Mi primer
destino como Comisario fue la histórica ciudad de Zamora. Allí pasé tres años
disfrutando del destino más agradable que tuve a lo largo de mi vida
profesional.
Amigos,
charlas, historia, románico y gastronomía. ¡Menudo coctel se me presentó como
venido del cielo!
Allí conocí
a un compañero, docto aficionado a la historia con el que sigo manteniendo una
estrecha amistad y que me enseñó muchísimas cosas de las ásperas tierras
zamoranas.
Hace unos
meses, llegó a mis manos un estudio bastante serio sobre un convento de la
capital, el de las Dueñas y como es natural, de inmediato me puse en contacto
con mi amigo y tocayo.
Como también
es natural, él conocía perfectamente dicho convento, en donde yo mismo había
comprado los exquisitos dulces que fabrican las monjas. Me contó una historia
que el documento que yo había encontrado corroboraba perfectamente.
Hace ya unas
décadas, mi amigo quiso hacer una investigación en los archivos del mencionado
convento, para lo que se valió de sus influencias y consiguió que el obispado
le diera una carta de presentación para la madre superiora de las Dueñas a fin
de que ésta le permitiese la entrada a sus archivos y la investigación que se
proponía llevar a cabo.
Con el
salvoconducto obispal, mi amigo se dirigió una fría mañana, muy ufano, al
convento de Las Dueñas, al otro lado del Duero, en el llamado barrio de San
Frontis. Tras el protocolario acto de presentación, llegó la superiora a la que
le fue entregada la carta del obispo.
La respuesta
de la superiora dejó a mi amigo como hecho de piedra: Muy bien, pero el señor
obispo no tiene ninguna autoridad en este convento.
Sentenció la
madre, a la vez que alargaba la carta, devolviéndosela a mi amigo. Sorpresa,
incredulidad, estupefacción, fueron sus naturales reacciones.
¿Cómo es
posible que el obispo, la máxima autoridad de la diócesis, no tuviera potestad
en aquel convento?
Eso era algo
que ya aclararía, de momento era necesario camelar a la abadesa para que, de
todas formas, le permitiera realizar su investigación. Pocas cosas hay que mi
amigo no sea capaz de conseguir con la palabra y en aquella ocasión, aunque la
abadesa se le resistió un poco, terminó permitiendo que realizara su
investigación.
Era un
archivo completamente virgen del que emergieron infinidad de datos que pasaron
a engrosar la ya dilatada historia zamorana. Pero eso, evidentemente, es
también otra historia.
La que ocupa
este artículo está unida a la exagerada religiosidad que presentaba la sociedad
castellana a principios del siglo XIII, hasta el punto que las órdenes
religiosas empezaron a abandonar sus enclaves monásticos de los medios rurales
aislados, en donde los monjes vivían observando estrictamente las normas de las
distintas órdenes religiosas, pero que en casi todas se circunscribían a
pobreza, ayuno, castidad y oración, para trasladarse a las ciudades. Se
abandona el sentimiento de pobreza y se sustituye por la prédica y la
mendicidad, acercándose a los más necesitados que suelen estar en los núcleos
urbanos. Surgen así las órdenes mendicantes, representadas principalmente por
franciscanos y dominicos.
A principios
de ese mismo siglo XIII, llegó a Zamora Domingo de Guzmán, que con el tiempo
sería conocido como Santo Domingo, fundador de la orden de los dominicos,
quizás la que más fuerza ha tenido dentro de la Iglesia y a la que han
pertenecido personajes tan relevantes como Santo Tomás de Aquino o San Alberto
Magno. Domingo se alojó en casa de una tía, María de Guzmán. La intención que
le había llevado hasta allí era abrir un convento de la orden que había creado,
a orillas del Padre Duero.
El primer
convento que había fundado era un monasterio femenino, en Francia, y a
semejanza de aquél, quería hacerlo en Zamora.
Su tía y
otra dama de la que se sabe se llamaba Sancha, se apuntan a la obra fundadora y
ceden algunas posesiones con el fin de acoger a un grupo de mujeres, viudas en
su mayoría, con las que se funda el Monasterio de Santa María de las Dueñas,
bajo la disciplina de la orden de los dominicos y las reglas monacales de San
Agustín.
Dueñas era
el término que se daba a las monjas, o beatas, que vivían en comunidad y que
solían ser mujeres de cierta posición social, muchas veces viudas de caballeros
o ricos-hombres, que a la muerte del esposo no deseaban contraer nuevas nupcias;
aunque también había otras a las que la viudedad no les había dejado nada más
que el estatus social y telarañas en la alacena, por lo que recurrían al
convento como medio de subsistencia.
