El valor que tenían las especias hace
cinco siglos es algo que en el día de hoy nos resulta difícil de
comprender, pero lo cierto es que la búsqueda de estos productos
impulsaron casi todos los grandes descubrimientos desde el siglo XV.
En algunos yacimientos prehistóricos,
los arqueólogos han encontrado vestigios del uso de algunas plantas
como el ajo, la cebolla, los rábanos y otras muchas, lo cual quiere
significar que desde la más remota antigüedad, el hombre trató de
dar a los productos que consumía, un cierto tono de sabor que los
desviara de los posiblemente malos sabores que tuvieran aquellos
primitivos alimentos. Salvo en la época de las glaciaciones,
conservar las carnes, producto de la caza, o las verduras y frutas de
la recolección, era tarea muy difícil, por no decir imposible y,
por tanto, los hombres primitivos estaban obligados a comer carne
semicorrompida o verduras podridas.
Para disimular el mal sabor de algunos
alimentos, se empiezan a utilizar unos productos, casi siempre
vegetales, pero a veces también animales y minerales, que se conocen
con el nombre de “especias”.
Fueron los romanos los primeros en
elevar a la categoría de exquisitez, el uso de algunas especias
tradicionalmente usadas, o salsas tan preciadas como el Garum que
obtenían en nuestras costas gaditanas y que los griegos habían
bautizado siglos antes como Garo, que era el nombre que ellos daban a
nuestras caballas, base de la fabricación de tan exquisito
condimento.
Pero no solamente las especias eran
productos para utilizar en la cocina como conservantes o sazonadores,
también para fabricar los perfumes, los medicamentos, linimentos y
aceite corporales y en algunos casos como eficaces afrodisíacos
Para buscar especias se dobló el Cabo
de Buena Esperanza y se cruzó el desconocido Atlántico, con la
certeza de que las especias traerían la riqueza a quienes con ellas
comerciaran y así fue en muchos casos, pues la humilde nuez moscada
llegó a valer más que el oro.
Indudablemente que su comercio produjo
importantes ganancias e incluso sustentó la economía de países,
pero llegó un momento, en el siglo XIX que el avance de la
agricultura permitió lo que hasta entonces estaba vedado y que fue
el cultivar aquellas plantas lejos de sus habitats naturales. Con
este nuevo sistema se abarató considerablemente el precio de los
productos, se acercó éstos al gran consumo y muchas empresas
dedicadas a la importación se vinieron a pique.
Pero lo más importante de lo que
trajo la búsqueda de las especias, fueron los innumerables
descubrimientos de islas, archipiélagos y continentes que durante
varios siglos se fueron produciendo.
Una de las zonas en la que se
produjeron mayores descubrimientos y colonizaciones fue en el Océano
Pacífico, plagado de islas, mientras que su vecino, el Índico era
muy ignorado, limitándose la navegación a las rutas ya
establecidas.
Si echamos una mirada al mapa de la
zona veremos que este océano está inmensamente despoblado y desde
la punta de África, o la isla de Madagascar, hasta Indonesia o el
Mar de Java, no se encuentra nada más que un archipiélago, de
escaso tamaño y apenas habitados. Son las Islas Coco, compuestas por
dos atolones con veintisiete islas coralinas.
Estas islas fueron descubiertas en el
año 1609 y de manera totalmente accidental. Tres barcos de la
Compañía de las Indias Orientales salieron en 1607 de Inglaterra
con destino al Océano Índico con intención de descubrir islas y
comerciar con las especias. A bordo de uno de ellos navegaba el
capitán William Keelling. Su barco se llamaba Dragón Rojo y fue el
último de los tres buques en regresar a su base.
Al hacerlo, el capitán Keelling, un
apasionado del teatro, en cuyo barco se representaban obras de
Shakespeare por parte de la tripulación, puso de manifiesto el
descubrimiento de unas islas, a mitad de camino entre Java y África,
a las que había bautizado con su nombre.
Las Islas Keelling, como se las
conoció desde entonces, estaban deshabitadas, pero a decir de su
descubridor, eran de una gran belleza y en ellas había mucha
vegetación y abundante agua que en las lagunas interiores de los
atolones, formaban unas lentes flotantes sobre el agua muy salina de
éstos.
El descubrimiento no pareció tener
demasiada importancia, pues Keelling no encontró en las islas otros
productos que el coco, en aquel momento no muy demandado y, además,
bastante frecuente en muchos lugares del Pacífico.
Tan escasa importancia se le dio que
no se tiene noticia de que ningún otro barco arribara a sus costas
hasta que en 1825, es decir, más de doscientos años después el
Mauritius, un bergantín inglés, encalló en sus arrecifes, viéndose
la tripulación en la necesidad de refugiarse en las islas hasta que
pudieron reparar el buque muchas semanas después.
Este naufragio demostraba que la
supervivencia en las islas Keelling era posible y que abundando el
agua y la vegetación, también había animales para completar la
cadena alimenticia.
