España es tierra de poetas. Si
repasamos la historia nos encontramos que en cada época hemos tenido grandes
poetas que han enseñoreado nuestras letras y las han paseado por el mundo.
Desde el Cantar de Mío Cid,
pasando por el Marqués de Santillana o Jorge Manrique, Lope de Vega, Góngora o
Quevedo, hasta llegar a los poetas actuales, el recorrido es casi interminable.
Sin embargo, en el lado femenino, encontramos un número considerablemente más
bajo.
Dejando aparte la situación
social de la mujer española hasta hace bien poco, circunstancia que la ha
tenido muy apartada de la vida real, lo cierto es que pocas mujeres han
destacado en el campo de la poesía: Santa Teresa de Jesús, Rosalía de Castro,
Pardo Bazán, Carolina Coronado y algunas otras ya de nuestro siglo, forman el escaso
glosario de poetisas españolas. De habla hispana hay muchas más y algunas
magníficas, pero en el fondo, pocas, comparándolas con los hombres.
Esta deficiencia en el número
de representantes es mucho mayor en la música y en otras artes, pero
afortunadamente, en la actualidad, los dos sexos empiezan a compensarse y no ya
por las obligaciones de la “paridad”, sino porque es mejor quien mejor lo hace.
Yo no soy partidario de
compensar número de hombres y mujeres en ningún foro. Deben de estar los que
más se lo merezcan.
Pero no es de paridad sino de
una poetisa y novelista de quien quería escribir y hacerlo sobre una de las más
afamadas: Carolina Coronado.
Nació esta poetisa de tan
sonoro nombre, al parecer, en 1823, en la
extremeña ciudad de Almendralejo, donde unos años antes había nacido
Espronceda, uno de los mejores poetas del romanticismo español. El día de su
nacimiento no está debidamente centrado, pues desde el año 20 al 23, se barajan
distintas fechas, todas, al parecer, imprecisas.
Siendo aún muy niña, su padre
fue destinado a Badajoz como secretario de la diputación, pero poco duró este
bienestar, porque acabado el trienio liberal, su padre fue encarcelado por los
seguidores del régimen absolutista de Fernando VII.
En el seno de una familia
acomodada, sin llegar a ricos, Carolina pasó su infancia y juventud aprendiendo
lo que las jóvenes de la época aprendían y que tan importante era para cuando,
alcanzada la madurez, tuvieran que hacer frente a toda una familia. Bordar,
coser, algo de cocina, la forma de educar a los hijos y poco más, eran los
aprendizajes de una joven que ya sentía en su interior la llamada de las letras
y en las que se afanaba en los ratos que aguja y dedal le daban asueto y
siempre a escondidas de su padre que no veía con buenos ojos esa inclinación
literaria.
Pronto se conoció, en su más
estrecho entorno, la habilidad para versar que la joven demostraba, pero su
arte poético no hubiera sido decisivo si en su vida no hubiera ocurrido un
grave incidente.
Carolina padecía la extraña
enfermedad de catalepsia, que consiste en una muerte aparente que se puede
sufrir por múltiples causas y que si actualmente aún no está perfectamente
estudiada, hace casi doscientos años, no se tenía ni la más remota idea de cual
era la causa y cual el remedio, si bien se conocía que tenía mucho que ver
con la estabilidad emocional, de la que Carolina dio muchas muestras de
carecer. Era nerviosa, poco equilibrada, de carácter cambiante. hoy se diría que era de una personalidad disociada.
Así, cierto día, cuando ya
Carolina era una joven desarrollada, sufrió esta muerte súbita que a todos
confundió, hasta el extremo de que se llegó a publicar una nota necrológica, en
la que se glosaban los méritos literarios de la joven y el tremendo desastre
que suponía la pérdida de un gran talento literario.
Pero Carolina “resucitó” al día
siguiente para alegría de todos, y tuvo además, dos gratas experiencias como
consecuencia de su repentina y breve muerte.
