Hace ya
algunos años, escribí un artículo sobre dos guerras que resultaron ser, por sus
circunstancias antagónicas, la más corta
y la más larga de la historia.
La corta,
apenas duró una hora, la más larga, duró tres siglos, en los que ninguno de los
dos contendientes supo que estaban en guerra.
No tan larga
como la última, pero sí lo suficiente, por sus ciento setenta y dos años, para
ser la más larga de nuestra historia, es esta guerra entre un modestísimo
pueblo andaluz y una potencia mundial como era Dinamarca, aunque en aquel
artículo que antes mencionaba, hablaba de la Reconquista que, con sus
altibajos, duró ochocientos años (http://unalupasobrelahistoria.blogspot.com.es/2013/04/la-mas-corta-y-la-mas-larga.html
).
Las cosas
hubieran seguido como si nada pasase de no haber sido por un historiador e
investigador llamado Vicente González Barberán que, en 1981, era el Delegado Provincial
de Cultura de Granada.
González
Barberán, hurgando en los archivos de la provincia, encontró un documento
traspapelado, al que desde el once de noviembre de 1809, nadie había prestado
la más mínima atención. El contenido de aquel folio causó una extraordinaria
sorpresa y se convirtió de inmediato en noticia.
Noticia que apareció
en el periódico El Ideal, de Granada y allí se contaba cómo, desde el año 1809,
la ciudad granadina de Huéscar, situada al norte de la provincial casi
limítrofe con Albacete, había declarado, unilateralmente, la guerra a Dinamarca
y, lo más importante, las dos “fuerzas beligerantes” continuaban en guerra.
Todo un
esperpento que cuesta trabajo entender. ¿Cómo se puede adoptar una medida tan
descerebrada como la de atreverse, una ciudad perdida en la Sierra de la Sagra,
a declarar la guerra a toda una potencia como era Dinamarca?; pero así había
sido, claro que aquel país nórdico nunca se enteró de que un “poderoso” enemigo
le había colocado en semejante brete.
¿Qué podía
haber ocurrido, de tan extrema gravedad, como para impulsar a un hecho
semejante?
Texto del
acuerdo de la declaración de guerra
Realmente
pocas cosas pueden ser capaces de impulsar a un pueblo a declararse en guerra
contra un estado, pero lo que fuera, debería ser muy grave.
Quizás
tampoco lo era, lo que sucede es que hay que colocarse en el momento y las
circunstancias para comprender el apasionamiento que lleva a cometer semejante
desafuero.
En 1796
España y Francia, que acaban de poner fin a la Guerra del Rosellón que había durado
tres años, firmaron el que se conoce como Tratado de San Ildefonso, por haberse
suscrito en la Granja de ese nombre, entre Godoy, representando a Carlos IV y
el general Perignon, en nombre del Directorio francés.
Por ese
acuerdo, ambos países deciden aliarse en una política común frente a la eterna
rival de ambos, que no era otra que Inglaterra. Esa pésima alianza nos condujo
al desastre de Trafalgar, entre otras muchas desgracias.
Pasaron
algunos años y las relaciones entre ambos países solamente eran bien vistas por
una exigua parte de la población española, a los que despectivamente llamaban
“afrancesados”, mientras que el ejército y el grueso de la población veía con
muy malos ojos la política que estaba siguiendo el rey, a través de su valido
Manuel Godoy.
Los ejércitos
de Napoleón terminaron invadiendo pacíficamente España, país que,
supuestamente, era su aliado, ante la incapacidad del gobierno y la perplejidad
del pueblo.
Pero aquella
invasión, el intento de secuestro de la familia real española, el motín de
Aranjuez y, sobre todo, el Dos de Mayo de 1808, cambiaron radicalmente la
postura española que comprendió quien era verdaderamente su enemigo.
Junto a
Napoleón ya habíamos tenido bastantes disgustos como para seguir haciéndole la
rosca y la diplomacia española se puso a trabajar para conseguir una paz con
Gran Bretaña y una posterior ayuda para expulsar a los franceses de nuestro
territorio.
Esa es a
grandes rasgos la historia que puede ser consultada para refrescar la memoria,
o mejor aún, leerla en la ingente obra de Episodios Nacionales, donde se relata
de manera magistral y cuya lectura cautiva desde el principio y que recomiendo
apasionadamente.
En el año
1807, antes de los heroicos acontecimientos que tendrían lugar, primero en
Madrid y luego en toda España, cuando todavía Francia era nuestra aliada y
Godoy la máxima autoridad en España, incluido el rey, se envió a Dinamarca un
contingente formado por 13.355 hombres, 3.088 caballos, 25 cañones, 116
mujeres, 69 niños y 49 sirvientes, con la misión de apoyar a las tropas de
Napoleón.
