sábado, 26 de octubre de 2013

LA GUERRA DE LA SANDÍA



No es la primera vez que escribo sobre guerras raras, como la de la Oreja de Jenkins, o la Guerra de los Pasteles, o sobre la más corta que duró cuarenta y cinco minutos, o la más larga, con sus más de trescientos años y sin disparar ni un solo tiro.
En fin, que es un tema divertido y que da mucho juego. El de hoy es una guerra por una tajada de sandía, aunque más que una guerra fue un alboroto callejeroque terminó con una ocupación militar en toda regla y con insospechadas consecuencias, como más adelante se verá.
Aparte de la Guerra de la Independencia, para dejar de ser colonia británica y la de Secesión para establecer un poco lo que sería su perfil como nación, todas las demás guerras en las que Estados Unidos ha intervenido y han sido muchas, en sus doscientos y pico años de historia, las ha celebrado fuera de su solar patrio.
Y eso es una gran ventaja porque su población, si no quiere, no se entera de que están en guerra y así pueden ir repitiendo en uno y otro continente.


Eso y que desde que la incipiente nación de las barras y estrellas empezó a considerarse importante en el panorama mundial, no cejó, ni cejará, en su empeño de controlar exhaustivamente su continente.
Por otro lado, Estados Unidos es un país muy grande que abarca de océano a océano; distancia enorme y que lo era mucho más a mediados del siglo XIX cuando transcurre esta historia. En aquella época el Este estaba muy poblado, mientras que el Oeste empezaba a colonizarse, pero he aquí que en 1848 se descubre oro en California y se desata lo que se dio en llamar la Fiebre del Oro.
Muchas personas, afincadas en la costa Atlántica y centro, se desplazaron a California en busca del preciado metal, en una avalancha tal que produjo un colapso total en la intendencia de la zona. Pero cruzar todo el territorio entre costas, poblado de tribus indias hostiles y con un clima y una orografía poco recomendables, era una empresa ardua y peligrosa.
Mucho material y maquinaria, así como los alimentos que se necesitaban en la costa del Pacífico, había que mandarlo desde el Atlántico en los sistemas de transportes de la época, el tradicional y peliculero sistema de caravanas, porque el primer ferrocarril que uniera las dos costas no llegó hasta 1860, o en barco pasando por la punta sur del continente.
Había que encontrar una ruta más corta y más cómoda que dar la vuelta a América y se encontró en el istmo de Panamá, entre las ciudades de Colón y Panamá capital, las más importante y mejor situadas a ambos lados del istmo y aprovechando la estrechez de la lengua de tierra, solamente setenta y siete kilómetros, trasladar a personas y mercancía de un lado al otro, usando embarcaciones que remontaban ríos y cruzaban lagos, o caravanas como en cualquier otro lugar, no era por demás complicado. De esta forma se daba cumplida satisfacción a las necesidades, pero la ruta era difícil y se tardaba cuatro o cinco días en cubrirla.
Parece como si alguna mente preclara, en el gobierno de Washington, hubiera previsto lo que iba a pasar y así, en 1846, la entonces República de Nueva Granada, que la formaban Colombia, Panamá y durante un tiempo Nicaragua, firmó con los Estados Unidos, un tratado por el que se concedía a la potencia del norte unos derechos comerciales realmente abusivos, si bien las compensaciones, en muchos sentidos, equilibraban la balanza.
Entre estos privilegios, se le concedió el monopolio para construir un ferrocarril que uniera las costas de los dos océanos, a una compañía estadounidense llamada Panamá Railroad Company.
El ferrocarril, el auge del comercio, la boyante economía de la zona, no hizo nada más que atraer más y más inmigrantes que en pocos años pasaron de unos doscientos al año, hasta más de treinta mil en 1855, en su mayoría aventureros estadounidenses, irlandeses y negros de Haití y Jamaica que llegaron a transformar las costumbres de los locales. Incluso aparecieron ciudades con nombres en inglés y el dólar y el oro se convirtieron en las únicas monedas de cambio. Por lo general el idioma que se usaba era el inglés y todos los anuncios solicitando mano de obra o publicitando artículos eran en esa misma lengua. La prensa, mayoritariamente dirigida a los inmigrantes, se escribe en inglés.
Solamente existía un problema para la completa hegemonía norteamericana: el clima y sus consecuencias. A los estadounidenses les costaba adaptarse a la selva, los mosquitos, las enfermedades, las constantes lluvias torrenciales y el calor.
Sin ser una potencia ocupante, en términos de léxico militar, la población nativa empieza a ver a los blancos americanos como unos invasores y los conflictos y altercados empiezan a producirse con asiduidad, hasta llegar al extremo de que los blancos del norte crean una Comisión de Vigilancia, una especie de “patrullas urbanas armadas” que pretende solucionar los problemas de inseguridad por la violencia y al margen de las autoridades de la república. Durante un año, estas patrullas fueron actuando indiscriminadamente y sin control, si bien, al no conseguir apenas logros en el incremento de la seguridad, se autodisolvió, pero el odio en la población nativa se había incrementado de manera notable.
Pero si a la supremacía que los blancos extranjeros ejercían sobre los nativos y los negros, se suma la circunstancia del radical cambio de vida que experimentaba la zona y de la que se culpaba a aquellos, la cosa se ponía mucho peor, empeorando, si cabe, con la terminación del ferrocarril que dejó sin trabajo a infinidad de nativos que vivían de explotar las tradicionales formas de transporte.
Esta situación devino en enfrentamientos en los que se produjeron muertes por parte y parte, aun cuando la lucha era desigual, pues los blancos disparaban con sus rifles, mientras los nativos lo hacían con armas arrojadizas y sables.
El odio, el resquemor, la sed de venganza, se fue acumulando en los indígenas que poco a poco se fueron armando, hasta que en 1856 sucedió la llamada Guerra de la Sandía.
Tuvo lugar en la ciudad de Panamá el día 15 de abril. En aquel momento se encontraban en la ciudad muchos estadounidenses que marchaban a California en busca de oro, otros que volvían descorazonados de la infructuosa búsqueda del preciado metal y bastantes mercenarios que se dirigían a Nicaragua para apoyar la consolidación de su auto nombrado presidente, el filibustero William Walker.
Entre estos últimos se encontraba un estadounidense llamado Jack Oliver, que estando borracho en el Mercado del Marisco, un lugar cenagoso e insalubre, quiso una tajada de sandía que un niño le ofreció por cincuenta centavos, los que se negó a pagar después de comérsela. El pequeño vendedor le reclama su dinero y su madre que estaba muy cerca, amenaza al blanco, el cual le da una patada, derribándola, a la vez que saca su revolver y dispara al pequeño, al que hiere en un muslo.
La madre grita pidiendo auxilio, a la vez que le llama asesino.
De inmediato, desde el campanario de la iglesia de Santa Ana, muy próxima al lugar, se da la alarma y en pocos minutos, más de quinientos nativos, la mayoría negros, armados de cuchillos, palos, piedras y algunos fusiles, avanzan sobre la estación de ferrocarril, donde un grupo de americanos se habían refugiado. Comienza una batalla campal, donde de una parte se combate a tiros de rifle y revólver, mientras de la otra se dispara algún tiro, se lanzan pedradas, palos y cuchilladas.

