viernes, 18 de noviembre de 2016

EL SILENCIOSO




España es tierra de poetas. Si repasamos la historia nos encontramos que en cada época hemos tenido grandes poetas que han enseñoreado nuestras letras y las han paseado por el mundo.
Desde el Cantar de Mío Cid, pasando por el Marqués de Santillana o Jorge Manrique, Lope de Vega, Góngora o Quevedo, hasta llegar a los poetas actuales, el recorrido es casi interminable. Sin embargo, en el lado femenino, encontramos un número considerablemente más bajo.
Dejando aparte la situación social de la mujer española hasta hace bien poco, circunstancia que la ha tenido muy apartada de la vida real, lo cierto es que pocas mujeres han destacado en el campo de la poesía: Santa Teresa de Jesús, Rosalía de Castro, Pardo Bazán, Carolina Coronado y algunas otras ya de nuestro siglo, forman el escaso glosario de poetisas españolas. De habla hispana hay muchas más y algunas magníficas, pero en el fondo, pocas, comparándolas con los hombres.
Esta deficiencia en el número de representantes es mucho mayor en la música y en otras artes, pero afortunadamente, en la actualidad, los dos sexos empiezan a compensarse y no ya por las obligaciones de la “paridad”, sino porque es mejor quien mejor lo hace.
Yo no soy partidario de compensar número de hombres y mujeres en ningún foro. Deben de estar los que más se lo merezcan.
Pero no es de paridad sino de una poetisa y novelista de quien quería escribir y hacerlo sobre una de las más afamadas: Carolina Coronado.
Nació esta poetisa de tan sonoro nombre, al parecer,  en 1823, en la extremeña ciudad de Almendralejo, donde unos años antes había nacido Espronceda, uno de los mejores poetas del romanticismo español. El día de su nacimiento no está debidamente centrado, pues desde el año 20 al 23, se barajan distintas fechas, todas, al parecer, imprecisas.
Siendo aún muy niña, su padre fue destinado a Badajoz como secretario de la diputación, pero poco duró este bienestar, porque acabado el trienio liberal, su padre fue encarcelado por los seguidores del régimen absolutista de Fernando VII.
En el seno de una familia acomodada, sin llegar a ricos, Carolina pasó su infancia y juventud aprendiendo lo que las jóvenes de la época aprendían y que tan importante era para cuando, alcanzada la madurez, tuvieran que hacer frente a toda una familia. Bordar, coser, algo de cocina, la forma de educar a los hijos y poco más, eran los aprendizajes de una joven que ya sentía en su interior la llamada de las letras y en las que se afanaba en los ratos que aguja y dedal le daban asueto y siempre a escondidas de su padre que no veía con buenos ojos esa inclinación literaria.
Pronto se conoció, en su más estrecho entorno, la habilidad para versar que la joven demostraba, pero su arte poético no hubiera sido decisivo si en su vida no hubiera ocurrido un grave incidente.
Carolina padecía la extraña enfermedad de catalepsia, que consiste en una muerte aparente que se puede sufrir por múltiples causas y que si actualmente aún no está perfectamente estudiada, hace casi doscientos años, no se tenía ni la más remota idea de cual era la causa y cual el remedio, si bien se conocía que tenía mucho que ver con la estabilidad emocional, de la que Carolina dio muchas muestras de carecer. Era nerviosa, poco equilibrada, de carácter cambiante. hoy se diría que era de una personalidad disociada.
Así, cierto día, cuando ya Carolina era una joven desarrollada, sufrió esta muerte súbita que a todos confundió, hasta el extremo de que se llegó a publicar una nota necrológica, en la que se glosaban los méritos literarios de la joven y el tremendo desastre que suponía la pérdida de un gran talento literario.
Pero Carolina “resucitó” al día siguiente para alegría de todos, y tuvo además, dos gratas experiencias como consecuencia de su repentina y breve muerte.


