viernes, 19 de julio de 2019

LA INSPIRACIÓN DEL DEMONIO





Muy a pesar de todas las barbaridades históricas que en la última década, venimos escuchando sobre Cataluña, como: la existencia de un reino independiente, que el imperio romano no fue nada hasta que llegaron allí los catalanes o que el desaparecido imperio de Tartessos en realidad estaba en Tortosa, por poner algún ejemplo de los muchos disparates que se pueden llegar a inventar para imprimir a aquella comunidad de una singularidad histórica que a toda costa justifique las ansias independentistas de algunas de las élites políticas y económicas, lo que si es cierto que en aquella región, perteneciente desde mucho tiempo a la Corona de Aragón y que nunca fue un reino independiente, hubo también desde siempre dos sociedades, perfectamente separadas en pobres y pudientes, españolista e independentistas.
Exactamente igual que en este momento en el que hay una casta dominante, rica y ambiciosa de mayor riqueza y una clase manipulada, pobre o de economía justa que siendo mayoría, se ve sometida al poderoso; unos que pretenden la independencia para así satisfacer mejor sus ansias y otros que no quieren ni pueden hablar de eso.
Cataluña nunca fue un reino, a lo sumo llegó a Principado, siempre convulso y nunca contento con lo que era, por eso pedía auxilio a los francos contra los musulmanes, a los aragoneses contra los francos, y a todos contra el poder que se ejerciera en ese momento. Pero el movimiento de toda Cataluña contra el poder foráneo no implica que en su interior reinase la paz, ni muchísimo menos.
La enorme diferencia existente entre los poderosos que procedían de los condes que nombrara Carlomagno, para que le hicieran el juego de defender sus tierras fronterizas del sur y los payeses, o trabajadores de la tierra, era tal que una conciliación entre ambos resultaba imposible.
En el siglo XV Cataluña sufrió dos cruentas guerras civiles que convulsionaron el corazón de los condados.
Desde principios de siglo se venía gestando una crisis social con un gran acento agrario derivada de que los “remensas” reclamaban el fin definitivo de una política de trato hacia ellos repleta de privilegios arbitrarios que se conocía como “malos usos” y que se aplicaba contra los débiles por los más poderosos, los nobles catalanes.
Se conocían como “remensas” en Cataluña al pago que los campesinos, payeses, habían de satisfacer a los propietarios de sus tierras por abandonarlas para buscar otras mejores, o para intentar abrirse otros nuevos horizontes y que constituía uno de los seis “malos usos” de los que se quejaban amargamente el grueso de la población que estaba bajo la férula de nobles y poderosos.
Estos malos usos iban mucho hacia la parte crematística de las relaciones entre noble y encomendado e imponía que si un payés moría sin testamento, el señor tenía derecho a quedarse un tercio de su patrimonio, igual que si moría sin descendencia, o apropiarse de la dote de la mujer si esta era sorprendida en adulterio, o la que se ha comentado de pagar por abandonar la tierra.
Se dice que también existía el derecho a la noche de boda de los súbditos, pero parece que esto es más ficción que realidad, pues no se ha encontrado documentación que lo asevere.
Lo cierto es que el campesinado sufría lo indecible para subsistir, mientras la nobleza no cedía un ápice en el mantenimiento de lo que consideraban sus derechos sobre las tierras que eran suyas por prebendas regias.
Por la parte de los remensados siempre tuvieron el apoyo de la corona de Aragón con su rey, Juan II, a la cabeza, también partidario de recortar derechos a la nobleza catalana que constantemente se le subía a las barbas.
Así se inició una guerra civil que terminó cerrándose en falso con una pírrica victoria de los payeses y una resolución que a nadie contentaba, sobre los malos usos.
A la muerte de Juan II, le sucedió su hijo Fernando, también II y conocido más tarde como el Católico, el cual se implicó en el problema heredado de su padre que volvió a estallar con más virulencia que en la guerra anterior y que se terminó por decisión regia en 1486 con la llamada Sentencia Arbitral de Guadalupe.
Se acaban los malos usos, pero los señores feudales siguen manteniendo su hegemonía hasta el punto de que se obliga a los payeses a compensar económicamente a aquellos nobles cuyas propiedades hayan sido dañadas como consecuencia de la guerra.
Era una forma de sacar de la sociedad y del sistema productivo a todo aquel que se opusiera a los nobles o que osara disentir de la prepotencia aristocrática del principado.
Muchos payeses huyeron abandonando las tierras que habían cultivado por generaciones y otros se vieron abocados a la pobreza y la miseria más absoluta, cuando no terminaban en las cárceles, como consecuencia de los pequeños hurtos realizados para dar de comer a su familia.
En numerosas ocasiones se recurre al rey de Aragón, pero éste no se encuentra, de momento, dispuesto a dar solución al problema, estando, como está, a punto de culminar la Reconquista de España, junto con su esposa Isabel.
Por fin se produce la toma de Granada y el rey Fernando considera que es oportuno viajar a Cataluña y tratar de resolver el conflicto, pero a su vez, convocar cortes que le permitan arbitrar nuevos impuestos con los que reponer unas arcas exhaustas tras los duros años de guerra, en la que, por cierto, los nobles catalanes tuvieron escaso protagonismo. Pero también quería Fernando negociar con los embajadores franceses desplazados a Barcelona a tal efecto, la devolución de las comarcas del Rosellón y la Cerdaña que su padre había cedido a la corona francesa a cambio de apoyo en la guerra civil.
Así, el 7 diciembre de aquel glorioso año de 1492, que ahora parece escocer a tantos malos españoles, los Reyes Católicos con toda la familia real, se encuentran en Barcelona a donde han llegado por barco y para contentar a unos y otros, convoca el rey una audiencia pública que se va a celebrar en el Palacio de los Reyes y que se inicia al punto de la mañana y no acaba hasta pasado el mediodía.
No parece que nadie saliera demasiado satisfecho de la larga audiencia, ni payeses ni nobles consiguieron colmar sus expectativas y para colmo, el rey no había conseguido obtener los fondos con los que reponer sus arcas y además le esperaban las duras negociaciones con los embajadores franceses.
Acabada la magna reunión, salen todos por la escalinata que da acceso al palacio. El rey camina unos escalones por delante de su tesorero.
La multitud espera al pie de la escalera y entre los allí reunidos se encuentra un campesino llamado Joan de Canyamars, un payés de sesenta años que ha combatido en las dos guerras y que guarda un odio visceral al rey.
Oculto su rostro por un sombrero y escondida una espada bajo su capa, se aproxima al rey que camina junto a la reina, en el justo momento en que éste se detiene, se vuelve y sube un escalón para hablar con su tesorero, el resentido Canyamars saca la espada y descarga un fortísimo mandoble calculado para la distancia que el monarca guardaba medio segundo antes y que hace que la espada que iba a caer de pleno en la cabeza, roce levemente la oreja y caiga sobre el hombro, a la altura del cuello, atravesando la resistente sobrepelliz y produciendo un tajo de cuatro centímetros de profundidad y veinte de largo, prolongándose espalda abajo. Se dice por algún cronista de la época que el grueso collar que el rey llevaba al cuello, fue capaz de parar parte de la potencia del golpe y que en otro caso hubiese sido mortal.

