sábado, 11 de mayo de 2013

EL REY DE COCOS







El valor que tenían las especias hace cinco siglos es algo que en el día de hoy nos resulta difícil de comprender, pero lo cierto es que la búsqueda de estos productos impulsaron casi todos los grandes descubrimientos desde el siglo XV.
En algunos yacimientos prehistóricos, los arqueólogos han encontrado vestigios del uso de algunas plantas como el ajo, la cebolla, los rábanos y otras muchas, lo cual quiere significar que desde la más remota antigüedad, el hombre trató de dar a los productos que consumía, un cierto tono de sabor que los desviara de los posiblemente malos sabores que tuvieran aquellos primitivos alimentos. Salvo en la época de las glaciaciones, conservar las carnes, producto de la caza, o las verduras y frutas de la recolección, era tarea muy difícil, por no decir imposible y, por tanto, los hombres primitivos estaban obligados a comer carne semicorrompida o verduras podridas.
Para disimular el mal sabor de algunos alimentos, se empiezan a utilizar unos productos, casi siempre vegetales, pero a veces también animales y minerales, que se conocen con el nombre de “especias”.
Fueron los romanos los primeros en elevar a la categoría de exquisitez, el uso de algunas especias tradicionalmente usadas, o salsas tan preciadas como el Garum que obtenían en nuestras costas gaditanas y que los griegos habían bautizado siglos antes como Garo, que era el nombre que ellos daban a nuestras caballas, base de la fabricación de tan exquisito condimento.
Pero no solamente las especias eran productos para utilizar en la cocina como conservantes o sazonadores, también para fabricar los perfumes, los medicamentos, linimentos y aceite corporales y en algunos casos como eficaces afrodisíacos
Para buscar especias se dobló el Cabo de Buena Esperanza y se cruzó el desconocido Atlántico, con la certeza de que las especias traerían la riqueza a quienes con ellas comerciaran y así fue en muchos casos, pues la humilde nuez moscada llegó a valer más que el oro.
Indudablemente que su comercio produjo importantes ganancias e incluso sustentó la economía de países, pero llegó un momento, en el siglo XIX que el avance de la agricultura permitió lo que hasta entonces estaba vedado y que fue el cultivar aquellas plantas lejos de sus habitats naturales. Con este nuevo sistema se abarató considerablemente el precio de los productos, se acercó éstos al gran consumo y muchas empresas dedicadas a la importación se vinieron a pique.
Pero lo más importante de lo que trajo la búsqueda de las especias, fueron los innumerables descubrimientos de islas, archipiélagos y continentes que durante varios siglos se fueron produciendo.
Una de las zonas en la que se produjeron mayores descubrimientos y colonizaciones fue en el Océano Pacífico, plagado de islas, mientras que su vecino, el Índico era muy ignorado, limitándose la navegación a las rutas ya establecidas.
Si echamos una mirada al mapa de la zona veremos que este océano está inmensamente despoblado y desde la punta de África, o la isla de Madagascar, hasta Indonesia o el Mar de Java, no se encuentra nada más que un archipiélago, de escaso tamaño y apenas habitados. Son las Islas Coco, compuestas por dos atolones con veintisiete islas coralinas.
Estas islas fueron descubiertas en el año 1609 y de manera totalmente accidental. Tres barcos de la Compañía de las Indias Orientales salieron en 1607 de Inglaterra con destino al Océano Índico con intención de descubrir islas y comerciar con las especias. A bordo de uno de ellos navegaba el capitán William Keelling. Su barco se llamaba Dragón Rojo y fue el último de los tres buques en regresar a su base.
Al hacerlo, el capitán Keelling, un apasionado del teatro, en cuyo barco se representaban obras de Shakespeare por parte de la tripulación, puso de manifiesto el descubrimiento de unas islas, a mitad de camino entre Java y África, a las que había bautizado con su nombre.
Las Islas Keelling, como se las conoció desde entonces, estaban deshabitadas, pero a decir de su descubridor, eran de una gran belleza y en ellas había mucha vegetación y abundante agua que en las lagunas interiores de los atolones, formaban unas lentes flotantes sobre el agua muy salina de éstos.
El descubrimiento no pareció tener demasiada importancia, pues Keelling no encontró en las islas otros productos que el coco, en aquel momento no muy demandado y, además, bastante frecuente en muchos lugares del Pacífico.
Tan escasa importancia se le dio que no se tiene noticia de que ningún otro barco arribara a sus costas hasta que en 1825, es decir, más de doscientos años después el Mauritius, un bergantín inglés, encalló en sus arrecifes, viéndose la tripulación en la necesidad de refugiarse en las islas hasta que pudieron reparar el buque muchas semanas después.
Este naufragio demostraba que la supervivencia en las islas Keelling era posible y que abundando el agua y la vegetación, también había animales para completar la cadena alimenticia.

