Muy a
pesar de todas las barbaridades históricas que en la última década, venimos
escuchando sobre Cataluña, como: la existencia de un reino independiente, que
el imperio romano no fue nada hasta que llegaron allí los catalanes o que el
desaparecido imperio de Tartessos en realidad estaba en Tortosa, por poner
algún ejemplo de los muchos disparates que se pueden llegar a inventar para
imprimir a aquella comunidad de una singularidad histórica que a toda costa
justifique las ansias independentistas de algunas de las élites políticas y
económicas, lo que si es cierto que en aquella región, perteneciente desde
mucho tiempo a la Corona de Aragón y que nunca fue un reino independiente, hubo
también desde siempre dos sociedades, perfectamente separadas en pobres y
pudientes, españolista e independentistas.
Exactamente
igual que en este momento en el que hay una casta dominante, rica y ambiciosa
de mayor riqueza y una clase manipulada, pobre o de economía justa que siendo
mayoría, se ve sometida al poderoso; unos que pretenden la independencia para
así satisfacer mejor sus ansias y otros que no quieren ni pueden hablar de eso.
Cataluña
nunca fue un reino, a lo sumo llegó a Principado, siempre convulso y nunca
contento con lo que era, por eso pedía auxilio a los francos contra los
musulmanes, a los aragoneses contra los francos, y a todos contra el poder que
se ejerciera en ese momento. Pero el movimiento de toda Cataluña contra el
poder foráneo no implica que en su interior reinase la paz, ni muchísimo menos.
La enorme
diferencia existente entre los poderosos que procedían de los condes que
nombrara Carlomagno, para que le hicieran el juego de defender sus tierras fronterizas
del sur y los payeses, o trabajadores de la tierra, era tal que una
conciliación entre ambos resultaba imposible.
En el
siglo XV Cataluña sufrió dos cruentas guerras civiles que convulsionaron el
corazón de los condados.
Desde
principios de siglo se venía gestando una crisis social con un gran acento
agrario derivada de que los “remensas”
reclamaban el fin definitivo de una política de trato hacia ellos repleta de
privilegios arbitrarios que se conocía como “malos
usos” y que se aplicaba contra los débiles por los más poderosos, los
nobles catalanes.
Se conocían
como “remensas” en Cataluña al pago
que los campesinos, payeses, habían de satisfacer a los propietarios de sus
tierras por abandonarlas para buscar otras mejores, o para intentar abrirse
otros nuevos horizontes y que constituía uno de los seis “malos usos” de los que se quejaban amargamente el grueso de la
población que estaba bajo la férula de nobles y poderosos.
Estos
malos usos iban mucho hacia la parte crematística de las relaciones entre noble
y encomendado e imponía que si un payés moría sin testamento, el señor tenía
derecho a quedarse un tercio de su patrimonio, igual que si moría sin
descendencia, o apropiarse de la dote de la mujer si esta era sorprendida en
adulterio, o la que se ha comentado de pagar por abandonar la tierra.
Se dice
que también existía el derecho a la noche de boda de los súbditos, pero parece
que esto es más ficción que realidad, pues no se ha encontrado documentación
que lo asevere.
Lo cierto
es que el campesinado sufría lo indecible para subsistir, mientras la nobleza
no cedía un ápice en el mantenimiento de lo que consideraban sus derechos sobre
las tierras que eran suyas por prebendas regias.
Por la
parte de los remensados siempre
tuvieron el apoyo de la corona de Aragón con su rey, Juan II, a la cabeza,
también partidario de recortar derechos a la nobleza catalana que
constantemente se le subía a las barbas.
Así se
inició una guerra civil que terminó cerrándose en falso con una pírrica
victoria de los payeses y una resolución que a nadie contentaba, sobre los
malos usos.
A la
muerte de Juan II, le sucedió su hijo Fernando, también II y conocido más tarde
como el Católico, el cual se implicó en el problema heredado de su padre que
volvió a estallar con más virulencia que en la guerra anterior y que se terminó
por decisión regia en 1486 con la llamada Sentencia Arbitral de Guadalupe.
Se acaban
los malos usos, pero los señores feudales siguen manteniendo su hegemonía hasta
el punto de que se obliga a los payeses a compensar económicamente a aquellos
nobles cuyas propiedades hayan sido dañadas como consecuencia de la guerra.
Era una
forma de sacar de la sociedad y del sistema productivo a todo aquel que se
opusiera a los nobles o que osara disentir de la prepotencia aristocrática del
principado.
Muchos
payeses huyeron abandonando las tierras que habían cultivado por generaciones y
otros se vieron abocados a la pobreza y la miseria más absoluta, cuando no
terminaban en las cárceles, como consecuencia de los pequeños hurtos realizados
para dar de comer a su familia.
