viernes, 6 de octubre de 2017

DOS VIDENTES BIEN DISTINTOS



El don de profetizar, de ver el futuro dentro de un sueño, en un trance o cualquier otra forma de visión, ha llegado incluso a ser una profesión. Una profesión, por cierto bien remunerada y a la que se han apuntado tanto los visionarios “de verdad”, es decir, aquellos que realmente tenían visiones, como farsantes y falsarios que al olor de los beneficios y apoyados por una imaginación desbordada, se han atrevido a vaticinar, sin ninguna clase de escrúpulo.
Actualmente, a un mal augur no le va a caer más que el olvido pero antes, hace algunos siglos le caía hasta la muerte en la hoguera.
La razón era bien sencilla: en una sociedad que por encima de todo trataba de preservar los valores espirituales y que no toleraba la más mínima fisura en las creencias religiosas, nadie que pudiera predecir el futuro podía ser obra de Dios, único que tiene el futuro presente y lo está contemplando. El visionario era obra del demonio; de eso no cabía la menor duda y como toda obra del maligno, debía ser destruida.
Así que a la hoguera.
Pero había veces en los que la religiosidad del profeta estaba tan fuera de toda duda que la iglesia cambiaba su signo y reconocía que determinadas profecías eran de divina inspiración.
Una cosa así ocurrió en la España del siglo XVI, en pleno Siglo de Oro.
En esa época nació en Madrid una niña a la que puso por nombre Lucrecia. Era hija de un pasante, Alonso Franco de León y de Ana Ordóñez. Su padre apenas se ganaba la vida aprendiendo el oficio de su maestro y la madre tejía y cosía para las clases pudientes del Madrid de la época.
Desde muy joven, Lucrecia sorprendía a su familia con las extrañas visiones que decía padecer y que le producían un gran desequilibrio emocional.
La joven solía despertarse durante la noche, profundamente alterada, gritando y llorando al mismo tiempo y contando historias que nadie comprendía.
Como es natural, la familia estaba hondamente preocupada por lo que se suponía un padecimiento demencial de su hija y no cesaban de comentar entre ellos los difíciles momentos que casi cada noche se veían obligados a soportar, hasta que un día hicieron ese comentario y explicaron como eran los tremendos despertares de Lucrecia, a un pariente, no muy cercano, llamado Juan de Tebes.
Este pariente, era muy aficionado a confeccionar horóscopos, hacer pronósticos y vaticinios y escuchó con interés la historia de la joven y sin consultarlo con la familia, comentó el hecho con un buen amigo, el religioso Alonso de Mendoza, canónigo de la catedral de Toledo y muy bien relacionado en la corte, el cual se sintió profundamente interesado por las visiones que la joven presentaba y decidió transcribirlas y así, durante cuatro años, entre 1587 y 1591, se fueron anotando cada una de las visiones que tenía Lucrecia y que encerraban predicciones de lo más variado.
Casi todas aquellas visiones tenían un fin catastrofista, pues la joven anunciaba la destrucción de España y la caída de los Austrias, con la muerte de Felipe II y de su hijo, que luego sería Felipe III. Evidentemente que los dos murieron pero España siguió como potencia hegemónica mundial. Pero no quedaba ahí el negro vaticinio de Lucrecia, porque también profetizaba el fin de la Iglesia católica.
Lógicamente, hasta ahí llegaron las cosas. Con la Iglesia había topado, y nunca mejor dicho y el Santo Oficio tomó cartas en el asunto, aunque sin mucho afán, pues la joven estaba considerada más como una farsante que como una verdadera adivina, pero entre sus vaticinios había algunos de mucho peso como para que todo fuera una farsa y es que había adivinado con meses de anticipación, el desastre naval de la Armada Invencible y la muerte del que iba a ser su almirante, don Álvaro de Bazán.
Es muy sospechoso que con tanta aversión a la corona, con ataques directos a la Iglesia y con vaticinios tan certeros como el de la Armada, el Santo Oficio no hiciera con ella lo que era costumbre: quemarla en la hoguera por bruja y tratos con el maligno.
Por el contrario, el alto tribunal religioso la condenó solamente a cien azotes, destierro de Madrid y dos años de reclusión en el hospital de San Lázaro, de Toledo.
Evidentemente una pena muy leve para los delitos de blasfemia, trato con el demonio, sedición, falsedad y sacrilegio, de los que fue acusada y que cada uno de los cuales llevaba aparejado la muerte en la hoguera.
¿Qué sucedió, entonces?

