La primera
novela de Juan Eslava Galán que leí, fue En busca del unicornio, premio Planeta
1987. Desde entonces le he leído casi todas sus obras. Me apasiona este autor y
considero que es de los mejores en la rama de novela histórica.
En busca
del unicornio, novela que no he vuelto a leer de tan presente como la tengo, se
trata de una expedición patrocinada por el rey Enrique IV de Castilla, el cual
para tratar su impotencia sexual, recurría a todo, incluso buscar un unicornio,
animal fabuloso, cuya única similitud, apurando mucho los parecidos, podría ser
con el rinoceronte, a cuyo cuerno se le ha atribuido propiedades afrodisíacas tan potentes que eran capaces de curar la impotencia.
Esa
ancestral creencia ha provocado masivas cacerías de este majestuoso animal,
hasta casi esquilmar la especie.
Actualmente
y para combatir la caza furtiva de estos animales, se le corta el cuerno,
dejando de ser atractivos para los especuladores.
De Enrique
IV y todo su entorno histórico he escrito en varias ocasiones y he relatado
cómo se ha llegado a la conclusión de que era realmente un impotente sexual.
Hay muchas
formas de demostrar científicamente esta realidad y algunos ensayos médicos
como el brillante estudio de Gregorio Marañón, parecen confirmarlo, pero creo
que son más significativos otros hecho, como el que tan magistralmente narra
Eslava Galán, que se corrobora porque en la tumba de Enrique apareció un cuerno
de unicornio.
Esto
significa una enorme preocupación por la virilidad que impulsa a una persona a
acometer empresas de esa envergadura para poder procrear, algo que resulta
absolutamente imprescindible a rey que quiere dejar una descendencia.
La primera
mujer de Enrique IV, Blanca II de Navarra, salió huyendo de palacio con el
convencimiento de seguir soltera y entera, como se diría ahora y el infeliz
monarca, necesitado de descendencia, no paró en barras para asegurarse un nuevo
matrimonio.
Para
desmontar el hecho cierto de su impotencia, el rey `presentó una demanda de
repudio de la joven Blanca, alegando impotencia pero solamente con ella, pues a
parte presentaba unas declaraciones de varias mujeres, de las que se sospecha
fueran prostitutas bien remuneradas que dejaban constancia por escrito de haber
mantenido varias relaciones sexuales con el rey y a plena satisfacción.
Eso era
imprescindible para borrar el supuesto bulo de su impotencia, pues el rey tenía
que volver a casarse, toda vez que no tenía descendencia, lo que colocaba la
corona de Castilla en las sienes de su hermano Alfonso o peor aun, en las de su
hermanastra Isabel.
En esta
nueva ocasión la elegida fue Juana de Avís, hija de los reyes de Portugal, una
infanta joven y agraciada, que esperaba obtener con su apetitosa figura lo que
no se había obtenido hasta ese momento que era una erección real y una
consumación del matrimonio. Juana era, además de en un buen partido, una buena
opción de cara a una futura unión de los dos países, con un heredero común.
Pero
contra la naturaleza no hay quien pueda y en este caso, había favorecido tan
escasamente al infeliz Enrique que era imposible que pudiera consumar la unión
sacramental.
Ni los
deseos de la joven y bella Juana, ni sus atractivas formas, ni ninguna de las
gracias que pudiera poner en juego, conseguían despertar el dormido miembro
real.
No
faltaban remedios físicos, ni químicos, ni espirituales con los que se
pretendía doblegar la obstinada naturaleza, ni faltó médico o curandero que
propusiera las más extrañas fórmulas para salir de aquel agujero.
De entre
todos los físicos que intentaron sin éxito conseguir que Juana se preñase el
que más cerca estaba de la corte y más concretamente del rey era un judío
converso llamado Maestre Shemaya, hombre de grandes cualidades en muy
diferentes facetas de la vida palaciega y también en el campo de la medicina,
entendida cómo era en aquellos tiempos.
Shemaya,
también llamado Samaya, es una incógnita en cuanto a su nacimiento, su
formación y su ascenso en la corte, por otra parte, al ser un judío converso,
cosa completamente natural, pero ya en el ejercicio de sus actividades
palaciegas aparece en muy diversas documentaciones, unas veces como juez mayor
de las aljamas judías, otras como receptor de pagos al rey, otras como
presidente del protomedicato de Castilla, un órgano que se dedicaba a examinar
a los futuros médicos y avalar sus conocimientos, etc.
En más de
una ocasión se recurrió a él para quitar de en medio a alguna persona molesta
para la corona, pues como médico era gran experto en la administración de
pócimas venenosas con las que liquidar a los enemigos sin hacer demasiado
ruido.