Palacio Real, con la escalinata en la que ocurrieron los hechos

Inmediatamente la guardia personal reaccionó y detuvo al magnicida, mientras el rey era conducido rápidamente al interior del palacio.
Allí médicos y cirujanos de la corte se emplearon a fondo para salvar la vida del rey que pese a estar gravemente herido, con gran pérdida de sangre al afectarle el paquete vascular del cuello, parecía no revestir excesiva gravedad.
Los ánimos de la concurrencia se alteraron y todos contra la monarquía, provocaron serios disturbios, hasta el extremo de que la reina Isabel ordenó a la flota real, que estaba fondeada a escasa distancia de tierra, que se aproximara al puerto, por si era necesario y oportuno salir de Cataluña lo más rápido posible.
Pero los ánimos fueron calmándose cuando el pueblo conoció que el rey estaba fuera de peligro y que en unos días se encontraría restablecido.
Tras la confusión de los primeros momentos, el interrogatorio de Canyamars trataba de aclarar si había sido una actuación en solitario o si formaba parte de una conjura.
Sometido a tortura confesó primero que había actuado por inspiración del Espíritu Santo, pero luego se desdijo asegurando que su inspirador era el mismísimo demonio que en sus visiones le aseguraba que cuando el rey muriera él ocuparía su lugar.
Repuesto ya el rey de su herida, que al final no resultó demasiado grave, comprendiendo que el agresor era un demente, le perdonó la vida, pero el Consejo Real que lo juzgaba, lo condenó a muerte y así, cinco días después fue paseado públicamente en un carro por las calles de Barcelona y finalmente entregado a la chusma que lo apedreó, descuartizó y quemó su cuerpo.
Curiosamente, durante siglos, el hecho pasó desapercibido, pero recientemente algunas voces han comenzado a calificarlo como un acto de patriotismo.
No sé si algún lector encontrará paralelismo, o siquiera un leve halo de similitud entre aquella arcaicas situaciones y otras que vivimos más recientemente; de ser así no es esa la intención que quien escribe estas líneas.

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