Se
organizaron dos columnas que partieron, la primera de Irún, que cruzó Francia,
llegaron hasta Hannover, en el centro de Alemania; y la segunda de Port Bou,
encontrándose ambas en la ciudad alemana,
donde pasaron el grueso del invierno.
A principios
del año siguiente, las tropas españolas entraron en Dinamarca y se desplegaron
por toda la costa de la llamada Península de Jutlandia con la misión de impedir
cualquier desembarco de la armada británica, tarea en la que se afana el
contingente español. Pero al poco tiempo empiezan a llegar noticias de España.
Se ha
producido el motín de Aranjuez, la sublevación del Dos de Mayo, la entrega de
plazas fronterizas españolas al estado francés y, en definitiva, el inicio de
la Guerra de la Independencia.
Francia
advierte, con cierta preocupación, que a sus espaldas, tiene acantonado un
ejército bastante numeroso y con fama de aguerrido, lo que entraña un grave
peligro ahora que España y Gran Bretaña han firmado un acuerdo contra Napoleón,
por lo que el emperador francés ordena a sus generales que procedan a
dispersarlo.
Franceses y
daneses se empeñan en ello, pero los españoles se resisten y marchan, como van
pudiendo hacia la capital, Copenhague, a cuyas puertas son detenidos por el
ejército danés.
Desde España
se inicia un plan de evacuación que entraña muchas dificultades, pues han de
confiar en que buques de la armada británica consigan embarcar a los españoles
para llevarlos a Suecia, donde serían recogidos por barcos españoles.
En fin, toda
una operación de extraordinaria complejidad agravada por la dificultad de las
comunicaciones y los impedimentos que franceses y daneses oponían
constantemente.
Por fin, el
5 de septiembre llegaron a Suecia treinta y siete buques españoles que
embarcaron a casi nueve mil de las personas destacadas, a los que trasladaron
hasta diferentes puertos del Cantábrico: Santander, Santoña y Ribadeo. Pero
quedaron en Dinamarca cinco mil hombres y el contingente de caballería que los
daneses entregaron a Francia.
En
represalia, el gobierno español, que por aquella época se encontraba en
Sevilla, huyendo de los ejércitos franceses y refugiándose lo más al sur que
podía, no teniendo nada que perder, ordenó el apresamiento de todos los buques
con pabellón danés que hubiera en los puertos españoles, rompiendo, a la vez,
toda comunicación con Dinamarca.
En el curso
de esa operación se capturaron veintidós buques, entre ellos una corbeta de
guerra llamada Diana.
Todo el
cargamento fue vendido y los buques impedidos de zarpar.
A la vez, se
enviaron emisarios a las provincias españolas que no estaban aún ocupadas por
los ejércitos franceses, con instrucciones de que se tomasen toda clase de
medidas que fuesen contra los intereses de Dinamarca.
Lo cierto es
que exceptuando los puertos más importantes, el resto del territorio nacional
no tenía relaciones de ninguna clase con el país nórdico, por lo que la medida,
en tierras del interior, no tuvo ningún eco, menos en Huéscar.
Allí sí que
tuvo repercusión, porque su Ayuntamiento, por unanimidad, decidió aquel once de
noviembre declararle la guerra a Dinamarca.
Y así continuaríamos
de no ser porque hay personas que escudriñan en la historia y sacan a la luz
cosas tan curiosas como esta.
Naturalmente,
se decidió que había que firmar la paz de la manera más inmediata y poner fin a
ciento setenta y dos años de hostilidades en los que no ocurrió absolutamente
nada.
Con un
pueblo de balcones engalanados, en donde proliferaron los trajes regionales de
una multitud de vecinos de aquél y de otros pueblos limítrofes, el embajador
danés en España y el alcalde de Huéscar, en presencia de las principales
autoridades civiles y militares de la provincia de Granada, firmaron
protocolariamente la paz.
Incluso un
piquete de soldados, con uniformes de época, desfilaron marcialmente por el
pueblo, dando sabor al acto.
Piquete de
soldados desfilando
Y lo más
sorprendente fue que, varios centenares de ciudadanos daneses, que se
encontraban en España, casi todos por motivos turísticos, se presentaron en el
pueblo para tomar parte del acto y para mayor colorido y vistosidad, algunos de
ellos fueron disfrazados de vikingos.
Humor
vikingo
Como es
natural hubo prensa nacional y extranjera que acudió a cubrir tan insólito acto
que, como también suele ser natural, terminó en vinos y magníficas chacinas de
la zona, con colofón de abrazos y alguna que otra lágrima de emoción.
Curioso y divertido artículo que he leído con una sonrisa el día de Navidad
ResponderEliminarGracias José María un abrazo