El don de
profetizar, de ver el futuro dentro de un sueño, en un trance o cualquier otra
forma de visión, ha llegado incluso a ser una profesión. Una profesión, por
cierto bien remunerada y a la que se han apuntado tanto los visionarios “de
verdad”, es decir, aquellos que realmente tenían visiones, como farsantes y
falsarios que al olor de los beneficios y apoyados por una imaginación
desbordada, se han atrevido a vaticinar, sin ninguna clase de escrúpulo.
Actualmente,
a un mal augur no le va a caer más que el olvido pero antes, hace algunos
siglos le caía hasta la muerte en la hoguera.
La razón era
bien sencilla: en una sociedad que por encima de todo trataba de preservar los
valores espirituales y que no toleraba la más mínima fisura en las creencias
religiosas, nadie que pudiera predecir el futuro podía ser obra de Dios, único
que tiene el futuro presente y lo está contemplando. El visionario era obra del
demonio; de eso no cabía la menor duda y como toda obra del maligno, debía ser
destruida.
Así que a la
hoguera.
Pero había
veces en los que la religiosidad del profeta estaba tan fuera de toda duda que
la iglesia cambiaba su signo y reconocía que determinadas profecías eran de
divina inspiración.
Una cosa así
ocurrió en la España del siglo XVI, en pleno Siglo de Oro.
En esa época
nació en Madrid una niña a la que puso por nombre Lucrecia. Era hija de un
pasante, Alonso Franco de León y de Ana Ordóñez. Su padre apenas se ganaba la
vida aprendiendo el oficio de su maestro y la madre tejía y cosía para las
clases pudientes del Madrid de la época.
Desde muy
joven, Lucrecia sorprendía a su familia con las extrañas visiones que decía
padecer y que le producían un gran desequilibrio emocional.
La joven
solía despertarse durante la noche, profundamente alterada, gritando y llorando
al mismo tiempo y contando historias que nadie comprendía.
Como es
natural, la familia estaba hondamente preocupada por lo que se suponía un
padecimiento demencial de su hija y no cesaban de comentar entre ellos los
difíciles momentos que casi cada noche se veían obligados a soportar, hasta que
un día hicieron ese comentario y explicaron como eran los tremendos despertares
de Lucrecia, a un pariente, no muy cercano, llamado Juan de Tebes.
Este
pariente, era muy aficionado a confeccionar horóscopos, hacer pronósticos y
vaticinios y escuchó con interés la historia de la joven y sin consultarlo con
la familia, comentó el hecho con un buen amigo, el religioso Alonso de Mendoza,
canónigo de la catedral de Toledo y muy bien relacionado en la corte, el cual
se sintió profundamente interesado por las visiones que la joven presentaba y
decidió transcribirlas y así, durante cuatro años, entre 1587 y 1591, se fueron
anotando cada una de las visiones que tenía Lucrecia y que encerraban
predicciones de lo más variado.
Casi todas
aquellas visiones tenían un fin catastrofista, pues la joven anunciaba la
destrucción de España y la caída de los Austrias, con la muerte de Felipe II y
de su hijo, que luego sería Felipe III. Evidentemente que los dos murieron pero
España siguió como potencia hegemónica mundial. Pero no quedaba ahí el negro
vaticinio de Lucrecia, porque también profetizaba el fin de la Iglesia
católica.
Lógicamente,
hasta ahí llegaron las cosas. Con la Iglesia había topado, y nunca mejor dicho
y el Santo Oficio tomó cartas en el asunto, aunque sin mucho afán, pues la
joven estaba considerada más como una farsante que como una verdadera adivina,
pero entre sus vaticinios había algunos de mucho peso como para que todo fuera
una farsa y es que había adivinado con meses de anticipación, el desastre naval
de la Armada Invencible y la muerte del que iba a ser su almirante, don Álvaro
de Bazán.
Es muy
sospechoso que con tanta aversión a la corona, con ataques directos a la Iglesia
y con vaticinios tan certeros como el de la Armada, el Santo Oficio no hiciera
con ella lo que era costumbre: quemarla en la hoguera por bruja y tratos con el
maligno.
Por el
contrario, el alto tribunal religioso la condenó solamente a cien azotes, destierro
de Madrid y dos años de reclusión en el hospital de San Lázaro, de Toledo.
Evidentemente
una pena muy leve para los delitos de blasfemia, trato con el demonio,
sedición, falsedad y sacrilegio, de los que fue acusada y que cada uno de los
cuales llevaba aparejado la muerte en la hoguera.
¿Qué
sucedió, entonces?
Felipe II,
un rey abúlico
El reinado
de Felipe II fue muy borrascoso, a pesar de cómo lo ha presentado la historia.
