Hace pocas
fechas tuve la ocasión de ver una película en la que un individuo blanco, viaja
por los estados sudistas de los Estados Unidos dando compañía y protegiendo a
un afamado pianista negro que recorre el país dando conciertos muy exclusivos.
La película se llamaba “El Libro Verde”.
Era la
época en la que se iniciaba la integración racial, pero donde todavía existían
grandes lagunas, muchos lugares en los que un negro no era admitido. Para
salvar ese escollo, se publicó en los Estados Unidos un libro encaminado a
señalar todos los lugares en los que un individuo de raza negra era aceptado:
hoteles, pensiones, almacenes, gasolineras, etc..
El Libro
verde fue muy bien aceptado y resultó fundamental para evitar incidentes
desagradables. Pero mientras veía la película estaba haciendo memoria porque yo
había oído hablar de otro “Libro Verde”, mucho más antiguo y curioso que se
había publicado en Zaragoza u otra ciudad de Aragón.
Lógicamente
nada más terminar la película me fui a buscar aquel otro libro, que siendo del
mismo color, no sabía muy bien de qué trataba ni quien lo había escrito.
No tuve
que buscar demasiado porque de inmediato se me hizo presente. El Libro Verde es
un manuscrito de principios del siglo XVI que tuvo una enorme difusión en ese
siglo y los siguientes y en el que se catalogaban familias aragonesas que
tuvieran antecedentes de judíos conversos con expresión de toda su genealogía.
Se sabe
que ese no fue su verdadero nombre, pero éste se ignora y quizás el color de la
velas que llevaban los condenados en los autos de fe diera título al
manuscrito. Un siglo después de haberse escrito, la Diputación General del
Reino de Aragón, lo consideró un libelo, un escrito difamatorio y que su autor,
si se conociese, bien merecería el máximo castigo de haber estado vivo, pero
para su suerte, además de su anonimato, ya habría fallecido muchos años antes.
El mismo Órgano dictaminó que cualquier persona que lo tuviese, aunque no lo
mostrase a nadie y no lo quemara, también merecería la misma condena.
Incluso la
Inquisición llegó a condenarlo y en 1622 se hizo una quema pública de muchos
ejemplares en una plaza de Zaragoza.
La
finalidad de aquel libro, guía, compendio o como se le quiera llamar está bien
clara desde las primeras páginas, pues su autor se expresa diciendo que siendo
asesor de la Inquisición tuvo muchas noticias de la mayor parte de los judíos
conversos del Reino de Aragón y eso le dio la idea de facilitar una herramienta
para que las personas con limpieza de sangre, no se mezclaran con conversos,
conocieran de qué generaciones de judíos descendían y no perdieran de vista
quienes fueron sus parientes expulsados de España en 1492.
Quizás impedirles
el acceso a cargos públicos fuera otra de las motivaciones al escribirlo.
No se tiene
certeza de quién fuera el autor de este miserable panfleto que afortunadamente
solo existe en algunas bibliotecas y bajo muy estrecho control.
Pero hay
quien lo ha leído y estudiado en profundidad, descubriendo algunas cosas de
interés para la historia. Por ejemplo, se sabe que gracias a este manuscrito se
descubrió quienes habían cometido un atroz asesinato y las personas que habían
pagado para que se ejecutara aquella iniquidad.
La
historia es la siguiente: En el año 1441 nació en Épila, municipio de la
provincia de Zaragoza, Pedro de Arbués Ruiz, en el seno de una familia
acomodada que pudo darle estudios y así, tras estudiar filosofía, continuó sus
estudios en la prestigiosa universidad de Bolonia, en donde llegó a ser
catedrático y más tarde doctor. Paralelamente fue ordenado sacerdote y nombrado
canónigo de la Seo de Zaragoza.
Es
evidente, por su trayectoria, que Arbués era un joven inteligente y estudioso,
en el que pronto se fijo uno de los clérigos más poderosos de España, si no el
que más: Tomás de Torquemada, inquisidor general, confesor de la reina Isabel y
fanático religioso como casi todos en su época.
En mayo de
1484 Torquemada lo nombró, junto al dominico Gaspar Juglar, primeros
inquisidores del reino de Aragón.
Es
necesario recalcar que así como Castilla era un reino fervientemente religioso,
en el que todo el poder se supeditaba a la Iglesia, en Aragón no ocurría lo
mismo ya que la existencia de los famosos “fueros” limitaban el poder real y
eclesiástico sobre los súbditos, ejerciendo una protección que en algún caso
era de considerable eficacia. Esa condición foral hacía ver a los aragoneses
que no estaban desvalidos contra los abusos de la realeza o de la Iglesia, por
otra parte muy proclive a abusar de los ciudadanos so pretextos religiosos
hábilmente manipulados.
Así
estaban las cosas cuando los dos jóvenes inquisidores iniciaron un recorrido
por el reino de su demarcación inquisitorial, donde el recibimiento se
expresaba en función de respeto y miedo.
Pero al
llegar a Teruel, las autoridades locales les prohibieron la entrada en la
ciudad y ellos, ni cortos ni perezosos, procedieron a decretar el máximo
castigo de la Iglesia: la excomunión de toda la población.
Pero en
Teruel también había religiosos y muchos, así que el clero en una unión contra
los inquisidores, recurrieron al papa, mientras el brazo secular lo hacía a la
Diputación General y al rey.
