El diario La Vanguardia de Barcelona,
publicaba, días pasados, un artículo sobre el contencioso que mantienen los
municipios de Palamós y Palafruguel, en el litoral de la Costa Brava, por unos
islotes inhóspitos y deshabitados conocidos como las Islas Formigues.
Ambas ciudades se atribuyen la
pertenencia de los islotes a sus respectivos términos municipales, aunque su
utilidad sea prácticamente nula, pues su altura es tan escasa que cuando hay
temporales quedan completamente cubiertas por las olas.
Su único valor son las efemérides,
pues en sus aguas se celebró en 1285 la batalla naval de Formigues en la que la
escuadra aragonesa derrotó a la francesa que había invadido Cataluña, además de
otro suceso que me propongo narrar.
Sin mucho fundamento, por la escasa
similitud entre ambos casos, el periódico relaciona este contencioso con el
esperpéntico incidente de la Isla del Perejil, con el que no guarda relación
alguna, salvo en el escaso valor intrínseco y de todo tipo que el islote y las
Formigues poseen.
Pero no es esa coincidencia ni ese
pleito lo que atrae mi curiosidad. Refiere el periódico que en el siglo XVIII,
ese lugar fue escenario de un combate entre un barco pirata argelino y un barco
mercante de Mataró, en el que hubo cuarenta heridos y terminó con una
aplastante victoria del lado español.
Es de todos conocido que los piratas
berberiscos asolaron las costas mediterráneas por espacio de siglos y sobre
todo España e Italia, vivieron en permanente estado de alerta por culpa de las
incursiones de estos piratas. La situación era así desde tiempos del Imperio
Romano, pues ya Julio César hizo una campaña contra la piratería, pero empeoró a raíz de dos acontecimientos:
la toma de Granada y la caída de Constantinopla.
Con la desaparición del reino
Andalusí, muchos de los moros expulsados se pusieron a disposición de los
piratas berberiscos que tenían sus bases en el norte de África y, conocedores
de la costa y de la lengua, facilitaban enormemente las incursiones en el
litoral español.
La caída de Constantinopla supuso el
comienzo de la hegemonía islámica en el Mediterráneo y el fortalecimiento de la
piratería en el las plazas de Túnez, Argel, Trípoli, Salé, Orán, etc.
Dicho esto para centrar un poco el
tema y volviendo a la noticia de días pasados, quise buscar alguna confirmación
oficial de aquel hecho, lo que no ha resultado fácil, pero hoy, con las nuevas
tecnologías, nada parece imposible.
La noticia no daba, como pueden ver en
el enlace que encabeza este artículo, ningún dato confrontable, por lo que la
búsqueda, no estando en mi mano la posibilidad de consultar archivos físicos
por fechas, creí que no iba a dar resultado positivo.
Pero hurgando en los archivos de la
Academia de la Historia, que el Instituto Cervantes tiene digitalizados, en
referencia al siglo XVIII, único dato constatable, encontré con un artículo
titulado “Una singular merced nobiliaria del principado de Cataluña”.
Me descargué el archivo y me dispuse a
leer, con paciencia. la rebuscada literatura de aquellos siglos.
Pronto vi que en él se hacía
referencia a un hecho de características tan similares al que se publicaba que,
no habiendo encontrado nada más que pudiera relacionarse con el mismo, me
inclinaba a pensar que se trata del mismo hecho.
Dice el artículo que mediado el siglo
XVIII, hacía ya trescientos años que los monarcas españoles tenían un grave
problema con los piratas berberiscos que, muy bien organizados y con grandes
barcos, impedían la navegación, adueñándose de las riquezas que venían de las Indias
o las que circulaban por el Mediterráneo.
Como la situación de la Marina Real
Española era dramática (como siempre), sobre todo después de las guerras contra
Inglaterra y Holanda y el desastre de la Armada invencible, fue necesario
acudir a otros medios eficaces para combatir a los piratas y uno de dichos
medios fue el de autorizar que se “armasen en corso” los navíos mercantes de alto porte, los cuales
merecerían la consideración de barcos de guerra. La recompensa ofrecida por la
aprehensión de barcos piratas eran privilegios militares, pensiones, empleos,
etc.