Grabado
del desembarco en las Cocos
Ese mismo año y de manera accidental,
otro navegante escocés, John Clunies-Ross, arribó a las Islas
Keelling, quedando prendado de la belleza de las mismas y de la
enorme cantidad de cocos que podrían producirse en aquellas
privilegiadas islas, hasta el extremo de que decidió volver allí e
instalarse allí con su familia
Esa noticia fue conocida por el
gobernador de Borneo, Alexander Hare, el cual con doscientos esclavos
malayos y todo un harem con cuarenta mujeres que poseía para su
propia satisfacción, se trasladó a las islas, anticipándose a los
deseos de Clunies-Ross.
Enseguida vio que las condiciones de
la isla eran óptimas para producir cocos en gran cantidad y comenzó
la producción de copra y aceite de coco que empezaba a demandarse
mucho en perfumerías, para fabricar jabones y en repostería, como
aderezo de pasteles, galletas y chocolates .
Apenas un año después arribaron a
las mismas islas John Clunies-Ross con su familia y cuarenta
trabajadores y con planes de recolectar cocos y plantar muchas
palmeras más.
Pronto surgieron diferencias entre
ambos personajes, en las que Hare llevó la peor parte porque además
de la competencia y rivalidad entre ambos, muchas de las mujeres que
Hare tenía en su harem se marchaban a vivir con los trabajadores de
Clunies y por otro lado las durísimas condiciones que éste imponía
a sus esclavos malayos, comenzaban a minar la salud de los braceros,
afectando a la producción y terminando por hacerle imposible la vida
en aquellas islas, por lo que el año 1831 abandonó las abandonó
con el resto de personal que le quedaba.
Con su marcha, John Clunies-Ross quedó
como único señor de las islas, convirtiéndose en una especie de
reyezuelo que la gobernaba y que incluso llegó a crear su propia
moneda: La rupia de las Coco que, como es natural solamente servía
en el comercio interno.
El patriarca de la familia falleció
en 1854, sucediéndole su hijo John George que se autodenominó Ross
II. Tres años después las islas fueron anexionadas al Imperio
Británico y el que hasta entonces había sido su “rey”, pasó a
ser simplemente el administrador del territorio.
Pero las islas tenían escaso interés
para la corona británica, hasta el extremo que, tras mucho insistir
y dar la lata, la reina Victoria las concedió a la familia Ross a
perpetuidad, aunque en la cesión se estableció una cláusula por la
que la corona podría recuperarlas, sin indemnización alguna, en
caso de que así lo aconsejara el interés público.
Poco interés público habría en
aquellos alejados y semidesérticos atolones, sin embargo la fortuna
de la familia Clunies-Ross crecía de manera importante, porque
aparte del comercio del coco que mantenían constantemente con
puertos de la isla de Java, empezaron a dedicarse al
aprovisionamiento de los buques balleneros que cada vez en mayor
número surcaban las aguas del Índico y que aquellas islas le venían
a medio camino entre sus caladeros y los puntos habituales de
suministros.
Y por si fuera poco, el descubrimiento
de fosfatos en las vecinas Islas Navidad propició que los Roos
creasen una compañía para su explotación, disparándose la
producción de abonos, tan importantes para la agricultura del pasado
siglo XIX.
Pero no todo era idílico en aquel
supuesto paraíso de belleza inigualable. La población no conseguía
reproducirse y era constante la traída de mano de obra procedente de
China y las islas de Java, Borneo, Ceilán, etc., personas que se
adaptaban mal a las condiciones de vida y con mala alimentación
sobre todo por la escasa variedad de productos, morían muchos y
otros enfermaban y se inutilizan para el trabajo. En un año el
beriberi, enfermedad producida por falta de vitamina B, produjo más
de cuatrocientas muertes entre los poco más de dos mil trabajadores.
El enclave estratégico de las Coco
las hizo apetecible en las dos grandes guerras, pero aparte algunas
escaramuzas navales, quedaron totalmente al margen del conflicto.
En 1954, la reina Isabel II visitó
las islas en las que la familia Ross seguía reinando. Pocos meses
después las islas fueron cedidas a Australia, lo que supuso para las
Clunies-Ross la pérdida de su reino que durante ciento cincuenta
años les perteneció sin ningún derecho.
Con la llegada del gobierno
australiano empezó a derivarse la producción agrícola hacia otros
campos y los sindicatos a denunciar las condiciones de esclavitud en
que vivían los mil quinientos habitantes que había en ese momento.
Pero tenían los Ross una concesión a
perpetuidad que los hacía dueños de aquellos islotes, concesión
que les permitía seguir casi en la misma situación, aunque con más
problemas cada vez, hasta que en 1978 y por seis millones y cuarto de
dólares americanos vendieron las islas al gobierno australiano y en
1984, mediante referéndum, los seiscientos habitantes de las islas
decidieron su plena integración en Australia.
El último superviviente de la familia
Clunies-Ross que vive aún en el archipiélago es John George que
tendría que haber sido Ross IV, al cual la BBC le hizo una
entrevista en 2007, en la que se lamentó de la pérdida que sufrió
su familia.
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