Grabado del incidente

Alertado por el toque de alarma, el gobernador del estado en compañía de un familiar y del cónsul y el canciller de los Estados Unidos en la ciudad de Panamá, se personan en el lugar con la intención de detener el alboroto.
Más sumisos, los nativos deponen su actitud, pero los blancos del norte no están por acatar ninguna mediación y del interior de la estación sale una descarga hacia el lugar en el que se encuentra el gobernador, cuyo sombrero es atravesado por una bala, su pariente es herido en una pierna, mientras tres proyectiles alcanzan al cónsul y otros cinco a su caballo. Varios de los nativos colocados tras el gobernador, recibieron impactos de bala de distinta consideración, por lo que se recrudece el enfrentamiento. Poco después llega una dotación de soldados republicanos que a la orden del gobernador, abren fuego sobre la estación en donde los atrincherados están preparando un pequeño cañón, cargado con metralla que pretenden disparar sobre sus asaltantes, sin que fuera posible hacer el disparo.
Durante más de seis horas los negros, los soldados y los indígenas que se han unido, realizaron una horrible matanza de blancos, a los que se les había acabado la munición y los que no fueron muertos o heridos, huyeron precipitadamente.
Del lado norteamericano hubo diecisiete muertos, ocho heridos de gravedad y veintiocho de menor consideración. Del lado panameño solamente hubo dos muertos y ocho heridos.
Siendo este hecho de mucha trascendencia, lo ocurrido después fue determinante. La población nativa, enfurecida, atacó a todo lo que representaba intereses de los Estados Unidos, destrozando y saqueando dos hoteles y la estación de ferrocarril, en una operación que duró hasta el día siguiente.
Los norteamericanos solicitan la intervención de la armada de su país, al tiempo que las autoridades de Panamá solicitan ayuda de la república, que no consiguen, por lo que los nativos, negros e indios, deciden armarse temiendo una inminente invasión, la cual es solicitada constantemente, no sólo desde los estadounidenses que están en Panamá sino de los habitantes de las dos costas de los Estados Unidos. El gobierno de los Estados Unidos consideró que las autoridades de Nueva Granada habían actuado a destiempo y mal y que la libre circulación de sus ciudadanos no estaba garantizada en aquel istmo, lo que sirvió de excusa para desplegar sus tropas a lo largo de todo el brazo de tierra, sin considerar para nada las protestas de las autoridades locales.
No queda la cosa ahí, pues a mediados de agosto de aquel mismo año, se firman las negociaciones entre los dos países que obliga a la república a pagar más de cuatrocientos mil dólares-oro como indemnización por los incidentes.
No fue sólo el pago de la indemnización, ni el tener que tragar con las tropas norteamericanas patrullando su territorio, es que además hasta bien pasada la mitad del siglo XX, no se deshicieron los panameños de la bota yankee apretando sobre su pescuezo. Si es que de verdad lo hicieron.
¡Y todo por una tajada de sandía!


No hay comentarios:

Publicar un comentario