Cuando en el bachillerato de aquella época que
empieza ya a ser remota, estudiábamos gramática, la estudiábamos de verdad.
Conjugar verbos, declinar palabras, aprender las reglas de acentuación, las
conjunciones, las preposiciones, el análisis sintáctico y el morfológico y la
colocación de los signos ortográficos.
Era fácil con el punto, incluso con el punto y coma,
pero la sencilla coma era de mucha más envergadura de lo que su modesta
situación pudiera hacer pensar.
La coma separa las oraciones y permite descansar
momentáneamente en la lectura de un texto que, sin estas pequeñas aliadas,
terminaría por asfixiarnos; y las oraciones tenían (y siguen teniendo), los
tres elementos indispensables: sujeto, verbo y predicado. El lugar de la coma
lo podían ocupar las llamadas conjunciones copulativas que tenían esa virtud,
la de unir dos oraciones sin la presencia del signo ortográfico.
Para aprender bien todo esto, la profesora que nos
enseñaba a escribir con corrección, ponía un ejemplo que lo dejaba todo
clarísimo. Era una frase en la que no colocaba ninguna coma y que según el
lugar en el que la fuera poniendo, cambiaba diametralmente de sentido.
La frase era: “Perdón imposible que se cumpla la
sentencia”.
Si la coma va detrás de perdón, el reo sale a la
calle, pero si se coloca detrás de imposible, su destino es el trullo.
Una sencilla coma puede afectar a la vida de una
persona de manera muy importante. Y es que las palabras tienen un tremendo
poder alojados en ellas que sabiéndolo desentrañar, producen obras admirables
de la literatura, agravios, alegrías y disgustos de consecuencias
inimaginables.
“Por aquí no han pasado”, respondió un monje cuando
el capitán de un destacamento de
caballería le preguntaba por una partida de forajidos que al parecer tenían
buena protección en las iglesias y conventos de la zona. Y dijo aquella frase
que se ha hecho célebre, mientras introducía sus manos en las mangas del
hábito, un gesto y una actitud muy al uso de los frailes y monjes y que con la
frase y el gesto, lo que quería decir es que por sus mangas no habían entrado,
con lo que no quebrantaba su obligación de no mentir, pero tampoco contestaba
con la verdad.
Hoy ya no hay frailes de hábitos talares, de capucha
y cíngulo, pero de ellos han quedado anécdotas, frases como la anterior o
historias como la siguiente.
De los primeros colectivos que adquirieron el vicio
de fumar el tabaco que los indios americanos consumían de diversas formas,
fueron los frailes. La explicación es muy sencilla porque en cada expedición,
en cada aventura, el gobierno designaba a un número de religiosos que
compartieran la jornada con la doble función, primero de dar fe, casi como
notarios públicos, de las cosas ocurridas en el transcurso de la misión y en
segundo lugar con el fin de ganar para el reino de los cielos, las almas de los
nativos que era la excusa que se ponía siempre para ir a fastidiarles la vida a
aquellos cándidos seres que vivían en su paraísos, sin injerencias de nadie que
viniera a imponer sus costumbres, cambiar sus dioses, calzarse a sus mujeres,
hacerles trabajar como mulos, o cortarles el pescuezo si no se comportaban como
se les exigía.
Los religiosos, una vez entraban en contacto con los
nuevos nativos, adoptaban farisaicamente las costumbres del lugar para hacerse
ver como personas de talante y a través de los llamados “lenguas”, trataban de
hacerse entender y contarles la fabulosa historia de la muerte y resurrección
que tan bien aprendida tenían.
Por eso, si los indios fumaban sus “calumets”, con
las aromáticas hojas del tabaco, ellos los imitaban y se ponían ciegos de
chupar por las boquillas de las pipas, experimentando, primero, la borrachera
del tabaco y segundo, su adicción.
La costumbre de fumar se tuvo por muy beneficiosa
durante siglos, tan es así que hasta no hace mucho, se vendían cigarrillos
especiales para asmáticos, o se esnifaba rapé para descongestionar las vías
respiratorias. Por eso no es nada extraño que aquellos religiosos que
estuvieron en jornadas, trajeran a sus conventos y abadías la costumbre bien
vista de echarse un cigarrito de cuando en cuando y así, el hábito de fumar se
extendió y mucho entre la clase religiosa.
Hoy es un disparate el fumar, además de un hábito
perseguido por los impuestos, por los gobiernos, por la propia sociedad y,
sobre todo, por los conversos, aquellos fumadores empedernidos que habiendo
dejado el vicio, no soportan a nadie fumando a su alrededor.
Todo es malo, el fumar y el perseguir, pero sigamos
con la historia. Como es bien sabido, el tabaco produce una tremenda adicción
que es muy difícil de superar y es lo que hace que una y otra vez, los mejores
planes de desintoxicación fracasen estrepitosamente, pues el fumador, además de
la buena intención de dejar de fumar, no sabe cómo librarse de la necesidad de
consumir que produce el tabaco.
Esa adicción, el “mono”, como ahora se le llamaría,
hacía mella en los frailes y monjes adictos al tabaco, que al contrario de lo
que se pueda pensar eran muchos y muy enganchados.
