Con este
extraño nombre fue conocido, al final de su vida, un hombre tan inteligente y
adelantado a su tiempo, como singular.
Se trata
de Louis Sebastien Lenormand, cuya sola mención de su nombre dejará indiferente
a casi todo el mundo, pues es, en verdad, una persona conocida, pero al
explicar un poco su vida, sus descubrimientos y su pensamiento, quizás
coincidamos en reseñarlo como una mente privilegiada.
Lenormand
nació en Montpellier en mayo de 1757, en el seno de una familia de artesanos
acomodados, pues su padre era relojero, una profesión muy en auge en aquellos
tiempos.
Estudió
física y química con el importante científico Lavoisier, destacando en sus
conocimientos sobre la fabricación de la pólvora.
Terminados
los estudios, volvió a Montpellier empezando a trabajar en el taller de
relojería de su padre, frecuentando la sociedad intelectual de la ciudad.
En cierta
ocasión presenció un espectáculo de funambulismo en el que un equilibrista
tailandés caminaba por un delgado cable ayudado por una sombrilla para mantener
el equilibrio.
A partir
de ese momento comenzó a realizar estudios y experimentos sobre un dispositivo
que él mismo llamó “paracaídas” (para=contra en latín; chute=caída en francés).
Lenormand
comenzó experimentando saltos desde poca altura, para lo que se subía a
árboles, desde los que se tiraba consiguiendo disminuir la velocidad de la
caída con dos paraguas a los que había modificado su estructura a fin de que
ofrecieran mas resistencia al aire.
A base de
diseño y constancia, fue perfeccionando y agrandando su prototipo de paracaídas
y por fin se decidió a hacer una pública demostración de su invento. Así el día
26 de diciembre de 1783, Lenormand saltó desde la torre del observatorio
astronómico de Montpellier ante una multitud que se había congregado con la
insana aspiración de ver como el atrevido inventor se estrellaba contra el
suelo.
Pero no
fue así. Lenormand había preparado muy escrupulosamente el evento para el que
utilizó un tejido muy fino y tupido, una estructura de madera de unos cuatro
metros de diámetro y una especie de barquilla a la que se sujetaba.
Provisto
de su “parachute”, descendió
suavemente sin causarse ningún daño y ante la admiración de todos sus
convecinos.
Entre el
público se encontraba uno de los hermanos Montgolfier, que en junio de aquel
año habían hecho elevarse un globo aerostático hecho de papel y tela, con una
barquilla en la que se colocaron un gallo, una oveja y un pato. El evento tuvo
lugar en los jardines del palacio de Versalles, ante el rey Luis XVI y su
esposa María Antonieta.
Llegados a
este punto, en el que por primera vez en la historia una persona hace un
descenso controlado, es necesario hacer varias reflexiones. La primera es decir
que Lenormand no inventó el paracaídas que ya lo había diseñado Leonardo da
Vinci, pero como muchos de los inventos del sabio renacentista, se quedaron
solo en bocetos y descripciones. Muy pocos de sus inventos fueron los que
soportaron el experimento y la comprobación empírica de su viabilidad. Por
tanto si que cabe al inventor francés la gloria de haber demostrado que el
paracaídas funciona.
Sin duda
que la presencia de Montgolfier en aquel acto era para interesarse por eficacia
de aquel invento y en su caso aplicarlo en futuras experiencias a tripulantes
humanos de la barquilla de su globo.
La segunda reflexión es acerca de cómo se le ocurrió inventar el paracaídas cuando aun no había sido inventado ningún artilugio volador, aparte del aerostato de los Montgolfier que ocupado por animales, hacía imposible su utilización. Esta tiene una fácil explicación. En el siglo XVIII, igual que en los anteriores y parte de los posteriores, la única forma de alumbrarse en las noches eran las antorchas, las velas, los quinqués, las lámparas de aceite, etc., todos con el común de usar una llama. Eso hacía muy peligrosa la vida nocturna y eran numerosos los incendios que se producían en los edificios, los cuales, además, reunían la particularidad de usar mucha madera en su construcción, por lo que el fuego se propagaba con suma facilidad, cogiendo a los inquilinos en una ratonera difícil de escapar.
Grabados de la escena y del paracaídas
Por eso,
en muchos incendios, el mayor número de víctimas se producían por precipitación
al vacío, huyendo de las llamas.
Lenormand
quiso con su invento, poner a disposición del pueblo un artilugio con el que
arrojarse a la calle sin necesidad de pagar con la vida. Claro que esto era una
quimera pues supondría tener un artilugio que no era plegable como los actuales,
por cada habitante del inmueble.
Tras el
éxito de su demostración, el inventor quiso establecer las bases físicas sobre
las que su invento se fundamentaba y para gozar de una mayor concentración,
decidió ingresar en un convento cartujo, yendo a parar al monasterio de Saïx,
en el Mediodía francés y cercano a Montpellier, en donde se le permitió
continuar con sus estudios, aunque siendo una materia tan profana como aquella
que retaba a la ley de la gravedad, no era bien visto por la generalidad de los
monjes.
Un tiempo
después abandonó la clausura durante la Revolución Francesa, llegando a
contraer matrimonio y trasladándose a Albi, ciudad famosa por haber sido el
último reducto de la herejía “albigense”, propagada por los cátaros.
En Albi se
dedicó as enseñar tecnología en una escuela universitaria fundada por su
suegro.
En plena
ebullición revolucionaria, se trasladó a París en donde obtuvo una plaza de
funcionario en unas oficinas del Ministerio de Hacienda.
A partir
de ese momento Lenormand empezó a publicar artículos en diversas revistas
tecnológicas, consiguiendo ganarse un lugar entre los tecnólogos franceses, a
la vez que patentaba algunos otros inventos como un bote accionado por unas
palas movida por pedales, que curiosamente existen actualmente en casi todas
las playas del mundo. Se llama “hidropedal” y es un sencillo y eficaz
mecanismo.
Construyó
el reloj que continúa instalado en el Teatro de la Ópera de París. También
diseñó un sistema de alumbrado público, pionero de los empleados mas tarde,
primero con gas y luego con electricidad.
Conseguida
la jubilación, dedicó todo su tiempo a transmitir sus conocimientos mediante la
publicación de varios libros como Los
anales de la industria nacional y extranjera, El Mercurio tecnológico y desde 1822 hasta su fallecimiento en
1837, veintidós tomos de El diccionario
tecnológico.
Aproximadamente
en 1830, regresó a Saïx, donde vivía su familia, se divorció de su esposa y
volvió a ingresar en un convento como hermano lego y con el nombre que da
título a este artículo “Hermano Crisóstomo”.
En el certificado de defunción, extendido el 4 de abril de 1837 figura su profesión como profesor de teología, quizás porque la persona que lo extendió no habría oído hablar nunca de tecnología y confundió ambos términos.
Louis Sebastien Lenormand
Curioso personaje...
ResponderEliminarQué verdad es que está todo inventado... GIR.
ResponderEliminarMuy interesante y ameno
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