Grabado del desembarco en las Cocos

Ese mismo año y de manera accidental, otro navegante escocés, John Clunies-Ross, arribó a las Islas Keelling, quedando prendado de la belleza de las mismas y de la enorme cantidad de cocos que podrían producirse en aquellas privilegiadas islas, hasta el extremo de que decidió volver allí e instalarse allí con su familia
Esa noticia fue conocida por el gobernador de Borneo, Alexander Hare, el cual con doscientos esclavos malayos y todo un harem con cuarenta mujeres que poseía para su propia satisfacción, se trasladó a las islas, anticipándose a los deseos de Clunies-Ross.
Enseguida vio que las condiciones de la isla eran óptimas para producir cocos en gran cantidad y comenzó la producción de copra y aceite de coco que empezaba a demandarse mucho en perfumerías, para fabricar jabones y en repostería, como aderezo de pasteles, galletas y chocolates .
Apenas un año después arribaron a las mismas islas John Clunies-Ross con su familia y cuarenta trabajadores y con planes de recolectar cocos y plantar muchas palmeras más.
Pronto surgieron diferencias entre ambos personajes, en las que Hare llevó la peor parte porque además de la competencia y rivalidad entre ambos, muchas de las mujeres que Hare tenía en su harem se marchaban a vivir con los trabajadores de Clunies y por otro lado las durísimas condiciones que éste imponía a sus esclavos malayos, comenzaban a minar la salud de los braceros, afectando a la producción y terminando por hacerle imposible la vida en aquellas islas, por lo que el año 1831 abandonó las abandonó con el resto de personal que le quedaba.
Con su marcha, John Clunies-Ross quedó como único señor de las islas, convirtiéndose en una especie de reyezuelo que la gobernaba y que incluso llegó a crear su propia moneda: La rupia de las Coco que, como es natural solamente servía en el comercio interno.
El patriarca de la familia falleció en 1854, sucediéndole su hijo John George que se autodenominó Ross II. Tres años después las islas fueron anexionadas al Imperio Británico y el que hasta entonces había sido su “rey”, pasó a ser simplemente el administrador del territorio.
Pero las islas tenían escaso interés para la corona británica, hasta el extremo que, tras mucho insistir y dar la lata, la reina Victoria las concedió a la familia Ross a perpetuidad, aunque en la cesión se estableció una cláusula por la que la corona podría recuperarlas, sin indemnización alguna, en caso de que así lo aconsejara el interés público.
Poco interés público habría en aquellos alejados y semidesérticos atolones, sin embargo la fortuna de la familia Clunies-Ross crecía de manera importante, porque aparte del comercio del coco que mantenían constantemente con puertos de la isla de Java, empezaron a dedicarse al aprovisionamiento de los buques balleneros que cada vez en mayor número surcaban las aguas del Índico y que aquellas islas le venían a medio camino entre sus caladeros y los puntos habituales de suministros.
Y por si fuera poco, el descubrimiento de fosfatos en las vecinas Islas Navidad propició que los Roos creasen una compañía para su explotación, disparándose la producción de abonos, tan importantes para la agricultura del pasado siglo XIX.
Pero no todo era idílico en aquel supuesto paraíso de belleza inigualable. La población no conseguía reproducirse y era constante la traída de mano de obra procedente de China y las islas de Java, Borneo, Ceilán, etc., personas que se adaptaban mal a las condiciones de vida y con mala alimentación sobre todo por la escasa variedad de productos, morían muchos y otros enfermaban y se inutilizan para el trabajo. En un año el beriberi, enfermedad producida por falta de vitamina B, produjo más de cuatrocientas muertes entre los poco más de dos mil trabajadores.
El enclave estratégico de las Coco las hizo apetecible en las dos grandes guerras, pero aparte algunas escaramuzas navales, quedaron totalmente al margen del conflicto.
En 1954, la reina Isabel II visitó las islas en las que la familia Ross seguía reinando. Pocos meses después las islas fueron cedidas a Australia, lo que supuso para las Clunies-Ross la pérdida de su reino que durante ciento cincuenta años les perteneció sin ningún derecho.
Con la llegada del gobierno australiano empezó a derivarse la producción agrícola hacia otros campos y los sindicatos a denunciar las condiciones de esclavitud en que vivían los mil quinientos habitantes que había en ese momento.
Pero tenían los Ross una concesión a perpetuidad que los hacía dueños de aquellos islotes, concesión que les permitía seguir casi en la misma situación, aunque con más problemas cada vez, hasta que en 1978 y por seis millones y cuarto de dólares americanos vendieron las islas al gobierno australiano y en 1984, mediante referéndum, los seiscientos habitantes de las islas decidieron su plena integración en Australia.
El último superviviente de la familia Clunies-Ross que vive aún en el archipiélago es John George que tendría que haber sido Ross IV, al cual la BBC le hizo una entrevista en 2007, en la que se lamentó de la pérdida que sufrió su familia.

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