Retrato de Carolina donde se
aprecia su belleza
La primera fue que pudo leer
la noticia en el panfleto local y advertir cómo sus conciudadanos estimaban su
poesía y la segunda, quizás más significativa en su vida, que el propio
Espronceda, ya consumado poeta, supiese de la existencia de la joven que
padecía tan extraña enfermedad y que tan bien manejaba la pluma, para coser
palabras, como la aguja y el ganchillo para tejer.
Con el apoyo del poeta,
Carolina se dio a conocer en círculos literarios y tertulias literarias, pero su
condición de mujer no le facilitaba nada la publicación de sus obras.
Hasta 1843, no consiguió
publicar sus primeras poesías, que le acarrearon gran fama y reconocimiento y
le permitieron ser admitida en el Instituto Español de las Letras y en los
Liceos de muchas capitales españolas.
El reconocimiento público de
la poetisa abrió muchas puertas a otras mujeres y la cultura “empezó a
democratizarse”, si bien todavía con restricciones en los medios escritos,
donde se constreñían las creaciones femeninas a lugares poco propios de la
prensa escrita, amen de que los temas sobre los que debían versar tenían que ser
fundamentalmente afectivos, es decir: expresiones ante el dolor, el amor a
padres o hermanos, afección por la muerte, etc., conservando, además un tono
lineal, sin explosiones de pasión humana y con absoluta objetividad. Poesía
castrada y tanto, que a una mujer poeta no se la llamaba así, sino poetisa,
termino acuñado en aquellos años.
En el año siguiente, la joven
Carolina volvió a tener un ataque de catalepsia y todos la volvieron a dar por
muerta.
En aquella época, en la que
los remedios médicos eran tan escasos y tan poco fiables para combatir las
verdaderas causas de la enfermedad, los médicos siempre prescribían lo mismo:
tomar aguas en algún balneario, viajar, lecturas evasivas, comida sana, vida
reposada, a poder ser en entorno bucólico y alguna que otra sangría para
compensar los humores del cuerpo.
Carolina estuvo viajando y
apareció por Cádiz, en donde se quedó algún tiempo hasta que en 1850, se
estableció con su familia en Madrid.
Allí conoció a un diplomático
norteamericano llamado Horacio Perry, del que se enamoró perdidamente y con el
que se casó dos años después, no sin antes hacerle el numerito de la falsa
muerte, cuando el yanqui pareció no querer saber nada de ella.
En aquella época la llamada “religión
mixta” era un impedimento dirimente para el matrimonio, así que los novios
tuvieron que celebrar dos bodas, una por el rito protestante, en Gibraltar y la
otra, católica, en París. Todo muy sencillo y además, a Horacio lo mandan a
Lisboa, como representante consular.
Allí vivieron un verdadero
idilio. Se instalaron en un palacete en la localidad de Poço do Obispo,
conocido como el palacio de Mitra, cerca de Lisboa en donde nace su primera
hija, Carolina y luego su hijo Carlos Horacio, que muere muy joven.
Salón del palacete de Mitra
Siempre fue la poetisa una
enferma mental atormentada por la muerte y de tal manera obsesionada, que
cuando años después, murió su marido, no lo quiso enterrar, sino que lo mandó embalsamar y lo
colocó en una habitación de su palacete, en la que Carolina pasaba horas
hablándole de todo lo relacionado con la vida diaria, desde cómo se comportaba
su hija, hasta lo mal que les iban los negocios del incipiente telégrafo, en el
que Horacio se había metido y en el que se iba despeñando, poco a poco, toda su
fortuna, que no era nada desdeñable.
Como es natural, el difunto
esposo, a pesar de aquel inmejorable aspecto de vida y salud que el
embalsamamiento y los afeites que ella le aplicaba, le hacían parecer, estaba
muerto y bien muerto, por lo que jamás respondió a las preguntas o los
comentarios de la amante esposa, razón por la que ésta lo llamaba “El
Silencioso”, eso sí, con todo cariño.
Interesante artículo....idos y locas ha habido siempre. Jjjj
ResponderEliminarEnhorabuena por esas 90.000 visitas a tu página... Vamos de momento a por los 100.000. Un abrazo Jose Mari.
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