Recientemente he leído la última novela de Ildefonso
Falcones, en donde se describe muy bien cómo los sacerdotes participaban
incluso del contrabando del tabaco, además de ser ávidos consumidores de las
labores artesanales que circulaban por España.
Pues bien, dejando sentado que no es ninguna
invención que los religiosos estuvieran enganchado en el tabaco, las
larguísimas sesiones de rezos que las distintas órdenes practicaban, producían
en los abnegados frailes, una necesidad imperiosa de salir a echar un
“caliqueño”.
Las deserciones del personal ponían de uñas a los
abades y priores que hostigaban al clero sobre la necesidad de la oración
ininterrumpida, sin que el personal le hiciera el menor caso.
Se cuenta, y esto no sé si será totalmente cierto
que, siguiendo el trámite reglamentario, algunos responsables de las
comunidades religiosas, se dirigieron a sus superiores y estos a su vez a los
suyos, solicitando aclaración sobre un punto que consideraban caudal: ¿Se podía
fumar mientras se practicaba el rezo?
La pregunta fue ascendiendo en el escalafón frailuno,
o monjeril, hasta que llegó al responsable supremo que en algunos lugares se
dice que fue el propio papa y en otros que la cosa quedó en algún cardenal,
arzobispo o cargo similar.
La respuesta, que no se hizo esperar, además de un contundente
“NO”, advertía de las desagradables consecuencias que dicha práctica acarrearía
a toda persona de comunidad que se atreviese a fumar durante la oración.
El asunto estaba zanjado por la jerarquía
eclesiástica, si bien el problema no se había solucionado. La tremenda adicción
que produce el tabaco, hacía que los monjes salieran a las puertas de las
capillas o de los oratorios para echar su cigarro y entrar luego a seguir
orando, pero las diferentes órdenes religiosas acataron la autoridad superior y
durante el rezo, fumar estaba totalmente proscrito.
Este problema se presentaba por igual en todas las
órdenes, pero, indudablemente, había quienes creían más que otros en el poder
de las palabras. Estos últimos fueron los jesuitas que siempre destacaron sobre
el resto, hasta el extremo de que cuando no se expulsaba ni perseguía a ninguna
orden desde la extinción del Temple, a ellos los expulsaron de todas las
posesiones españolas. Pero ya que eran una orden diferente, con muchísima mejor
preparación, se lo demostraron a sí mismos y al resto de comunidades religiosas
y experimentaron con la misma pregunta, pero de diferente forma planteada:
¿Puede un religioso rezar mientras fuma?
¡Ahí te han cogido! Rezar es bueno en cualquier
momento, incluso si se está fumando, por tanto nada malo hay en ello, fue la
respuesta oficial de la curia.
Jesuitas al poder, porque ellos siguieron fumando
mientras rezaban cuando las demás órdenes no podían hacerlo.
A lo que parece, las dos acciones, rezar y fumar, no
son la misma cosa según el orden en el que se coloquen. Eso es lo mismo que
decir que, con las palabras, el orden de los factores altera el resultado.
Queda entonces claro cómo se pueden plantear dos
preguntas que diciendo lo mismo pero en diferente orden de palabras, se pueden
obtener dos respuestas contradictorias; lo que hace falta es tener la
suficiente inteligencia como para plantear las cosas de manera que la respuesta
sea la que apetece escuchar.
¡Qué poder tienen las palabras!
Efectivamente el poder de las palabras es asombroso. Tanto es así, que dentro de la iglesia, esta la figura de la "restricción mental" por medio de la cual se puede dejar de decir la verdad sin mentir. El ejemplo del monje podría ser valido.
ResponderEliminarPero independientemente de eso, las palabras también pueden ser poderosas sin ser ciertas. Es un tópico que los religiosos españoles vinieron a fastidiar a los pobres indígenas que vivían todos desnuditos en su paraíso, comiendo y viviendo felizmente. En primer lugar, la vida en America, antes de la llegada de los españoles, era realmente un infierno lleno de perversiones macabras del tipo sacrificios humanos o esclavitud de las castas más bajas. El éxito de un puñado de españoles en tan basto territorio y en tan poco tiempo, fue precisamente ese, el cambio a mejor que supuso para la población indígena las leyes del imperio. Fue la eliminación de la corona y de la iglesia por las revoluciones masónicas independentistas del siglo XIX, las que rompieron el paraíso en el que vivían los indígenas. Es curioso que personajes como Bartolomé de las Casas, que tanto daño han contribuido hacer a España, sigan teniendo crédito, mientras que los hechos, como por ejemplo la existencia de grandes comunidades indígenas actuales en Hispanoamérica, a diferencia de los vecinos del norte, donde a penas existen, o el hecho de que los esclavos negros de Brasil y de USA huyeran a los territorios españoles donde estaban mejor protegidos, no permitan terminar con la leyenda negra de una vez.
Es posible que lo haya dicho irónicamente, en cuyo caso me cayo, pero creo que no es difícil suponer lo que hubiese ocurrido con Hispanoamérica si hubiese sido colonizada por protestantes ingleses y/o franceses.
Fe de erratas:
EliminarDonde dice "cayo" quiere decir "callo". Disculpad la falta.