No es la primera vez que escribo sobre guerras raras,
como la de la Oreja de Jenkins, o la Guerra de los Pasteles, o sobre la más
corta que duró cuarenta y cinco minutos, o la más larga, con sus más de
trescientos años y sin disparar ni un solo tiro.
En fin, que es un tema divertido y que da mucho
juego. El de hoy es una guerra por una tajada de sandía, aunque más que una
guerra fue un alboroto callejeroque terminó con una ocupación militar en toda
regla y con insospechadas consecuencias, como más adelante se verá.
Aparte de la Guerra de la Independencia, para dejar
de ser colonia británica y la de Secesión para establecer un poco lo que sería
su perfil como nación, todas las demás guerras en las que Estados Unidos ha
intervenido y han sido muchas, en sus doscientos y pico años de historia, las
ha celebrado fuera de su solar patrio.
Y eso es una gran ventaja porque su población, si no
quiere, no se entera de que están en guerra y así pueden ir repitiendo en uno y
otro continente.
Eso y que desde que la incipiente nación de las
barras y estrellas empezó a considerarse importante en el panorama mundial, no
cejó, ni cejará, en su empeño de controlar exhaustivamente su continente.
Por otro lado, Estados Unidos es un país muy grande
que abarca de océano a océano; distancia enorme y que lo era mucho más a
mediados del siglo XIX cuando transcurre esta historia. En aquella época el
Este estaba muy poblado, mientras que el Oeste empezaba a colonizarse, pero he
aquí que en 1848 se descubre oro en California y se desata lo que se dio en
llamar la Fiebre del Oro.
Muchas personas, afincadas en la costa Atlántica y
centro, se desplazaron a California en busca del preciado metal, en una
avalancha tal que produjo un colapso total en la intendencia de la zona. Pero
cruzar todo el territorio entre costas, poblado de tribus indias hostiles y con
un clima y una orografía poco recomendables, era una empresa ardua y peligrosa.
Mucho material y maquinaria, así como los alimentos
que se necesitaban en la costa del Pacífico, había que mandarlo desde el
Atlántico en los sistemas de transportes de la época, el tradicional y
peliculero sistema de caravanas, porque el primer ferrocarril que uniera las
dos costas no llegó hasta 1860, o en barco pasando por la punta sur del
continente.
Había que encontrar una ruta más corta y más cómoda
que dar la vuelta a América y se encontró en el istmo de Panamá, entre las
ciudades de Colón y Panamá capital, las más importante y mejor situadas a ambos
lados del istmo y aprovechando la estrechez de la lengua de tierra, solamente
setenta y siete kilómetros, trasladar a personas y mercancía de un lado al
otro, usando embarcaciones que remontaban ríos y cruzaban lagos, o caravanas
como en cualquier otro lugar, no era por demás complicado. De esta forma se
daba cumplida satisfacción a las necesidades, pero la ruta era difícil y se
tardaba cuatro o cinco días en cubrirla.
Parece como si alguna mente preclara, en el gobierno
de Washington, hubiera previsto lo que iba a pasar y así, en 1846, la entonces
República de Nueva Granada, que la formaban Colombia, Panamá y durante un
tiempo Nicaragua, firmó con los Estados Unidos, un tratado por el que se
concedía a la potencia del norte unos derechos comerciales realmente abusivos,
si bien las compensaciones, en muchos sentidos, equilibraban la balanza.
Entre estos privilegios, se le concedió el monopolio
para construir un ferrocarril que uniera las costas de los dos océanos, a una
compañía estadounidense llamada Panamá Railroad Company.
El ferrocarril, el auge del comercio, la boyante
economía de la zona, no hizo nada más que atraer más y más inmigrantes que en
pocos años pasaron de unos doscientos al año, hasta más de treinta mil en 1855,
en su mayoría aventureros estadounidenses, irlandeses y negros de Haití y
Jamaica que llegaron a transformar las costumbres de los locales. Incluso
aparecieron ciudades con nombres en inglés y el dólar y el oro se convirtieron
en las únicas monedas de cambio. Por lo general el idioma que se usaba era el
inglés y todos los anuncios solicitando mano de obra o publicitando artículos
eran en esa misma lengua. La prensa, mayoritariamente dirigida a los
inmigrantes, se escribe en inglés.
Solamente existía un problema para la completa
hegemonía norteamericana: el clima y sus consecuencias. A los estadounidenses
les costaba adaptarse a la selva, los mosquitos, las enfermedades, las
constantes lluvias torrenciales y el calor.
Sin ser una potencia ocupante, en términos de léxico
militar, la población nativa empieza a ver a los blancos americanos como unos
invasores y los conflictos y altercados empiezan a producirse con asiduidad,
hasta llegar al extremo de que los blancos del norte crean una Comisión de
Vigilancia, una especie de “patrullas urbanas armadas” que pretende solucionar
los problemas de inseguridad por la violencia y al margen de las autoridades de
la república. Durante un año, estas patrullas fueron actuando
indiscriminadamente y sin control, si bien, al no conseguir apenas logros en el
incremento de la seguridad, se autodisolvió, pero el odio en la población
nativa se había incrementado de manera notable.