El papa y la Diputación General se pusieron abiertamente a favor de la
ciudad. El papa, Sixto IV levantó la excomunión, mientras que la Diputación se
dirigía al rey haciéndole saber que allí no había herejes y que si en algún
caso los hubiera deberían ser tratados con “amonestaciones
y persuasiones” tendentes a rescatarlos de su error y nunca con violencia.
Ante una demostración de sensatez como la descrita, la respuesta del rey
fue todo lo contrario, enviando a tropas castellanas para conminar a las
autoridades todas de Aragón a que recibieran y ayudaran a los inquisidores,
acabando así con cualquier núcleo de resistencia a la implantación de régimen
de terror que suponía el Santo Oficio.
Los jóvenes inquisidores se frotarían las manos del gozo que aquella
medida les producía y de inmediato comenzaron con su terrorífica labor y era
tanto el afán que ponían en su tarea que muy pronto su foco principal: los
judíos conversos y el pueblo llano que no se libraba de acusaciones de herejía
y brujería, comenzaron a expresar su malestar
y a los que se unió la propia nobleza que veía peligrar el mantenimiento
de los fueros.
Pero era muy difícil enfrentarse al omnímodo poder de la Iglesia,
representado por la Inquisición que no cesaba de condenar a muerte a cualquier
persona con los argumentos, tan incorpóreos como eficaces, de las delaciones,
cuya causa había que buscarla, las más de las veces, en la venganza o la
envidia y no en la aspiración a mantener incólume la fe cristiana.
Sin embargo ese enfrentamiento era difícil hacerlo por métodos
ortodoxos, así que algunos afectados, más enérgicos de carácter y resolutivos,
optaron por pasar a la aplicación de otros métodos más eficaces, sobre todo con
el de Arbués, cuya postura más recalcitrante que la de su compañero inquisidor
que no se libraba tampoco del rencor y la animadversión del importante segmento
de población judeo-conversa, se había hecho acreedor de los más profundos odios.
Se unió a esto que Gaspar Juglar falleció al año siguiente y aunque un
rumor incontenible apuntaba a que había sido envenenado, nada se pudo
demostrar, aunque los episodios posteriores señalarían certeramente en esa
dirección.
Y el episodio posterior fueron en realidad dos atentados que sufrió
Arbués y de los que consiguió salir ileso, pero era tal el odio y la sed de
venganza que los judeoconversos no cejaron en su empeño.
Conseguir mediante horribles torturas las falsas confesiones de los
enjuiciados es algo que la familia no puede olvidar fácilmente y cuando se
trataba de personas que ostentaban una buena posición social y económica,
cualquier medio es bueno para quitar de la circulación a quien les está
haciendo tanto daño y así, la noche del 14 de septiembre de 1485, mientras Arbués
oraba de rodillas ante el altar mayor de la Seo de Zaragoza fue acuchillado por
ocho personas que sabiendo que el inquisidor usaba una cota de malla debajo de
su ropaje religioso, le dan varias puñaladas en el cuello mortales de
necesidad. Inmediatamente huyen de la Seo, mientras algunos canónigos,
alertados por los ruidos producidos en el apuñalamiento, acuden en auxilio de
Arbués que es trasladado a unas dependencias en donde falleció dos días más tarde.
El crimen sacrílego exacerbó el odio contra los conversos y contra los
judíos en general, desatando una reacción violenta contra el colectivo judío,
más aún cuando se supo que los criminales habían sido pagados por conversos.
Los autores materiales y los instigadores fueron detenidos y juzgados,
siendo ejecutados tras la celebración de varios actos de fe a lo largo del año
siguiente. La cifra se saldó con dos suicidios, nueve ejecutados, tres quemados
en estatua, al no haber sido hallados y cuatro severamente castigados por su
complicidad en los hechos.
De inmediato Arbués es considerado un mártir de la Iglesia. Se le
realizan funerales de gran boato y se le entierra en un mausoleo en una capilla
de la Seo que se dedica a él y que paga la ciudad; se le beatifica en 1662,
siendo posteriormente canonizado por Pio IX en 1867.
Es curiosa la forma de agradecer de la Iglesia a los que a sangre y
fuego, sin ningún escrúpulo, convierten en herejes a personas normales, en aras
de amedrentar y mantener su sanguinaria autoridad.
El proceso contra los asesinos de Arbués se conoce con muchos detalles,
precisamente gracias al Libro Verde.
Murillo perpetuó el crimen con un cuadro de magnífica factura que
desgraciadamente salió de España y se encuentra en el Museo del Hermitage de
San Petersburgo.
Interesante historia y bien documentada ...pareces Policía..jjjj
ResponderEliminarSiento disentir de su relato que está lejos de la realidad. Podría decir que cae en los tópicos de siempre, que juzga hechos pasados con una mentalidad moderna o que olvida o desconoce que el Santo Tribunal de la Inquisición fue el tribunal más garantista de la época (ya quisiera la Revolución Francesa siglos después haber tenido un uno por ciento de esa consideración) pero seguiría siendo su palabra contra la mía en un ejercicio inútil de reciproco esfuerzo por llevar nuestra sardina al ascua de la historia por lo que me limitare a recomendarle un libro escrito por un francés (Jean Dumont) titulado "Juicio a la Inquisición Española". No espero cambiar su visión de la iglesia pero si aspiro a poder cumplir con el precepto que me “obliga” a ayudarla en sus necesidades y hoy en día esa (defenderla) es una de las mayores que tiene porque, a pesar de todo lo que hace por nosotros y los más menesterosos, sigue siendo la más atacada (por no decir la única).
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