Hacia
mediados de siglo, las instalaciones que en principio se cedieron y que estaban
en el interior de las murallas, se habían quedado pequeñas y se trasladaron
fuera de la ciudad, al otro lado del río, a un amplio edificio adquirido por
dos damas zamoranas, madre e hija. En aquel lugar, con las consiguientes reformas
y adaptaciones, permaneció el convento durante siglos, hasta que en el pasado
XIX se trasladaron al que aún ocupan y que en principio iba a ser un palacete
que un hombre rico cedió a las monjas cuando estaba en muy avanzado estado de
construcción.
Aspecto
actual del convento de Las Dueñas
Surgió así
lo que se podría clasificar como uno de los escasos conventos que respeta las
llamadas reglas de San Agustín, pero bajo el manto exclusivamente dominico,
orden religiosa que se había creado por Bula del papa Honorio III, en 1216 y en
la que se reconocía su dependencia total del pontífice, quedando muy de soslayo
la obediencia que debieran a los obispos y otros prelados; y así, las monjas de
Las Dueñas, se resistían a acatar ninguna autoridad, ni episcopal, ni laica.
En el centro
de Europa había surgido un movimiento similar al de las Dueñas. Eran las
beguinas, mitad monjas, mitad laicas, que formaban comunidades de mujeres de todas las clases sociales que
optaban por recluirse en conventos y monasterios sin normas estrictas, como
alternativa al matrimonio o la clausura. Sobrevivían de su trabajo como
maestras, enfermeras, costureras, bordadoras, pasteleras y, sobre todo, de las
múltiples herencias y donaciones que recibían y que pronto la Iglesia interpretó
que, de alguna manera, eran escamoteos que se hacían a lo que podría ser su propio
patrimonio.
Así que el
convento de las Dueñas optó por la ecléctica solución de ceder al obispado de
Zamora los diezmos y primicias, a cambio de no tener ninguna otra dependencia
del poder episcopal.
En aquella
época ocupaba la poltrona diocesana un obispo llamado don Suero Pérez de
Velasco, muy allegado al rey Alfonso X, guardián del sello real y designado
directamente por el rey. Quiere decir esto que era uno de los obispos más
influyentes y poderosos del panorama que presentaba en esos momentos el reino
de León.
Descontento
con el cariz que iban tomando los acontecimientos, respecto de aquellas monjas
que no acataban su autoridad, giró una visita al convento, por otra parte a
escasos metros del palacio episcopal, aunque para llegar hasta el debiera
cruzar el Duero.
Se hizo
acompañar el tal don Suero del abad de Moreruela, convento de la orden
cisterciense y el de Valparaíso, fundado por Fernando III, El Santo, que había
nacido en aquel lugar (Peleas de Arriba), los dos conventos más importantes de
la provincia.
Llegados al
convento de las Dueñas, reúnen a todas en capítulo e imaginamos que llegarían
amenazas y otras lisuras, por parte de los “pater eclesiastaes”, conminando a
las díscolas monjas a volver al redil de la obediencia.
No debió
terminar muy bien aquella reunión, porque don Suero aceptó que dos de las
monjas más críticas con su postura, doña Gimena Rodríguez y doña Marina
Roderici (posiblemente madre e hija), tomaran la dirección del convento,
pensando que quizás volvieran a la obediencia. Pero no fue así.
Persistieron
en su postura y no comparecieron cuando fueron citadas a dar explicaciones.
Mientras,
recibían a sus “colegas” dominicos en sus celdas, se negaban a los rezos,
salían del convento solas y no respetaban las horas, nombre que reciben en los monasterios
los rezos que tenían lugar a lo largo de todo el día y de la noche.
El obispo,
don Suero, quiso escarmentar a aquella comunidad y se personó nuevamente en el
convento, comenzando a interrogar a las monjas, muchas de las cuales
reconocieron que era verdad todo lo que se decía de ella, pero otras no solo no
asumieron la autoridad del obispo, sino que se marcharon con sus amantes.
Tuvo que
intervenir ante el Papa, entonces Honorio IV, la máxima autoridad de la orden
dominica, quejándose del acoso que el obispo ejercía sobre un convento que no
estaba bajo su autoridad.
Lo cierto es
que el papa llamó al obispo don Suero para que en el plazo de cuatro meses se
presentara ante él, en el Vaticano, orden que don Suero no pudo cumplir porque
en ese período le sobrevino la muerte.
El convento
siguió funcionando a su aire y sin acatar otra autoridad que la de su orden y,
al parecer, y por lo que mi amigo me contó, así sigue siendo hoy día, porque lo
primero que la abadesa le dijo y eso debe ser como el estandarte que tienden,
es que “aquí el obispo no manda nada”.
La muerte
súbita de don Suero se debió, probablemente, al berrinche que debió coger el
obispo más poderoso del reino, cuando pudo comprobar que aquellas monjas,
díscolas y pecadoras, tenían más poder que él.
Curioso e interesante artículo...
ResponderEliminarCreo que quedan cuatro dueñas, ahora monjas.
ResponderEliminar¿Quién hará los dulces?
Un abrazo.