En 1933 el
antropólogo francés Marcel Griaule participó en una expedición que cruzó
África, desde Senegal a Djibouti, atravesando todo el corazón sahariano de lo
que entonces se llamaba África Occidental Francesa. En su recorrido quedó
sorprendido cuando al cruzar Malí y a unos cuatrocientos kilómetros al sur de
Tombuctú, se encontraron con un pueblo sorprendente, del que hasta ese momento
no se había oído hablar.
Era el
pueblo Dogón, un grupo étnico que no llega al millón de almas y que anduvo
vagando por el desierto hasta que se asentó hacia el sur del río Níger, hace
unos mil años. Desde entonces allí han permanecido, prosperando poquísimo en su
cultura o su bienestar.
Se sabe que
proceden de un pueblo llamado por los griegos “garamantes”, de los que también
proceden los actuales “tuareg” y que no dudaban en comer carne humana, si la
necesidad los impulsaba.
Las
peculiaridades de este grupo, su cultura, pinturas, esculturas y grabados,
vestidos y construcciones, fueron revelados al mundo por Griaule que tras su
primer contacto con ellos, volvió en otra expedición y se quedó a vivir con
aquella extraña tribu que había permanecido impermeable al avance del Islam en
toda la zona, aunque algunos grupos muy reducidos son mahometanos, como otros,
de igual porcentaje, son cristianos. Los dogón, como pueblo, siguen siendo en
su conjunto animistas, en cuyas creencias predomina un espíritu ancestral al
que llaman Nommo y la adoración a una estrella, según llega a descubrir Griaule.
Los conocimientos
que aquel pueblo poseía sobre aquella estrella y sobre astronomía en general
dejaron sorprendido al expedicionario que, habiéndose ganado la confianza de
los chamanes y de los ancianos, empezó a recibir información, cada vez más
interesante y enigmática, sobre todo de un chamán llamado “Ogotemmeli”, que
parecía ser quien más conocimientos tenía.
El chamán
Ogotemmeli (foto publicada por El Mundo)
A raíz de la
divulgación de las noticias etnográficas del explorador francés, acaba la
Segunda Guerra Mundial y cuando el mundo empezó a despertar del terrible sueño,
aquella región inhóspita empezó a ser visitada por turistas curiosos, atraídos
no solamente por las especiales características de aquella etnia, sino por los
conocimientos y las tradiciones que durante muchos milenios habían sabido
guardar por tradición oral.
Los dogón
contaron al antropólogo que aquella estrella a la que ellos adoraban se llamaba
“Digitaria”, al menos así lo entendió el francés, que inmediatamente la
identificó con Sirio, el astro más brillante del firmamento que puede verse a
simple vista desde el polo Sur hasta el paralelo que pasa por Islandia. Más al
norte ya no es visible.
Contaron
aquellos hombres que Sirio no era una sola estrella, sino tres, circunstancia
que sorprendió al antropólogo, pues estaba muy reciente el descubrimiento de
Sirio-2, que no se aprecia a simple vista y nadie había hablado de una tercera
estrella. También le dijeron que la segunda estrella, a la que ellos llaman
también “Po Tolo” y a la que veneraban más que a su hermana mayor, era del
material más pesado que existe en el universo y que su órbita era de cincuenta
años, circunstancia que aprovechaban para realizar una celebración especial, a
la que ellos llaman “Sigui”.
Para estas
festividades usan unas máscaras especiales que, acabada la celebración guardan
celosamente en unas cuevas, de donde son recuperadas cincuenta años más tarde.
Estas máscaras se han podido examinar y son de una antigüedad superior a los
siete siglos.
Para los
dogón, una tercera estrella a la que llaman “El Sol de las mujeres”, mucho
mayor que la “Po Tolo”, pero menos pesada, gira alrededor de Sirio 1, en una
órbita de cincuenta años también. Alrededor de “El Sol de la mujeres” que ellos
llaman “Emme Ya”, gira un satélite: “La estrella de las mujeres”.
Esta tercera
estrella, Sirio 3 y su planeta, no han sido descubierta hasta 1995.
Sirio, está
a una distancia relativamente cerca de La Tierra, a solamente 8,6 años luz y es
veinticinco veces más luminosa que el Sol, circula a enorme velocidad por el
firmamento y tiene una órbita muy singular, sinuosa.
Esas
circunstancias y cierta fluctuación en su luminosidad hizo pensar al astrónomo
alemán Bessel, en 1844, que Sirio debía tener otra estrella que la acompañara y
que no era visible por efecto de la extraordinaria luminosidad que desprendía.
