Estos días he estado ojeando el libro
de texto de Historia de España Moderna y Contemporánea que estudié en
preuniversitario y leyendo el reinado de Felipe II, observé, no sin cierta
sorpresa que pasa casi de puntillas por un acontecimiento tan importante como
fue el desastre de la Armada Invencible.
Que en un libro de texto no se
mencione nada más que de pasada un desastre naval de esas características me
produjo extrañeza y me impulsó a profundizar un poco en el tema, no con ánimo
de averiguar las causas de semejante olvido, sino de adquirir algunos
conocimientos sobre este importante acontecimiento que allí no encontraba.
Para eso me fui a la página de la
Academia de la Historia, donde hay colgados miles de artículos, documentos,
estudios y demás publicaciones sobre cualquier acontecimiento histórico y
después de mucho mirar, consultar y repasar, he podido sacar en claro algunas
cosas que considero de interés.
Para muchos estudiosos de la historia,
el desastroso final de la mal llamada Armada Invencible tuvo unas consecuencias
que a día de hoy aún no están debidamente sopesadas, si bien, algunas de ellas
sí que han sido estudiadas en profundidad. Quizás entre todas esas
consecuencias quepa señalar que ese fue el punto de partida para romper la
unidad de la Península Ibérica, que durante el reinado de Felipe II había
conseguido unificarse en un solo reino, pero no menos desdeñable fue el hecho
de perder España la hegemonía del mar y, sobre todo, permitir que pequeños
países como Holanda y Dinamarca y no hablemos de Inglaterra o Francia,
comenzaran a formarse como las potencias navales del futuro.
Pero veamos un poco cómo se desarrolló
la empresa.
El primero que deslizó al oído del rey
Felipe la posibilidad de invadir y conquistar Inglaterra fue don Álvaro de
Bazán, Marqués de Santa Cruz y magnífico militar y marino.
Felipe, que se había casado en
segundas nupcias con María Tudor, hija de Enrique VIII, rey de Inglaterra y
Catalina de Aragón, tenía a los ingleses bastante aversión, no en vano dos
cuestiones importantísimas hurgaban en la herida de nuestro rey: una era la
piratería inglesa y la otra el protestantismo.
Felipe era el rey más católico de
Europa, tanto que se le ha tachado de fanático y odiaba profundamente a los
protestantes, por eso, cuando vio la posibilidad de invadir Inglaterra,
derrocar a la reina Isabel I, hermanastra de su mujer y última reina de la
dinastía Tudor y sentarse en el trono inglés, del que se consideraba legítimo
heredero, no se lo pensó.
Bueno, sí se lo pensó, pues estuvo
varios años devanándose los sesos sobre la forma de llevar a cabo la invasión.
Para mayor infortunio, el Marqués de
Santa Cruz murió en Lisboa cuando hacía los preparativos de la escuadra y el
rey se quedó de pronto sin sustituto para la empresa, pues a los magníficos
marinos que entonces podrían haber dirigido la Armada, entre ellos su
hermanastro Juan de Austria, héroe de Lepanto, o el almirante Andrea Doria, no
quería darles el mando por temor a un excesivo encumbramiento. Por eso optó por
un hombre fiel pero de escasos recursos, el Duque de Medina Sidonia, don Alonso
Pérez de Guzmán, al que nombró Capitán General de la Mar Océana, a pesar de que
el duque se mareaba nada más subir a un barco.
El duque debía combinar la fuerza naval
con la fuerza de tierra que mandaría Alejandro Farnesio, el cual, con
veintisiete mil soldados pertenecientes a los famosos Tercios de Flandes,
embarcaría más allá del estrecho de Dover, también conocido como Paso de
Calais, la parte más estrecha del Canal de la Mancha y ya en territorio de
Flandes.
La Armada zarpó de Lisboa el 20 de
mayo de 1588 con 130 buques, todos ellos de los que solían emplearse para las
comunicaciones y abastecimientos con el Nuevo Mundo, muy aptos para largos
viajes, pero poco hábiles en las maniobras y en los aprovechamientos de viento,
además de muy malos para enfrentarse a los temporales de los mares del norte de
Europa. Por el contrario los buques ingleses eran más maniobreros y mucho más
ágiles y veloces.
El plan contemplaba que esta fuerza de
invasión desembarcaría en Margate, cerca de la desembocadura del Támesis y
después de crear una cabeza de playa debidamente asegurada, se desembarcarían
la artillería pesada, municiones, abastecimientos y tropas de reserva, con lo
que se lanzaría un ataque contra Londres, mientras la flota controlaba el
estuario del Támesis.