Felipe II, un rey abúlico

El reinado de Felipe II fue muy borrascoso, a pesar de cómo lo ha presentado la historia. Felipe era un católico recalcitrante y obsesionado por la religiosidad, abúlico, incapaz de tomar decisiones que tenía, dentro de su propia corte, a sus mayores enemigos. Personas preparadas que veían cómo el monarca era incapaz de gobernar el amplio imperio y cómo perdía el tiempo en religiosidades. Aunque se ha querido tapar, durante su reinado hubo varias conjuras para destronarlo, o al menos secuestrar su poder y gobernar por él y entre estas personas, estaban Gaspar de Quiroga, arzobispo primado de España, Juan Herrera, el arquitecto de El Escorial y toda una secta de personas influyentes que eran conocidos como “los iluminati”.
Esta poderosa secta tomó bajo su egida a la joven Lucrecia, que durante su proceso parió un niño, fruto de su relación con su amante Diego de Vítores Tejeda, que durante los últimos años era el encargado de transcribir sus sueños.
Después de cumplir su sentencia, desapareció para siempre de la vida pública y se ignora todo detalle de su existencia posterior.
El otro “vidente” al que esta historia se refiere, causará estupor entre muchos de los lectores, pues muy poca gente conoce este detalle de la personalidad de alguien tan profusamente conocido como Ángelo Roncalli, el Papa Juan XXIII.
Antes fueron iluminati, ahora son rosacruz; dos sectas esotéricas con numerosos puntos en común.
Era el año 1935 en una pequeña pero muy antigua ciudad búlgara de la costa del Mar Negro llamada Nesebar y que antiguamente era conocida como Mesembría.
Allí era obispo Ángelo Roncalli, que además de religioso destacado, pues era el Nuncio Apostólico, mantenía ciertas relaciones conniventes con la secta denominada “De la Rosacruz”, cosa que no es de extrañar pues la secta tiene profundas raíces religiosas de las denominadas “gnósticas”, es decir, conocedores, iniciados en las doctrinas herméticas.

Juan XXIII

Pues bien, en una ceremonia de dicha secta, quizás un rito iniciático para admitir a Roncalli en el seno de la congregación, uno de los presentes comenzó a hablar con una voz desconocida por los demás asistentes. Algunos de los iniciados tomaron notas de todo lo que aquél decía y el asunto parece que no pasó de ahí.
Pero en 1976, ya fallecido el Papa Juan XXIII, el investigador italiano Pier Carpi, sacó a la luz aquel escabroso incidente.
Según el investigador, la persona que habló con voz desconocida no era otro que el propio Ángelo Roncalli y entre las cosas que dijo, hay algunas que ponen los pelos de punta.
El hijo de la bestia ha sobrevivido a tres atentados. No al cuarto. Le sirve para matar a quienes odia. Pero le llega su fin. Encerrado en su cubil, abrazado a la mujer de otro. Sobre su muerte misterio. Hay que combatir y esperar porque el usurpador se crucificará solo en la falsa cruz. Sólo entonces habrá paz”.
La alusión a Hitler es clarísima, tanto sobre los atentados que sufrió como la forma en que descargó su cólera contra los judíos; sobre su muerte, siempre ha habido un halo de misterio que el vaticinio refleja.
“Más atención al último que salió de la madriguera. Será difícil acabar con él y prepara nuevos infortunios para el mundo”.
En el último momento de la caída de Berlín, Martin Borman, el verdadero ideólogo del nazismo, escapó del bunker y nunca más se han tenido noticias de él. El vaticinio se había hecho nueve años antes.
“Y tu, nuevo zar a quien el padrecito maldijo, estrechas la mano del dictador negro. Miras al mar, la sangre lo enrojecerá. El pequeño zar muere asesinado en su cubil”.
La referencia a Stalin que pactó con Hitler, es bien clara y sobre su muerte se ha especulado insistentemente que se debió a un complot de sus enemigos. Concretamente, el que fuera mano derecha, Beira, presumió ante el Politburó que él había envenenado al dictador.
También hizo alusiones a que la Iglesia olvidaría su corazón latino, en clara alusión al nombramiento de un papa no italiano, cosa que no ocurría desde 1523 y que se interrumpió con el nombramiento de Carol Wojtyla, Juan Pablo II en 1978.
Hizo también vaticinios sobre la bomba atómica, de la que dijo: “La gran arma estallará en oriente, produciendo llagas eternas… Vendrán entonces tiempos de paz y el nombre de Albert se inscribirá en la lápida.”
Tuvo también premoniciones para los hermanos Kennedy cuando dijo: “Caerá el presidente y caerá el hermano. Entre los dos el cadáver de la estrella inocente. Preguntad a la primera dama negra y al hombre que la llevará al altar en la isla.”
Realmente es escalofriante, pues en pocas profecías se establecen pautas tan claras como las que se encuentran esta relación, que es mucho más larga, pues pronosticó la muerte de Ghandi, la guerra de Vietnam.

Según la documentación manejada por Carpi todo l relatado anteriormente es absolutamente cierto, pero cabe siempre un resquicio para la duda y es que todo se hace público en 1976, cuando ha acontecido todo, menos el nombramiento del Papa Juan Pablo II.

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