lunes, 31 de julio de 2017

EL FUTURO EN EL PASADO




En 1933 el antropólogo francés Marcel Griaule participó en una expedición que cruzó África, desde Senegal a Djibouti, atravesando todo el corazón sahariano de lo que entonces se llamaba África Occidental Francesa. En su recorrido quedó sorprendido cuando al cruzar Malí y a unos cuatrocientos kilómetros al sur de Tombuctú, se encontraron con un pueblo sorprendente, del que hasta ese momento no se había oído hablar.
Era el pueblo Dogón, un grupo étnico que no llega al millón de almas y que anduvo vagando por el desierto hasta que se asentó hacia el sur del río Níger, hace unos mil años. Desde entonces allí han permanecido, prosperando poquísimo en su cultura o su bienestar.
Se sabe que proceden de un pueblo llamado por los griegos “garamantes”, de los que también proceden los actuales “tuareg” y que no dudaban en comer carne humana, si la necesidad los impulsaba.
Las peculiaridades de este grupo, su cultura, pinturas, esculturas y grabados, vestidos y construcciones, fueron revelados al mundo por Griaule que tras su primer contacto con ellos, volvió en otra expedición y se quedó a vivir con aquella extraña tribu que había permanecido impermeable al avance del Islam en toda la zona, aunque algunos grupos muy reducidos son mahometanos, como otros, de igual porcentaje, son cristianos. Los dogón, como pueblo, siguen siendo en su conjunto animistas, en cuyas creencias predomina un espíritu ancestral al que llaman Nommo y la adoración a una estrella, según llega a descubrir Griaule.
Los conocimientos que aquel pueblo poseía sobre aquella estrella y sobre astronomía en general dejaron sorprendido al expedicionario que, habiéndose ganado la confianza de los chamanes y de los ancianos, empezó a recibir información, cada vez más interesante y enigmática, sobre todo de un chamán llamado “Ogotemmeli”, que parecía ser quien más conocimientos tenía.

El chamán Ogotemmeli (foto publicada por El Mundo)


