesión Fundamental, que promulgó
Felipe V, las mujeres podían reinar pero solamente si no había hijos, hermanos
o sobrinos del rey fallecido.
Evidentemente no era una familia que gozara de buena
salud y en la que, además, hubo que alejar de la línea sucesoria al primer
varón, Felipe Antonio, que era deficiente mental.
El rompecabezas de Aranda se completaba con el
compromiso de que los nuevos reyes de los tres nuevos países deberían casarse
con infantas españolas, juramentándose entre todos para seguir esta norma que a
la larga conseguiría una unión muy fuerte entre los cuatro reinos y las
familias en el poder.
Pero sobre todo, el conde de Aranda incidía que esta
fórmula sería capaz de calmar los alborotados ánimos de los habitantes de las
colonias, tanto si eran españoles de nacimiento, como nacidos en el Nuevo
Continente, o nativo de aquellas zonas, pues no era casualidad que todos
estuvieran muy a disgusto con la situación que se atravesaba y con las
condiciones en las que se vivía, sintiéndose permanentemente explotados por la
metrópoli, por el gobierno de los virreinatos o por los encomenderos.
Lamentablemente este plan, con el que se hubiera
podido atajar la debacle en la que devinieron las Colonias muy poco tiempo después,
no fue solamente rechazado por la corona y los malos consejeros que rodeaban al
rey Carlos III, sino que a la larga, vino en señalar a Aranda como poco
patriota e incluso traidor, lo que provocó su destitución.
No estaba tan descaminado el conde porque años
después de su independencia, Méjico llegó a ofrecer la corona del inmenso
imperio Mejicano a Fernando VII, rey de España o cualquier príncipe de la casa
de Borbón.
Pero de manera incomprensible el rey que de “El
Deseado” pasó a ser “El rey Felón”, despreció el ofrecimiento, lo que provocó
que en Méjico se coronara, aunque de manera fugaz, a Agustín Itúrbide, artífice
de la independencia y presidente del primer gobierno provisional, el cual
abdicó meses después dando paso a la República Federal.
Nunca se consideró Aranda ni iluminado ni profético,
solamente un hombre sensato, inteligente y muy culto, al que sus contemporáneos
envidiaban o admiraban y que junto con grandes amigos, tenía también poderosos
enemigos.
De toda esta historia sacamos la conclusión de que el
conde se adelantó al futuro porque cien años después, lo que él vaticinaba,
había ocurrido sobradamente: perdimos todas las posesiones, los Estados Unidos
se convirtieron en una gran potencia que arrebató inmensos territorios a Méjico
y no era casualidad que nuestra última posesión fuera la isla de Cuba, que
también perdimos en 1898.
Ciertamente la figura de Aranda es muy controvertida y creo que más bien cabria decir aquello de que "en el pais de los ciegos el tuerto es el rey".
ResponderEliminar