En
numerosas ocasiones se recurre al rey de Aragón, pero éste no se encuentra, de
momento, dispuesto a dar solución al problema, estando, como está, a punto de
culminar la Reconquista de España, junto con su esposa Isabel.
Por fin se
produce la toma de Granada y el rey Fernando considera que es oportuno viajar a
Cataluña y tratar de resolver el conflicto, pero a su vez, convocar cortes que
le permitan arbitrar nuevos impuestos con los que reponer unas arcas exhaustas
tras los duros años de guerra, en la que, por cierto, los nobles catalanes
tuvieron escaso protagonismo. Pero también quería Fernando negociar con los
embajadores franceses desplazados a Barcelona a tal efecto, la devolución de
las comarcas del Rosellón y la Cerdaña que su padre había cedido a la corona
francesa a cambio de apoyo en la guerra civil.
Así, el 7
diciembre de aquel glorioso año de 1492, que ahora parece escocer a tantos
malos españoles, los Reyes Católicos con toda la familia real, se encuentran en
Barcelona a donde han llegado por barco y para contentar a unos y otros,
convoca el rey una audiencia pública que se va a celebrar en el Palacio de los
Reyes y que se inicia al punto de la mañana y no acaba hasta pasado el
mediodía.
No parece
que nadie saliera demasiado satisfecho de la larga audiencia, ni payeses ni
nobles consiguieron colmar sus expectativas y para colmo, el rey no había
conseguido obtener los fondos con los que reponer sus arcas y además le
esperaban las duras negociaciones con los embajadores franceses.
Acabada la
magna reunión, salen todos por la escalinata que da acceso al palacio. El rey
camina unos escalones por delante de su tesorero.
La
multitud espera al pie de la escalera y entre los allí reunidos se encuentra un
campesino llamado Joan de Canyamars, un payés de sesenta años que ha combatido
en las dos guerras y que guarda un odio visceral al rey.
Oculto su
rostro por un sombrero y escondida una espada bajo su capa, se aproxima al rey
que camina junto a la reina, en el justo momento en que éste se detiene, se
vuelve y sube un escalón para hablar con su tesorero, el resentido Canyamars
saca la espada y descarga un fortísimo mandoble calculado para la distancia que
el monarca guardaba medio segundo antes y que hace que la espada que iba a caer
de pleno en la cabeza, roce levemente la oreja y caiga sobre el hombro, a la
altura del cuello, atravesando la resistente sobrepelliz y produciendo un tajo
de cuatro centímetros de profundidad y veinte de largo, prolongándose espalda
abajo. Se dice por algún cronista de la época que el grueso collar que el rey
llevaba al cuello, fue capaz de parar parte de la potencia del golpe y que en
otro caso hubiese sido mortal.
Palacio Real, con la escalinata en la
que ocurrieron los hechos
Inmediatamente
la guardia personal reaccionó y detuvo al magnicida, mientras el rey era
conducido rápidamente al interior del palacio.
Allí
médicos y cirujanos de la corte se emplearon a fondo para salvar la vida del
rey que pese a estar gravemente herido, con gran pérdida de sangre al afectarle
el paquete vascular del cuello, parecía no revestir excesiva gravedad.
Los ánimos
de la concurrencia se alteraron y todos contra la monarquía, provocaron serios
disturbios, hasta el extremo de que la reina Isabel ordenó a la flota real, que
estaba fondeada a escasa distancia de tierra, que se aproximara al puerto, por
si era necesario y oportuno salir de Cataluña lo más rápido posible.
Pero los
ánimos fueron calmándose cuando el pueblo conoció que el rey estaba fuera de
peligro y que en unos días se encontraría restablecido.
Tras la
confusión de los primeros momentos, el interrogatorio de Canyamars trataba de
aclarar si había sido una actuación en solitario o si formaba parte de una
conjura.
Sometido a
tortura confesó primero que había actuado por inspiración del Espíritu Santo,
pero luego se desdijo asegurando que su inspirador era el mismísimo demonio que
en sus visiones le aseguraba que cuando el rey muriera él ocuparía su lugar.
Repuesto
ya el rey de su herida, que al final no resultó demasiado grave, comprendiendo
que el agresor era un demente, le perdonó la vida, pero el Consejo Real que lo
juzgaba, lo condenó a muerte y así, cinco días después fue paseado públicamente
en un carro por las calles de Barcelona y finalmente entregado a la chusma que
lo apedreó, descuartizó y quemó su cuerpo.
Curiosamente,
durante siglos, el hecho pasó desapercibido, pero recientemente algunas voces
han comenzado a calificarlo como un acto de patriotismo.
No sé si
algún lector encontrará paralelismo, o siquiera un leve halo de similitud entre
aquella arcaicas situaciones y otras que vivimos más recientemente; de ser así
no es esa la intención que quien escribe estas líneas.
Hay cierto paralelismo con los acontecimientos actuales....jjjj
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