A raíz de la divulgación de las noticias etnográficas del explorador francés, acaba la Segunda Guerra Mundial y cuando el mundo empezó a despertar del terrible sueño, aquella región inhóspita empezó a ser visitada por turistas curiosos, atraídos no solamente por las especiales características de aquella etnia, sino por los conocimientos y las tradiciones que durante muchos milenios habían sabido guardar por tradición oral.
Los dogón contaron al antropólogo que aquella estrella a la que ellos adoraban se llamaba “Digitaria”, al menos así lo entendió el francés, que inmediatamente la identificó con Sirio, el astro más brillante del firmamento que puede verse a simple vista desde el polo Sur hasta el paralelo que pasa por Islandia. Más al norte ya no es visible.
Contaron aquellos hombres que Sirio no era una sola estrella, sino tres, circunstancia que sorprendió al antropólogo, pues estaba muy reciente el descubrimiento de Sirio-2, que no se aprecia a simple vista y nadie había hablado de una tercera estrella. También le dijeron que la segunda estrella, a la que ellos llaman también “Po Tolo” y a la que veneraban más que a su hermana mayor, era del material más pesado que existe en el universo y que su órbita era de cincuenta años, circunstancia que aprovechaban para realizar una celebración especial, a la que ellos llaman “Sigui”.
Para estas festividades usan unas máscaras especiales que, acabada la celebración guardan celosamente en unas cuevas, de donde son recuperadas cincuenta años más tarde. Estas máscaras se han podido examinar y son de una antigüedad superior a los siete siglos.
Para los dogón, una tercera estrella a la que llaman “El Sol de las mujeres”, mucho mayor que la “Po Tolo”, pero menos pesada, gira alrededor de Sirio 1, en una órbita de cincuenta años también. Alrededor de “El Sol de la mujeres” que ellos llaman “Emme Ya”, gira un satélite: “La estrella de las mujeres”.
Esta tercera estrella, Sirio 3 y su planeta, no han sido descubierta hasta 1995.
Sirio, está a una distancia relativamente cerca de La Tierra, a solamente 8,6 años luz y es veinticinco veces más luminosa que el Sol, circula a enorme velocidad por el firmamento y tiene una órbita muy singular, sinuosa.
Esas circunstancias y cierta fluctuación en su luminosidad hizo pensar al astrónomo alemán Bessel, en 1844, que Sirio debía tener otra estrella que la acompañara y que no era visible por efecto de la extraordinaria luminosidad que desprendía.
En efecto, años más tarde, el astrónomo estadounidense Graham Clark por fin pudo observarla. Se llamó Sirio-2 y no ha podido ser fotografiada hasta 1970.
Resultó ser del tamaño de La Tierra, pero con una masa que supone la mitad de la del Sol y fue clasificada como estrella enana blanca. Estas dos estrellas están ligadas en su desplazamiento por el universo y la pequeña va girando alrededor de la mayor, dándole una vuelta cada cincuenta años.
La observación científica de aquellas dos estrellas, hizo notar que la órbita de la más pequeña presentaba ciertas anomalías, desviaciones puntuales o modificación de la velocidad que hizo pensar a los científicos que unas tercera estrella estuviera también ocultada por la brillantez de Sirio. Sería la Sirio 3, el número que los dogón atribuían a aquella pequeña constelación. Pero es que también conocían los cuatro satélites de Júpiter y los anillos de Saturno.
Cuando Marcel Griaule dio a conocer aquellas explicaciones de los ancianos dogón, el mundo científico quedó sorprendido. ¿Cómo era posible que aquella gente, perdida en la inmensidad del desierto, sin apenas contacto con otros pueblos y mucho menos con las civilizaciones actuales, tuviera ese conocimiento?
La explicación la daban ellos mismos: sus conocimientos procedían de los dioses que hacía muchísimos años los habían visitado.
Aquellos dioses a los que identifican como “Nommo”, procedían del planeta que ellos llamaban “La estrella de las mujeres” y llegaron a la Tierra hace unos cinco mil años. Según lo describen sus tradiciones orales, eran unos extraños seres con más apariencia de pez que de hombres, por eso ellos los designan como “Los maestros del agua”, que es lo que viene a definir la palabra “Nommo”, los que les enseñaron todo aquello sobre astronomía y sobre otras muchas cosas, para hacerles la vida más fácil.
Como es natural, la comunidad científica se dividió en dos corrientes francamente encontradas. Por un lado los partidarios de la teoría de los visitantes del espacio, con Robert Temple a la cabeza con su libro El Misterio de Sirio y por el otro, nada menos que Carl Sagan que defiende que esos conocimientos que demuestra tener el pueblo dogón, pueden haber sido adquiridos recientemente, de viajeros como Griaule e incluso por la vuelta de algunos individuos de la tribu que hubiesen emigrado a otros lugares de más avanzada civilización, como los que lucharon en el ejército francés durante la Primera Guerra Mundial.
Todo esto lo explica prolijamente Sagán en un libro que se titula El cerebro de Broca, pero aunque su autoridad en esta materia no la discute nadie, resulta muy peregrino que el científico venga a asegurar que una persona con una vista extraordinaria, puede ser capaz de observar los cuatro satélites de Júpiter sin la ayuda de ninguna óptica, o que ese mismo pueda apreciar el anillo de Saturno.
Eso lo dice Carl Sagan en el capítulo sexto de su libro que se titula “Enanas blancas y hombrecillos verdes” y trata de justificar que cualquiera de las hipótesis que entran en el ámbito de lo que para él es normal, como que esos conocimientos procedan de contactos con europeos, o de la vista de lince de un ciudadano dogón privilegiado, es mucho más plausible que la llegada, en tiempo inmemorial, de unos seres del espacio con aspecto de anfibios que dijeron que procedían del satélite de Sirio 3 que ellos denominaban “Estrella de las mujeres”.
Es cierto que es mejor creer en lo más fácilmente posible que en las teorías indemostrables, pero hay que hacerse algunas preguntas, como por ejemplo, si hace setecientos años, de cuando datan las máscaras festivas de aquel pueblo, los europeos ya viajaban al centro de África o si los dogón marchaban a luchar como mercenarios en Europa y si Europa conocía ya los satélites de Júpiter, el anillo de Saturno o la Sirio 2, teniendo muy presente que la tercera estrella y su satélite no fueron descubiertas hasta 1995, once años después de que Carl Sagan hubiese escrito su libro. 
Yo no creo en ovnis, ni en seres de otros planetas, pero estoy seguro de que son como las “meigas” y si no a qué obedecen tantos testimonios gráficos como se están descubriendo continuamente.

1 comentario:

  1. Me recuerda al mapa de Piri Reis con dibujos de la parte más meridional de América, ignota entonces.

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