En efecto,
años más tarde, el astrónomo estadounidense Graham Clark por fin pudo
observarla. Se llamó Sirio-2 y no ha podido ser fotografiada hasta 1970.
Resultó ser
del tamaño de La Tierra, pero con una masa que supone la mitad de la del Sol y
fue clasificada como estrella enana blanca. Estas dos estrellas están ligadas
en su desplazamiento por el universo y la pequeña va girando alrededor de la
mayor, dándole una vuelta cada cincuenta años.
La
observación científica de aquellas dos estrellas, hizo notar que la órbita de
la más pequeña presentaba ciertas anomalías, desviaciones puntuales o
modificación de la velocidad que hizo pensar a los científicos que unas tercera
estrella estuviera también ocultada por la brillantez de Sirio. Sería la Sirio
3, el número que los dogón atribuían a aquella pequeña constelación. Pero es
que también conocían los cuatro satélites de Júpiter y los anillos de Saturno.
Cuando
Marcel Griaule dio a conocer aquellas explicaciones de los ancianos dogón, el
mundo científico quedó sorprendido. ¿Cómo era posible que aquella gente,
perdida en la inmensidad del desierto, sin apenas contacto con otros pueblos y
mucho menos con las civilizaciones actuales, tuviera ese conocimiento?
La explicación
la daban ellos mismos: sus conocimientos procedían de los dioses que hacía
muchísimos años los habían visitado.
Aquellos
dioses a los que identifican como “Nommo”, procedían del planeta que ellos
llamaban “La estrella de las mujeres” y llegaron a la Tierra hace unos cinco
mil años. Según lo describen sus tradiciones orales, eran unos extraños seres
con más apariencia de pez que de hombres, por eso ellos los designan como “Los
maestros del agua”, que es lo que viene a definir la palabra “Nommo”, los que
les enseñaron todo aquello sobre astronomía y sobre otras muchas cosas, para
hacerles la vida más fácil.
Como es
natural, la comunidad científica se dividió en dos corrientes francamente
encontradas. Por un lado los partidarios de la teoría de los visitantes del
espacio, con Robert Temple a la cabeza con su libro El Misterio de Sirio y por
el otro, nada menos que Carl Sagan que defiende que esos conocimientos que
demuestra tener el pueblo dogón, pueden haber sido adquiridos recientemente, de
viajeros como Griaule e incluso por la vuelta de algunos individuos de la tribu
que hubiesen emigrado a otros lugares de más avanzada civilización, como los
que lucharon en el ejército francés durante la Primera Guerra Mundial.
Todo esto lo
explica prolijamente Sagán en un libro que se titula El cerebro de Broca, pero
aunque su autoridad en esta materia no la discute nadie, resulta muy peregrino
que el científico venga a asegurar que una persona con una vista
extraordinaria, puede ser capaz de observar los cuatro satélites de Júpiter sin
la ayuda de ninguna óptica, o que ese mismo pueda apreciar el anillo de
Saturno.
Eso lo dice
Carl Sagan en el capítulo sexto de su libro que se titula “Enanas blancas y
hombrecillos verdes” y trata de justificar que cualquiera de las hipótesis que
entran en el ámbito de lo que para él es normal, como que esos conocimientos
procedan de contactos con europeos, o de la vista de lince de un ciudadano
dogón privilegiado, es mucho más plausible que la llegada, en tiempo inmemorial,
de unos seres del espacio con aspecto de anfibios que dijeron que procedían del
satélite de Sirio 3 que ellos denominaban “Estrella de las mujeres”.
Es cierto
que es mejor creer en lo más fácilmente posible que en las teorías
indemostrables, pero hay que hacerse algunas preguntas, como por ejemplo, si
hace setecientos años, de cuando datan las máscaras festivas de aquel pueblo,
los europeos ya viajaban al centro de África o si los dogón marchaban a luchar
como mercenarios en Europa y si Europa conocía ya los satélites de Júpiter, el
anillo de Saturno o la Sirio 2, teniendo muy presente que la tercera estrella y
su satélite no fueron descubiertas hasta 1995, once años después de que Carl
Sagan hubiese escrito su libro.
Yo no creo en ovnis, ni en seres de otros planetas, pero estoy seguro de que son como las “meigas” y si no a qué obedecen tantos testimonios gráficos como se están descubriendo continuamente.
Yo no creo en ovnis, ni en seres de otros planetas, pero estoy seguro de que son como las “meigas” y si no a qué obedecen tantos testimonios gráficos como se están descubriendo continuamente.
Me recuerda al mapa de Piri Reis con dibujos de la parte más meridional de América, ignota entonces.
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