Cuando a su alteza imperial se le
comentaban las dificultades de semejante operación, su católica majestad
repetía como si de una jaculatoria se tratara: “Dios está con nosotros” y con
esa invocación daba por zanjado el tema, no dejando lugar a ninguna duda sobre
el resultado final, pues la divina intervención habría de inclinar la balanza
del lado de los que defendían su fe.
Se comprende la complejidad de la
operación en la que había que coordinar la actuación de dos ejércitos sin que
hubiese posibilidad alguna de comunicación entre ellos y si a eso se le une la
incertidumbre que el duque de Medina Sidonia transmitía a todos sus oficiales e
incluso al propio rey en las cartas que le escribía, se comprende que la
empresa estaba destinada al fracaso.
Pero no se trata aquí de describir los
acontecimientos bélicos más allá de una somera explicación de cuáles eran las
circunstancias que lo rodearon y la cuestión es que por falta de decisión
estratégica, no se atacó a la flota inglesa, sino que éstos hostigaron a los
navíos españoles y los dispersaron, haciendo imposible el desembarco previsto,
además de que Farnesio no quiso unirse a la Armada hasta que el mar no
estuviese despejado de enemigos.
En realidad las dos escuadras no
llegaron a enfrentarse directamente pero los ingleses emplearon un sistema de
desgaste que mermó la flota española a la que las tormentas que se desataron,
hizo aún más vulnerable.
Así las cosas, los barcos españoles se
plantearon regresar, pero el Estrecho de Dover estaba tomado, por lo que
decidieron rodear la costa norte de las Islas Británicas en una arriesgada
operación en la que los temporales continuaron batiendo a las naves españolas
que fueron dejando, a lo largo de toda la costa, un sin fin de barcos
naufragados y estrellados contra los arrecifes.
Ni Inglaterra ni España fueron
conscientes de la realidad de lo sucedido sino hasta mucho tiempo después
cuando empezaron a percatarse los primeros de que en Irlanda o en Escocia,
numerosos náufragos habían llegado hasta las costas y eran perseguidos por los
soldados y demás autoridades locales y en nuestro país, cuando empezaron a
llegar algunos barcos maltrechos, pero aún flotando y en el recuento se supo
que se habían perdido un centenar de ellos.
La costa de Irlanda se sembró de
esqueletos de buques y de náufragos perdidos entre las breñas y gracias a uno
de ellos, se tuvo noticias en España de lo que realmente había ocurrido.
Mapa del recorrido
Este náufrago singular se llamaba Juan
de Cuéllar y era el capitán del galeón por nombre San Pedro que el cuatro de
octubre del año siguiente, escribió desde Amberes una carta al rey Felipe II
que se conserva en la Academia de la Historia.
En dicha carta cuenta que su galeón,
maltrecho por los fuertes temporales, era inhábil para la navegación, por lo
que decidió fondearlo a poca distancia de la costa, pero el fuerte temporal
rompió las anclas y lo lanzó contra los arrecifes, destrozándolo por completo.
Fue Cuéllar uno de los pocos que se
salvó del naufragio, consiguiendo ganar la playa y ocultarse entre las breñas y
en los bosques cercanos, pasando frío, hambre y penalidades de todo tipo, si
bien consiguió esconderse de los soldados que masacraban a cuantos náufragos
llegaban a las playas.
Al contrario de lo que pudiera
parecer, encontró apoyo en el pueblo irlandés, enemigo tradicional de los
ingleses, y con otros ocho españoles llegaron a combatir, junto a los
irlandeses, contra los invasores ingleses.
La carta de Cuéllar es muy interesante
porque relata con detalle todas las vicisitudes de la escuadra española que no
se conocieron hasta que este documento
se hizo público y asimismo detalla las peripecias de los náufragos hasta
que por mediación de un obispo irlandés, consiguieron embarcar rumbo a Escocia
y posteriormente a Flandes, donde fueron rescatados por las tropas de Alejandro
Farnesio.
Los detalles que Cuéllar describe en
su carta han sido estudiado por historiadores españoles e ingleses, habiéndose
podido determinar con toda precisión el lugar exacto en que su galeón naufragó,
así como se han identificado a todas las personas que participaron activamente
en proteger a los desvalidos náufragos.
La misma historia de Cuéllar se
repitió, con más o menos fortuna en otros cien naufragios, donde los temporales
y el desconocimiento de las costas, amparados por la prepotencia del rey, su
carácter mezquino y su fanatismo religioso, consiguieron lo que la flota
inglesa no logró.
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