Felipe era un católico recalcitrante y obsesionado por la religiosidad,
abúlico, incapaz de tomar decisiones que tenía, dentro de su propia corte, a
sus mayores enemigos. Personas preparadas que veían cómo el monarca era incapaz
de gobernar el amplio imperio y cómo perdía el tiempo en religiosidades. Aunque
se ha querido tapar, durante su reinado hubo varias conjuras para destronarlo,
o al menos secuestrar su poder y gobernar por él y entre estas personas,
estaban Gaspar de Quiroga, arzobispo primado de España, Juan Herrera, el
arquitecto de El Escorial y toda una secta de personas influyentes que eran conocidos
como “los iluminati”.
Esta
poderosa secta tomó bajo su egida a la joven Lucrecia, que durante su proceso
parió un niño, fruto de su relación con su amante Diego de Vítores Tejeda, que
durante los últimos años era el encargado de transcribir sus sueños.
Después de
cumplir su sentencia, desapareció para siempre de la vida pública y se ignora
todo detalle de su existencia posterior.
El otro
“vidente” al que esta historia se refiere, causará estupor entre muchos de los
lectores, pues muy poca gente conoce este detalle de la personalidad de alguien
tan profusamente conocido como Ángelo Roncalli, el Papa Juan XXIII.
Antes fueron
iluminati, ahora son rosacruz; dos sectas esotéricas con numerosos puntos en
común.
Era el año
1935 en una pequeña pero muy antigua ciudad búlgara de la costa del Mar Negro
llamada Nesebar y que antiguamente era conocida como Mesembría.
Allí era
obispo Ángelo Roncalli, que además de religioso destacado, pues era el Nuncio
Apostólico, mantenía ciertas relaciones conniventes con la secta denominada “De
la Rosacruz”, cosa que no es de extrañar pues la secta tiene profundas raíces
religiosas de las denominadas “gnósticas”, es decir, conocedores, iniciados en
las doctrinas herméticas.
Juan XXIII
Pues bien,
en una ceremonia de dicha secta, quizás un rito iniciático para admitir a
Roncalli en el seno de la congregación, uno de los presentes comenzó a hablar
con una voz desconocida por los demás asistentes. Algunos de los iniciados
tomaron notas de todo lo que aquél decía y el asunto parece que no pasó de ahí.
Pero en
1976, ya fallecido el Papa Juan XXIII, el investigador italiano Pier Carpi,
sacó a la luz aquel escabroso incidente.
Según el
investigador, la persona que habló con voz desconocida no era otro que el
propio Ángelo Roncalli y entre las cosas que dijo, hay algunas que ponen los
pelos de punta.
“El hijo de la bestia ha sobrevivido a tres
atentados. No al cuarto. Le sirve para matar a quienes odia. Pero le llega su
fin. Encerrado en su cubil, abrazado a la mujer de otro. Sobre su muerte
misterio. Hay que combatir y esperar porque el usurpador se crucificará solo en
la falsa cruz. Sólo entonces habrá paz”.
La alusión a
Hitler es clarísima, tanto sobre los atentados que sufrió como la forma en que
descargó su cólera contra los judíos; sobre su muerte, siempre ha habido un
halo de misterio que el vaticinio refleja.
“Más atención al último que salió de la madriguera.
Será difícil acabar con él y prepara nuevos infortunios para el mundo”.
En el último
momento de la caída de Berlín, Martin Borman, el verdadero ideólogo del
nazismo, escapó del bunker y nunca más se han tenido noticias de él. El
vaticinio se había hecho nueve años antes.
“Y tu, nuevo zar a quien el padrecito maldijo,
estrechas la mano del dictador negro. Miras al mar, la sangre lo enrojecerá. El
pequeño zar muere asesinado en su cubil”.
La
referencia a Stalin que pactó con Hitler, es bien clara y sobre su muerte se ha
especulado insistentemente que se debió a un complot de sus enemigos.
Concretamente, el que fuera mano derecha, Beira, presumió ante el Politburó que
él había envenenado al dictador.
También hizo
alusiones a que la Iglesia olvidaría su corazón latino, en clara alusión al
nombramiento de un papa no italiano, cosa que no ocurría desde 1523 y que se
interrumpió con el nombramiento de Carol Wojtyla, Juan Pablo II en 1978.
Hizo también
vaticinios sobre la bomba atómica, de la que dijo: “La gran arma estallará en oriente, produciendo llagas eternas… Vendrán
entonces tiempos de paz y el nombre de Albert se inscribirá en la lápida.”
Tuvo también
premoniciones para los hermanos Kennedy cuando dijo: “Caerá el presidente y caerá el hermano. Entre los dos el cadáver de la
estrella inocente. Preguntad a la primera dama negra y al hombre que la llevará
al altar en la isla.”
Realmente es
escalofriante, pues en pocas profecías se establecen pautas tan claras como las
que se encuentran esta relación, que es mucho más larga, pues pronosticó la
muerte de Ghandi, la guerra de Vietnam.
Según la
documentación manejada por Carpi todo l relatado anteriormente es absolutamente
cierto, pero cabe siempre un resquicio para la duda y es que todo se hace
público en 1976, cuando ha acontecido todo, menos el nombramiento del Papa Juan
Pablo II.
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