Pero si a la supremacía que los blancos extranjeros
ejercían sobre los nativos y los negros, se suma la circunstancia del radical
cambio de vida que experimentaba la zona y de la que se culpaba a aquellos, la
cosa se ponía mucho peor, empeorando, si cabe, con la terminación del
ferrocarril que dejó sin trabajo a infinidad de nativos que vivían de explotar
las tradicionales formas de transporte.
Esta situación devino en enfrentamientos en los que
se produjeron muertes por parte y parte, aun cuando la lucha era desigual, pues
los blancos disparaban con sus rifles, mientras los nativos lo hacían con armas
arrojadizas y sables.
El odio, el resquemor, la sed de venganza, se fue
acumulando en los indígenas que poco a poco se fueron armando, hasta que en
1856 sucedió la llamada Guerra de la Sandía.
Tuvo lugar en la ciudad de Panamá el día 15 de abril.
En aquel momento se encontraban en la ciudad muchos estadounidenses que marchaban
a California en busca de oro, otros que volvían descorazonados de la
infructuosa búsqueda del preciado metal y bastantes mercenarios que se dirigían
a Nicaragua para apoyar la consolidación de su auto nombrado presidente, el
filibustero William Walker.
Entre estos últimos se encontraba un estadounidense
llamado Jack Oliver, que estando borracho en el Mercado del Marisco, un lugar
cenagoso e insalubre, quiso una tajada de sandía que un niño le ofreció por
cincuenta centavos, los que se negó a pagar después de comérsela. El pequeño
vendedor le reclama su dinero y su madre que estaba muy cerca, amenaza al
blanco, el cual le da una patada, derribándola, a la vez que saca su revolver y
dispara al pequeño, al que hiere en un muslo.
La madre grita pidiendo auxilio, a la vez que le
llama asesino.
De inmediato, desde el campanario de la iglesia de
Santa Ana, muy próxima al lugar, se da la alarma y en pocos minutos, más de
quinientos nativos, la mayoría negros, armados de cuchillos, palos, piedras y
algunos fusiles, avanzan sobre la estación de ferrocarril, donde un grupo de
americanos se habían refugiado. Comienza una batalla campal, donde de una parte
se combate a tiros de rifle y revólver, mientras de la otra se dispara algún
tiro, se lanzan pedradas, palos y cuchilladas.
Grabado del incidente
Alertado por el toque de alarma, el gobernador del
estado en compañía de un familiar y del cónsul y el canciller de los Estados
Unidos en la ciudad de Panamá, se personan en el lugar con la intención de
detener el alboroto.
Más sumisos, los nativos deponen su actitud, pero los
blancos del norte no están por acatar ninguna mediación y del interior de la
estación sale una descarga hacia el lugar en el que se encuentra el gobernador,
cuyo sombrero es atravesado por una bala, su pariente es herido en una pierna,
mientras tres proyectiles alcanzan al cónsul y otros cinco a su caballo. Varios
de los nativos colocados tras el gobernador, recibieron impactos de bala de
distinta consideración, por lo que se recrudece el enfrentamiento. Poco después
llega una dotación de soldados republicanos que a la orden del gobernador,
abren fuego sobre la estación en donde los atrincherados están preparando un
pequeño cañón, cargado con metralla que pretenden disparar sobre sus asaltantes,
sin que fuera posible hacer el disparo.
Durante más de seis horas los negros, los soldados y
los indígenas que se han unido, realizaron una horrible matanza de blancos, a
los que se les había acabado la munición y los que no fueron muertos o heridos,
huyeron precipitadamente.
Del lado norteamericano hubo diecisiete muertos, ocho
heridos de gravedad y veintiocho de menor consideración. Del lado panameño
solamente hubo dos muertos y ocho heridos.
Siendo este hecho de mucha trascendencia, lo ocurrido
después fue determinante. La población nativa, enfurecida, atacó a todo lo que
representaba intereses de los Estados Unidos, destrozando y saqueando dos
hoteles y la estación de ferrocarril, en una operación que duró hasta el día
siguiente.
Los norteamericanos solicitan la intervención de la
armada de su país, al tiempo que las autoridades de Panamá solicitan ayuda de
la república, que no consiguen, por lo que los nativos, negros e indios,
deciden armarse temiendo una inminente invasión, la cual es solicitada constantemente,
no sólo desde los estadounidenses que están en Panamá sino de los habitantes de
las dos costas de los Estados Unidos. El gobierno de los Estados Unidos
consideró que las autoridades de Nueva Granada habían actuado a destiempo y mal
y que la libre circulación de sus ciudadanos no estaba garantizada en aquel
istmo, lo que sirvió de excusa para desplegar sus tropas a lo largo de todo el
brazo de tierra, sin considerar para nada las protestas de las autoridades
locales.
No queda la cosa ahí, pues a mediados de agosto de
aquel mismo año, se firman las negociaciones entre los dos países que obliga a
la república a pagar más de cuatrocientos mil dólares-oro como indemnización
por los incidentes.
No fue sólo el pago de la indemnización, ni el tener
que tragar con las tropas norteamericanas patrullando su territorio, es que
además hasta bien pasada la mitad del siglo XX, no se deshicieron los panameños
de la bota yankee apretando sobre su pescuezo. Si es que de verdad lo hicieron.
¡Y todo por una tajada de sandía!
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