Por esa razón y faltos del apoyo que
la Armada Española podía proporcionar, numerosos barcos dedicados al comercio,
pero con porte alrededor de las cien toneladas, decidieron armarse con los cañones
que proporcionaban las capitanías marítimas.
No faltaban entre las tripulaciones
quienes hubiesen servido en barcos de la Marina Real, por lo que era
relativamente fácil encontrar entre los marineros de cubierta a algún artillero
y los sirvientes necesarios para abastecer los cañones.
Así las cosas, el día 22 de junio de
1757 surgió en aguas de Palamós una galeota pirata que tenía sembrado el pánico
en el Mediterráneo y que llevaba claras intenciones de asaltar al primer barco
que pasara o hacer una incursión en tierra.
El capitán y propietario del buque
armado San Antonio de Padua, llamado Juan Bautista Balanzó, que venía de
Marsella con mercaderías destinadas a Barcelona, se vio sorprendido por la
presencia del barco pirata a la altura de las islas Formigues y aunque su nave
solamente llevaba cuatro cañones y su tripulación eran quince hombres y dos
pasajeros, uno capitán del ejército español y otro un franciscano, decidieron
presentar batalla a los piratas, por lo que tras abrazarse todos para darse ánimos,
se lanzaron a la aventura de atacar a un barco muy superior a ellos en porte y
armamento.
Se inició el combate intercambiando
cañonazos y consiguiendo el San Antonio mantener a raya a la galeota pirata y
cuando llevaban dos horas de fuego cruzado, un disparo del San Antonio tuvo la
buena fortuna de acertar con la Santa Bárbara del barco pirata, provocando una
tremenda explosión y echándolo a pique.
Como resultado del estallido del
almacén de pólvora, murieron o quedaron mal heridos muchos de los cien
tripulantes piratas y entre estos últimos se encontraba el jefe corsario que
junto con otros cuarenta consiguieron ganar la costa a nado, donde fueron
hechos prisioneros por las autoridades de Palamós y Palafruguel que advertidas
de la presencia de los piratas y alertados por los ruidos de los cañonazos
hicieron presencia en la costa con un contingente de hombres armados. Los
piratas que consiguieron sobrevivir fueron curados y encerraros en una torre de Palamós, para trasladarlos
posteriormente a Barcelona el día cinco de agosto.
El capitán Balanzó, natural y vecino
de Mataró, fue recibido con gran alegría por todos los habitantes de la
comarca, cuyas autoridades no dejaron pasar el acontecimiento sin dar cuenta de
ello al rey.
Conociendo Fernando VI el importante
servicio que se había prestado, concedió al capitán Balanzó diferentes
mercedes, entre ellas dos de singular calado por lo inhabitual.
La primera es que el rey dispuso que
para eternizar la memoria de este suceso, se esculpiera una medalla de oro con
su real efigie y que se le entreguase al referido Balanzó, por “envidiable
timbre de su persona, honra de su familia y estímulo común”.
La segunda es que le concede “el
adorno y porte de espada”, mandando
a todos los jefes militares que no pongan obstáculos a su uso.
La concesión de esa medalla, de la que
se conserva un ejemplar que estaba en el medallero del rey, otro en el Museo
Arqueológico Nacional y otro en poder de los descendientes del heroico capitán,
tiene una importancia extraordinaria porque es la única medalla regia creada en
España en honor de una familia, pero aún tiene mayor importancia la concesión
del uso de la espada, lo que representa ennoblecimiento en la graduación
adecuada, pues los reyes concedían a sus súbditos que destacaban con acciones
sobresalientes, los privilegios de Ciudadanía Honrada, de Caballero y de Noble.
Medalla conmemorativa del
suceso
En este caso la concesión del porte de
espada implica el nombramiento de caballero que se llevó a cabo el día 9 de
noviembre de 1758 por el Capitán General de los Reales Ejércitos, gobernador de
Cataluña y Presidente de su Real Audiencia, Juan de Aragón-Azlor.
La heroica tripulación que solo sufrió
algunas heridas, recibió doscientos doblones de oro para su reparto.
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