Retrato de Carolina donde se aprecia su belleza

La primera fue que pudo leer la noticia en el panfleto local y advertir cómo sus conciudadanos estimaban su poesía y la segunda, quizás más significativa en su vida, que el propio Espronceda, ya consumado poeta, supiese de la existencia de la joven que padecía tan extraña enfermedad y que tan bien manejaba la pluma, para coser palabras, como la aguja y el ganchillo para tejer.
Con el apoyo del poeta, Carolina se dio a conocer en círculos literarios y tertulias literarias, pero su condición de mujer no le facilitaba nada la publicación de sus obras.
Hasta 1843, no consiguió publicar sus primeras poesías, que le acarrearon gran fama y reconocimiento y le permitieron ser admitida en el Instituto Español de las Letras y en los Liceos de muchas capitales españolas.
El reconocimiento público de la poetisa abrió muchas puertas a otras mujeres y la cultura “empezó a democratizarse”, si bien todavía con restricciones en los medios escritos, donde se constreñían las creaciones femeninas a lugares poco propios de la prensa escrita, amen de que los temas sobre los que debían versar tenían que ser fundamentalmente afectivos, es decir: expresiones ante el dolor, el amor a padres o hermanos, afección por la muerte, etc., conservando, además un tono lineal, sin explosiones de pasión humana y con absoluta objetividad. Poesía castrada y tanto, que a una mujer poeta no se la llamaba así, sino poetisa, termino acuñado en aquellos años.
En el año siguiente, la joven Carolina volvió a tener un ataque de catalepsia y todos la volvieron a dar por muerta.
En aquella época, en la que los remedios médicos eran tan escasos y tan poco fiables para combatir las verdaderas causas de la enfermedad, los médicos siempre prescribían lo mismo: tomar aguas en algún balneario, viajar, lecturas evasivas, comida sana, vida reposada, a poder ser en entorno bucólico y alguna que otra sangría para compensar los humores del cuerpo.
Carolina estuvo viajando y apareció por Cádiz, en donde se quedó algún tiempo hasta que en 1850, se estableció con su familia en Madrid.
Allí conoció a un diplomático norteamericano llamado Horacio Perry, del que se enamoró perdidamente y con el que se casó dos años después, no sin antes hacerle el numerito de la falsa muerte, cuando el yanqui pareció no querer saber nada de ella.
En aquella época la llamada “religión mixta” era un impedimento dirimente para el matrimonio, así que los novios tuvieron que celebrar dos bodas, una por el rito protestante, en Gibraltar y la otra, católica, en París. Todo muy sencillo y además, a Horacio lo mandan a Lisboa, como representante consular.
Allí vivieron un verdadero idilio. Se instalaron en un palacete en la localidad de Poço do Obispo, conocido como el palacio de Mitra, cerca de Lisboa en donde nace su primera hija, Carolina y luego su hijo Carlos Horacio, que muere muy joven.

Salón del palacete de Mitra

Siempre fue la poetisa una enferma mental atormentada por la muerte y de tal manera obsesionada, que cuando años después, murió su marido, no lo quiso enterrar, sino que lo mandó embalsamar y lo colocó en una habitación de su palacete, en la que Carolina pasaba horas hablándole de todo lo relacionado con la vida diaria, desde cómo se comportaba su hija, hasta lo mal que les iban los negocios del incipiente telégrafo, en el que Horacio se había metido y en el que se iba despeñando, poco a poco, toda su fortuna, que no era nada desdeñable.

Como es natural, el difunto esposo, a pesar de aquel inmejorable aspecto de vida y salud que el embalsamamiento y los afeites que ella le aplicaba, le hacían parecer, estaba muerto y bien muerto, por lo que jamás respondió a las preguntas o los comentarios de la amante esposa, razón por la que ésta lo llamaba “El Silencioso”, eso sí, con todo cariño.

2 comentarios:

  1. Interesante artículo....idos y locas ha habido siempre. Jjjj

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  2. Enhorabuena por esas 90.000 visitas a tu página... Vamos de momento a por los 100.000. Un abrazo Jose Mari.

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