No se
tiene certeza, pero la muerte repentina de Pedro Girón de Acuña Pacheco, joven
hermano del poderoso Juan Pacheco, marqués de Villena y verdadero gobernante en
la sombra del reino de Castilla, pudo tener alguna relación con la intervención
del maestre judío.
Eran
tantas sus habilidades que Shemaya resultaba ser un verdadero paño de lágrimas
para el rey, le cual lo requería para solucionar problemas que se creían
insolubles, así poco después de la boda con Juana y viendo que el rey no cumplía
con la obligación conyugal de desflorar a la novia, se recurrió al Maestre por
si fuera capaz de dar solución al grave problema en que se estaba convirtiendo
la descendencia regia.
Como eran
todos los actos de la realeza, la privacidad, el recato, la discreción, eran
circunstancia que se obviaban y así una de las dueñas de la reina debía salir la
noche de bodas de la alcoba nupcial con las sábanas ensangrentadas para mostrar
a la corte el desfloramiento, cuando no era que la corte, con arzobispo a la
cabeza, se colocaba a los pies de la cama para presenciar en directo la
desfloración.
En este
caso el asunto tenía aún mucho más morbo, porque ante la imposibilidad de que
el rey tuviese una erección lo suficientemente duradera para realizar el acto
natural, el médico judío aplicó una técnica vanguardista.
Para esta
operación mandó construir una cánula de oro con un pequeño depósito al final
del fino tubo y preparaba la siguiente escenificación: el rey y la reina yacían
en la cama matrimonial desnudos de cintura para abajo, mostrando sus vergüenzas
ante un comité de mirones que habrían de dar fe de lo que iba a ocurrir. La
fina cánula era introducida por la uretra real hasta llegar a la próstata, la
cual se excitaba con suaves movimientos, hasta que la glándula segregaba el
licor seminal que en circunstancias normales debería ir cargado de
espermatozoides.
Obtenido
este líquido, el contenido de la cánula era vertido en la vagina de la reina,
recomendando una inmovilidad absoluta para que los microscópicos “bichitos”
emprendieran su camino hacia el óvulo.
Los
conocimientos médicos de la época eran los que todos nos imaginamos y sin un
buen microscopio no era posible saber si aquel líquido contenía espermas o no,
como tampoco era posible determinar en que momento del ciclo menstrual era
fértil la mujer.
En esta
segunda incertidumbre se recurría a la temperatura corporal de la dama, cosa
que también se hacía al buen tuntún, pues tampoco se habían inventado los
termómetros. Así que cuando el médico creía que la frente de la dama estaba más
caliente de lo habitual, suponía que era porque estaba ovulando y no porque
hubiera sufrido un enfriamiento o cualquier otro incidente similar.
Si después
de aquella noche de inseminación artificial, el resultado no se producía,
volvía a repetirse la operación al mes siguiente, hasta que, por fin, la reina
Juana quedó embarazada.
Claro que
no fue por las artes de Maestre Shemaya, sino por las del valido y amigo de la
familia don Beltrán de la Cueva que sí que puso la semillita en su sitio.
El fruto
de aquel parto fue la infanta Juana, conocida como La Beltraneja, aunque el rey
se dio mucha prisa en reconocerla como su hija y presentarla a las cortes como
la futura heredera de la corona, claro que de una parte las dudas, un segundo
embarazo de la reina donde el pobre Enrique era consciente de no haber tenido
participación alguna, la presión de parte de la nobleza y la reciedumbre del
carácter de la Infanta Isabel, le hicieron cambiar de opinión.
Todo lo demás es historia ya contada, pero lo del médico judío no es tan conocido y mucho menos puesto en valor porque en definitiva lo que hacía era practicar una inseminación artificial, cosa que en la actualidad se usa muy frecuentemente tanto para personas como para el ganado y con gran éxito, claro que contando a favor con una tecnología muy avanzada que el pobre médico judío no tenía.
Único retrato en miniatura que tiene
de “La Beltraneja”
Pues casi la lía porque si en vez de la Gran Isabel la Católica hubiese gobernado cualquier otra de las opciones que podrían haberse dado, visto el resultado innegable que supuso el reinado de Isabel, necesariamente hubiesemos salido perdiendo. Dicho lo cual me lleva a otra reflexión políticamente no correcta y es que el que vale vale independientemente del sexo que profese y sin necesidad de paridades (y ahí esta Maria Salomea Skłodowska).
ResponderEliminarUn adelantado a la época...
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